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sábado, 30 de abril de 2011

SANTA MISA DE LA JORNADA MUNDIAL DE LA JUVENTUD 1997 Parte III


HOMILÍA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

Hipódromo de Longchamp, París
Domingo 24 de agosto de 1997



1. "Maestro, ¿dónde vives?" (Jn 1, 38). Dos jóvenes hicieron un día esta pregunta a Jesús de Nazaret. Esto ocurría al borde del Jordán. Jesús había venido para recibir el bautismo de Juan, pero el Bautista, al ver a Jesús que venía a su encuentro, dice: "Este es el Cordero de Dios" (Jn 1,36). Estas palabras proféticas señalaban al Redentor, al que iba a dar su vida por la salvación del mundo. Así, desde el bautismo en el Jordán, Juan indicaba al Crucificado. Fueron precisamente dos discípulos de Juan el Bautista quienes, al oír estas palabras, siguieron a Jesús. ¿No tiene esto un rico significado? Cuando Jesús les pregunta: "¿Qué buscáis?" (Jn 1, 38), contestaron también ellos con una pregunta: "Rabbi (es decir Maestro), ¿dónde moras?" (Ibíd ). Jesús les respondió: "Venid y veréis". Ellos le siguieron, fueron donde vivía y se quedaron con Él aquel día" (Jn 1,39). Se convirtieron así en los primeros discípulos de Jesús. Uno de ellos era Andrés, el que condujo también a su hermano Simón Pedro a Jesús.

Queridos amigos, me complace poder meditar este Evangelio con vosotros, juntamente con los Cardenales y los Obispos que me rodean y que me es grato saludar. Saludo gustoso en particular al Cardenal Eduardo Pironio, que ha trabajado tanto por las Jornadas Mundiales. Mi gratitud va al Cardenal Jean-Marie Lustiger por su acogida, a Mons. Michel Dubost, a los Obispos de Francia y a los de muchos Países del mundo que os acompañan y que han enriquecido vuestras reflexiones. Saludo cordialmente asimismo a los sacerdotes concelebrantes, a los religiosos y religiosas, y a todos los responsables de vuestros movimientos y de vuestros grupos diocesanos.

Agradezco su presencia a nuestros hermanos cristianos de otras comunidades, así como a las personalidades civiles que han querido asociarse a esta celebración litúrgica.

Saludándoos a todos de nuevo, me complace dirigir una palabra de ánimo afectuoso a los minusválidos que están entre vosotros; les estamos agradecidos por haber venido con nosotros y por ofrecernos su testimonio de fe y de esperanza.

En nombre de todos, quisiera también expresar nuestra gratitud a los numerosos voluntarios que aseguran con dedicación y competencia la organización de vuestra reunión.

2. El breve fragmento del Evangelio de Juan que hemos escuchado nos dice lo esencial del programa de la Jornada Mundial de la Juventud: un intercambio de preguntas, y después una respuesta que es una llamada. Presentando este encuentro con Jesús, la liturgia quiere mostrarnos hoy lo que más cuenta en nuestra vida. Y yo, Sucesor de Pedro, he venido a pediros que pongáis también vosotros esta cuestión a Cristo: "¿Dónde moras? Si le hacéis sinceramente esta pregunta, podréis escuchar su respuesta y recibir de Él el valor y la fuerza para acogerla.

La pregunta es el fruto de una búsqueda. El hombre busca a Dios. El hombre joven comprende en el fondo de sí mismo que esta búsqueda es la ley interior de su existencia. El ser humano busca su camino en el mundo visible; y, a través del mundo visible, busca el invisible a lo largo de su itinerario espiritual. Cada uno de nosotros puede repetir las palabras del salmista "Tu rostro buscaré Señor, no me escondas tu rostro" (Sal. 27/26, 8-9). Cada uno de nosotros tiene su historia personal y lleva en sí mismo el deseo de ver a Dios, un deseo que se experimenta al mismo tiempo que se descubre el mundo creado. Este mundo es maravilloso y rico, despliega ante la humanidad sus maravillosas riquezas, seduce, atrae la razón tanto como la voluntad. Pero, a fin de cuentas, no colma el espíritu. El hombre se da cuenta de que este mundo, en la diversidad de sus riquezas, es superficial y precario; en un cierto sentido, esta abocado a la muerte. Hoy tomamos conciencia cada vez más de la fragilidad de nuestra tierra, demasiado a menudo degradada por la misma mano del hombre a quien el Creador la ha confiado.

En cuanto al hombre mismo, viene al mundo, nace del seno materno, crece y muere; descubre su vocación y desarrolla su personalidad a lo largo de los años de su actividad; después se aproxima cada vez más al momento en que debe abandonar este mundo. Cuanto más larga es su vida, más se resiente el hombre de su propio carácter precario, mas se pone la cuestión de la inmortalidad; ¿qué hay más allá de las fronteras de la muerte? Entonces, en lo profundo de ser, surge la pregunta planteada a Aquel que ha vencido la muerte: "Maestro, ¿dónde moras?" Maestro, tú que amas y respetas la persona humana, tú que has compartido el sufrimiento de los hombres, tu que esclareces el misterio de la existencia humana, ¡haznos descubrir el verdadero sentido de nuestra vida y de nuestra vocación! "Tu rostro buscaré Señor, no me escondas tu rostro" (Sal. 27/26, 8-9).

3. En la orilla del Jordán, y más tarde aún, los discípulos no sabían quién era verdaderamente Jesús. Hará falta mucho tiempo para comprender el misterio del Hijo de Dios. También nosotros llevamos muy dentro el deseo de conocer aquel que revela el rostro de Dios. Cristo responde a la pregunta de sus discípulos con su entera misión mesiánica. Enseñaba y, para confirmar la verdad de lo que proclamaba, hacía grandes prodigios, curaba a los enfermos, resucitaba a los muertos, calmaba las tempestades del mar. Pero todo este proceso excepcional llegó a su plenitud en el Gólgota. Es contemplando a Cristo en la Cruz, con la mirada de la fe cuando se puede "ver" quien es Cristo Salvador, el que cargó con nuestros sufrimientos, el justo que hizo de su vida un sacrificio y que justificará a muchos (cf. Is 53, 4.10-11).

San Pablo resume la sabiduría suprema en la segunda lectura de este día, por las palabras impresionantes: "La predicación de la cruz es una necedad para los que se pierden; mas para los que se salvan —para nosotros— es fuerza de Dios. Porque dice la Escritura: Destruiré la sabiduría de los sabios, e inutilizaré la inteligencia de los inteligentes.(...) De hecho, como el mundo mediante su propia sabiduría no conoció a Dios en su divina sabiduría, quiso Dios salvar a los creyentes mediante la necedad de la predicación. (...) Nosotros predicamos a un Cristo crucificados" (1Co 1, 18-23). El Apóstol habla a las gentes de su tiempo, a los hijos de Israel, que habían recibido la revelación de Dios sobre el monte Sinaí, y a los Griegos, artífices de una gran sabiduría humana y una gran filosofía. Pero al fin y al cabo la cumbre de la sabiduría es Cristo crucificado, no sólo a causa de su palabra sino porque Él se ofreció a sí mismo por la salvación de la humanidad.

Con su excepcional ardor, san Pablo repite: "Nosotros predicamos a Cristo crucificado". Aquel que a los ojos de los hombres parece no ser más que debilidad y locura, nosotros lo proclamamos como Fuerza y Sabiduría, plenitud de la Verdad. Es cierto que en nosotros la confianza tiene sus altibajos. Es verdad que nuestra mirada de fe a menudo está oscurecida por la duda y por nuestra propia debilidad. Humildes y pobres pecadores, aceptamos el mensaje de la Cruz. Para responder a nuestra pregunta: "Maestro, ¿dónde moras?", Cristo nos hace una llamada: venid y veréis; en la Cruz veréis la señal luminosa de la redención del mundo, la presencia amorosa del Dios vivo. Porque han aprendido que la Cruz domina la historia, los cristianos han colocado el crucifijo en las iglesias y en los bordes de los caminos, o lo llevan en sus corazones. Pues la Cruz es un signo verdadero de la presencia de los Hijos de Dios; por medio de este signo se revela el Redentor del mundo.

4. "Maestro, ¿dónde moras?". La Iglesia nos responde cada día: Cristo está presente en la Eucaristía, el sacramento de su muerte y de su resurrección. En ella y por ella reconocéis la presencia del Dios vivo en la historia del hombre. La Eucaristía es el sacramento del amor vencedor de la muerte, es el sacramento de la Alianza, puro don de amor para la reconciliación de los hombres; es el don de la presencia real de Jesús, el Redentor, en el pan que es su Cuerpo entregado, y en el vino que es su Sangre derramada por la multitud. Por la Eucaristía, renovada sin cesar en todos los pueblos del mundo, Cristo constituye su Iglesia: nos une en la alabanza y en la acción de gracias para la salvación, en la comunión que sólo el amor infinito puede sellar. Nuestra reunión mundial adquiere todo su sentido actual por la celebración de la Misa. Jóvenes, amigos míos, ¡que vuestra presencia sea una real adhesión en la fe! He ahí que Cristo responde a vuestra pregunta y, al mismo tiempo, a las preguntas de todos los hombres que buscan al Dios vivo. Él responde con su invitación: esto es mi cuerpo, comed todos. Él confía al Padre su deseo supremo de la unidad en la misma comunión de los que ama en la misma comunión.

5. La respuesta a la pregunta "Maestro, ¿dónde moras?" conlleva numerosas dimensiones. Tiene una dimensión histórica, pascual y sacramental. La primera lectura de hoy nos sugiere aún otra dimensión más de la respuesta a la pregunta-lema de la Jornada Mundial de la Juventud: Cristo habita en su pueblo. Es el pueblo del cual habla el Deuteronomio en relación con la historia de Israel: " Por el amor que os tiene, os ha sacado el Señor con mano fuerte y os ha librado de la casa de servidumbre, (...) Has de saber, pues que el Señor tu Dios es el Dios verdadero, el Dios fiel que guarda la alianza y el amor por mil generaciones a los que le aman y guardan sus mandamientos" (Dt 7, 8-9). Israel es el pueblo que Dios eligió y con el cual hizo la Alianza.

En la nueva Alianza, la elección de Dios se extiende a todos los pueblos de la tierra. En Jesucristo Dios ha elegido a toda la humanidad. Él ha revelado la universalidad de la elección por la redención. En Cristo no hay judío ni griego, ni esclavo ni hombre libre, todos son una cosa (cf. Ga 3, 28). Todos han sido llamados a participar de la vida de Dios, gracias a la muerte y a la resurrección de Cristo. ¿Nuestro encuentro, en esta Jornada Mundial de la Juventud, no ilustra esta verdad? Todos vosotros, reunidos aquí, venidos desde tantos países y continentes, ¡sois los testigos de la vocación universal del pueblo de Dios adquirido por Cristo! La última respuesta a la pregunta "Maestro, ¿dónde moras?" debe ser entendida así: yo moro en todos los seres humanos salvados. Sí, Cristo habita con su pueblo, que ha extendido sus raíces en todos los pueblos de la tierra, el pueblo que le sigue, a Él, el Señor crucificado y resucitado, el Redentor del mundo, el Maestro que tiene las palabras de vida eterna; Él, "la Cabeza del pueblo nuevo y universal de los hijos de Dios" (Lumen gentium, 13). El Concilio Vaticano II ha dicho de modo admirable: es Él quien "nos dio su Espíritu, que es el único y el mismo en la Cabeza y en los miembros" (Ibíd. 7). Gracias a la Iglesia que nos hace participar de la misma vida del Señor, nosotros podemos ahora retomar la palabra de Jesús: "¿A quien iremos? ¿A quién otro iremos?" (cf. Jn 6, 68).

