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sábado, 25 de agosto de 2012

La persistencia y la lucha convertidas en santidad

“Reza como si todo dependiera de Dios. Trabaja como si todo dependiera de ti”. (San Agustín de Hipona) Las vidas de los santos que la Iglesia celebrará durante los próximos días fueron marcadas por grandes dificultades muy parecidas a las que hoy persisten en nuestros días. Sus ejemplos rompen la barrera del tiempo y muestran un camino de perseverancia. Una madre que oró sin descanso Santa Mónica, natural de Tagaste (Argelia, África) nació en el año 331, en el seno de una familia cristiana. Se casó a sus 20 años con Patricio, un hombre proveniente de una familia noble y pagana. Engendró tres hijos: Agustín, Navigio y Perpetua. Luego de enviudar, vivió en castidad y firme religiosidad. Su primer hijo, antes de su conversión, fue una verdadera pesadilla para Mónica. Pero, su fe no decayó. Fueron más de 30 años de oración constante y lágrimas para que su hijo Agustín se convirtiera, tomara el buen camino y se bautizara. Pocos días más tarde, murió. La perseverancia de la madre fue inspiración para que Agustín se cristianizara, empleara todos sus talentos a Dios y lograra su propia santidad. Vida desordenada y enmendada Una de las mentes más privilegiadas de los primeros siglos en Oriente, sin duda, es el mismo San Agustín de Hipona, Obispo y Doctor de la Iglesia. Se destacó en la literatura, la elocuencia y la retórica. Sus frases y pensamientos no pierden vigencia a pesar de más de 15 siglos de su muerte. Nació en la tierra natal de su madre Santa Mónica para el año 354. Su vida de joven fue libertina y pecaminosa al punto que vivió en concubinato. Inquietado por su existencia, buscó la verdad, el amor y la paz. Se convirtió, vendió sus pertenencias y creó un monasterio, donde vivió. Fue ordenado sacerdote y, a los pocos años, obispo. Luchó sin descanso por la fe y la unidad en la Iglesia. El niño que sobrevive al parto Al nacer San Ramón Nonato, murió su madre, lo que desde muy pequeño le provocó una profunda devoción a la Virgen María. Con una educación humanitaria, el piadoso Ramón ingresó a la Orden de Nuestra Señora de la Merced el año 1224 y se ordenó sacerdote. San Ramón evangelizó en España y en el norte de África. En Argelia quedó preso. Por su labor fue molido a golpes y hasta le cerraron los labios con un candado. Pero, no se detuvo y ganó la conversión de muchos al cristianismo. El Papa de aquel entonces lo solicitó como consejero, pero los conflictos del lugar y su inagotable labor le reclamaron la vida antes de ir a Roma. Con la verdad hasta la muerte El precursor de Cristo, San Juan Bautista, fue apresado por expresarle abiertamente a Herodes que vivía en unión libre con la esposa de su hermano, Herodías, quien odiaba al santo y buscaba la ocasión para matarlo. No le fue tan sencillo pues Herodes le tenía un profundo respeto al Bautista por ser un hombre de Dios. La hija de Herodías bailó en un banquete y cautivó tanto a Herodes que le dijo: “Pídeme lo que quieras y te lo daré”. Ella preguntó a su madre y el momento fatídico llegó. La chica respondió: “Quiero que ahora mismo me des en una bandeja la cabeza de Juan Bautista”. Al decapitarlo, los discípulos de San Juan buscaron su cuerpo y lo sepultaron. La persistencia de una madre que ruega sin cesar por su hijo, el desorden de una vida sin sentido que lleva a la búsqueda de Dios, llevar la palabra de Dios sin condiciones y ser atacado por denunciar la falsedad, son escenarios donde cualquier cristiano pudiera verse. Estos santos, que ganaron el cielo desde sus limitaciones, nos continúan presentando la opción de ingresar a este lugar glorioso mediante la acción y la confianza en Dios. (Enrique I. López)

Incompatible con la fe cristiana

La práctica de retener o espacir las cenizas de un difunto. (Nota de la Asistente Ejecutiva del Director: A petición de algunos lectores, El Visitante retoma y amplía el tema de la cremación, según la tradición católica.) En Puerto Rico, al igual que en otros países, algunas personas optan por la cremación de los restos mortales del difunto. Sin embargo, esta práctica crea confusión entre los feligreses, específicamente, en la forma en que deben disponer de las cenizas del fallecido. La nueva edición de “Rito de exequias”, publicada recientemente por la Librería Editrice Vaticana, subraya que los católicos no deben esparcir las cenizas de un difunto luego de ser cremado, ya que esa práctica, muy de moda actualmente, es contraria a la fe cristiana. Las cenizas deben ser enterradas. Este documento aclara que, aunque la Iglesia no se opone a la cremación de los cuerpos, siempre y cuando no se haga por odio a la fe (“in odium fidei”), sí sigue considerando que la sepultura del cuerpo de los difuntos es la forma más adecuada para expresar la fe en la resurrección de la carne, así como para favorecer el recuerdo y la oración de sufragio por parte de familiares y amigos. Muy particularmente, “Rito de Exequias” afirma que la cremación se considera concluida, únicamente, cuando se deposita la urna con las cenizas en el cementerio. Otro valioso texto que sirve de orientación a los cristianos es el Directorio sobre la Piedad Popular y la Liturgia, publicado en el año 2002, por la Santa Sede. “Separándose del sentido de la momificación, embalsamamiento o la cremación, en las que se esconde, quizá, la idea de que la muerte significa la destrucción total del hombre, la piedad cristiana ha asumido, como forma de sepultura de los fieles, la inhumación”, indica el #254. Más adelante, explica que el entierro del cuerpo: “por una parte, recuerda la tierra de la cual ha sido sacado el hombre y a la que ahora vuelve; y por otra, evoca la sepultura de Cristo, grano de trigo que, caído en tierra, ha producido mucho fruto”. Respecto a la práctica de la cremación, el documento exhorta a los fieles a no conservar en su casa las cenizas de los familiares, “sino a darles la sepultura acostumbrada, hasta que Dios haga resurgir de la tierra a aquellos que reposan allí y el mar restituya a sus muertos”. (Grisel Rivas Class)

