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lunes, 1 de abril de 2013

Últimos años de la Vida de María

SU VIDA EN ÉFESO. -SU REGRESO A JERUSALEM. -OPINIONES Y RELATOS DE SU VIAJE A ÉFESO SEGÚN LOS HISTORIADORES. -SU MUERTE RELATADA POR LOS VARONES APOSTÓLICOS Y ESCRITORES DE NUESTROS TIEMPOS. No resulta de una manera evidente y clara la residencia de la Virgen Santísima durante los veintitrés años que sobrevivió a la Ascensión gloriosa de su amantísimo Hijo, nuestro muy amado Señor Jesucristo. La tradición es la que nos señala esta residencia de María en Éfeso, y a ello nada hay que objetar que pueda contradecir esta opinión histórico-tradicional. Que regresó a Jerusalem, en donde murió, es un hecho comprobado, claro y evidente, reconocido, acatado y venerado, testimoniado además de los relatos sagrados por los hechos materiales del sepulcro de la Virgen, la casa en que habitó y demás accidentales que determinan el hecho en su concepto histórico y en el de la creencia religiosa fundada en las virtudes y excelencias de la Purísima Señora. Por tanto, aceptamos la traslación de María Santísima con San Juan a Éfeso, su estancia en aquella ciudad y su vida tranquila y retirada, sin que acontecimiento alguno de aquélla trascendiera al mundo de la historia o de la tradición, y su regreso a Jerusalem cuando la edad ya avanzada de María la aproximaba, humanamente hablando, al sepulcro, avecinándose con la muerte. Como ni el Evangelio nos habla ya de María, y sólo por relación de eminentes Padres de la Iglesia y escritores católicos se relacionan los hechos y la muerte de la Pura Virgen María, a ellos, como égida segura, como faro de sagrada y mística luz, nos acogemos y a sus opiniones nos inclinamos como hijas de una fe acendrada y de un conocimiento e interpretación de los hechos superior a nuestras fuerzas y muy en armonía en nuestro sentir con aquéllos, por su fundamento y su piedad. El P. Rivadeneyra se expresa en este punto de una manera clara, como convincente lo es su sabio razonamiento: «También estuvo un poco de tiempo la Santísima Virgen en la ciudad de Éfeso, en la provincia de Asia, juntamente con San Juan Evangelista, como se saca del Concilio Efesino en una epístola escrita al clero de Constantinopla, derramando en todas partes su resplandores, y dando salud espiritual y vida a todos aquellos con quienes trataba. »Habiendo pues pasado con este temor de vida muchos años, y guardándola Dios para consuelo y bien de toda la Iglesia; siendo ya de anciana edad, viendo extendida por el mundo la fe y el nombre de su Hijo, encendida de amor y derretida de deseos de verle, le suplicó afectuosamente que la librase de las miserias de esta vida y la llevase a gozar de su bienaventurada presencia. Oyó los piadosos ruegos el Hijo de la Madre, a quien siempre oye, y envióle un ángel con la alegre nueva de su muerte, la cual Ella recibió con gran júbilo de su espíritu y descubrió a su querido hijo Juan Evangelista». Tal es la manera como el docto Padre Rivadeneyra expresa y señala su parecer respecto de los últimos años de la existencia terrenal de nuestra Santa Madre la Virgen María. Como de paso, cual hemos visto, había de el poco de tiempo que María vivió en Éfeso con San Juan Evangelista. Sor María de Ágreda se expresa acerca de este punto con la elocuencia y hermoso estilo que le son propios, y con la claridad de inteligencia y alto sentido filosófico que se manifiesta en su hermosa obra acerca de María Santísima: «Llegó María a la edad de sesenta y siete años sin haber interrumpido la carrera ni detenido el vuelo, ni mitigado el incendio de su amor y merecimientos, desde el primer instante de su Inmaculada Concepción; pero habiendo crecido todo esto en todos los momentos de su vida, los inefables dones, beneficios y favores del Señor, la tenían toda deificada y espiritualizada; los afectos, los ardores y deseos de su corazón no la dejaban descansar fuera del centro de su amor; las prisiones de la carne le eran violentas, y la misma tierra, indignada por los pecados de los mortales de tener en sí al tesoro de los cielos, no podía ya conservarle más sin restituirle a su verdadero dueño». Como se ve, la virtuosa escritora nada nos dice ni apunta acerca del traslado de María desde Jerusalem a Éfeso, y ni aun nos dice que por ningún motivo saliera de la ciudad deicida, y sí que en ella residía y en ella murió como más adelante lo expresa y narra con un colorido y encanto del glorioso tránsito de María, que resulta un tan hermoso como sentido idilio en vez de una elegía. En cambio, Casabó, admite el viaje a Éfeso, que relata con riqueza de detalles, y aun algún tanto de carácter dramático. «Interin San Juan prevenía la jornada y la embarcación para Éfeso, continuaba la Virgen como siempre en pedir con gran fervor por la defensa y aumento de la Santa Iglesia. Pasados cuatro días, que era el quinto de enero del año cuarenta, avisóla San Juan que era hora de partir, porque había embarcación y estaba dispuesto todo para el viaje. Sin réplica ni dilación se puso de rodillas la gran Maestra de la obediencia, y pidió licencia al Señor para salir del Cenáculo y de Jerusalem. En seguida se fue a despedir del dueño de la casa y de sus moradores, que estaban inconsolables por la pérdida que iban a experimentar, y así, todos querían seguirla y acompañarla. Agradecida la gran Señora, templó su dolor con la promesa de su vuelta. Previa licencia que pidió a San Juan, visitó los Lugares Santos, y en compañía del Apóstol hizo aquellas sagradas estaciones con mucha devoción, lágrimas y reverencia. Pidió después la bendición a San Juan, puesta de rodillas, para caminar como lo hacía antes con su Hijo. Muchos de los fieles de Jerusalem le ofrecieron dinero, joyas y carruajes hasta el mar y lo necesario para el viaje, pero con su prudencia, satisfizo a todos sin admitir cosa alguna. Para las jornadas hasta el mar sirvióla un jumentillo en que hizo el camino como reina de los pobres. »Llegados al