6. Queridos jóvenes, vuestro camino no se detiene aquí. El tiempo no se para hoy. ¡Id por los caminos del mundo, sobre las vías de la humanidad permaneciendo unidos en la Iglesia de Cristo!

Continuad contemplando la gloria de Dios, el amor de Dios, y seréis iluminados para construir la civilización del amor, para ayudar al hombre a ver el mundo transfigurado por la sabiduría y el amor eterno.

Perdonados y reconciliados, ¡sed fieles a vuestro bautismo!¡Testimoniad el Evangelio! Como miembros de la Iglesia, activos y responsables, ¡sed discípulos y testigos de Cristo que revela al Padre, permaneced en la unidad del Espíritu que da la vida!



© Copyright 1997 - Libreria Editrice Vaticana

XII JORNADA MUNDIAL DE LA JUVENTUD 1997 Parte II


MENSAJE DEL PAPA JUAN PABLO II
A LOS JÓVENES DETENIDOS FRANCESES



A monseñor CLAUDE FRIKART, c.i.m.
obispo auxiliar de París


Queridos jóvenes:

Durante la Jornada mundial de la juventud, pienso en vosotros, que estáis actualmente en la cárcel. Vuestra situación no debe arrastraros a la desesperación. Lleváis en el fondo de vuestro corazón sufrimientos relacionados con las causas de vuestra detención actual. La Iglesia está cerca de vosotros. Quiere testimoniaros la esperanza que Cristo nos trae. Ningún acto puede quitaros vuestra dignidad de hijos de Dios.

¡Dejad que Cristo habite en vuestro corazón! ¡Confiadle vuestra prueba! Os ayudará a llevarla. En el recogimiento y el silencio podéis uniros al encuentro que otros jóvenes están viviendo actualmente en París. En efecto, mediante vuestra oración, vuestros sacrificios y vuestra renovación personal, contribuís al éxito de esta gran asamblea y a la conversión de vuestros hermanos. ¿No logró acaso santa Teresa del Niño Jesús, solamente con su oración, la conversión de un preso y, sin salir de su monasterio, no ayudó a los misioneros que hallaban dificultades al anunciar el Evangelio?

Queridos jóvenes, ¡tened confianza! ¡Dejaos reconciliar por Cristo! Os deseo que obtengáis la paz interior gracias al arrepentimiento, al perdón de Dios y a vuestro deseo de llevar en adelante una vida mejor. Espero que, con la ayuda de vuestras familias, de vuestros amigos y de la Iglesia, volváis a ocupar el lugar que os corresponde en la sociedad, donde os dedicaréis a trabajar al servicio de vuestros hermanos, respetándolos a ellos y sus bienes.

Al encomendaros a la intercesión materna de la Virgen María, junto con los obispos y los sacerdotes que están cerca de vosotros hoy, os bendigo de todo corazón a vosotros, así como a todos los miembros de vuestras familias.

París, 22 de agosto de 1997

JUAN PABLO II

© Copyright 1997 - Libreria Editrice Vaticana

París 1997 XII Jornada Mundial de la Juventud


MEDITACIÓN DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
DURANTE EL ENCUENTRO CON LOS JÓVENES

Campo de Marte
Jueves 21 de agosto de 1997



Queridos jóvenes:

1. Acabamos de escuchar el Evangelio del lavatorio de los pies. Con este gesto de amor, la noche del Jueves Santo, el Señor nos ayuda a comprender el sentido de la Pasión y la Resurrección. El tiempo que vamos a vivir juntos hacen referencia a la Semana Santa y, en particular, a los tres días que nos recuerdan el misterio de la Pasión, muerte y resurrección de Cristo. Lo cual nos remite también al proceso de iniciación cristiana y del catecumenado, es decir, la preparación de los adultos para el bautismo, que en la Iglesia primitiva tenía una importancia capital. La liturgia de la Cuaresma señala las etapas de la preparación de los catecúmenos para el bautismo, celebrado durante la Vigilia Pascual. En los próximos días acompañaremos a Cristo en las últimas etapas de su vida terrestre y contemplaremos los grandes aspectos del misterio pascual, para dar firmeza a la fe de nuestro Bautismo; manifestemos todo nuestro amor al Señor, diciéndole, como hizo Pedro tres veces al borde del lago, después de la Resurrección: " Tu sabes bien que te amo" (cf. Jn 21, 4-23).

El Jueves Santo, mediante la institución de la Eucaristía y del sacerdocio, así como por el lavatorio de los pies, Jesús mostró claramente a los Apóstoles reunidos el sentido de su Pasión y de su muerte. Él les introdujo también en el misterio de la nueva Pascua y de la Resurrección. El día de su condena y de su crucifixión por amor a los hombres, entregó su vida al Padre por la salvación del mundo. La mañana de Pascua, las santas mujeres, y después Pedro y Juan, encontraron la tumba vacía. El Señor resucitado se apareció a María Magdalena, a los discípulos de Emaús y a los Apóstoles. La muerte no tiene la última palabra. Jesús ha salido victorioso de la tumba. Después de haberse retirado al Cenáculo, los Apóstoles recibieron el Espíritu Santo que les dio la fuerza de ser misioneros de la Buena Nueva.

2. El lavatorio de los pies, manifestación del amor perfecto, es el signo de identidad de los discípulos. "Os he dado ejemplo para que lo que yo he hecho con vosotros, vosotros también lo hagáis" (Jn 13, 15). Jesús, Maestro y Señor, deja su lugar en la mesa para tomar el puesto de servidor. Invierte los papeles, manifestando la novedad radical de la vida cristiana. Enseña humildemente que amar en palabras y obras significa ante todo servir a los hermanos. El que no acepta esto no puede ser su discípulo. Por el contrario, quien sirve recibe la promesa de la salvación eterna.

Con el Bautismo renacemos a la vida nueva. La existencia cristiana nos exige avanzar en el camino del amor. La ley de Cristo es la ley del amor. Esta ley, transformando el mundo como el fermento, desarma a los violentos y pone en su lugar a los débiles y más pequeños, llamados a anunciar en Evangelio. En virtud del Espíritu recibido, el discípulo de Cristo se ve impulsado a ponerse al servicio de los hermanos, en la Iglesia, en su familia, en su vida profesional, en las numerosas asociaciones y en la vida pública, en el orden nacional e internacional. Este estilo de vida es en cierto modo la continuación del bautismo y de la confirmación. Servir es el camino de la felicidad y de la santidad: nuestra vida se transforma pues en una forma de amor hacia Dios y hacia nuestros hermanos.

Lavando los pies de sus discípulos, Jesús anticipa la humillación de la muerte en la Cruz, en la cual Él servirá el mundo de manera absoluta. Enseña que su triunfo y su gloria pasan por el sacrificio y por el servicio: éste es también el camino de cada cristiano. No hay amor más grande que dar la vida por los amigos (cf. Jn 15,13), pues el amor salva el mundo, construye la sociedad y prepara la eternidad. De esta manera vosotros seréis los profetas de un mundo nuevo. ¡Que el amor y el servicio sean las primeras reglas de vuestra vida! En la entrega de vosotros mismos descubriréis lo mucho que ya habéis recibido y que recibiréis aún como don de Dios.

3. Queridos jóvenes, como miembros de la Iglesia os corresponde continuar el gesto del Señor: el lavatorio de los pies prefigura todas las obras de amor y de misericordia que los discípulos de Cristo habrían de realizar a lo largo de la historia para hacer crecer la comunión entre los hombres. Hoy, también vosotros estáis llamados a comprometeros en este sentido, aceptando seguir a Cristo; anunciáis que el camino del amor perfecto pasa por la entrega total y constante de sí mismo. Cuando los hombres sufren, cuando son humillados por la miseria y la injusticia, y cuando son denigrados en sus derechos, poneros a su servicio; la Iglesia invita a todos sus hijos a comprometerse en que cada persona pueda vivir con dignidad y ser reconocido en su dignidad primordial de hijo de Dios. Cada vez que nosotros servimos a nuestros hermanos no nos alejamos de Dios sino más bien al contrario, le encontramos en nuestro camino y le servimos. "Cuanto hicisteis a unos de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis" (Mt 25, 40). Así damos gloria al Señor, nuestro Creador y nuestro Salvador, hacemos crecer el Reino de Dios en el mundo y hacemos progresar a la humanidad.

Para recordar esta misión esencial de los cristianos para con cada hombre, particularmente para con los más pobres, he querido, ya en el comienzo de la Jornada Mundial de la Juventud, rezar en el lugar de los derechos del hombre en el Trocadero. Juntos pedimos hoy especialmente por los jóvenes que no tienen la posibilidad ni los medios para vivir dignamente y recibir la educación necesaria para su crecimiento humano y espiritual a causa de la miseria, la guerra o la enfermedad. ¡Que todos ellos estén seguros del afecto y del apoyo de la Iglesia!

4. El que ama no hace cálculos, no busca ventajas. Actúa en secreto y gratuitamente por sus hermanos, sabiendo que cada hombre, sea quien sea, tiene un valor infinito. En Cristo no hay personas inferiores o superiores. No hay más que miembros de un mismo cuerpo, que quieren la felicidad unos de otros y que desean construir un mundo acogedor para todos. Por los gestos de atención y por nuestra participación activa en la vida social, testimoniamos a nuestro prójimo que queremos ayudarle para que llegue a ser él mismo y a dar lo mejor de sí para su promoción personal y para el bien de toda la comunidad humana. La fraternidad relega a la voluntad de dominio, y el servicio la tentación de poder.

Queridos jóvenes, lleváis en vosotros capacidades extraordinarias de entrega, de amor y de solidaridad. El Señor quiere reavivar esta generosidad inmensa que anima vuestro corazón. Os invito a venir a beber a la fuente de la vida que es Cristo, para inventar cada día los medios de servir a vuestros hermanos en el seno de la sociedad en la cual os corresponde asumir vuestras responsabilidades de hombres y de creyentes. En los sectores sociales, científicos y técnicos, la humanidad tiene necesidad de vosotros. Cuidad el perfeccionamiento continuo de vuestra cualificación profesional con el fin de ejercer vuestra profesión con competencia y, al mismo tiempo, no dejéis de profundizar vuestra fe, que iluminará todas las decisiones que en vuestra vida profesional y en vuestro trabajo habréis de tomar para el bien de vuestros hermanos. Si deseáis ser reconocidos por vuestras cualidades profesionales, ¿cómo no sentir también el deseo de acrecentar vuestra vida interior, fuente de todo dinamismo humano?

5. El amor y el servicio dan sentido a nuestra vida y la hacen hermosa, pues sabemos para qué y para quién nos comprometemos. Es en el nombre de Cristo, el primero que nos ha amado y servido. ¿Hay algo más grande que el saberse amado? ¿Cómo no responder alegremente a la llamada del Señor? El amor es el testimonio por excelencia que abre a la esperanza. El servicio a los hermanos transfigura la existencia, pues manifiesta que la esperanza y la vida fraterna son más fuertes que toda acechanza de desesperación. El amor puede triunfar en cualquier circunstancia.