Dar Gracias

Por: Guillermo Betancourt Director y Editor Católicos Unidos de Puerto Rico Hoy en mi día de cumpleaños estaba pensando: ¿Porque hay que dar gracias? Desde siempre doy gracias por la vida. Siempre hay que dar gracias por la vida. El mayor regalo que Dios te regala es la vida. La vida es el mayor tesoro que puedas tener y recibir de Dios nuestro Padre Celestial. Hoy día la Vida es menos preciada por la misma humanidad. La cultura de la muerte promueve sutilmente diversas formas de quitar la vida. Comenzamos con la Eutanasia que es muerte a mano armada. Asesinando legalmente a los ancianos, enfermos y todo el que crea que no merece vivir. Si no puede cubrir los gastos médicos se busca la forma de eliminar la vida porque cuesta una cama que otro pueda pagar. La vida se vuelve un negocio en la salud que solo quiere lucrarse y olvidarse para que fue creada la salud que es para salvar vidas. Hoy es el dinero quien dicta quien vive o muere. Es triste que la humanidad se desprecie así mismo y se deje llevar por los grandes intereses que busca lucrarse de la vida humana matando a todo ser humano que para ellos no le sirva para su lucrativo negocio. Otro negocio que es muy lucrativo en el mundo de la medicina es el aborto. Desde que se dieron cuenta que se puede manipular la mente humana. Han convencido en especial a la mujer que es dueña de su propio cuerpo. Que todo lo que hay en él le pertenece le pertenece y pueden hacer con su cuerpo lo que gusto le venga en gana. El mundo le dice que solo es un cigoto sin vida que se puede eliminar así porque sí. Permitiendo a que la mujer sea su propia asesina de su propio hijo en camino. La vida dada por Dios en la unión de un esperma y ovulo crea al ser humano y el aliento de vida la da Dios en cada concepción. Unos pocos hacen creer que pueden adueñarse de la vida y manipular a la mayoría que amamos la vida dada por Dios. La mujer se debe dar a respetar a sí misma y valorar su cuerpo como obra creadora dada por Dios para seguir creando vida. No para crear vientres de muerte y destrucción de la vida humana. Dios creo a la mujer para crear y no para matar, aniquilar la raza humana. La mujer fue creada perfecta y Luzbel y todos sus ángeles caídos ha utilizado esta hermosa creación de la mujer para crear muerte desde el vientre materno. La vida es un acto puro de amor que Dios nos regala para que demos gracias por este maravilloso regalo que tanto estamos despreciando. Porque la droga en todas sus formas y sabores es otro elemento de muerte para la vida humana. Buscamos todo tipo de placeres en esta vida que en nuestro afán de que yo puedo hacer y deshacer con mi cuerpo lo que me plazca. Nos olvidamos que tarde o temprano nos vamos a morir. Nadie es eterno en esta vida. Quien piense que puede ser eterno está en total contradicción. Los placeres mundanos traen muerte, enfermedades en fin la propia destrucción de la vida humana. A estos que se lucran con las diversas no les interesa si vive o muere. Porque siempre habrá uno a quien manipular y engañar para que se drogue diciendo que es lo mejor que le puede pasar en su vida. Te dicen que eres invencible. Que eres súper humano, que puedes tener mejores calificaciones, que serás la atracción en toda actividad. Mentira será el payaso de la fiesta, sacaras malas calificaciones, robaras para cubrir tu propia esclavitud. Ya no eres libre. Eres esclavo de tus propias pasiones. ¿Cómo puedes dar gracias si ya eres un esclavo de lo que te dicta el mundo y no de la verdadera libertad que Dios te la regala desde tu concepción? Dar gracia hoy es una bendición darlas siempre porque cada día al despertar tienes vida y esa vida te la regala Dios para que seas un mejor ser humano hacia los demás. Gracias por tu tiempo. Reflexiona y recuerda haz el bien y no mires a quien. Paz y bien para todos.

miércoles, 22 de agosto de 2012

CONSTITUCIÓN APOSTÓLICA

POR LA QUE SE REFORMA LA DISCIPLINA ECLESIÁSTICA DE LA PENITENCIA Pablo Obispo, Siervo de los siervos de Dios, en memoria perpetua de este acto «Convertíos y creed en el Evangelio»[1], nos parece que debemos repetir hoy estas palabras del Señor, en los momentos en que —clausurado el Concilio ecuménico Vaticano II— la Iglesia continúa su camino con paso más decidido. De entre los graves y urgentes problemas que se plantean a nuestra solicitud pastoral, se encuentra, y no en último lugar, el de recordar a nuestros hijos —y a todos los hombres de espíritu religioso de nuestro tiempo— el significado y la importancia de la penitencia. Nos sentimos movidos a ello por la visión más rica y profunda de la naturaleza de la Iglesia y de sus relaciones con el mundo que la suprema Asamblea ecuménica nos ha ofrecido en estos años. Durante el Concilio, la Iglesia, meditando con más profundidad en su misterio, ha examinado su naturaleza en toda su dimensión, y ha escrutado sus elementos humanos y divinos, visibles e invisibles, temporales y eternos. Profundizando, ante todo, en el lazo que la une a Cristo y a su obra salvadora, ha subrayado especialmente que todos sus miembros están llamados a participar en la obra de Cristo, y, consiguientemente, a participar en su expiación; [2] además, ha tomado conciencia más clara de que, aun siendo por designio de Dios santa e irreprensible, [3] es en sus miembros defectible y está continuamente necesitada de conversión y renovación, [4] renovación que debe llevarse a cabo no sólo interiormente e individualmente, sino también externa y socialmente;[5] finalmente la Iglesia ha considerado más atentamente su papel en la ciudad terrena, [6] es decir, su misión de indicar a los hombres la forma recta de usar los bienes terrenos y de colaborar en la consecratio mundi, y al mismo tiempo estimularlos a esa saludable abstinencia que los defiende del peligro de dejarse encantar, en su peregrinación hacia la patria celestial, por las cosas de este mundo [7]. Por estos motivos, queremos hoy repetir a nuestros hijos las palabras pronunciadas por Pedro en su primer discurso después de Pentecostés: "Convertíos... para que se os perdonen