puerto, embarcáronse en un buque con otros pasajeros. Vivían en Éfeso algunos fieles, aunque pocos, procedentes de Jerusalem y Palestina, y al saber la llegada de la Virgen, acudieron a visitarla y a ofrecerla sus posadas y haciendas; pero Ella eligió para su morada la casa de unas mujeres recogidas, retiradas y no ricas, que vivían solas sin compañía de varones. En esta posada vivió mientras estuvo en Éfeso. »En Éfeso recibió la Virgen la visita de Santiago, quien embarcado en las costas de Cataluña se dirigió a Italia, y de allí pasa cuenta a María de su predicación en España, y postrado en tierra demostróle su agradecimiento por haberle visitado personalmente en Zaragoza. »Quedó en Éfeso la Virgen, después de despedido Santiago, atenta a todo lo que sucedía a éste y a los demás Apóstoles, sin perderlos de su vista interior, y sin cesar en las peticiones y oraciones por ellos y por todos los fieles de la Iglesia. »Así que San Juan estuvo en Éfeso con la Virgen Santísima, comenzó a predicar en la ciudad, bautizando a los que convertía…» Relata después, que en virtud de una carta de San Pedro pidiendo su vuelta a Jerusalem, determinó a María Santísima a tornar a la ciudad natal, y añade: «Salió San Juan a buscar embarcación para Palestina y prevenir lo necesario para disponer con brevedad la partida. Ínterin llamó la Virgen a las mujeres que tenía en Éfeso por conocidas discípulas, para despedirse de ellas y dejarlas informadas de lo que debían hacer para conservar la fe. Eran éstas en número de setenta y tres, vírgenes muchas de ellas, especialmente nueve, que por disposición divina se libraron de la muerte cuando la ruina del templo de Diana… »Dos años y medio permaneció la Virgen en Éfeso. Llegado el día de partir, pidió la bendición a San Juan antes de embarcarse. El viaje fue muy tempestuoso, pero la que es Estrella del Mar cuidó de llevar la nave a puerto, desembarcando a los quince días de navegación…» Tal es la manera, como hemos dicho, sumamente poética y llena de detalles minuciosos, nos cuenta el citado historiador de Vida de María, este episodio de la vida de la Señora en su viaje y estancia en Éfeso. Narración hermosa, llena de encantos y poesía, pero que no vemos relatada con tal riqueza de color y accidentes como la cuenta y reseña el ilustre y notable historiador Sr. Casabó. Con poético estilo que le es propio, con frase verdaderamente meridional, llena de fuego y encanto, dominando el estro artístico en toda su obra, muchas veces no del todo ajustado a la índole de tan serio asunto y siguiendo más en algunos puntos el tono de poeta que de historiador, el tantas veces citado Orsini en su conocida obra de la Vida de María, dice: «La Santa Virgen permaneció en Jerusalem hasta tanto que la terrible persecución que estalló contra los cristianos en el año cuarenta y cuatro de Jesucristo, la obligó a salir de allí con los Apóstoles. Su hijo adoptivo la condujo entonces a Éfeso, a donde Magdalena quiso seguirla. Esos nobles corazones se habían enlazado al pie de la Cruz con cadenas de diamante que sólo la muerte pudo romper y que se han vuelto a anudar en el cielo». Ninguna noticia nos ha quedado de la permanencia de María en Éfeso, y esta falta se explica fácilmente por las circunstancias de aquella época. Después de la resurrección del Salvador, los Apóstoles, únicamente ocupados en la propagación de la fe, pusieron en la clase de cosas secundarias todo lo que no entraba de un modo directo y notorio en un interés que absorbía lo demás… «Que la Madre de Jesús haya seguido la suerte de los Apóstoles, es fácil concebirlo. Habiendo pasado los últimos años de su vida lejos de Jerusalem en un país extranjero, en que su permanencia no se señaló con ningún hecho notable, no ofrece otra cosa que una superficie plana que no ha dejado vestigio durable en la memoria fugitiva de los hombres; sin embargo, el estado floreciente de la Iglesia en Éfeso, y los elogios que San Pablo tributa a su piedad, indican bastantemente los cuidados saludables de la Virgen… »Durante su permanencia en Éfeso fue cuando María perdió la fiel compañera, que a imitación de Ruth había abandonado su país y su pueblo para seguirla más allá de los mares; Magdalena murió, y María la lloró como Jesús había llorado a Lázaro. »Llegando a Jerusalem, retiróse la Virgen a la montaña de Sión, a una corta distancia del palacio arruinado de los príncipes de su linaje, y en la casa que había sido santificada por el descenso del Espíritu Santo. San Juan la dejó para ir a participar a Santiago, primer obispo de Jerusalem, y a los fieles que componían su iglesia, ya numerosa, que la Madre de Jesús volvía entre ellos para morir». Como se ve y vamos relacionando estos autores entre sí, Orsini es más parco en detalles que Casabó, aun cuando ambos se dejan dominar demasiado, en nuestra opinión, por elemento poético; pero éstos, con María de Ágreda, aceptan y relatan el viaje y estancia de María en Éfeso. No obstante lo antes escrito, repetimos que la opinión en este punto de otros no menos respetables y críticos historiadores, es la de no aceptar tan sólo como tradición la estancia de la Virgen María en Éfeso, y nosotros, sin negar la autenticidad de la tradición, ni afirmarla, pues que sólo en la fe, en la creencia se funda y en nada, empero, contradice ni dificulta el concepto general evangélico acerca de María, las hemos consignado para conocimiento y para ilustración de los últimos años de la vida de la Señora, transcurridos en medio de una tan hermosa como plácida obscuridad, hija de su modestia y del modelo de virtudes, como lo era la pura Madre de Dios. Réstanos ahora ocuparnos llenos de fe y amor en Nuestra Santa Madre, de su muerte, de su glorioso tránsito de este mundo, del que tanto deseaba salir María para gozar de la presencia de su muy amado Hijo, y relatar este último y grandioso hecho de la vida terrenal del Espejo de las Virtudes, de la Reina de los cielos, nuestra amante abogada, como Consuelo de los Afligidos y Madre de