Desconcertado por el humilde gesto de Jesús, Pedro le dice: "Señor, ¿lavarme los pies tú a mí? jamás" (Jn 13, 6.8). Como él, tardamos tiempo en comprender el misterio de salvación, y a veces nos resistimos a emprender el sencillo camino del amor. Sólo el que se deja amar puede a su vez amar. Pedro permitió que el Señor le lavara los pies. Se dejó amar y después lo comprendió.
Queridos jóvenes, haced la experiencia del amor de Cristo: seréis conscientes de lo que Él ha hecho por vosotros y entonces lo comprenderéis. Sólo el que vive en intimidad con su Maestro lo puede imitar. El que se alimenta del Cuerpo de Cristo encuentra la fuerza del gesto fraterno. Entre Cristo y su discípulo se instaura de ese modo una relación de cercanía y de unión, que transforma el ser en profundidad para hacer de él un servidor. Queridos jóvenes, es el momento de preguntaros cómo servir a Cristo. En el lavatorio de los pies encontraréis el camino real para encontrar a Cristo, imitándole y descubriéndole en vuestros hermanos.

6. En vuestro apostolado, proponéis a vuestros hermanos el Evangelio de la caridad. Allí donde el testimonio de la palabra es difícil o imposible en un mundo que no lo acepta, por vuestra actitud hacéis presente a Cristo siervo, pues vuestra acción está en armonía con la enseñanza de Aquel que anunciáis. Esta es una forma excelente de confesión de la fe, que ha sido practicada con humildad y perseverancia por los santos. Es una manera de manifestar que, como Cristo, se puede sacrificar todo por la verdad del Evangelio y por el amor a los hermanos. Conformando nuestra vida a la suya, viviendo como Él en el amor, alcanzaremos la verdadera libertad para responder a nuestra vocación. A veces, esto puede exigir el heroísmo moral, que consiste en comprometernos con valentía en el seguimiento de Cristo, en la certeza de que el Maestro nos muestra el camino de la felicidad. Únicamente en nombre de Cristo se puede ir hasta el extremo del amor, en la entrega y el desprendimiento.

Queridos jóvenes, la Iglesia confía en vosotros. Cuenta con vosotros para que seáis los testigos del Resucitado a lo largo de toda vuestra vida. Vais ahora hacia los lugares de las diferentes vigilias. De manera festiva o en meditación, volved vuestra mirada a Cristo, para comprender el sentido del mensaje divino y encontrar la fuerza para la misión que el Señor os confía en el mundo, sea en un compromiso como laicos o en la vida consagrada. Realizando de ese modo vuestra existencia cotidiana con lucidez y esperanza, sin pesadumbre o desánimo, compartiendo vuestras experiencias, percibiréis la presencia de Dios, que os acompaña con suavidad. A la luz de la vida de los Santos y de otros testigos del Evangelio, ayudaos unos a otros a fortalecer vuestra fe y a ser los apóstoles del Año 2000, haciendo presente al mundo que el Señor nos invita a su alegría y que la verdadera felicidad consiste en el darse por amor a los hermanos. ¡Dad vuestra aportación a la vida de la Iglesia que tiene necesidad de vuestra juventud y de vuestro dinamismo!



© Copyright 1997 - Libreria Editrice Vaticana

DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II A LOS JÓVENES REUNIDOS EN BUENOS AIRES PARA LA JORNADA MUNDIAL DE LA JUVENTUD 1987


Sábado 11 de abril de 1987



I “Nosotros hemos conocido el amor que Dios nos tiene
y hemos creído en él” (1Jn 4, 16).

Muy queridos jóvenes:

¡Qué alegría poder reunirme con vosotros esta tarde, al termino de un día tan intenso y casi al final de mi visita pastoral a Uruguay, Chile y Argentina, que culmina mañana, Domingo de Ramos, con la celebración de la Jornada mundial de la Juventud! Este encuentro de la víspera nos introduce en el clima propio de esa Jornada, que es un clima de fe en el amor que Dios nos tiene.

He venido a descansar un poco con vosotros, queridos jóvenes. He venido a escucharos, a conversar con vosotros, a rezar juntos. Quiero repetiros, una vez más –como os dije desde el primer día de mi pontificado– que “sois la esperanza del Papa”, “sois la esperanza de la Iglesia”. ¡Cómo he sentido vuestra presencia y amistad en estos años de mi ministerio universal a la Iglesia! Vuestro cariño y vuestras oraciones no han cesado de apoyarme en el cumplimiento de la misión que he recibido de Cristo.

Hoy estáis aquí, jóvenes procedentes de todo el mundo: de las diversas regiones de Argentina, de América Latina, de todos los continentes; de distintas Iglesias particulares, de asociaciones y movimientos internacionales. Os saludo con todo mi afecto, y en vosotros saludo también a todos los jóvenes del mundo, ya que a todos alcanza el amor que Dios nos tiene.

El lema de esta Jornada mundial, tomado de la primera Carta del Apóstol San Juan, nos muestra la fe de los primeros cristianos, y en particular la fe de este Apóstol, que siguió al Señor desde su juventud, creciendo en esa fe y en ese amor hasta su vejez. Precisamente hacia el final de sus días en la tierra, escribía: “Nosotros hemos conocido el amor que Dios nos tiene y hemos creído en El. Dios es amor, y quien permanece en el amor, permanece en Dios y Dios en él” (1Jn 4, 16). Es un testimonio conmovedor de esa que también llamamos juventud cristiana del espíritu, que consiste en permanecer siempre fieles al amor de Dios. La unión con Dios nos hace crecer cada día en esa juventud. En cambio, lo que nos separa de Dios –el pecado y todas sus consecuencias– es camino de envejecimiento interior, de anquilosamiento y torpeza para conocer y vivir la constante novedad del amor de Dios, que se nos ha revelado en Cristo.

Me dirijo ahora especialmente a vosotros, queridos jóvenes argentinos, que sois la gran mayoría de los aquí presentes. Os doy las gracias en nombre de todos, por vuestro intenso trabajo de preparación de la Jornada y por la cordialidad de vuestra acogida juvenil.

En esta primera parte de nuestro encuentro, habéis querido reflejar vuestras preocupaciones e inquietudes, vuestros deseos y aspiraciones. Sé que estáis decididos a superar las dolorosas experiencias recientes de vuestra patria, oponiéndoos a cuanto atente contra una convivencia fraterna de todos los argentinos, basada en los valores de la paz, de la justicia y de la solidaridad.
Que el hermano no se enfrente más al hermano; que no vuelva a haber más ni secuestrados ni desaparecidos; que no haya lugar para el odio, la violencia; que la dignidad de la persona humana sea siempre respetada. Para hacer realidad estos afanes de reconciliación nacional, el Papa os llama a comprometeros personalmente, desde vuestra fe en Cristo, en la construcción de una nación de hermanos, hijos de un mismo Padre que está en los cielos. Os invito a renovar ese compromiso que ya formulasteis –junto con vuestros obispos– en la gran concentración juvenil de Córdoba, en septiembre de 1985. Ahora lo hacéis con el Sucesor de Pedro, que ha venido para confirmar vuestra fe y asegurar vuestra esperanza.

Agradeced al Señor el patrimonio de fe injertado en el dinamismo nacional y popular de Argentina. A vosotros toca asumir la responsabilidad de que ese patrimonio de fe vivifique vuestra generación, y muestre así su permanente vitalidad y actualidad en Cristo. Para ello, es necesario que todos vosotros –cada uno y cada una– responda con generosidad a la voz de Jesús, que hoy sigue diciéndonos, como al principio de su predicación en Israel: Convertíos y creed en el Evangelio (Mc 1, 15). E1 Señor nos dirige una llamada vibrante y persuasiva a la conversión personal, que transforme toda nuestra existencia, de modo que ya no vivamos para nosotros mismos, sino para Aquel que nos amó y se entregó a Sí mismo por nosotros (cf. Ga 2, 20).

La fidelidad a Cristo requiere conocerlo y tratarlo –como Maestro y Amigo–, con hondura y perseverancia. La lectura frecuente de la Sagrada Escritura –y en especial de los Evangelios–; el estudio serio de la doctrina de Cristo, enseñada con autoridad por su Iglesia; la frecuencia de sacramentos; y la conversación diaria con Jesús en la intimidad de vuestra oración, serán cauces privilegiados para que progreséis en un conocimiento vivo de Cristo y de su mensaje de salvación.

Si al considerar este panorama de conversión en la fe y en el amor, sentís el peso de vuestros pecados y limitaciones, volved a poner vuestra confianza en Cristo, que jamás nos abandona. Contáis con la gracia de los sacramentos que ha dejado a su Iglesia, y en particular con la abundancia del perdón divino, que se nos confiere en la penitencia sacramental.

Pensad que el Señor cuenta con vuestra vida de fe – manifestada en obras y palabras – para hacerse presente en vuestra patria. E1 Señor mira con cariño y bendice todas vuestras iniciativas y actividades apostólicas, personales y asociadas, que, en comunión con la Iglesia y sus Pastores, deben contribuir decisivamente a dar una respuesta cristiana a los más profundos interrogantes de vuestra generación. De vosotros depende una renovada vitalidad del Pueblo de Dios en estas tierras, para bien de toda esta querida nación y del mundo entero.

Os invito ahora a cada uno personalmente, a que dirijáis una confiada y sincera petición a Dios, como aquel ciego de Jericó que dijo a Jesús: “Señor que vea” (Lc 18, 41). ¡Que vea yo, Señor, cuál es tu voluntad para mí en cada momento, y sobre todo que vea en qué consiste ese designio de amor para toda mi vida, que es mi vocación. Y dame generosidad para decirte que sí y serte fiel, en el camino que quieras indicarme: como sacerdote, como religioso o religiosa, o como laico que sea sal y luz en mi trabajo, en mi familia, en todo el mundo.

Poned esta petición en manos de Santa María, nuestra Madre. Como atestiguáis en vuestras peregrinaciones a su santuario de Luján y a tantos otros santuarios de la Argentina, Ella es la que os guía y conforta en esa peregrinación mediante la fe a la que el Amor de Dios os ha destinado.

II “Levántate y anda” (Mt 4, 16)

Gracias, queridos jóvenes, porque en vuestra representación de la realidad latinoamericana habéis querido haceros eco de la invitación a la esperanza que proviene de Cristo. Sí, también yo quiero repetir con vosotros: “¡América Latina: sé tu misma! Desde tu fidelidad a Cristo, resiste a quienes quieren ahogar tu vocación de esperanza” (Celebración de la Palabra en Santo Domingo, III, n. 2, 12 de octubre de 1984).

En estas palabras, he querido expresar también por qué es América Latina el “continente de la esperanza”: por la fidelidad a Cristo, que este continente expresa en la gran mayoría de sus habitantes, por su fidelidad a la única esperanza, que es la cruz de Cristo.

Salve, oh cruz, nuestra única esperanza (Hymnus ad Vespras Hebdomadae Sanctae).