los pecados", [8] y también queremos repetir, una vez más, a todas las naciones de la tierra, la invitación de Pablo a los gentiles de Listra: "Convertíos al Dios vivo". [9] I La Iglesia —que durante el Concilio ha examinado con mayor atención sus relaciones, no sólo con los hermanos separados, sino también con las religiones no cristianas— ha descubierto de buen grado cómo casi en todas las partes y en todos los tiempos la penitencia ocupa un papel de primer plano, por estar íntimamente unida al íntimo sentido religioso que penetra la vida de los pueblos más antiguos, y a las expresiones más elaboradas de las grandes religiones que marchan de acuerdo con el progreso de la cultura. [10] En el Antiguo Testamento se descubre cada vez con una riqueza mayor el sentido religioso de la penitencia. Aunque a ella recurra el hombre después del pecado para aplacar la ira divina [11], o con motivo de graves calamidades [12], o ante la inminencia de especiales peligros [13], o mas frecuentemente para obtener beneficios del Señor[14], sin embargo, podemos advertir que el acto penitencial externo va acompañado de una actitud interior de "conversión" es decir, de reprobación y alejamiento del pecado y de acercamiento hacia Dios[15]. Se priva del alimento y se despoja de sus propios bienes (el ayuno va generalmente acompañado de la oración y de la limosna) [16], aun después que el pecado ha sido perdonado, e independientemente de la petición de gracias se ayuna y se emplean vestiduras penitenciales para someter a aflicción "el alma" [17], para humillarse ante el rostro de Dios[18], para volver la mirada hacia Dios [19], para prepararse a la oración [20], para comprender más íntimamente las cosas divinas, para prepararse al encuentro con Dios[21]. La penitencia es, consiguientemente —ya en el Antiguo Testamento—, un acto religioso personal, que tiene como término el amor y el abandono en el Señor ayunar para Dios, no para si mismo[22]. Así había de establecerse también en los diversos ritos penitenciales sancionados por la ley. Cuando esto no se realiza, el Señor se lamenta: "No ayunéis como ahora, haciendo oír en el cielo vuestras voces"[23]. "Rasgad los corazones y no las vestiduras; convertíos al Señor, Dios vuestro"[24]. No falta en el Antiguo Testamento el aspecto social de la penitencia: las liturgias penitenciales de la Antigua Alianza no son solamente una toma de conciencia colectiva del pecado, sino que también constituyen la condición de pertenencia al pueblo de Dios[25]. También podemos advertir que la penitencia se presenta, antes de Cristo igualmente como medio y prueba de perfección y santidad: Judit[26], Daniel[27], la profetisa Ana y otras muchas almas elegidas servían a Dios noche y día con ayunos y oraciones[28], con gozo y alegría[29]. Finalmente, encontramos, en los justos del Antiguo Testamento, quienes se ofrecen a satisfacer, con su penitencia personal, por los pecados de la comunidad, así lo hizo Moisés en los cuarenta días que ayunó para aplacar al Señor por las culpas del pueblo infiel[30]; sobre todo así se nos presenta la figura del Siervo de Yahvé, el cual "soportó nuestros sufrimientos" y en el cual "el Señor cargó... todos nuestros crímenes"[31]. Sin embargo, todo esto no era más que sombra de lo que había de venir[32]. La penitencia —exigencia de la vida interior confirmada por la experiencia 'religiosa de la humanidad y objeto de un precepto especial de la revelación divina— adquiere en Cristo y en la Iglesia dimensiones nuevas, infinitamente más vastas y profundas. Cristo, que en su vida Siempre hizo lo que enseñó, antes de iniciar su ministerio, pasé cuarenta días y cuarenta noches en la oración y en el ayuno, e inauguró su misión pública con este mensaje gozoso: "Está cerca el reino de Dios", al que sumé este mandato: "Convertíos y creed en el Evangelio"[33]. Estas palabras constituyen, en cierto modo, el compendio de toda la vida cristiana. Al reino de Cristo se puede llegar solamente por la metánoia, es decir, por esa íntima y total transformación y renovación de todo el hombre —de todo su, sentir, juzgar y disponer— que se lleva a cabo en él a la luz de la santidad y caridad de Dios, santidad y caridad que, en el Hijo, se nos han manifestado y comunicado con plenitud[34]. La invitación del Hijo a la metánoia resulta mucho más indeclinable en cuanto que él no sólo la predica, sino que él mismo se ofrece como ejemplo de penitencia. Pues Cristo es el modelo supremo de penitentes; quiso padecer la pena por pecados que no eran suyos, sino de los demás[35]. Con Cristo, el hombre queda iluminado con una luz nueva, y consiguientemente reconoce la santidad de Dios y la gravedad del pecado, [36] por medio de la palabra de Cristo se le transmite el mensaje que invita a la conversión y concede el perdón de los pecados, dones que consigue plenamente en el bautismo. Pues este sacramento lo configura de acuerdo con la pasión, muerte y resurrección del Señor, [37] y bajo el sello de este misterio plantea toda la vida futura del bautizado. Por ello, siguiendo al Maestro, cada cristiano debe renunciar a sí mismo, tomar su cruz, participar en los padecimientos de Cristo; transformado de esta forma en una imagen de su muerte, se hace capaz de merecer la gloria de la resurrección[38]. También, siguiendo al Maestro, ya no podrá vivir para si mismo[39], sino para aquél que lo amé y se entregó por él [40] y tendrá también que vivir para los hermanos, "completando en su carne los dolores de Cristo, sufriendo por su cuerpo que es la Iglesia"[41]. Además, estando la Iglesia íntimamente unida a Cristo, la penitencia de cada cristiano tiene también una propia e íntima relación con toda la comunidad eclesial, pues no sólo en el seno de la Iglesia, en el bautismo, recibe el don primario de la metánoia, sino que este don se restaura y adquiere nuevo vigor por medio del sacramento de la penitencia, en aquellos miembros del Cuerpo de Cristo que han caído en el pecado. "Los que se acercan al sacramento de la penitencia obtienen el perdón de la ofensa hecha a Dios por la misericordia de éste y al mismo