los Desamparados. Para ello consignaremos de la misma manera el relato que de su gloriosa muerte hacen los citados historiadores, para referirla luego con nuestra pobre pluma este relato, esta narración, que en el fuego del amor a su santo Nombre, pretendemos hacer, como oración entusiasta y llena de esperanza en sus misericordias, y que elevamos a su trono para que sea acepta como acto de amor y veneración a nuestra Madre amparadora en las desgracias, y Consuelo inmenso en nuestras desgracias. El acto grandioso del tránsito de María, es un hecho en el que la pluma, impulsada por el amor y la veneración de los que lo han descrito, ha hecho por la misma grandiosidad, tierna y amorosa del acto, que sea pintada, narrada, con un colorido de luz, un ambiente de plácida coloración que suena con la misma dulzura que la música de un arpa, como el canto de los Ángeles bendiciendo a su Reina y Señora: hecho es que no hay escritor, que al relatarlo, no se vea en su descripción movido su pecho, elevado su espíritu por ese lazo de amor y de cariño que nos une con María, la santa Madre del Cordero, la protectora y amparadora de los desterrados hijos del pecado en este mundo, que Ella llena con su mirada y su amor. La noticia de su muerte comunicada a San Juan, dice el P. Rivadeneyra relatándola: «Él lo dijo a los fieles que estaban en Jerusalem, y luego se derramó por los otros cristianos que estaban en toda aquella comarca, y vinieron muchos a Jerusalem y se juntaron en el monte de Sión, en la casa donde Cristo cenó con sus discípulos e instituyó aquella mesa real de su Sagrado Cuerpo para sustento de toda su Iglesia, y el Espíritu Santo había venido en lenguas de fuego. Trajeron los fieles muchas velas, ungüentos y especies aromáticas, como tenían de costumbre, y muchos himnos compuestos para cantar en su glorioso tránsito; y para mayor gozo de la Virgen y consuelo de los Apóstoles, de varias partes y provincias del mundo, en que andaban predicando, todos los que vivían entonces fueron traídos milagrosamente a su presencia; halláronse también otros varones apostólicos, Hieroteo, Timoteo y Dionisio Areopagita y otros muchos, que con grande instancia habían pedido al Señor que les hiciese dignos de ver aquel dichoso espectáculo. Cuando la Virgen purísima vio aquella santa y bienaventurada compañía, se gozó con un gozo inefable e hizo gracia a su bendito Hijo por aquel incomparable beneficio que le había hecho, y con rostro grave y sereno les dijo: que los espíritus celestiales habían mucho deseado su partida de esta tierra y que Ella también lo había suplicado a Dios, y Él se lo había otorgado, y que así presto se cumpliría. Recostóse en una humilde cama, y mirando a todos, que ya tenían candelas encendidas en las manos, con un aspecto más divino que humano, les mandó que se acercasen para darles su bendición… »En diciendo esto se reclinó en la cama y se compuso decentemente y levantando las manos en alto, llena de increíble gozo por ver a su Hijo que la llamaba y convidaba a la eterna felicidad, le dijo: ‘Cúmplase en Mí tu palabra’, y con esto y como quien se echa a dormir, sin dolor alguno ni pesadumbre, dio su alma a aquel Señor, a quien Ella había dado su carne, la noche del día antes del quince de agosto, cincuenta y siete años después que parió a Cristo y a los veintitrés de su pasión, siendo de edad de setenta y dos años menos veinticuatro días, según la más probable y verdadera opinión, porque algunos no le dan sino cincuenta y nueve, otros sesenta y dos a sesenta y tres y otros menos. Pero supuesta la verdad tan testificada de tantos y tan graves autores, que los sagrados Apóstoles se hallaron a la muerte de la Virgen Santísima, y que San Dionisio Areopagita, como él dice, estuvo presente a ella, necesariamente habemos de dar más larga edad; pues él no se convirtió a Cristo hasta que San Pablo vino a Atenas, que fue el año del Señor de cincuenta y dos, y a los sesenta y siete de la Virgen». De esta manera tan reverente, solemne y tierna al mismo tiempo nos relata el sabio padre Rivadeneyra el glorioso tránsito de la santa y purísima Señora. La venerable Sor María de Ágreda, puede decirse que concuerda con la relación del sabio jesuita. «Acercábase ya el día determinado por la Divina Voluntad en que la verdadera y viva Arca del Testamento, había de ser colocada en el Templo de la celestial Jerusalem con mayor gloria y júbilo que su figura fue colocada por Salomón en el santuario debajo de las alas de los querubines. Y tres días antes del tránsito felicísimo de la Gran Señora se hallaron congregados los Apóstoles y discípulos en Jerusalem y casa del Cenáculo. »Fueron todos con San Pedro al oratorio de la Reina y halláronla de rodillas sobre una tarimilla que tenía para reclinarse cuando descansaba un poco. »Al entonar los Ángeles música, se reclinó María en su tarima o lecho, quedándole la túnica como unida al sagrado Cuerpo, puestas las manos juntas y toda enardecida en la llama de su divino amor. Y cuando los Ángeles llegaron a cantar aquellos versos del capítulo segundo de los Cantares: Surge, propera, amica mea, etc., que quiere decir: Levántate y date prisa, amiga mía, paloma mía, hermosa mía, y ven, que ya pasó el invierno, etc.; en estas palabras pronunció Ella las que su Hijo en la Cruz: En tus manos, Señor, encomiendo mi espíritu. Cerró los virginales ojos y espiró. »Sucedió este glorioso tránsito el viernes a las tres de la tarde, a la misma hora que el de su Hijo, el día 13 de agosto, en que murió, hasta el 8 de septiembre, que nació y cumpliera los setenta años. Después de la muerte de Cristo, sobrevivió la Madre en el mundo veintiún años, cuatro meses y diez y nueve días y de su virgíneo parto era el año cincuenta y cinco». Casabó sigue literalmente a Sor Ágreda, no añadiendo a nuevo y copiando lo que acerca del glorioso tránsito de María dice aquella sagrada escritora y Orsini, nos relata esta conmovedora escena con la viveza de la descripción y la mágica de su estilo en los