Una esperanza que es única y universal. Dios Padre, en efecto, quiso que en Cristo “habitase toda la plenitud. Y quiso también, por medio de el, reconciliar consigo todas las cosas, tanto las de la tierra como las del cielo, pacificándolas por la sangre de su cruz” (Col 1, 19-20). América Latina es, pues, un continente que ve en la cruz del Señor la potencia redentora capaz de renovarlo todo, purificando y ordenando al reino de Cristo todo el cosmos creado. Esta honda persuasión me llevó el 12 de octubre de 1984, a entregar a los Presidentes de las Conferencias Episcopales de este continente sendas reproducciones de aquella primera cruz, clavada en tierra americana. Quería, con ese gesto, despertar una nueva evangelización, que demuestre la fuerza de la cruz en la renovación de todo hombre y de todas las realidades que forman parte de su existencia.

Hoy preside este encuentro la gran cruz que encabezó todas las ceremonias del Año Santo de la Redención, y que el Domingo de Resurrección entregué a un grupo de jóvenes, diciéndoles: “Queridísimos jóvenes, al final del Año Santo os confío el signo mismo de este Año Jubilar. ¡La cruz de Cristo! Llevada por el mundo como señal del amor de nuestro Señor Jesucristo a la humanidad, y anunciad a todos que sólo en Cristo muerto y resucitado está la salvación y la redención”. Al dirigirme ahora a vosotros, jóvenes latinoamericanos, quiero recordaros que sois –a la sombra de la cruz de Cristo– protagonistas de una doble esperanza: por vuestra juventud, esperanza de la Iglesia; y por ser de Latinoamérica, continente de la esperanza. Y todo ello os confiere una particular responsabilidad, ante la Iglesia y ante toda la humanidad. ¡Espero mucho de vosotros!

Espero, sobre todo, que renovéis vuestra fidelidad a Jesucristo y a su cruz redentora. Pensad, en primer lugar, que ese mismo sacrificio redentor de Cristo se actualiza sacramentalmente en cada Misa que se celebra, quizás muy cerca de vuestros lugares de estudio y de trabajo. No es Jesús, por tanto, Alguien que ha dejado de actuar en nuestra historia. ¡No! ¡El vive! Y continúa buscándonos a cada uno para que nos unamos a El cada día en la Eucaristía, también, si es posible, acercándonos –con el alma en gracia, limpia de todo pecado mortal– a la comunión.

Pensad también en aquellas serias palabras que el Señor dirigió a sus discípulos: “Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día y sígame” (Lc 9, 23). Quiero haceros notar que esa cruz de cada día es especialmente vuestra lucha cotidiana por ser buenos cristianos, que os hace colaboradores en la obra de la redención de Cristo; de esta manera, contribuís a llevar a cabo la reconciliación de todos los hombres y de toda la creación con Dios. Es un hermoso programa de vida, pero que exige generosidad. Considerad entonces cómo ha de ser vuestra vida; porque si Cristo nos ha redimido muriendo en un madero, no sería coherente que vosotros le respondierais con una vida mediocre. Se requiere esfuerzo, sacrificio, tenacidad; sentir el cansancio de esa cruz que pesa sobre nuestras espaldas diariamente.

Pensad que esa donación de sí mismo exige la abnegación, la negación de nosotros mismos y la afirmación del designio salvador del Padre. Exige gastar la vida, hasta perderla si es preciso, por Cristo. Son éstos, en efecto, los términos en que Cristo se dirige a cada uno de nosotros: “Quien quiera salvar su vida la perderá; pero quien pierda la vida por mí, ése la salvará” (Lc 9, 24). Quien se dedica sólo a sus propios gustos o ambiciones, por muy nobles que a primera vista pudieran parecer, estaría queriendo salvar su vida y. por tanto, alejándose de Cristo. Habéis de actuar entonces como Jesús en la cruz, con ese amor supremo del que da “la vida por los amigos” (Jn 15, 13). ¡Agrandad vuestro corazón! Sentid las necesidades de todos los hombres, especialmente de los más indigentes; tened ante vuestros ojos todas las formas de miseria –material y espiritual– que padecen vuestros países y la humanidad entera; y dedicaos luego a buscar y poner por obra soluciones reales, solidarias, radicales, a todos esos males. Pero buscad, sobre todo, servir a los hombres como Dios quiere que sean servidos, sin buscar en ello sólo la recompensa o dejados llevar por intereses egoístas.

Os pido, pues, en nombre del Señor, que renovéis hoy esa fidelidad a Cristo que hace de vuestra tierra el “continente de la esperanza”. He querido señalaros los ejes de ese compromiso con Cristo: la Eucaristía, el sacrificio en vuestra conducta cotidiana, la abnegación de la propia persona.

Os acompañe María, Esperanza nuestra, la Virgen de Guadalupe, Patrona de América Latina.

III

Queridos jóvenes de todo el mundo:

Al término de nuestro encuentro, vuelvo a repetir, una vez más, el lema de esta Jornada: “Nosotros hemos conocido el amor que Dios nos tiene y hemos creído en él” (1Jn 4, 16).

Quisiera que vuestras vidas estuvieran siempre informadas por esta gran verdad: “Dios es amor” (Ibíd.). Una verdad que se ha revelado, más que con palabras, con hechos. Un amor que renueva al hombre desde dentro y lo convierte, de pecador y rebelde, en siervo bueno y fiel (cf Mt 25, 21). Una realidad de la que vosotros debéis dar constante testimonio, pues “el que permanece en el amor, permanece en Dios y Dios en él” (1Jn 4, 16). Permaneced en Dios, proclamando su amor, con la fidelidad a su plan de salvación y la generosidad del servicio, con serenidad y fortaleza, con profundidad en vuestra oración y capacidad de renunciamiento, con rectitud de vida y alegría de donación. Así daréis testimonio, con obras más que con palabras, de que Dios es amor.

Me habéis preguntado cuál es el problema de la humanidad que más me preocupa. Precisamente éste: pensar en los hombres que aún no conocen a Cristo, que no han descubierto la gran verdad del amor de Dios. Ver una humanidad que se aleja del Señor, que quiere crecer al margen de Dios o incluso negando su existencia. Una humanidad sin Padre, y por consiguiente, sin amor, huérfana y desorientada, capaz de seguir matando a los hombres que ya no considera como hermanos, y así preparar su propia autodestrucción y aniquilamiento. Por eso, mis queridos jóvenes, quiero de nuevo comprometeros hoy a ser apóstoles de una nueva evangelización para construir la civilización del amor.

“Nosotros amamos porque El nos amó primero” (Ibíd., 4, 19): la medida de nuestro amor no podemos encontrarla sólo en la débil capacidad del corazón humano; debemos amar con la medida del Corazón de Cristo, si no, nos quedaremos cortos para corresponder a su amor. Anunciad, pues, con empeño renovado, la fidelidad a Jesucristo, el “Redentor del hombre”. Tened presente que quien ama al Señor con todas sus fuerzas, quien dedica a Dios sus mejores afanes, nada pierde, al contrario lo adquiere todo, porque “su amor es pleno en nosotros... y nos ha dado su Espíritu” (Ibíd., 4, 12-13), Pero eso exige ser “hombres nuevos”.

Creer en el amor de Dios no es tarea fácil: requiere donación personal, no tranquilizar egoístamente la conciencia o dejar indiferente el corazón, sino hacerlo más generoso, más libre y más fraterno. Libre de tantas esclavitudes, como son los desórdenes sexuales, la droga, la violencia y el afán de poder y de tener, que terminan por dejaros vacíos y angustiados, e impiden el verdadero amor y la auténtica felicidad.

Abrid generosamente vuestro corazón al amor de Cristo, el único capaz de dar sentido pleno a toda nuestra vida. Os recomiendo, con San Pablo, “que Cristo habite por la fe en vuestros corazones; y que arraigados y cimentados en la caridad, podáis comprender con todos los santos, cuál sea la anchura y grandeza, la altura y la profundidad del misterio; y conocer también aquel amor de Cristo, que sobrepuja todo conocimiento, para que os llene de toda la plenitud de Dios” (Ef 3, 17-19).

Y, con el amor a Cristo, llenaos de amor por todos los hombres, pues «si alguien dice “amo a Dios”, y aborrece a su hermano, es un embustero: quien no ama a su hermano a quien ve, no puede amar a Dios a quien no ve» (1Jn 4, 20). Queridos jóvenes: Acoged con gratitud el amor de Dios y expresadlo en una verdadera comunidad fraterna; estad dispuestos a entregar cotidianamente la vida para transformar la historia. E1 mundo necesita, hoy más que nunca, vuestra alegría y vuestro servicio, vuestra vida limpia y vuestro trabajo, vuestra fortaleza y vuestra entrega, para construir una nueva sociedad, más justa, más fraterna, más humana y más cristiana: la nueva civilización del amor, que se despliega en servicio a todos los hombres. Construiréis así la civilización de la vida y de la verdad, de la libertad y la justicia, del amor, la reconciliación y la paz.

Os consta cuánto me preocupa la paz del mundo y cómo he realizado con vosotros mismos, en distintas ocasiones, un itinerario evangélico de la paz. Sabéis bien que la paz es un don de Dios – ¡Jesucristo es “nuestra paz”! –, que hemos de pedir con insistencia.

Pero, además debemos construirla entre todos, y esto exige, también, de cada uno de nosotros, una profunda conversión interior.

Por eso, queridos jóvenes, hoy quiero comprometeros de nuevo a ser «operadores de paz », por los caminos de la justicia, la libertad y el amor os acercamos al tercer milenio: allí seréis los principales constructores de la sociedad, y los primeros e inmediatos responsables de paz. Pero la concordia social no se improvisa ni se impone desde fuera: nace dentro de un corazón justo, libre, fraterno, pacificado el amor. Sed, pues, desde ahora, junto con todos los hombres, artífices de la paz; unid vuestros corazones y vuestros esfuerzos para edificar la paz. Sólo así, viviendo la experiencia del amor de Dios y esforzándoos por realizar la fraternidad evangélica, podréis ser los verdaderos y felices constructores de la civilización del amor.

Que os acompañe siempre vuestra Madre Santa María, la que creyó en el amor de Dios y se entregó con fidelidad gozosa a su palabra. Siendo joven y sencilla, Ella se abrió generosamente al amor del Padre, recibió en plenitud el Espíritu y nos dio a Jesús, el Salvador del mundo.

Queridos jóvenes, amigos, de nuevo os repito: Por intercesión de Nuestra Señora de Luján, tan querida para los argentinos, sed –en todos los momentos y circunstancias de vuestra vida– testigos del amor de Dios, sembradores ole esperanza y constructores de paz.

© Copyright 1987 - Libreria Editrice Vaticana

MENSAJE DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II PARA LA XVIII JORNADA MUNDIAL DE LA JUVENTUD


"Ahí tienes a tu madre" (Jn 19, 27)



¡Queridos jóvenes!

1. Es para mí motivo de renovada alegría poder dirigiros de nuevo un Mensaje especial con ocasión de la Jornada Mundial de la Juventud, para testimoniaros el afecto que os tengo. Conservo en la memoria, como un recuerdo luminoso, las impresiones suscitadas en mí durante nuestros encuentros en las Jornadas Mundiales: los jóvenes y el Papa juntos, con un gran número de Obispos y sacerdotes, miran a Cristo, luz del mundo, lo invocan y lo anuncian a toda la familia humana. Mientras doy gracias a Dios por el testimonio de fe que habéis dado recientemente en Toronto, os renuevo la invitación que pronuncié a orillas del lago Ontario: «¡La Iglesia os mira con confianza, y espera que seáis el pueblo de las bienaventuranzas!» (Exhibition Place, 25 de julio 2002).