tiempo se reconcilian con la Iglesia, a la que, pecando, ofendieron, la cual con caridad, con ejemplos y con oraciones, les ayuda en su conversión"[42]. Finalmente, también en la Iglesia el pequeño acto penitencial impuesto a cada uno en el sacramento, se hace participe de forma especial de la infinita expiación de Cristo, al paso que, por una disposición general de la Iglesia, el penitente puede íntimamente unir a la satisfacción sacramental todas sus demás acciones, padecimientos y sufrimientos[43]. De esta forma, la misión de llevar en cl cuerpo y en el alma la "mortificación" del Señor[44], afecta a toda la vida del bautizado, en todos sus momentos y expresiones. II El carácter eminentemente interior y religioso de la penitencia, y los maravillosos aspectos que adquiere "en Cristo y en la Iglesia", no excluyen ni atenúan en modo alguno la práctica externa de esta virtud, más aún, exigen con particular urgencia su necesidad[45] y estimulan a la Iglesia —atenta siempre a los signos de los tiempos— a buscar, además de la abstinencia y el ayuno, nuevas expresiones, más capaces de realizar, según la condición de las diversas épocas, el fin de la penitencia. Sin embargo, la verdadera penitencia no puede prescindir, en ninguna poca de una "ascesis" que incluya la mortificación del cuerpo; todo nuestro ser, cuerpo y alma (más aún, la misma naturaleza irracional, como frecuentemente nos recuerda la Escritura [46], debe participar activamente en este acto religioso, en el que la criatura reconoce la santidad y majestad divina. La necesidad de la mortificación del cuerpo se manifiesta, pues, claramente, si se considera la fragilidad de nuestra naturaleza, en la cual, después del pecado de Adán, la carne y el espíritu tienen deseos contrarios[47]. Este ejercicio de mortificación del cuerpo —ajeno a cualquier forma de estoicismo— no implica una condena de la carne, que el Hijo de Dios se dignó asumir[48]; al contrario, la mortificación corporal mira por la "liberación" del hombre[49], que con frecuencia se encuentra, por causa de la concupiscencia desordenada, como encadenado[50] por la parte sensitiva de su ser; por medio del "ayuno corporal"[51] el hombre adquiere vigor y, "esforzado por la saludable templanza cuaresmal, restaña la herida que en nuestra naturaleza humana había causado el desorden"[52]. En el Nuevo Testamento y en la historia de la Iglesia —aunque el deber de hacer penitencia esté motivado sobre todo por la participación en los sufrimientos de Cristo—, se afirma, sin embargo, la necesidad de la ascesis que castiga el cuerpo y lo reduce a esclavitud, con particular insistencia para seguir el ejemplo de Cristo[53]. Contra el real y siempre ordinario peligro del formalismo y fariseísmo, en la Nueva Alianza los Apóstoles, los Padres, los Sumos Pontífices, como lo hizo el Divino Maestro, han condenado abiertamente cualquier forma de penitencia que sea puramente externa. En los textos litúrgicos y por los autores de todos los tiempos se ha afirmado y desarrollado ampliamente la relación íntima que existe en la penitencia, entre el acto externo, la conversión interior, la oración y las obras de caridad[54]. III Por ello, la Iglesia —al paso qué reafirma la primacía de los valores religiosos y sobrenaturales de la penitencia (valores capaces como ninguno para devolver hoy al mundo el sentido de Dios y de su soberanía sobre el hombre, y el sentido de Cristo y de su salvación)— [55] invita a todos a acompañar la conversión interior del espíritu con el ejercicio voluntario de obras externas de penitencia: a) Ante todo insiste en que se ejercite la virtud de la penitencia con la fidelidad perseverante a los deberes del propio estado, con la aceptación de las dificultades procedentes del trabajo propio y de la convivencia humana, con el paciente sufrimiento de las pruebas de la vida terrena y de la inseguridad que la invade, que es causa de ansiedad[56]. b) Los miembros de la Iglesia afligidos por la debilidad, las enfermedades, la pobreza, la desgracia, o "los perseguidos por causa de la justicia", son invitados a unir sus dolores al sufrimiento de Cristo, para que puedan no sólo satisfacer más intensamente el precepto de la penitencia, sino también obtener para los hermanos la vida de la gracia, y para ellos la bienaventuranza que se promete en el Evangelio a quienes sufren[57]. c) Los sacerdotes, más íntimamente unidos a Cristo por el carácter sagrado, y quienes profesan los consejos evangélicos para seguir más de cerca el "anonadamiento" del Señor y tender más fácil y eficazmente a la perfección de la caridad, han de satisfacer de forma más perfecta el deber de la abnegación[58]. La Iglesia, sin embargo, invita a todos los cristianos, indistintamente, a responder al precepto divino de la penitencia con algún acto voluntario, además de las renuncias impuestas por el peso de la vida diaria[59]. Para recordar y estimular a todos los fieles la observancia del precepto divino de la penitencia, la Sede Apostólica pretende, pues, reorganizar la disciplina penitencial con formas más apropiadas a nuestro tiempo. Corresponde, sin embargo, a los Obispos —reunidos en Conferencia Episcopal— establecer las normas que, según su solicitud pastoral y prudencia, por el conocimiento directo que tienen de las condiciones locales, estimen más oportunas y eficaces; sin embargo, queda establecido cuanto sigue: En primer lugar, la Iglesia, a pesar de que siempre ha tutelado de forma particular la abstinencia de carne y el ayuno, sin embargo, quiere indicar en la tríada tradicional "oración —ayuno— caridad" las formas fundamentales para cumplir con el precepto divino de la penitencia. Estas formas han sido comunes a todos los siglos; sin embargo, en nuestro tiempo hay motivos especiales, por los cuales, de acuerdo con las exigencias de las diversas regiones, es necesario inculcar, con preferencia, sobre las demás, algunas formas especiales de penitencia[60]; por ello, donde abunda más el bienestar económico habrá de darse un mayor testimonio de abnegación, para que los hijos de la Iglesia no se vean arrollados por el espíritu