siguientes párrafos: «Era el día y había llegado la hora. Los santos de Jerusalem vieron otra vez a la hija de David siempre pobre, siempre humilde, siempre hermosa, porque se hubiera dicho que esta santa y admirable criatura se libraba de la acción destructora del tiempo, y que predestinada desde su nacimiento a una completa y gloriosa inmortalidad, nada en Ella debía perecer. Grave, pues, pero no enferma, María recibió a los Apóstoles y discípulos recostada en un pequeño lecho de pobre apariencia, acomodado a su traje de mujer de pueblo que nunca había dejado. Brillaba en su aspecto, lleno de nobleza y de modestia, alguna cosa tan majestuosa y patética, que toda la asamblea se deshizo en lágrimas. Sólo María permaneció en calma en este vasto y elevado salón, en que se habían agolpado una multitud de antiguos discípulos y de nuevos cristianos igualmente deseosos de contemplarla. »Era ya de noche y unas lámparas con varios mecheros suspendidas del techo con cadenillas de bronce arrojaban aquí y allí manojos de rayos de color rojizo sobre la reunión silenciosa, que parecía recibir con ellos un nuevo grado de solemnidad. Los Apóstoles, vivamente conmovidos, estaban de pie en torno del lecho fúnebre. San Pedro, que tanto había amado al Hijo de Dios durante su vida, contemplaba a la Virgen con un sentimiento de dolor, y su mirada eficaz parecía decir al obispo de Jerusalem: ¡Cuánto se asemeja a Jesucristo! En efecto, la semejanza era admirable; y la actitud inclinada de María, que recordaba la del Salvador durante la cena, acababa de completarla. Santiago, que había recibido de los mismos judíos el renombre de justo, y que sabía dominar sus emociones, devoraba las lágrimas que se amasaban lentamente al borde de sus párpados. El Príncipe de los Apóstoles, hombre de franqueza y de primer movimiento, hallábase profundamente conmovido y no lo cubría: San Juan tenía envuelto el rostro con un lienzo de su manto griego, pero sus sollozos lo descubrían. No había en toda la asamblea un corazón que no estuviese partido de dolor, ni ojo del que no manasen lágrimas. Después de haberse recogido un momento, María fijó sus miradas sobre esos fieles servidores que estaban todos unidos en el amor de Jesucristo, y que debían probarlo de allí a algún tiempo en medio de los tormentos; empezó a hablarles, y su voz llena de melodía, tomó una expresión tan tierna, tan hondamente afectuosa, y a la vez tan consoladora, que todos los dolores se calmaron por algún tiempo. Ella les dijo que la afección filial que le demostraban le hacía solamente echar de menos la vida, que había deseado con ardor ese día, que iba a reunirse a su Hijo por toda la eternidad, y que bendecía a Dios de haber abreviado el tiempo de su triste peregrinación. Después de haberles prometido que les sería siempre favorable, que no olvidaría jamás en medio de los goces celestiales, que Ella había sido Hija de los hombres, les mostró la tierra vista desde las alturas del cielo; y se elevó gradualmente a consideraciones tan elevadas y a reflexiones tan sublimes, que cada uno olvidaba en medio de su asombro que el cisne cantaba para morir. Pero aproximábase la hora fatal: María extendió sus manos protectoras sobre los hijos que iban a quedar huérfanos, y alzando sus bellos ojos hacia los astros que brillaban en el firmamento, con una majestad serena, vio el cielo abierto y al Hijo del Hombre que bajaba sobre una nube luminosa para recibirla en los confines de la eternidad. A esa vista un color sonrosado se apareció por su semblante, sus ojos pintaron todo lo que el amor maternal, el júbilo, llevado hasta el arrobamiento y la adoración infinita pueden exprimir, y su alma, dejando sin esfuerzo su cubierta mortal, cayó dulcemente en el seno de Dios». Tal es la manera dulce, poética y sentida con que pintan y narran la muerte de María los ya citados escritores, y a estos relatos hemos de consignar, como fuente de sagrada tradición que admite la Iglesia en sus rezos, la narración que del glorioso tránsito de María Santísima nos ha hecho San Juan Damasceno en su sermón de Dormitione Deiparae: «Por una antigua tradición, dice, ha llegado hasta nosotros la noticia de que al tiempo de su glorioso tránsito todos los santos Apóstoles que andaban por el mundo trabajando para la salvación de las almas, se reunieron al punto, llevados milagrosamente a Jerusalem. Estando pues, allí, gozaron de una visión angélica, oyeron un celestial concierto, y de este modo entregada en manos de Dios su ánima santa, henchida de soberana gloria. Su cuerpo, que había recibido a Dios de una manera inefable, fue enterrado en un nicho allí en Gethsemaní, mezclándose en el entierro los himnos de los Apóstoles con las armonías de celestes coros. Durante tres días se oyeron allí cantos angélicos que cesaron al cabo del tercero día. Llegando entonces el Apóstol Santo Tomás, único que faltaba, y deseando adorar aquel Cuerpo que había tenido a Dios encarnado, abrieron el túmulo, mas ya no encontraron allí el sagrado Cuerpo, sino solamente aquellos objetos con que había sido sepultada, los cuales despedían suavísima, fragancia: en vista de esto volvieron a cerrar el modesto túmulo. Asombrados en presencia de este misterioso milagro, no pudieron menos de pensar en Aquel a quien plugo encarnarse en las entrañas de la Virgen María para hacerse hombre y nacer como tal, siendo Dios, el Verbo y Señor de la gloria, y que preservó incólume su virginidad a pesar del parto: quiso también honrar su Cuerpo inmaculado en seguida de su muerte, conservándolo sin corrupción alguna y concediéndole el que fuese trasladado al cielo antes de la general resurrección del género humano. »Cuando esto aconteció estaban con los Apóstoles el muy santo varón Timoteo, primer obispo de Éfeso y San Dionisio Areopagita, según atestigua él mismo, en lo que escribió acerca del bienaventurado Hierateo, que también se hallaba allí, diciendo: -Entre los mismos santos prelados, inspirados por Dios, se convino en celebrar con