Para la XVIII Jornada Mundial de la Juventud que celebraréis en las diversas diócesis del mundo, he escogido un tema en relación con el Año del Rosario: “¡Ahí tienes a tu Madre!” (Jn 19,27). Antes de morir, Jesús entrega al apóstol Juan lo más precioso que tiene: su Madre, María. Son las últimas palabras del Redentor, que por ello adquieren un carácter solemne y constituyen como su testamento espiritual.

2. Las palabras del ángel Gabriel en Nazaret: “Alégrate, llena de gracia” (Lc 1,28) iluminan también la escena del Calvario. La Anunciación marca el inicio, la Cruz señala el cumplimiento. En la Anunciación, María dona en su seno la naturaleza humana al Hijo de Dios; al pie de la Cruz, en Juan, acoge en su corazón la humanidad entera. Madre de Dios desde el primer instante de la Encarnación, Ella se convierte en Madre de los hombres en los últimos instantes de la vida de su Hijo Jesús. Ella, que está libre de pecado, “conoce” en el Calvario en su propio ser el sufrimiento del pecado, que su Hijo carga sobre sí para salvar a la humanidad. Al pie de la Cruz en la que está muriendo Aquél que ha concebido con el “sí” de la Anunciación, María recibe de Él como una “segunda anunciación”: «¡Mujer, ahí tienes a tu hijo!» (Jn 19,26).

En la Cruz, el Hijo puede derramar su sufrimiento en el corazón de la Madre. Todo hijo que sufre siente esta necesidad. También vosotros, queridos jóvenes, os enfrentáis al sufrimiento: la soledad, los fracasos y las desilusiones en vuestra vida personal; las dificultades para adaptarse al mundo de los adultos y a la vida profesional; las separaciones y los lutos en vuestras familias; la violencia de las guerras y la muerte de los inocentes. Pero sabed que en los momentos difíciles, que no faltan en la vida de cada uno, no estáis solos: como a Juan al pie de la Cruz, Jesús os entrega también a vosotros su Madre, para que os conforte con su ternura.

3. El Evangelio dice después que «desde aquella hora el discípulo la acogió en su casa» (Jn 19,27). Esta expresión, tan comentada desde los inicios de la Iglesia, no sólo designa el lugar en el que habitaba Juan. Más que el aspecto material, evoca la dimensión espiritual de esta acogida, de la nueva relación instaurada entre María y Juan.

Vosotros, queridos jóvenes, tenéis más o menos la misma edad que Juan y el mismo deseo de estar con Jesús. Es Cristo quien hoy os pide expresamente que os llevéis a María “a vuestra casa”, que la acojáis “entre vuestros bienes” para aprender de Ella, que «conservaba todas estas cosas, y las meditaba en su corazón» (Lc 2,19), la disposición interior para la escucha y la actitud de humildad y de generosidad que la distinguieron como la primera colaboradora de Dios en la obra de la salvación. Es Ella la que, mediante su ministerio materno, os educa y os modela hasta que Cristo esté formado plenamente en vosotros (cfr Rosarium Virginis Mariae , 15).

4. Por esto repito también hoy el lema de mi servicio episcopal y pontificio: «Totus tuus». He experimentado constantemente en mi vida la presencia amorosa y eficaz de la Madre del Señor; María me acompaña cada día en el cumplimiento de la misión de Sucesor de Pedro.

María es Madre de la divina gracia, porque es Madre del Autor de la gracia. ¡Entregaos a Ella con plena confianza! Resplandeceréis con la belleza de Cristo. Abiertos al soplo del Espíritu, os convertiréis en apóstoles intrépidos, capaces de difundir a vuestro alrededor el fuego de la caridad y la luz de la verdad. En la escuela de María, descubriréis el compromiso concreto que Cristo espera de vosotros, aprenderéis a darle el primer lugar de vuestra vida, a orientar hacia Él vuestros pensamientos y vuestras acciones.

Queridos jóvenes, ya lo sabéis: el cristianismo no es una opinión y no consiste en palabras vanas. ¡El cristianismo es Cristo! ¡Es una Persona, es el Viviente! Encontrar a Jesús, amarlo y hacerlo amar: he aquí la vocación cristiana. María os es entregada para ayudaros a entrar en una relación más auténtica, más personal con Jesús. Con su ejemplo, María os enseña a posar una mirada de amor sobre aquel que nos ha amado primero. Por su intercesión, María plasma en vosotros un corazón de discípulos capaces de ponerse a la escucha del Hijo, que revela el auténtico rostro del Padre y la verdadera dignidad del hombre.

5. El 16 de octubre de 2002 he proclamado el “Año del Rosario” y he invitado a todos los hijos de la Iglesia a hacer de esta antigua oración mariana un ejercicio sencillo y profundo de contemplación del rostro de Cristo. Recitar el Rosario significa de hecho aprender a contemplar a Jesús con los ojos de su Madre, amar a Jesús con el corazón de su Madre. Hoy os entrego idealmente, también a vosotros, queridos jóvenes, el Rosario. ¡A través de la oración y la meditación de los misterios, María os guía con seguridad hacia su Hijo! No os avergoncéis de rezar el Rosario a solas, mientras vais al colegio, a la universidad o al trabajo, por la calle y en los medios de transporte público; habituaos a rezarlo entre vosotros, en vuestros grupos, movimientos y asociaciones; no dudéis en proponer su rezo en casa, a vuestros padres y a vuestros hermanos, porque el Rosario renueva y consolida los lazos entre los miembros de la familia. Esta oración os ayudará a ser fuertes en la fe, constantes en la caridad, alegres y perseverantes en la esperanza.

Con María, la sierva del Señor, descubriréis la alegría y la fecundidad de la vida oculta. Con Ella, la discípula del Maestro, seguiréis a Jesús por las calles de Palestina, convirtiéndoos en testigos de su predicación y de sus milagros. Con Ella, Madre dolorosa, acompañaréis a Jesús en su pasión y muerte. Con Ella, Virgen de la esperanza, acogeréis el anuncio gozoso de la Pascua y el don inestimable del Espíritu Santo.

6. Queridos jóvenes, sólo Jesús conoce vuestro corazón, vuestros deseos más profundos. Sólo Él, que os ha amado hasta la muerte, (cfr Jn 13,1), es capaz de colmar vuestras aspiraciones. Sus palabras son palabras de vida eterna, palabras que dan sentido a la vida. Nadie fuera de Cristo podrá daros la verdadera felicidad. Siguiendo el ejemplo de María, sabed decirle a Cristo vuestro “sí” incondicional. Que no haya en vuestra existencia lugar para el egoísmo y la pereza. Ahora más que nunca es urgente que seáis los “centinelas de la mañana”, los vigías que anuncian la luz del alba y la nueva primavera del Evangelio, de la que ya se ven los brotes. La humanidad tiene necesidad imperiosa del testimonio de jóvenes libres y valientes, que se atrevan a caminar contra corriente y a proclamar con fuerza y entusiasmo la propia fe en Dios, Señor y Salvador.

Sabed también vosotros, queridos amigos, que esta misión no es fácil. Y que puede convertirse incluso en imposible, si sólo contáis con vosotros mismos. Pero «lo que es imposible para los hombres, es posible para Dios» (Lc 18,27; 1,37). Los verdaderos discípulos de Cristo tienen conciencia de su propia debilidad. Por esto ponen toda su confianza en la gracia de Dios que acogen con corazón indiviso, convencidos de que sin Él no pueden hacer nada (cfr Jn 15,5). Lo que les caracteriza y distingue del resto de los hombres no son los talentos o las disposiciones naturales. Es su firme determinación de caminar tras las huellas de Jesús. ¡Sed sus imitadores así como ellos lo fueron de Cristo! Y “que Él pueda iluminar los ojos de vuestro corazón para que conozcáis cuál es la esperanza a que habéis sido llamados por Él; cuál la riqueza de la gloria otorgada por Él en herencia a los santos, y cuál la soberana grandeza de su poder para con nosotros, los creyentes, conforme a la eficacia de su fuerza poderosa” (Ef 1,18-19).

7. Queridos jóvenes, el próximo Encuentro Mundial tendrá lugar, como sabéis, en el 2005 en Alemania, en la ciudad y en la diócesis de Colonia. El camino es aún largo, pero los dos años que nos separan de esta cita pueden servir para una intensa preparación. Que os ayuden en este camino los temas que he escogido para vosotros:

- 2004, XIX Jornada Mundial de la Juventud: «Queremos ver a Jesús» (Jn 12,21);

- 2005, XX Jornada Mundial de la Juventud: «Hemos venido a adorarle» (Mt 2,2).

Mientras tanto volveréis a encontraros en vuestras Iglesias locales para el Domingo de Ramos: ¡vivid comprometidos, en la oración, en la atenta escucha y en el compartir gozoso estas ocasiones de “formación permanente”, manifestando vuestra fe ardiente y devota! ¡Como los Reyes Magos, sed también vosotros peregrinos animados por el deseo de encontrar al Mesías y de adorarle! ¡Anunciad con valentía que Cristo, muerto y resucitado, es vencedor del mal y de la muerte!

En este tiempo amenazado por la violencia, por el odio y por la guerra, testimoniad que Él y sólo Él puede dar la verdadera paz al corazón del hombre, a las familias y a los pueblos de la tierra. Esforzaos por buscar y promover la paz, la justicia y la fraternidad. Y no olvidéis la palabra del Evangelio: «Bienaventurados los que trabajan por la paz, porque ellos serán llamados hijos de Dios» (Mt 5,9).

Al confiaros a la Virgen María, Madre de Cristo y Madre de la Iglesia, os acompaño con una especial Bendición Apostólica, signo de mi confianza y confirmación de mi afecto hacia vosotros.

Desde el Vaticano, el 8 de marzo de 2003



IOANNES PAULUS II

2000 XV Jornada Mundial de la Juventud Parte II


XII JORNADA MUNDIAL DE LA JUVENTUD

SANTA MISA DE CLAUSURA

HOMILÍA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

Tor Vergata, domingo 20 de agosto de 2000



1. “Señor, ¿a quién vamos a acudir? Tú tienes palabras de vida eterna” (Jn 6,68).

Queridos jóvenes de la decimoquinta Jornada Mundial de la Juventud, estas palabras de Pedro, en el diálogo con Cristo al final del discurso del “pan de vida”, nos afectan personalmente. Estos días hemos meditado sobre la afirmación de Juan: “La palabra se hizo carne y puso su Morada entre nosotros” (Jn 1,14). El evangelista nos ha llevado al gran misterio de la encarnación del Hijo de Dios, el Hijo que se nos ha dado a través de María “al llegar la plenitud de los tiempos” (Gal 4,4).

En su nombre os vuelvo a saludar a todos con un gran afecto. Saludo y agradezco al Cardenal Camillo Ruini, mi Vicario General para la diócesis de Roma y Presidente de la Conferencia Episcopal Italiana, las palabras que me ha dirigido al comienzo de esta Santa Misa; saludo también al Cardenal James Francis Stafford, Presidente del Pontificio Consejo para los Laicos y a tantos Cardenales, Obispos y sacerdotes aquí reunidos; así mismo, saludo con gran deferencia al Señor Presidente de la República y al Jefe del Gobierno Italiano, así como a todas las autoridades civiles y religiosas que nos honran con su presencia.