del mundo[61], y habrá que dar al mismo tiempo testimonio de caridad para con los hermanos que sufren hambre y pobreza, superando las barreras nacionales y continentales[62]; en cambio, en los países en que el tenor de vida es menos afortunado, será más acepto al Padre y más útil a los miembros del Cuerpo de Cristo que los cristianos —al paso que buscan con todos los medios promover una mejor justicia social— ofrezcan por medio de la oración su sufrimiento al Señor, en íntima unión con la cruz de Cristo. Por ello, la Iglesia, conservando —donde oportunamente pueda ser mantenida— la costumbre (observada a lo largo de muchos siglos, según las normas canónicas) de ejercitar la penitencia mediante la abstinencia de la carne y el ayuno, piensa dar vigor con sus prescripciones también a las demás formas de hacer penitencia, allí donde a las Conferencias Episcopales les parezca oportuno sustituir la observancia de la abstinencia de la carne y el ayuno por ejercicios de oración y obras de caridad. Sin embargo, con objeto de que todos los fieles estén unidos en una celebración común de la penitencia, la Sede Apostólica pretende fijar algunos días y tiempos penitenciales[63], elegidos entre los que, a lo largo del año litúrgico, están más cercanos al misterio pascual de Cristo [64] o sean exigidos por las especiales necesidades de la comunidad eclesial[65]. Por ello se declara y establece cuanto sigue: I.§ 1. Por ley divina todos los fieles están obligados a hacer penitencia. § 2. Las prescripciones de la ley eclesiástica sobre la penitencia quedan reorganizadas totalmente de acuerdo con las normas siguientes. II.§ 1. El tiempo de Cuaresma conserva su carácter penitencial. §.2. Los días de penitencia que han de observarse obligatoriamente en toda la Iglesia son los viernes de todo el año y el Miércoles de Ceniza, o bien el primer día de la Gran Cuaresma, de acuerdo con la diversidad de los ritos; su observancia sustancial obliga gravemente. § 3. Quedando a salvo las facultades de que se habla en los números VI y VIII, respecto al modo de cumplir el precepto de la penitencia en dichos días, la abstinencia se guardará todos los viernes que no caigan en fiestas de precepto, mientras que la abstinencia y el ayuno se guardarán el Miércoles de Ceniza o, según la diversidad de los ritos, el primer día de la Gran Cuaresma, y el Viernes de la Pasión y Muerte del Señor. III. § 1. La ley de la abstinencia prohíbe el uso de carnes, pero no el uso de huevos, lacticinios y cualquier condimento a base de grasa de animales. § 2. La ley del ayuno obliga a hacer una sola comida durante el día, pero no prohíbe tomar un poco de alimento por la mañana y por la noche, ateniéndose, en lo que respecta a la calidad y cantidad, a las costumbres locales aprobadas. IV. A la ley de la abstinencia están obligados cuantos han cumplido los catorce años; a la ley del ayuno, en cambio, están obligados todos los fieles desde los veintiún años cumplidos hasta que cumplan los cincuenta y nueve. En cuanto respecta a los de edades inferiores, los pastores de almas y los padres se deben aplicar con particular cuidado a educarlos en el verdadero sentido de la penitencia. V. Quedan abrogados todos los privilegios e indultos generales y particulares; pero en virtud de estas normas no se cambia nada referente a los votos de cualquier persona física o moral, ni de las reglas y constituciones de ninguna Congregación religiosa o Institución que hubiesen sido aprobados. VI. § 1 De acuerdo con el Decreto conciliar Christus Dominus, sobre el ministerio pastoral de los Obispos, número 38, 4, compete a las Conferencias Episcopales: a) trasladar, por causa justa, los días de penitencia, teniendo siempre en cuenta el tiempo cuaresmal; b) sustituir del todo o en parte la abstinencia y el ayuno por otras formas de penitencia, especialmente por obras de caridad y ejercicios de piedad. § 2 Las Conferencias Episcopales, a guisa de información, han de comunicar a la Sede Apostólica cuanto hayan establecido a este respecto. VII. Queda en pie la facultad de cada Obispo de dispensar, de acuerdo con el mismo Decreto Christus Dominus, número 8, b; también el párroco, por justo motivo y de conformidad con las prescripciones de los Ordinarios, puede conceder, a cada fiel o a cada familia en particular, la dispensa o conmutación de la abstinencia o del ayuno por otras obras piadosas; de estas mismas facultades goza el superior de una casa religiosa o de un Instituto clerical con respecto a sus subordinados. VIII. En las Iglesias orientales corresponde al Patriarca, juntamente con el Sínodo, o a la suprema autoridad de cada Iglesia, juntamente con el Concilio de los jerarcas, el derecho a determinar los días de ayuno y abstinencia, de acuerdo con el Decreto conciliar De Ecclesiis orientalibus catholicis, número 23. IX. § 1 Deseamos vivamente que los Obispos y todos los pastores de almas además del empleo más frecuente del sacramento de la penitencia, promuevan con celo, especialmente durante el tiempo de Cuaresma, actos extraordinarios de penitencia con fines de expiación e impetración. § 2 Se recomienda encarecidamente a todos los fieles que arraiguen sólidamente en su alma un genuino espíritu cristiano penitencial, que les mueva a realizar obras de caridad y penitencia. X. § 1 Estas prescripciones, que, de forma excepcional, son promulgadas por medio de L'Osservatore Romano, entrarán en vigor el Miércoles de Ceniza de este año, es decir, el 23 del corriente mes. § 2 Donde hasta ahora estuvieran en vigor especiales privilegios e indultos tanto generales como particulares de cualquier tipo, se les concede que haya allí vacatio legis durante seis meses; a partir del día de la promulgación Establecemos y hacemos eficaces estas normas nuestras para el presente y el futuro sin que lo impidan —en cuanto sea necesario— las Constituciones y Ordenanzas apostólicas emanadas de nuestros predecesores y todas las demás prescripciones, aunque sean dignas de peculiar mención y derogación. Dado en Roma, junto a San Pedro, el 17 de febrero de 1996, año tercero de Nuestro Pontificado.