himnos como cada cual pudiese, la infinita bondad del poder divino, acerca del sagrado Cuerpo de la Virgen, cuando nos reunimos con muchos de nuestros santos hermanos, como ya te acordarás, para ver aquel Cuerpo de donde la vida tuvo principio, y que engendró al mismo Dios; estando también allí Santiago, pariente del Señor, y Pedro, autoridad suprema y la más antigua entre los teólogos». Esta es la tradición de la Iglesia sobre el tránsito y Asunción de la Virgen Santísima a los cielos desde los primeros tiempos del Cristianismo, según refiere un padre tan discreto y tan eminente como el Damasceno, y la ha aceptado la Iglesia consignándola en su rezo, diga lo que quiera la crítica contra ello. San Juan Damasceno vivía en el siglo VIII, y aun cuando hay mucha distancia desde este siglo al primero en que murió la Santísima Virgen, y de aquí al 754 o 757 en que murió aquel santo padre, su autoridad es muy grande para afianzar una tradición que duraba y sosteníase en su tiempo; no obstante es un poco débil: para afianzar la exactitud histórica, dice Lafuente. No faltan críticos que apoyándose, no sabemos en qué fundamentos, no se avienen a que la Santísima Virgen muriese en Jerusalem sino en Éfeso, y el hecho o razón en que se apoyan es de que habiendo de ser aquélla arrasada y abrasada por los romanos, diez años después, no quería María morir en la ciudad en que fue muerto su Hijo. Y como en estos asuntos de crítica y de crítica histórico-religiosa lo mejor es no negar ni aceptar de ligero juicios y opiniones, copiaremos lo que acerca de este punto dice un piadoso y eruditísimo Padre de la Compañía de Jesús, el P. Centucci en la «Vida de Santa Pulquería». «Para mejor inteligencia de este punto, dice, conviene aquí lo que Nicéforo refiere en otro lugar, y es, que deseando la Santa (Pulquería), obtener el cuerpo de la Madre de Dios(2) para enriquecer con él su iglesia, y pidiendo con instancia esta gracia a Juvenal, Patriarca de Jerusalem, el cual después del Concilio se había quedado en la corte, con motivo de una sedición, le respondió el patriarca que el sepulcro de la Virgen estaba efectivamente en Jerusalem, pero que según una tradición, no menos antigua que verdadera, habiendo abierto los Apóstoles el sepulcro de la Virgen, tres días después de su muerte, para mostrar el Cuerpo a Santo Tomás que no había asistido como ellos a la muerte y sepultura de la misma, no hallaron en él otra cosa más que las fajas y los lienzos sepulcrales, quedando todos persuadidos de que el sagrado Cuerpo de la Virgen había sido llevado al cielo juntamente con el ánima por el especial favor de su divino Hijo. Oyendo esto, añade Nicéforo, ya que no podía obtener otra cosa, pidió que le diesen a lo menos el sepulcro con los lienzos que en él habían quedado, en lo cual le complació Juvenal, enviándole después de su regreso a Jerusalem todo cuanto deseaba, »Esta relación (dice el sabio padre jesuita Centucci), tiene tantas dificultades en todos sus pormenores que, exceptuando la Asunción de la Santísima Virgen, muchos escritores modernos no ven en ella más que una voz popular, transformada en punto histórico sin pruebas suficientes, o una invención, sea de Juvenal, sea de cualquier otro de devoción poco discreta e infundada. No es este lugar de examinarla críticamente; pero limitándonos únicamente a lo que pertenece a nuestra Santa, si la Asunción de la Santísima Virgen era, según dice Juvenal, una tradición antiquísima y por consiguiente notoria, ¿cómo podía ignorarla Pulquería, mujer no menos docta que piadosa, hasta el punto de pedir con instancia el Sagrado Cuerpo? ¿Y cómo podía obtener el sepulcro, cuando de los escritores vecinos a aquellos tiempos se colige la incertidumbre que entonces había y aún dura al presente, del lugar donde vivía la Virgen y de la ciudad donde murió, si fue en Jerusalem o en Éfeso? Pero cualquiera que fuese este sepulcro, que entre los judíos solía abrirse en la pena viva, ya fuese caja fúnebre, si es que tal cosa existía en el pueblo hebreo, o féretro para transportar los cadáveres, que por lo mismo no suele encerrarse en la tumba, como aquí debiera suponerse, cualquiera, repito, que fuese este pretendido sepulcro, es lo cierto que la santa no pudo colocarle en su templo, porque Juvenal volvió a Jerusalem en julio, o poco antes de que Pulquería pasara a mejor vida, o más probablemente en agosto, cuando ya había muerto, como lo confiesa el mismo Nicéforo, poco concorde consigo mismo, cuando sin hacer mención de la Santa dice que fueron llevadas a Constantinopla aquellas reliquias en tiempo de Marciano, que sobrevivió a su esposa. »Si en tal incertidumbre pudiesen dar alguna luz las conjeturas, yo creería (dice el P. Centucci) que hay en ello alguna equivocación originada de lo que sucedió, según dicen, en tiempo de León. Pretenden algunos que, habiéndose hallado en poder de una piadosa mujer de Palestina ciertos vestidos que había usado la Virgen, fueron colocados por aquel Emperador en la iglesia de Blancherna, con la misma caja en que antes se conservaban. No hay cosa más fácil que, por haber venido de Jerusalem, creyese el vulgo que fuese aquélla la caja sepulcral y los vestidos los mismos que quedaron en el sepulcro después de la Asunción de la Santísima Virgen, y tomando los historiadores sucesivos como un hecho positivo lo que no era más que una voz popular, se llegase a formar una relación, no menos extravagante por el anacronismo, que por las circunstancias con las cuales quisieron adornarla y hacerla más admirable». De este modo es como se expresa el P. Centucci respecto de estas tradiciones. Por su parte los escritores, agustinianos principalmente, que se ocupan de la fiesta de la Correa que ceñía la Virgen María, suponen que entre los lienzos y demás objetos de su mortaja que en el sepulcro quedaron, estaba la correa con que la Virgen María ceñía su túnica a la cintura, y otros añaden que esto fue lo que regaló Juvenal a Santa Pulquería. Pero hay que tener presente