2. Hemos llegado al culmen de la Jornada Mundial de la Juventud. Ayer por la noche, queridos jóvenes, hemos reafirmado nuestra fe en Jesucristo, en el Hijo de Dios que, como dice la primera lectura de hoy, el Padre ha enviado “a anunciar la buena nueva a los pobres, a vendar los corazones rotos; a pregonar a los cautivos la liberación y a los reclusos la libertad... para consolar a todos los que lloran” (Is 61,1-3).

En esta celebración eucarística Jesús nos introduce en el conocimiento de un aspecto particular de su misterio. Hemos escuchado en el Evangelio un pasaje de su discurso en la sinagoga de Cafarnaúm, después del milagro de la multiplicación de los panes, en el cual se revela como el verdadero pan de vida, el pan bajado del cielo para dar la vida al mundo (cf. Jn 6,51). Es un discurso que los oyentes no entienden. La perspectiva en que se mueven es demasiado material para poder captar la auténtica intención de Cristo. Ellos razonan según la carne, que “no sirve para nada” (Jn 6,63). Jesús, en cambio, orienta su discurso hacia el horizonte inabarcable del espíritu: “Las palabras que os he dicho son espíritu y son vida” (ibíd).

Sin embargo el auditorio es reacio: “Es duro este lenguaje; ¿Quién puede escucharlo?” (Jn 6,60). Se consideran personas con sentido común, con los pies en la tierra, por eso sacuden la cabeza y, refunfuñando, se marchan uno detrás de otro. El número de la muchedumbre se reduce progresivamente. Al final sólo queda un pequeño grupo con los discípulos más fieles. Pero respecto al “pan de vida” Jesús no está dispuesto a contemporizar. Está preparado más bien para afrontar el alejamiento incluso de los más cercanos: “¿También vosotros queréis marcharos?” (Jn 6,67).

3. “¿También vosotros?” La pregunta de Cristo sobrepasa los siglos y llega hasta nosotros, nos interpela personalmente y nos pide una decisión. ¿Cuál es nuestra respuesta? Queridos jóvenes, si estamos aquí hoy es porque nos vemos reflejados en la afirmación del apóstol Pedro: “Señor, ¿a quién vamos a acudir? Tú tienes palabras de vida eterna” (Jn 6,68).

Muchas palabras resuenan en vosotros, pero sólo Cristo tiene palabras que resisten al paso del tiempo y permanecen para la eternidad. El momento que estáis viviendo os impone algunas opciones decisivas: la especialización en el estudio, la orientación en el trabajo, el compromiso que debéis asumir en la sociedad y en la Iglesia. Es importante darse cuenta de que, entre todas las preguntas que surgen en vuestro interior, las decisivas no se refieren al “qué”. La pregunta de fondo es “quién”: hacia “quién” ir, a “quién” seguir, a “quién” confiar la propia vida.

Pensáis en vuestra elección afectiva e imagino que estaréis de acuerdo: lo que verdaderamente cuenta en la vida es la persona con la que uno decide compartirla. Pero, ¡atención! Toda persona es inevitablemente limitada, incluso en el matrimonio más encajado se ha de tener en cuenta una cierta medida de desilusión. Pues bien, queridos amigos: ¿no hay en esto algo que confirma lo que hemos escuchado al apóstol Pedro? Todo ser humano, antes o después, se encuentra exclamando con él: “¿A quién vamos a acudir? Tú tienes palabras de vida eterna”. Sólo Jesús de Nazaret, el Hijo de Dios y de María, la Palabra eterna del Padre, que nació hace dos mil años en Belén de Judá, puede satisfacer las aspiraciones más profundas del corazón humano.

En la pregunta de Pedro: “¿A quién vamos a acudir?” está ya la respuesta sobre el camino que se debe recorrer. Es el camino que lleva a Cristo. Y el divino Maestro es accesible personalmente; en efecto, está presente sobre el altar en la realidad de su cuerpo y de su sangre. En el sacrificio eucarístico podemos entrar en contacto, de un modo misterioso pero real, con su persona, acudiendo a la fuente inagotable de su vida de Resucitado.

4. Esta es la maravillosa verdad, queridos amigos: la Palabra, que se hizo carne hace dos mil años, está presente hoy en la Eucaristía. Por eso, el año del Gran Jubileo, en el que estamos celebrando el misterio de la encarnación, no podía dejar de ser también un año “intensamente eucarístico” (cf. Tertio millennio adveniente, 55).

La Eucaristía es el sacramento de la presencia de Cristo que se nos da porque nos ama. Él nos ama a cada uno de nosotros de un modo personal y único en la vida concreta de cada día: en la familia, entre los amigos, en el estudio y en el trabajo, en el descanso y en la diversión. Nos ama cuando llena de frescura los días de nuestra existencia y también cuando, en el momento del dolor, permite que la prueba se cierna sobre nosotros; también a través de las pruebas más duras, Él nos hace escuchar su voz.

Sí, queridos amigos, ¡Cristo nos ama y nos ama siempre! Nos ama incluso cuando lo decepcionamos, cuando no correspondemos a lo que espera de nosotros. Él no nos cierra nunca los brazos de su misericordia. ¿Cómo no estar agradecidos a este Dios que nos ha redimido llegando incluso a la locura de la Cruz? ¿A este Dios que se ha puesto de nuestra parte y está ahí hasta al final?

5. Celebrar la Eucaristía “comiendo su carne y bebiendo su sangre” significa aceptar la lógica de la cruz y del servicio. Es decir, significa ofrecer la propia disponibilidad para sacrificarse por los otros, como hizo Él.

De este testimonio tiene necesidad urgente nuestra sociedad, de él necesitan más que nunca los jóvenes, tentados a menudo por los espejismos de una vida fácil y cómoda, por la droga y el hedonismo, que llevan después a la espiral de la desesperación, del sin-sentido, de la violencia. Es urgente cambiar de rumbo y dirigirse a Cristo, que es también el camino de la justicia, de la solidaridad, del compromiso por una sociedad y un futuro dignos del hombre.

Ésta es nuestra Eucaristía, ésta es la respuesta que Cristo espera de nosotros, de vosotros, jóvenes, al final de vuestro Jubileo. A Jesús no le gustan las medias tintas y no duda en apremiarnos con la pregunta: “¿También vosotros queréis marcharos?” Con Pedro, ante Cristo, Pan de vida, también hoy nosotros queremos repetir: “Señor, ¿a quién vamos a acudir? Tú tienes palabras de vida eterna” (Jn 6,68).

6. Queridos jóvenes, al volver a vuestra tierra poned la Eucaristía en el centro de vuestra vida personal y comunitaria: amadla, adoradla y celebradla, sobre todo el domingo, día del Señor. Vivid la Eucaristía dando testimonio del amor de Dios a los hombres.

Os confío, queridos amigos, este don de Dios, el más grande dado a nosotros, peregrinos por los caminos del tiempo, pero que llevamos en el corazón la sed de eternidad. ¡Ojalá que pueda haber siempre en cada comunidad un sacerdote que celebre la Eucaristía! Por eso pido al Señor que broten entre vosotros numerosas y santas vocaciones al sacerdocio. La Iglesia tiene necesidad de alguien que celebre también hoy, con corazón puro, el sacrificio eucarístico. ¡El mundo no puede verse privado de la dulce y liberadora presencia de Jesús vivo en la Eucaristía!

Sed vosotros mismos testigos fervorosos de la presencia de Cristo en nuestros altares. Que la Eucaristía modele vuestra vida, la vida de las familias que formaréis; que oriente todas vuestras opciones de vida. Que la Eucaristía, presencia viva y real del amor trinitario de Dios, os inspire ideales de solidaridad y os haga vivir en comunión con vuestros hermanos dispersos por todos los rincones del planeta.

Que la participación en la Eucaristía fructifique, en especial, en un nuevo florecer de vocaciones a la vida religiosa, que asegure la presencia de fuerzas nuevas y generosas en la Iglesia para la gran tarea de la nueva evangelización.

Si alguno de vosotros, queridos jóvenes, siente en sí la llamada del Señor a darse totalmente a Él para amarlo “con corazón indiviso” (cf. 1 Co 7,34), que no se deje paralizar por la duda o el miedo. Que pronuncie con valentía su propio “sí” sin reservas, fiándose de Él que es fiel en todas sus promesas. ¿No ha prometido, al que lo ha dejado todo por Él, aquí el ciento por uno y después la vida eterna? (cf. Mc 10,29-30).

7. Al final de esta Jornada Mundial, mirándoos a vosotros, a vuestros rostros jóvenes, a vuestro entusiasmo sincero, quiero expresar, desde lo hondo de mi corazón, mi agradecimiento a Dios por el don de la juventud, que a través de vosotros permanece en la Iglesia y en el mundo.

¡Gracias a Dios por el camino de las Jornadas Mundiales de la Juventud! ¡Gracias a Dios por tantos jóvenes que han participado en ellas durante estos dieciséis años! Son jóvenes que ahora, ya adultos, siguen viviendo en la fe allí donde residen y trabajan. Estoy seguro de que también vosotros, queridos amigos, estaréis a la altura de los que os han precedido. Llevaréis el anuncio de Cristo en el nuevo milenio. Al volver a casa, no os disperséis. Confirmad y profundidad en vuestra adhesión a la comunidad cristiana a la que pertenecéis. Desde Roma, la ciudad de Pedro y Pablo, el Papa os acompaña con su afecto y, parafraseando una expresión de Santa Catalina de Siena, os dice: «Si sois lo que tenéis que ser, ¡prenderéis fuego al mundo entero!» (cf. Cart. 368).

Miro con confianza a esta nueva humanidad que se prepara también por medio de vosotros; miro a esta Iglesia constantemente rejuvenecida por el Espíritu de Cristo y que hoy se alegra por vuestros propósitos y de vuestro compromiso. Miro hacia el futuro y hago mías las palabras de una antigua oración, que canta a la vez al don de Jesús, de la Eucaristía y de la Iglesia:

“Te damos gracias, Padre nuestro,
por la vida y el conocimiento
que nos diste a conocer por medio de Jesús, tu siervo.
A ti la gloria por los siglos.

Así como este trozo de pan estaba disperso por los montes
y reunido se ha hecho uno,
así también reúne a tu Iglesia desde los confines de la tierra en tu reino [...]

Tú, Señor omnipotente,
has creado el universo a causa de tu Nombre,
has dado a los hombres alimento y bebida para su disfrute,
a fin de que te den gracias
y, además, a nosotros nos has concedido la gracia
de un alimento y bebida espirituales y de vida eterna por medio de
tu siervo [...]
A ti la gloria por los siglos” (Didaché 9,3-4; 10,3-4).

Amén.

© Copyright 2000 - Libreria Editrice Vaticana

2000 XV Jornada Mundial de la Juventud


MENSAJE DEL SANTO PADRE
A LOS JÓVENES Y A LAS JÓVENES DEL MUNDO
CON OCASIÓN
DE LA XV JORNADA MUNDIAL DE LA JUVENTUD

«La Palabra se hizo carne, y puso su Morada entre nosotros» (Jn 1,14)

Muy queridos jóvenes:

1. Hace quince años, al terminar el Año Santo de la Redención, os entregué una gran Cruz de leño invitándoos a llevarla por el mundo, como signo del amor del Señor Jesús por la humanidad y como anuncio que sólo en Cristo muerto y resucitado hay salvación y redención. Desde entonces, sostenida por brazos y corazones generosos, está haciendo una larga e ininterrumpida peregrinación a través de los continentes, mostrando que la Cruz camina con los jóvenes y que los jóvenes caminan con la Cruz.