SANTA MISA PARA LA «JORNADA DEL DESARROLLO»

PEREGRINACIÓN APOSTÓLICA A BOGOTÁ HOMILÍA DEL SANTO PADRE PABLO VI Viernes 23 de agosto de 1968 QUEREMOS DIRIGIROS unas sencillas palabras. Ellas suponen que todos nosotros aquí presentes y cuantos desde lejos escuchan nuestra voz, estamos firmemente persuadidos de la verdad del título que se ha dado al misterio eucarístico para definir este Congreso: vínculo de caridad. Se ha tratado así de penetrar en las intenciones de Señor, el cual al instituir este Sacramento quiso unir su vida divina a la nuestra tan íntimamente, tan amorosamente, hasta convertirse en alimento nuestro y de este modo hacernos participes personalmente de su sacrificio redentor, representado y perpetuado en el sacramento eucarístico. Pero no quiso con ello acabar, en el ámbito de cada uno de los comensales de su mesa sacramental, la onda de su caridad, sino injertar y llevar a cada uno de nosotros en el designio de salvación, abierto a toda la humanidad y realizado en aquéllos que se dejan absorber por la unidad efectiva de su cuerpo místico que es la Iglesia (Cf. S. Th., III, 73, 3.). La finalidad, la gracia, la virtud de la Eucaristía que brota del amor de Cristo hacia nosotros, tiende a difundir este amor desde nosotros a los demás. Quien se nutre de la Eucaristía, debe por esto mismo comprender su vocación a la caridad para con el prójimo, debe dilatar el espacio de la caridad (Cfr. S. Aug. Sermo 10. De Verbis Domini) desde sí mismo a los otros, debe poner en conexión el vínculo sacramental de caridad, que lo incorpora vitalmente a Cristo, con el vínculo social de caridad, mediante el cual debe unir la propia vida a la vida de los demás hombres, transformados virtualmente en hermanos suyos. Esta es la premisa, éste es el punto de acuerdo del que todos debemos estar convencidos. Por ello, al celebrar en medio de vosotros, con vosotros y para vosotros, esta santa Misa, no tenemos otra cosa que deciros sino ésta: en nombre de Cristo y como empujados por su caridad interior, haceos todos y cada uno promotores de su caridad. Dejaos colmar de su amor en el secreto de vuestra intimidad personal, y después, procurad que este amor rebose, se extienda idealmente en el círculo universal de la humanidad y prácticamente en la esfera de vuestras relaciones familiares y sociales. Que la chispa de amor, encendida en cada uno de los corazones, se convierta en fuego, que arda en el ámbito-comunitario de nuestra vida. Haced del amor de Cristo el principio de renovación moral y de regeneración social de esta América Latina, a donde hemos venido también para suscitar la llama de esa caridad que une al manantial supremo de nuestra salvación y transforma la convivencia humana, tan necesitada de superar sus divisiones y sus contrastes, en una familia de hermanos. El amor es el principio, la fuerza, el método, el secreto para lograrlo. El amor es la causa por la cual vale la pena actuar y luchar. El amor debe ser el vínculo para transformar a la gente sencilla, amorfa, desordenada, sufrida y a veces maliciosa, en un Pueblo nuevo, vivo y activo: en un Pueblo unido, fuerte, consciente, próspero y feliz. Al decir amor, entendemos el amor a Cristo, su misteriosa caridad, divina y humana; el amor de Dios que trasciende el amor a los hombres .y que, siendo distinto de éste, es su luz y su manantial. No prolongaremos nuestro discurso, sino para dirigir a las categorías más numerosas y más representativas de esta asamblea, una palabra relacionada con una objeción que puede surgir en la mente de todos: ¿basta la caridad? ¿Es suficiente el amor para levantar el mundo y para vencer las innumerables dificultades de diversa índole que se oponen al desarrollo transformador y regenerador de la sociedad, como la historia, la etnografía, la economía, la política, la organización de la vida pública, nos la presentan hoy? ¿Estamos seguros de que, frente al mito moderno de la efectividad temporal, la caridad no es pura ilusión ni una alienación? Tenemos que responder sí y no. Sí la caridad es necesaria y suficiente como principio propulsor del gran fenómeno innovador de este mundo imperfecto en que vivimos. No, la caridad no basta si se queda en pura teoría verbal y sentimental ( Cfr. Mt. 7, 21) y si no va acompañada de otras virtudes, la primera la justicia que es la medida mínima de la caridad, y de otros coeficientes, que hagan práctica, operante y completa la acción, inspirada y sostenida por la misma caridad, en el campo específicamente variado de las realidades humanas y temporales. Bien sabemos que tales realidades en América Latina - en el momento en que el Papa viene por primera vez a visitar este Continente - se encuentran en una situación de crisis profunda, verdaderamente histórica la cual encierra tantos, excesivos, aspectos de preocupación angustiosa. ¿Puede el Papa ignorar este fermento? ¿No habría fallado una de las finalidades de este viaje si él volviese a Roma sin haber afrontado el punto central del problema que origina tanta inquietud? Muchos, especialmente entre los jóvenes, insisten en la necesidad de cambiar urgentemente las estructuras sociales que, según ellos, no consentirían la consecución de unas efectivas condiciones de justicia para los individuos y las comunidades; y algunos concluyen que el problema esencial de América Latina no puede ser resuelto sino con la violencia. Con la misma lealtad con la cual reconocemos que tales teorías y prácticas encuentran frecuentemente su última motivación en nobles impulsos de justicia y de solidaridad debemos decir y reafirmar que la violencia no es evangélica ni cristiana; y que los cambios bruscos o violentos de las estructuras serían falaces, ineficaces en sí mismos y no conformes ciertamente a la dignidad del pueblo la cual reclama que las transformaciones necesarias se realicen desde dentro, es decir, mediante una conveniente toma de conciencia, una adecuada preparación y esa efectiva participación de todo que la ignorancia y las condiciones de vida, a veces infrahumanas, impiden hoy que sea asegurada. Por tanto, a nuestro modo de ver, la llave para resolver el problema fundamental de América Latina, la ofrece un dulce esfuerzo, simultáneo, armónico y recíprocamente benéfico: proceder, sí, a una reforma de las estructuras sociales, pero que sea gradual y por todos asimilable y que se realice contemporánea y unánimemente, y diríamos, como una exigencia de la labor vasta y paciente encaminada a favorecer la elevación de la « manera de ser