que el mismo Nicéforo no había de correa, ni aun siquiera de ceñidor, ni cíngulo, sino de fajas para amortajar (sepulcrales fascius) o sean las largas tiras de lienzo con que los judíos, como los egipcios, envolvían y ceñían los cadáveres, y así nos lo describe el Evangelio cuando nos habla de la resurrección de Lázaro. Nosotros nada decimos acerca de este punto, pero tenemos, y en ella nos apoyamos, una autoridad muy respetable, cual es la del español Fray Antonio del Castillo, o sea el autor del libro «El Devoto Peregrino», tan conocido por los amantes de la historia y las personas piadosas, cuando nos habla del sepulcro de la Virgen como existente en Jerusalem La hermosura y sencillez del estilo de este viajero y buen fraile español, que allá estuvo y celebró más de doscientas misas en la iglesia del sepulcro de María, son la prueba más fehaciente, en nuestro entender, acerca de aquella, respetada y admitida por la Iglesia, piadosa tradición. Dice el P. Antonio del Castillo: «Entramos en el huerto de Gethsemaní, y luego fuimos al sepulcro de la Virgen Santísima. Es una iglesia grande y hermosa, de maravillosa fábrica y arquitectura; la mayor parte de esta iglesia está debajo de tierra, de modo que tanta máquina como tiene, no se viene a descubrir por arriba mas que fábrica cuadrada por de fuera, y toda ella no parece sino una casa muy pequeña. »Bájase a esta iglesia por cincuenta escalones muy anchos espaciosos; son todos de jaspe blanco. A poco más de la escalera, como se va bajando a la mano izquierda, está el sepulcro de San José, esposo de la Virgen, en una capilla muy pequeña, y en la misma capilla está también el sepulcro de Simeón el justo, el que tuvo al Niño Jesús en sus brazos, cuando le presentó la Virgen en el templo. A la mano derecha en frente de esta capilla hay otra en la cual están los sepulcros de San Joaquín y Santa Ana, padres de la Virgen. »En bajando a la iglesia, en medio de ella está el sepulcro de la Virgen Santísima. Está todo hecho de una piedra y cubierto de mármol fino muy blanco. Aquí decimos misa los sacerdotes latinos solamente. (Esto fue en su tiempo, pues hoy se han apoderado los cismáticos, consiguiendo con sus rapiñas despojar a los latinos.) »En saliendo de este santísimo sepulcro, como treinta pasos, se entra en la cueva en donde Cristo oró y sudó sangre la noche de su Pasión». Como se ve por lo expresado por Castillo, es muy difícil aceptar las tradiciones griegas acerca de la muerte de la Santísima Virgen en Éfeso, y al efecto examinaremos lo que los principales viajeros católicos dicen y opinan acerca de la veracidad y fundamento de la muerte de María en Jerusalem como la acepta, y reza la Iglesia católica, cuya decisión y autoridad es concluyente y sin disputa. Pues que la Iglesia de Jerusalem conserva la tradición citada y la memoria del sitio y sepulcro de María, que la Iglesia acepta, admite y reza en su oficio el relato de San Juan Damasceno; lo más seguro es aceptar lo que la Iglesia acepta, cree y estima, confirmándose con ello y con lo que la piedad ha ido trasmitiendo desde Jerusalem hace diez y nueve siglos, tradición, creencia y fe, que como hemos dicho consignan y creen, estiman y aprecian, cuantos escritores católicos han tratado de este punto, y cuyos escritos y palabras copiaremos para afirmación mayor de esta sagrada tradición. Casabó se expresa en estos términos al tratar del entierro de Santa Virgen, aceptando su muerte en Jerusalem. «Los Apóstoles, a quienes principalmente tocaba este cuidado, trataron luego de que se le diese sepultura, señalándole en el valle de Josafat un sepulcro nuevo que allí estaba prevenido misteriosamente por la providencia de su Hijo. »Levantaron los Apóstoles el Sagrado Cuerpo, llevándole ellos sobre sus hombros, y con ordenada procesión partieron del Cenáculo para salir de la ciudad al valle de Josafat…» Orsini dice: «Terminados los preparativos del duelo, colocóse a la Madre de Dios en un lecho portátil lleno de substancias aromáticas; cubriósela con un velo suntuoso, y los Apóstoles reclamaron el honor de llevarla sobre sus hombros hasta el huerto de Gethsemaní… »Llegado al lugar de la sepultura paróse el lúgubre acompañamiento. »Un Apóstol que volvía de un país lejano, y que no se había hallado presente a la muerte de la Virgen, llegó en este intermedio a Gethsemaní; era Tomás, aquel que había puesto su mano en las llagas de su Maestro resucitado. Corría para echar una última mirada sobre los fríos despojos de la mujer privilegiada que había llevado en sus castas entrañas al Dueño Soberano de la naturaleza. Vencidos por sus instancias y sus lágrimas, quitaron los Apóstoles el trozo de piedra que cerraba la entrada del sepulcro, pero no encontraron más que las flores apenas marchitas, sobre las cuales había descansado el cuerpo de María, y su blanco sudario de precioso lino de Egipto, que exhalaba un olor celestial…» Barcia, en su libro Palestina, dice en su visita a la iglesia del sepulcro de María lo siguiente, sin determinar una opinión concreta: «La autenticidad del sepulcro de la Virgen es discutible. La opinión que afirma haber muerto María en Jerusalem y haber sido enterrada allí, data de los primeros siglos, pues que en el IV se aisló el sepulcro de la roca, dejándolo en la forma que hoy tiene; pero en la misma época se afirmaba por otros haber muerto en Éfeso y existir allí su verdadero sepulcro. Así lo declaró el tercer Concilio general que se celebró en esta ciudad, el año 341». Ibo Alfaro, en su obra Jerusalem, dice respecto del sepulcro de la Virgen Santísima: «Esta Basílica, cuya fachada la adornan multitud de columnas y archivoltas ojivales, encierra en su seno los sepulcros de San Joaquín y Santa Ana, el de San José y sobre todo en el lugar preferente el en que descansó tres días el Cuerpo de María. Una ancha escalera de cuarenta y ocho peldaños (el P. Livinio en su guía tantas veces citada, dice cuarenta y cuatro), conduce al fondo de la capilla, que forma una cruz latina y