Alrededor de la “Cruz del Año Santo” han nacido y han crecido las Jornadas Mundiales de la Juventud, significativos “altos en el camino” en vuestro itinerario de jóvenes cristianos, invitación continua y urgente a fundar la vida sobre la roca que es Cristo. ¿Cómo no bendecir al Señor por los numerosos frutos suscitados en las personas y en toda la Iglesia a partir de las Jornadas Mundiales de la Juventud, que en esta última parte del siglo han marcado el recorrido de los jóvenes creyentes hacia el nuevo milenio?

Después de haber atravesado los continentes, esta Cruz ahora vuelve a Roma trayendo consigo la oración y el compromiso de millones de jóvenes que en ella han reconocido el signo simple y sagrado del amor de Dios a la humanidad. Como sabéis, precisamente Roma acogerá la Jornada Mundial de la Juventud del año 2000, en el corazón del Gran Jubileo.

Queridos jóvenes, os invito a emprender con alegría la peregrinación hacia esta gran cita eclesial, que será, justamente, el “Jubileo de los Jóvenes”. Preparaos a cruzar la Puerta Santa, sabiendo que pasar por ella significa fortalecer la propia fe en Cristo para vivir la vida nueva que Él nos ha dado (cfr. Incarnationis mysterium, 8).

2. Como tema para vuestra XV Jornada Mundial he elegido la frase lapidaria con la que el apóstol Juan expresa el profundo misterio del Dios hecho hombre: «la Palabra se hizo carne, y puso su Morada entre nosotros» (Jn 1,14). Lo que caracteriza la fe cristiana, a diferencia de todas las otras religiones, es la certeza de que el hombre Jesús de Nazaret es el Hijo de Dios, la Palabra hecha carne, la segunda persona de la Trinidad que ha venido al mundo. Esta «es la alegre convicción de la Iglesia desde sus comienzos cuando canta “el gran misterio de la piedad”: Él ha sido manifestado en la carne» (Catecismo de la Iglesia Católica, 463). Dios, el invisible, está vivo y presente en Jesús, el hijo de María, la Theotokos, la Madre de Dios. Jesús de Nazaret es Dios-con-nosotros, el Emmanuel: quien le conoce, conoce a Dios; quien le ve, ve a Dios; quien le sigue, sigue a Dios; quien se une a él está unido a Dios (cfr. Gv 12,44-50). En Jesús, nacido en Belén, Dios se apropia la condición humana y se hace accesible, estableciendo una alianza con el hombre.

En la vigilia del nuevo milenio, renuevo de corazón la invitación urgente a abrir de par en par las puertas a Cristo, el cual «a todos los que lo recibieron les dio poder de hacerse hijos de Dios» (Jn 1,12). Acoger a Cristo significa recibir del Padre el mandato de vivir en el amor a él y a los hermanos, sintiéndose solidarios con todos, sin ninguna discriminación; significa creer que en la historia humana, a pesar de estar marcada por el mal y por el sufrimiento, la última palabra pertenece a la vida y al amor, porque Dios vino a habitar entre nosotros para que nosotros pudiésemos vivir en Él.

En la encarnación Cristo se hizo pobre para enriquecernos con su pobreza, y nos dio la redención, que es fruto sobre todo de su sangre derramada sobre la cruz (cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, 517). En el Calvario «Él soportaba nuestros dolores... ha sido herido por nuestras rebeldías...» (Is 53,4-5). El sacrificio supremo de su vida, libremente consumado por nuestra salvación, nos habla del amor infinito que Dios nos tiene. A este proposito escribe el apóstol Juan: « tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna» (Jn 3,16). Lo envió a compartir en todo, menos en el pecado, nuestra condición humana; lo “entregó” totalmente a los hombres a pesar de su rechazo obstinado y homicida (cfr. Mt 21,33-39), para obtener para ellos, con su muerte, la reconciliación. «El Dios de la creación se revela como Dios de la redención, como Dios que es fiel a sí mismo, fiel a su amor al hombre y al mundo, ya revelado el día de la creación... ¡Qué valor debe tener el hombre a los ojos del Creador, si ha merecido tener tan grande Redentor!» (Redemptor hominis, 9.10).

Jesús salió al encuentro de la muerte, no se retiró ante ninguna de las consecuencias de su “ser con nosotros” como Emmanuel. Se puso en nuestro lugar, rescatándonos sobre la cruz del mal y del pecado (cfr. Evangelium vitæ, 50). Del mismo modo que el centurión romano viendo como Jesús moría comprendió que era el Hijo de Dios (cfr. Mc 15,39), también nosotros, viendo y contemplando el Crucifijo, podemos comprender quién es realmente Dios, que revela en Él la medida de su amor hacia el hombre (cfr. Redemptor hominis, 9). “Pasión” quiere decir amor apasionado, que en el darse no hace cálculos: la pasión de Cristo es el culmen de toda su existencia “dada” a los hermanos para revelar el corazón del Padre. La Cruz, que parece alzarse desde la tierra, en realidad cuelga del cielo, como abrazo divino que estrecha al universo. La Cruz «se manifiesta como centro, sentido y fin de toda la historia y de cada vida humana» (Evangelium vitæ, 50).

«Uno murió por todos» (2 Cor 5,14); Cristo «se entregó por nosotros como oblación y víctima de suave aroma» (Ef 5,2). Detrás de la muerte de Jesús hay un designio de amor, que la fe de la Iglesia llama “misterio de la redención”: toda la humanidad está redimida, es decir liberada de la esclavitud del pecado e introducida en el reino de Dios. Cristo es Señor del cielo y de la tierra. Quien escucha su palabra y cree en el Padre, que lo envió al mundo, tiene la vida eterna (cfr. Jn 5,24). Él es «el cordero de Dios que quita el pecado del mundo» (Jn 1,29.36), el sumo Sacerdote que, probado en todo como nosotros, puede compadecer nuestras debilidades (cfr. Heb 4,14ss) y, “hecho perfecto” a través de la experiencia dolorosa de la cruz, es «causa de salvación eterna para todos los que le obedecen» (Heb 5,9).

3. Queridos jóvenes, frente a estos grandes misterios aprended a tener una actitud contemplativa. Permaneced admirando extasiados al recién nacido que María ha dado a luz, envuelto en pañales y acostado en un pesebre: es Dios mismo entre nosotros. Mirad a Jesús de Nazaret, por algunos acogido y por otros vilipendiado, despreciado y rechazado: es el Salvador de todos. Adorad a Cristo, nuestro Redentor, que nos rescata y libera del pecado y de la muerte: es el Dios vivo, fuente de la Vida.

¡Contemplad y reflexionad! Dios nos ha creado para compartir su misma vida; nos llama a ser sus hijos, miembros vivos del Cuerpo místico de Cristo, templos luminosos del Espíritu del Amor. Nos llama a ser “suyos”: quiere que todos seamos santos. Queridos jóvenes, ¡tened la santa ambición de ser santos, como Él es santo!

Me preguntaréis: ¿pero hoy es posible ser santos? Si sólo se contase con las fuerzas humanas, tal empresa sería sin duda imposible. De hecho conocéis bien vuestros éxitos y vuestros fracasos; sabéis qué cargas pesan sobre el hombre, cuántos peligros lo amenazan y qué consecuencias tienen sus pecados. Tal vez se puede tener la tentación del abandono y llegar a pensar que no es posible cambiar nada ni en el mundo ni en sí mismos.

Aunque el camino es duro, todo lo podemos en Aquel que es nuestro Redentor. No os dirijáis a otro si no a Jesús. No busquéis en otro sitio lo que sólo Él puede daros, porque «no hay bajo el cielo otro nombre dado a los hombres por el que nosotros debamos salvarnos» (Hc 4,12). Con Cristo la santidad –proyecto divino para cada bautizado– es posible. Contad con él, creed en la fuerza invencible del Evangelio y poned la fe como fundamento de vuestra esperanza. Jesús camina con vosotros, os renueva el corazón y os infunde valor con la fuerza de su Espíritu.

Jóvenes de todos los continentes, ¡no tengáis miedo de ser los santos del nuevo milenio! Sed contemplativos y amantes de la oración, coherentes con vuestra fe y generosos en el servicio a los hermanos, miembros activos de la Iglesia y constructores de paz. Para realizar este comprometido proyecto de vida, permaneced a la escucha de la Palabra, sacad fuerza de los sacramentos, sobre todo de la Eucaristía y de la Penitencia. El Señor os quiere apóstoles intrépidos de su Evangelio y constructores de la nueva humanidad. Pero ¿cómo podréis afirmar que creéis en Dios hecho hombre si no os pronunciáis contra todo lo que degrada la persona humana y la familia? Si creéis que Cristo ha revelado el amor del Padre hacia toda criatura, no podéis eludir el esfuerzo para contribuir a la construcción de un nuevo mundo, fundado sobre la fuerza del amor y del perdón, sobre la lucha contra la injusticia y toda miseria física, moral, espiritual, sobre la orientación de la política, de la economía, de la cultura y de la tecnología al servicio del hombre y de su desarrollo integral.

4. Deseo de corazón que el Jubileo, ya a las puertas, sea una ocasión propicia para una gran renovación espiritual y para una celebración extraordinaria del amor de Dios por la humanidad. Desde toda la Iglesia se eleve «un himno de alabanza y agradecimiento al Padre, que en su incomparable amor nos ha concedido en Cristo ser “conciudadanos de los santos y familiares de Dios” (Ef 2,19)» (Incarnationis mysterium, 6). Nos conforta la certeza manifestada por el apóstol Pablo: Si Dios no perdonó a su propio Hijo, sino que le entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos dará con él todas las cosas? ¿Quién nos separará del amor de Cristo? En todos los acontecimientos de la vida, incluso la muerte, salimos vencedores, gracias a aquel que nos amó hasta la Cruz (cfr. Rm 8,31-37).

El misterio de la Encarnación del Hijo de Dios y el de la Redención por él llevada a cabo para todas las criaturas constituyen el mensaje central de nuestra fe. La Iglesia lo proclama ininterrumpidamente durante los siglos, caminando «entre las incomprensiones y las persecuciones del mundo y las consolaciones de Dios» (S. Agustín, De Civ. Dei 18,51,2; PL 41,614) y lo confía a todos sus hijos como tesoro precioso que cuidar y difundir.

También vosotros, queridos jóvenes, sois destinatarios y depositarios de este patrimonio: «Ésta es nuestra fe. Ésta es la fe de la Iglesia. Y nosotros nos gloriamos de profesarla, en Jesucristo nuestro Señor» (Pontifical Romano, Rito de la Confirmación). Lo proclamaremos juntos en ocasión de la próxima Jornada Mundial de la Juventud, a la que espero que participaréis en gran número. Roma es “ciudad santuario”, donde la memoria de los Apóstoles Pedro y Pablo y de los mártires recuerdan a los peregrinos la vocación de todo bautizado. Ante el mundo, el mes de agosto del próximo año, repetiremos la profesión de fe del apóstol Pedro: «Señor, ¿donde quién vamos a ir? Tú tienes palabras de vida eterna» (Jn 6,68) porque «Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo» (Mt 16,16).