hombres » de la gran mayoría de quienes hoy viven en América Latina. Ayudar a cada uno a tener plena conciencia de su propia dignidad, a desarrollar su propia personalidad dentro de la comunidad de la que es miembro, a ser sujeto consciente de sus derechos y de sus obligaciones, a ser libremente un elemento válido de progreso económico, cívico y moral en la sociedad a la que pertenece: esta es la grande y primordial empresa, sin cuyo cumplimiento, cualquier cambio repentino de estructuras sociales sería un artificio vano, efímero y peligroso. Esa empresa, bien lo sabéis, se traduce concretamente en toda actividad apta para favorecer la promoción integral del hombre y su inserción activa en la comunidad: alfabetización, educación de base, educación permanente, formación profesional, formación de la conciencia cívica y política, organización metódica de los servicios materiales que son esenciales para el desarrollo normal de la vida individual y colectiva en la época moderna. ¿Podemos esperar que el grave problema será examinado y justamente comprendido a la luz también del misterio de la caridad que estamos celebrando? ¿Sabréis sacar de este misterio, vosotros, queridos Hijos de América Latina, la fuerza necesaria y eficaz para dar a cada uno su debida y urgente aportación a fin de resolverlo? Sí. El Papa lo espera. El Papa tiene confianza en vosotros. Por nuestra parte, queremos recalcar aquí, ante vosotros, representantes calificados de todas las categorías sociales de América Latina, nuestro empeño: proseguir con renovado entusiasmo’ y con todos los medios a nuestro alcance, en el esfuerzo en orden a la realización de los intentos mencionados, intentos y propósitos que ya proclamamos al mundo con la Encíclica « Populorum Progressio ». Diremos ahora una palabra especial a vosotros, estudiantes, a vosotros, estudiosos y hombres de la cultura: es necesario que vuestra caridad se empeñe sobre todo con el pensamiento, y tenga la sed, la humildad y la valentía de la verdad. Es incumbencia vuestra especialmente liberar a vosotros mismos y a nuestro mundo intelectual de la supina adhesión a los lugares comunes, a la cultura de masa, a las ideologías que la moda o la propaganda convierten en fáciles e irresistibles; y sois vosotros los que habéis de encontrar en la verdad, -la única que tiene derecho a comprometer nuestra mente-, la libertad de obrar como hombres y come cristianos (Cf. Jo. 8,32). Y toca a vosotros, entre todos, ser apóstoles de la verdad. Queremos deciros también a vosotros, trabajadores, cuál nos parece que deba ser el camino para desplegar vuestra caridad, alimentada por la fe y por la comunión en Cristo; el camino que conduce al encuentro con vuestros compañeros de fatiga y de esperanza; este camino es la unión, es decir, la asociación, no como simple estructura organizativa o como instrumento de sumisión colectiva, en manos del despotismo de algunos jefes inapelables, sino como escuela de conciencia social, como profesión de solidaridad, de hermandad, de defensa de los intereses comunes y de empeño ante los comunes deberes. Vuestra caridad debe por tanto tener para sí misma la fuerza: la fuerza del número, del dinamismo social; no la fuerza subversiva de la revolución y de la violencia sino la constructiva de un orden nuevo más humano, en el cual se satisfagan vuestras legítimas aspiraciones y todo factor económico y social converja en la justicia del bien común. Ya sabéis cómo en vuestro esfuerzo por este orden nuevo y mejor, la Iglesia es, singularmente para vosotros, hombres del trabajo, « Madre y Maestra ». Y a vosotros, hombres de las clases dirigentes, ¿qué os podemos decir? ¿En qué dirección debe dilatarse esa caridad que también vosotros queréis sacar de la fuente eucarística? No rehuséis nuestra palabra, aunque os pareciere paradójica y hostil. Es la palabra del Señor. A vosotros se os pide la generosidad. Es decir, la capacidad de sustraeros a un inmovilismo de vuestra posición, que puede ser o aparecer privilegiada, para poneros al servicio de quienes tienen necesidad de vuestra riqueza, de vuestra cultura, de vuestra autoridad. Podríamos recordaros el espíritu de la pobreza evangélica, la cual, rompiendo las ataduras de la posesión egoísta de los bienes temporales estimula al cristiano a disponer orgánicamente la economía y el poder en beneficio de la comunidad. Tened vosotros, señores del mundo e hijos de la Iglesia, el espíritu instintivo del bien que tanto necesita la sociedad. Que vuestro oído y vuestro corazón sean sensibles a las voces de quienes piden pan, interés, justicia, participación más activa en la dirección de la sociedad y en la prosecución del bien común. Percibid y emprended con valentía, hombres dirigentes, las innovaciones necesarias para el mundo que os rodea; haced que los menos pudientes, los subordinados, los menesterosos, vean en el ejercicio de la autoridad la solicitud, el sentido de medida, la cordura, que hacen que todos lo respeten y que para todos sea beneficioso. La promoción de la justicia y la tutela de la dignidad humana sean vuestra caridad. Y no olvidéis que ciertas grandes crisis de la historia habrían podido tener otras orientaciones, si las reformas necesarias hubiesen prevenido tempestivamente, con sacrificios valientes, las revoluciones explosivas de la desesperación. Y ¿cuál vuestra caridad, familias cristianas, que hoy rodeáis nuestro altar, como representando a las innumerables familias que componen las poblaciones de América Latina? Refluya sobre vosotras mismas vuestra caridad, que percibisteis de Cristo. Debéis ser los hogares de aquel primitivo amor humano, que el Señor elevó, mediante el Sacramento del matrimonio, al grado de caridad, de gracia sobrenatural. Padres, madres e hijos de familia, convertid vuestra casa en una pequeña sociedad ideal, donde el amor reine soberano y sea escuela doméstica de todas las virtudes humanas y cristianas. Y para terminar recordaremos a todos que Cristo se ha dado a sí mismo en la Eucaristía como memorial de su sacrificio. Por esto, nosotros no podremos hacer derivar de este sacramento el amor, del cual es signo y realidad, para ofrecerlo nosotros mismos como don a los hermanos, sin sacrificio. El amó y se sacrificó: dilexit et tradidit semetipsum.(Eph. 5, 2). Nosotros deberemos imitarlo. He ahí la Cruz! Tendremos que amar, hasta el sacrificio de nuestras personas, si queremos edificar una sociedad nueva, que merezca ponerse como ejemplo, verdaderamente humana y cristiana.