que es espaciosa, pues mide próximamente unos treinta metros de largo por ocho de ancho. En el séptimo escalón se encuentra a la derecha una abertura en el muro y se sospecha sea esto el sepulcro de Melisenda, esposa de Fulco, rey de Jerusalem en tiempo de las Cruzadas. Quince peldaños más abajo, o sea veintidós, a contar desde la puerta de entrada, se abren dos grutas a derecha e izquierda de la escalera, frente la una de la otra; estas dos grutas, que los frailes nombran capillas, contienen la de la izquierda los sepulcros de San Joaquín y Santa Ana y el de la derecha el de San José. Cuando ya se ha llegado al fondo de aquel templo, donde arden multitud de lámparas, y donde se respira una plácida calma que templa el corazón cansado de las agitaciones del mundo, se encuentra a la derecha una pequeña capilla cuadrangular, cuyas paredes de roca viva ocultan flotantes tapices de seda; en aquella misteriosa capilla se alza adherida al muro una banqueta de piedra revestida de planchas de mármol, un altar hueco del que penden veintiséis lámparas se levanta sobre aquel banco de piedra y junto a aquel banco de piedra se arrodilla el viajero, que impelido por el fervor religioso llega de lejanos países, porque aquel banco de piedra es el sepulcro de María. Allí reposó tres días la Madre de Cristo, la mujer más santa y más pura de la tierra, la flor de Jericó, la estrella de los mares, el refugio de los pecadores, el consuelo de los afligidos. Yo he visto la casa en que nació, allí junto al templo de Jehová, yo he visto el lugar en que su alma fue ahogada por la más honda pena, allá… en la cima del Calvario, yo he visto el lugar en que después de muerta permaneció su cadáver algún tiempo, allá pasado el torrente Cedrón, en el valle de Josefat, al comenzar el monte Olivete…; y hoy en que aún enfermo, consigno en estas páginas mis recuerdos e impresiones de aquellos Santos Lugares, experimenta mi alma una tierna y suavísima afección. »En el fondo de la basílica, no lejos del sepulcro de María, se ve un altar perteneciente a los armenios no unidos; cerca de éste otro perteneciente a los griegos no católicos, y cerca de los dos un pequeño ábside donde oran los musulmanes, que también los musulmanes de Oriente veneran a Cristo, a quien llaman el espíritu de Dios; y a la Virgen, a quien proclaman la más grande y mejor de las mujeres…» Don José María Fernández y D. José Freire y Banero, hacen acerca del sepulcro de la Virgen, parecida descripción a la anterior, y respecto al lugar del tránsito de María y a la consiguiente autenticidad de estos santuarios, dicen lo siguiente: «Respecto a la muerte de la Santísima Virgen, no está enteramente evidenciado que haya sucedido en Jerusalem, aunque es la opinión más probable, casi segura. No faltan, sin embargo, quienes creen que el tránsito dichosísimo acaeció en la ciudad de Éfeso. Fúndanse en el pasaje de la carta dirigida por los PP. del Concilio Efesino al clero y pueblo de Constantinopla (431): ‘Nestorio fue condenado en Éfeso, donde Juan el Teólogo y la Santa Virgen María, Madre de Dios…’ No acaba la oración, que algunos completan diciendo: ‘descansan o murieron’; pero la generalidad de los críticos opinan que el pasaje completo debía decir así: ‘Nestorio fue condenado en Éfeso, donde el teólogo Juan y la Santa Virgen María, Madre de Dios, vivían, o tienen iglesia, o son honrados con culto particular’. »Otra razón alegan los que sostienen que la Virgen Santísima murió en Éfeso, es a saber: que aquella iglesia le estaba dedicada, según consta en las actas de dicho Concilio. La fuerza de este argumento estriba en que, a decir de los que le emplean, no se erigía iglesia alguna a un santo, sino cuando se poseían reliquias, o en el sitio en que había sufrido el martirio. Pero además de que no era esta práctica invariable, pues consta que las reliquias de los santos solían distribuirse entre diferentes pueblos que las solicitaban por su especial devoción, y que se erigían altares e iglesias a un mismo santo en varias ciudades a la vez, sábese positivamente que apenas Constantino dio la paz a la Iglesia, fueron consagrados muchos templos con la advocación de la Madre de Dios. »Por otra parte, nadie ha pretendido jamás que la iglesia de Éfeso, ni ninguna otra, poseyese las reliquias de la Santísima Virgen María, lo cual valdría tanto como negar su asunción gloriosa a los cielos. »Hay un argumento negativo de mucho peso, en nuestra opinión, contra los que afirman que Nuestra Señora murió en Éfeso. Al enumerar Polícrates en su carta al Papa Víctor los privilegios de la iglesia Efesina, no hace mención de este suceso, que de haber acaecido allí, habría contado como el primero y más glorioso. »Muchas más razones militan en favor de Jerusalem Prescindiendo de la tradición inmemorial, sabemos que desde los primeros días del Cristianismo se levantaron templos en honor de la Virgen Santísima, en este lugar y el de su sepulcro. Juvenal, obispo de Jerusalem, que asistió al citado Concilio de Éfeso, en carta dirigida a la emperatriz Santa Pulquería y al emperador Marciano, les dice, contestando a los piadosos esposos, que le pedían reliquias de la Virgen, que en el Gethsemaní se enseñaba el sepulcro vacío bienaventurada Señora. San Arcadio, San Wilibaldo y otros peregrinos del siglo VII y VIII, visitaron en el monte Sión el lugar en que murió la Virgen, y en el valle de Josafat su sepulcro benditísimo. »La tradición griega está en un todo conforme con la latina; son muy notables y explícitas las palabras de Andrés, arzobispo de Creta, que vivía en los citados siglos VII y VIII. »Dice aquel prelado en su sermón sobre el tránsito de la Virgen Santísima, ‘que la bienaventurada Señora había vivido en el monten Sión, en el mismo sitio en que se enseñaba su casa, convertida en iglesia, en la cual se veían los vestigios de sus rodillas en el lugar donde hacía oración; que allí también murió, rodeada de los Apóstoles, de los setenta discípulos y de gran número de santos, quienes