También a vosotros, muchachos y muchachas, que seréis los adultos del próximo siglo, se os ha confiado el “Libro de la Vida”, que en la noche de Navidad de este año el Papa, siendo el primero que cruzará la Puerta Santa, mostrará a la Iglesia y al mundo como fuente de vida y esperanza para el tercer milenio (cfr. Incarnationis mysterium, 8). Que el Evangelio se convierta en vuestro tesoro más apreciado: en el estudio atento y en la acogida generosa de la Palabra del Señor encontraréis alimento y fuerza para la vida de cada día, encontraréis las razones de un compromiso sin límites en la construcción de la civilización del amor.

5. Dirijamos ahora la mirada a la Virgen Madre de Dios, a quien la devoción del pueblo cristiano le ha dedicado uno de los monumentos más antiguos y significativos que se conservan en la ciudad de Roma: la basílica de Santa María Mayor.

La Encarnación del Verbo y la redención del hombre están estrechamente relacionadas con la Anunciación, cuando Dios le reveló a María su proyecto y encontró en ella, joven como vosotros, un corazón totalmente disponible a la acción de su amor. Desde hace siglos la piedad cristiana recuerda todos los días, recitando el Angelus Domini, la entrada de Dios en la historia del hombre. Que esta oración se convierta en vuestra oración, meditada cotidianamente.

María es la aurora que precede el nacimiento del Sol de Justicia, Cristo nuestro Redentor. Con el “sí” de la Anunciación, abriéndose totalmente al proyecto del Padre, Ella acogió e hizo posible la encarnación del Hijo. Primera entre los discípulos, con su presencia discreta acompañó a Jesús hasta el Calvario y sostuvo la esperanza de los Apóstoles en espera de la Resurrección y de Pentecostés. En la vida de la Iglesia continúa a ser místicamente Aquella que precede el adviento del Señor. A Ella, que cumple sin interrupción el ministerio de Madre de la Iglesia y de cada cristiano, le encomiendo con confianza la preparación de la XV Jornada Mundial de la Juventud. Que María Santísima os enseñe, queridos jóvenes, a discernir la voluntad del Padre del cielo sobre vuestra existencia. Que os obtenga la fuerza y la sabiduría para poder hablar a Dios y hablar de Dios. Con su ejemplo os impulse para ser en el nuevo milenio anunciadores de esperanza, de amor y de paz.

En espera de encontraros en gran número en Roma el próximo año, «os encomiendo a Dios y a la Palabra de su gracia, que tiene poder para construir el edificio y daros la herencia con todos los santificados» (Hc 20,32) y de corazón, con gran cariño, os bendigo a todos, junto a vuestras familias y las personas queridas.

Desde el Vaticano, 29 de junio de 1999, Solemnidad de los santos Apóstoles Pedro y Pablo

Joannes Paulus P.P. II

domingo, 24 de abril de 2011

Imagenes del Hombre que llego a ser Papa: Juan Pablo II 3





Reflexión de las 7 Palabras


Por: Guillermo Betancourt
Director y Editor
Católicos Unidos de Puerto Rico


1. Padre, Perdónalos, porque no saben lo que hacen. : Lucas 23, El perdón de Dios hecho hombre se manifiesta en estas palabras. Jesús comienza perdonando a la humanidad por el pecado cometido contra la propia humanidad que desde Adán de desobediencia hacia Dios Padre. La humanidad comenzó a vivir en el pecado. Cristo con su entrega reconcilia a la humanidad; precisamente pidiendo perdón. Dios hecho Hombre no tiene nada que pedir perdón, porque él es Dios libre de pecado, libre de toda falta. Por lo tanto no tenía la necesidad de pedir perdón. Ahora Jesús asumió el pecado de la humanidad, asumió toda la responsabilidad que con lleva cargar en sus hombros todo el peso del pecado. El dolor vivido desde la traición de Judas, la negación de Pedro, las humillaciones de los sumos sacerdotes, los azotes por parte del imperio romano, la corona de espinas hasta ser crucificado es el dolor vivido por cuenta de nuestros pecados. ¿Están dispuestos asumir una carga de Amor tan pesada hacia tu prójimo?
2. De cierto te digo que hoy estarás conmigo en el Paraíso. : Lucas 23, Dimas el buen ladrón reconoce su pecado, que merece la condena impuesta. Se reconoce pecador, acepta con humildad su delito, está en disposición del cumplimiento de ser todo un pecador para enmendar sus delitos ante Dios Hijo, y que este por amor le perdonara. Jesús ve la humildad, el arrepentimiento del delito cometido. Siente compasión por un hombre que padece el mismo dolor, un dolor compartido desde al pie de la cruz. Acepta la petición que le pide y le promete que ya desde hoy estarás en el Paraíso. La misericordia de Dios se ve en estas palabras que hasta en el último momento de vida de este hombre le perdona todas sus culpas para ser parte de los que desde ese día es parte del gozo del gran banquete celestial.
3. Mujer, he ahí a tu hijo… He ahí a tu madre. : Juan 19, La palabra Mujer es un titulo importante para la comunidad judía. Mujer es la Palabra utilizada por Dios para decirle a la serpiente antigua: “Habrá enemistad entre la serpiente y la mujer, esta aplastará tu cabeza.” Jesús en todo momento estuvo en contacto con su fortaleza maternal de su Madre. La vista de Madre e hijo fue una constante para que Jesús como ser humano pudiera realizar la voluntad del Padre era de vital importancia la presencia de su Madre. Jesús al ver que su discípulo amado que estaba al pie de la cruz realiza en Juan la entrega de su entrega de Amor filial al entregar a su joya más preciada que es su madre. Para que por medio de Juan también seamos hijos de María. Al ser hijos de María; somos hermanos de Jesús, por lo tanto somos coherederos del reino celestial.
4. ¿Eli, Eli, lama sabactani? Esto quiere decir: ¿Dios mío, Dios mío, porque me has abandonado?: Mateo 27, La humanidad de Jesús se refleja en estas palabras. Las tinieblas cubre el cielo, está abandonado, solo porque sus discípulos le abandonaron, fracaso total de su humanidad. Sentía el abandono de su Padre, y clama por su Padre para que se cumpliera lo que en el Salmo 22 se escribió en forma profética. Desde la cruz seguía cumpliendo la Voluntad del Padre. La obediencia en su máxima expresión.
5. Tengo Sed. Juan 19, Ya casi desangrado Jesús siente sed. Que le dan vinagre; amargo para deshidratarlo más de lo que ya estaba. La sed de Jesús se agravó más para entregar su sed por amor que tiene a su Padre para perdón de nuestros pecados. La sed de justicia, la sed de verdad, la sed del Amor al prójimo que lo crucifico. Que hoy día crucificamos cada vez que le ofendemos le damos el vinagre de nuestros pecados. La sed de Cristo es por nuestras deudas que deben ser purificadas en la reconciliación.
6. Todo está cumplido. Juan 19, Jesús proclama que todo está cumplido por los profetas, y salmos. La obediencia del Padre consumada en su totalidad. El Amor, la humildad, para con su Padre es tal que realiza todo cuanto le pidió su Padre. Nosotros somos igual de obedientes como lo fue Jesús. Reflexiona tu obediencia hacia tus padres.
7. En tus manos encomiendo mi espíritu. Juan 19, Ya cumplido todo entrega su espíritu en manos de su Amado Padre. Para sellar en su muerte el cumplimiento de las Escrituras. Jesús comienza con su muerte el gran triunfo de su resurrección. Tiene que morir para luego vencer la muerte. Para cumplir lo que el mismo dijo: “Yo soy la vida; quien cree en mi tiene vida eterna.”
Dios te Bendiga.
Feliz Pascua de Resurreción.

La tumba vacía,alegría de la Resurrección


Escrito por P. Ángel M. Santos Santos
Martes, 19 de Abril de 2011 16:04

En la madrugada después del sábado, el primer día de la semana o domingo, María Magdalena y la otra María fueron a ver el sepulcro. Ellas son las primeras en ver la tumba vacía. La vigilancia en la fe, la atención a Jesús por el amor que sentían, las condujo a disfrutar antes que nadie la alegría de la Resurrección.

El ángel anunció la Resurrección presentando dos argumentos. Ha resucitado Jesús como lo había anunciado. Las dos mujeres estaban viendo el cumplimiento de una de las promesas de Jesús. Segundo, el ángel del Señor les mostró la tumba vacía. El sepulcro estaba abandonado porque Jesús ha resucitado como lo había anunciado (Mt 28, 6).

El momento más grande de Jesús ocurrió en lo escondido de una tumba. Nadie vio a Cristo resucitando. Las circunstancias del hecho confirman las palabras de Jesús: “El Padre que ve en lo escondido te recompensará” (Mt 6, 4). En lo oculto de aquella tumba nueva, escavada en una piedra, Cristo recibió la recompensa de la resurrección. En el bautismo, Jesús comparte la victoria sobre la muerte con el cristiano. Al discípulo del Señor también le ocurrió lo más grande en este sacramento. Nadie vio sus efectos, pero en el bautismo fue perdonado del pecado y adoptado como hijo de Dios en su Hijo único y recibió el Espíritu Santo.

La buena noticia

El ángel exhortó a las mujeres a compartir la buena noticia de la Resurrección con los demás. Fueron enviadas a declarar ante los demás el hecho de Cristo Resucitado, como una experiencia vivida. Las mujeres se marcharon aprisa y corrieron a anunciar el hecho a los demás discípulos. Su diligencia recuerda la presteza de la samaritana para informar a sus compueblanos que había encontrado al Mesías. Dejó el cántaro junto al pozo como había puesto su corazón junto a la fuente del agua viva que es Jesús.

El cristiano no tiene por corazón un cántaro vacío, sino un espíritu lleno del agua viva que Cristo le infundió en el bautismo. El cristiano puso su corazón en Jesús. Todos los domingos regresa a la Iglesia para encontrarse con Cristo y celebrar el grandioso tesoro del bautismo.

Cristo vivo

En la Eucaristía el bautizado hace lo que hicieron las dos mujeres: se acercaron al Señor Resucitado. Los fieles acuden cada domingo al templo para encontrarse con el Cristo Vivo en la Eucaristía. Como las mujeres se postraron ante el Señor, los fieles se postran en adoración ante Cristo realmente presente en el santísimo Sacramento. Ante Cristo Resucitado la mejor postura es postrarse en sincera adoración.

Como las santas mujeres, los fieles abrazan a Cristo presente en la celebración de la Eucaristía. Primero, lo reciben y lo acogen en la Palabra de Dios, proclamada por el lector y comentada en la homilía por el sacerdote. Luego, lo reciben y lo abrazan en el sacramento de su Cuerpo y de su Sangre. Más tarde, lo acogen y lo abrazan en el hermano que necesita del verdadero amor.

La misión del bautizado

Terminada la Misa, los bautizados salen a invitar a los demás que vengan al templo para ver al Señor resucitado presente en la Eucaristía. El monte de Galilea de los fieles de hoy es el templo parroquial. En la celebración eucarística, Cristo resucitado se adelanta y espera para que todos puedan encontrarse con Él y ser enviados a la misión de darlo a conocer al mundo. El cristiano anuncia a los demás la alegría del encuentro con Cristo Resucitado.