transportaron al valle de Gethsemaní su cuerpo, que no conoció corrupción; que resucitó y subió al cielo, y finalmente, que el sepulcro de María es honrado por el concurso de fieles, que con este objeto van a Jerusalem de todos los pueblos de la tierra’; y San Juan Damasceno, que nació en el siglo VII y murió a mediados del siglo VIII, en el convento de San Sabas, cerca de Jerusalem, dice en otro sermón sobre el mismo asunto, ‘que la Madre de Cristo murió en el monte Sión, y fue sepultada en el valle de Gethsemaní por los Apóstoles; que también se hallaban presentes a su muerte gloriosa los Ángeles, los patriarcas y profetas; que su cuerpo resucitó glorioso y fue transportado al cielo; que los mismos Ángeles reverencian el sepulcro vacío; que los fieles acuden allí de todas partes en gran número, le visitan con devoción y riegan con sus lágrimas, y finalmente, que Dios obra en él muchos milagros’. San Germán, arzobispo de Constantinopla, contemporáneo de San Juan Damasceno dice que la Virgen Santísima sufrió la ley común de la muerte, que su cuerpo no experimentó corrupción, sino que fue llevado al cielo por ministerio de Ángeles… »Las iglesias de Oriente están conformes con la latina y la griega, en colocar en Jerusalem la muerte y sepultura de la Santísima Virgen María. Y al decir iglesias, no intentamos excluir a las herejes. Los nestorianos, que aunque niegan la divina maternidad de la Virgen Santísima, profesan a la Señora gran veneración; tanto, que algunos autores aseguran que ofrecen en su honor un pan, que dan en forma de comunión, pretendiendo que es el cuerpo de la Santa Virgen; creen que la Madre de Cristo fue transportada desde Jerusalem al Paraíso en cuerpo y alma. Abeyesu, escritor sirio, consigna la común creencia de los nestorianos a este propósito: ‘Después de la muerte del Salvador, dice, San Juan Evangelista se hizo cargo de la Santísima Virgen, sirviéndola como a Madre suya. Muerta a la edad de sesenta y un años, su cuerpo fue transportado por ministerio de Ángeles al Paraíso terrenal. Todos los Apóstoles se habían reunido en Jerusalem, antes del tránsito glorioso de la Señora’. »Consignemos, por último, el testimonio de un escritor árabe, Abu-Batrik, según el cual, Teodosio el Grande edificó en Gethsemaní, en el sepulcro de la Virgen, una iglesia que Cosroes destruyó en la toma de Jerusalem». Y por último, como confirmación de cuanto llevamos dicho de los anteriores católicos viajeros y peregrinos, veamos lo que acerca del lugar de la muerte de María Santísima y de su sepulcro dice don Narciso Pérez Royo, en su interesante Viaje a Egipto y Palestina, en el tomo 32, página 39. Después de describir la iglesia de la Asunción, dice: «He dicho que la autenticidad del sepulcro de la Virgen descansa sólo en la tradición. Es ésta tan antigua y constante; reviste tan marcado carácter de verosimilitud; hállase sancionada por el sentimiento unánime de tan opuestas razas y creencias, que avasalla la mente, disipa la duda y conmueve el corazón. En el retiro silencioso y plácido de este Santuario venerable, cuya indecisa luz parece agigantar las sombras de sus ámbitos, respira el alma indefinible paz, y henchida de místico entusiasmo, cree, medita, ora, elévase enajenada al estrellado trono de la Madre purísima del Verbo, mientras besan los labios y las lágrimas riegan la consagrada tumba, probable último punto de la tierra que santificó su presencia maternal». Como vemos, tales son las opiniones de los citados escritores, admitiendo todos la antiquísima tradición consagrada, aceptada y exaltada por la Iglesia, no faltando para ser dogma de fe más que la declaración de quien puede hacerlo por su indiscutible autoridad en la materia. María terminó su existencia terrenal cuando la voluntad de Dios su Hijo plugo a sus inescrutables juicios. Dejó la existencia terrenal y al Empíreo fue ascendida por la Trinidad Santísima, dejándonos a los hijos de Eva en este destierro, bajo su dulce amparo, siendo nuestra esperanza, nuestro consuelo y puerto en nuestras desgracias, que nos acoge siempre benévola cuando la fe y las lágrimas de nuestro corazón herido brotan de nuestros ojos, siendo el consuelo de los afligidos, la eterna salud de los enfermos que a Ella imploran, Reina y Señora de nuestros corazones y auxilio del alma cristiana en los naufragios de la vida y esperanza nuestra a la que encaminamos nuestras oraciones y ponemos por intercesora de su divino Hijo. Pero si ascendió a los cielos, dejó para nuestro consuelo el perfume de su pura existencia, que seguirá reinando y embriagando de dulce amor y ardiente caridad a nuestras almas, en las que reina y reinará como eterna verdad, confesada por el amor de su Hijo, que la puso por Madre e intercesora entre los hijos de Adán, lavados de la culpa por su santísima sangre. Y María seguirá reinando en nuestras almas, y con el dulce nombre de Madre la invocaremos como Madre de nuestras almas, y como Madre la han invocado e invocan nuestras madres en sus momentos de dolor, de pena, de angustia y llanto, así como en lo terreno en nuestra niñez la invocamos y también en la juventud, cuando hieren nuestros corazones los primeros dolores y desengaños de la vida. Ascendió a los cielos después de su glorioso tránsito, y allí, gozando de la presencia de su Santísimo Hijo, goza del premio de su pureza inmaculada, la que fue arca santa que encerró el cuerpo de Dios al descender a la tierra, siendo hermoso tabernáculo que gozó del privilegio incomparable de dar la existencia humana al Hijo de Dios. ¡María, nuestro amparo y Madre! acoge nuestro trabajo, llevado a cabo lleno de fe y esperanza en tu santa misericordia y que en tu honor y gloria te ofrecemos como ofrenda pobre, mezquina y. pequeña de nuestro amor, y que a tus pies deponemos. Acoge nuestra ofrenda, hija del corazón, y ruega por nosotros a tu Santísimo Hijo, nuestro Señor Jesucristo, nuestro Redentor y Salvador del pecado. Fuente: Vida de la Virgen María – Joaquin Casañ – Capítulo XXIX