HOMILÍA DEL PAPA PABLO VI

PEREGRINACIÓN APOSTÓLICA A BOGOTÁ ORDENACIÓN DE DOSCIENTOS PRESBÍTEROS Y DIÁCONOS EN LA SEDE DEL CONGRESO EUCARÍSTICO Jueves 22 de agosto de 1968 ¡SEÑOR JESÚS! Te damos gracias por el misterio que acabas de realizar Tú, mediante el ministerio de nuestras manos y de nuestras palabras, por obra del Espíritu Santo. Tú, te has dignado imprimir en el ser personal de estos elegidos tuyos una huella nueva, interior e imborrable; una huella, que les asemeja a Ti, por lo cual cada uno de ellos es y será llamado: otro Cristo. Tú has grabado en ellos tu semblante humano y divino, confiriéndoles no sólo una inefable semejanza contigo, sino también una potestad y una virtud tuyas, una capacidad de realizar acciones, que sólo la eficacia divina de tu Palabra atestigua y la de tu voluntad realiza. Tuyos son, Señor, estos tus hijos, convertidos en hermanos y ministros tuyos, por un nuevo título. Mediante su servicio sacerdotal, tu presencia y tu sacrificio sacramental, tu evangelio, tu Espíritu, en una palabra, la obra de tu salvación, se comunicará a los hombres, dispuestos a recibirla; se difundirá en el tiempo de la generación presente y de la futura una incalculable irradiación de tu caridad e inundará de tu mensaje regenerador esta dichosa Nación este inmenso continente, que se llama América Latina, y que acoge hoy los pasos de nuestro humilde, pero incontenible, ministerio apostólico. Tuyos son, Señor, estos nuevos servidores de tu designio de amor sobrenatural; y también nuestros, porque han sido asociados a Nos, en la gran obra de evangelización, como los más cualificados colaboradores de nuestro ministerio, como hijos predilectos nuestros; más aún, como hermanos en nuestra dignidad y en nuestra función, como obreros esforzados y solidarios en la edificación de tu Iglesia, como servidores y guías, como consoladores y amigos del Pueblo de Dios, como dispensadores, semejantes a Nos, de tus misterios. Te damos gracias, Señor, por este acontecimiento, que tiene origen en tu infinito amor y que, más que hacernos dignos, nos obliga a celebrar tu misericordia misteriosa y nos incita solícitamente, casi con impaciencia, para salir al encuentro de las almas a las cuales está destinada toda nuestra vida, sin posibilidad de rescate, sin límites de donación, sin segundas intenciones de intereses terrenos. ¡Señor! en este momento decisivo y solemne, nos atrevernos a expresarte una súplica candorosa, pero no falta de sentido: haz, Señor, que comprendamos. Nosotros comprendemos, cuando recordamos que Tú, Señor Jesús, eres el mediador entre Dios y los hombres; no eres diafragma, sino cauce; no eres obstáculo, sino camino; no eres un sabio entre tantos, sino el único Maestro; no eres un profeta cualquiera, sino el intérprete único y necesario del misterio religioso, el solo que une a Dios con el hombre y al hombre con Dios, Nadie puede conocer al Padre, has dicho Tú, sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo, que eres Tú, Cristo, Hijo del Dios vivo, quisiere revelarlo (Cf. Mt 11, 27; Jn 1,18). Tú eres el revelador auténtico, Tú eres el puente entre el reino de la tierra y el reino del cielo: sin Ti, nada podemos hacer (Cf. Jn 15,5) . Tú eres necesario, Tú eres suficiente para nuestra salvación. Haz, Señor, que comprendamos estas verdades fundamentales. Y haz que comprendamos, cómo nosotros, sí, nosotros, pobre arcilla humana tomada en tus manos, milagrosas, nos hemos transformado en ministros de esta tu única mediación eficaz (Cf. S. Th. III, 26, 1 ad 1). Corresponderá a nosotros, en cuanto representantes tuyos y administradores de tus divinos misterios (Cf. 1 Cor 4,1; 1 Petr 4, 10) difundir los tesoros de tu palabra, de tu gracia, de tus ejemplos entre los hombres, a los cuales desde hoy está dedicada totalmente y para siempre toda nuestra vida (Cf. 2 Cor 4, 5). Esta misma mediación ministerial nos sitúa, hombres frágiles y humildes como seguimos siendo, en una posición, sí, de dignidad y de honor (Cf. 2 Cor 4, 5), de potestad,(Cf. 1 Cor 11, 24-25; Jn 20-33; Hech 1, 2 2 ; 1 Petr 5, 2 etc.) de ejemplaridad (Cf. 1 Cor 4, 16; 11, 1; Phil 3, 17; 1 Petr. 5, 3), que califica moral y socialmente nuestra vida y tiende a asimilar el sentimiento de nuestra conciencia personal al mismo que embargó tu divino corazón, oh Cristo, (Cf. Phil 2, 5; Eph 5, 1) habiéndonos convertido nosotros también, casi conviviendo contigo, en Ti, (Gal 2, 2) en sacerdotes y víctimas al mismo tiempo, (Cf Gal 2, 19) dispuestos a cumplir con todo nuestro ser, como Tú, Señor, la voluntad del Padre, (Cf. Gal 2, 19) obedientes hasta la muerte, como lo fuiste Tú hasta la muerte de cruz (Cf. Phil 2, 8.) para salvación del mundo (Cf. 1 Cor 11, 26). Pero ahora, Señor, lo que quisiéramos entender mejor, es el efecto sicológico que el carácter representativo de nuestra misión debe producir en nosotros y la doble polarización de nuestra mentalidad. de nuestra espiritualidad y también de nuestra actividad hacia los des términos que encuentran en nosotros el punto de contacto y de simultaneidad: Dios y el hombre, en una analogía viviente y magnífica contigo, Dios y hombre. Dios tiene en nosotros su instrumento vivo, su ministro y por tanto su intérprete, el eco de su voz; su tabernáculo, el signo histórico y social de su presencia en la humanidad, el hogar ardiente de irradiación de su amor hacia los hombres. Este hecho prodigioso (haz, Señor, que nunca lo olvidemos) lleva consigo un deber, el primero y el más dulce de nuestra vida sacerdotal: el de la intimidad con Cristo, en el Espíritu Santo y por lo mismo contigo, ¡oh Padre! (Cf. Jn 16, 27) ; es decir, el de una vida interior auténtica y personal, no sólo celosamente cuidada en el pleno estado de gracia, sino también voluntariamente manifestada en un continuo acto reflejo de conciencia, de coloquio, de suspensión amorosa, contemplativa (Cf. S. Greg., Regula Pastoralis I: contemplatione suspensus). La reiterada palabra de Jesús en la última Cena: « manete in dilectione mea »(Jn 15, 9; 15, 4 etc) se dirige a nosotros, amadísimos Hijos y Hermanos. En este anhelo de unión con Cristo y con la revelación, abierta por El en el mundo divino y humano, está la primera actitud característica del ministro, hecho representante de Cristo e invitado, mediante el carisma del Orden sagrado, a personificarlo existencialmente en sí mismo. Esto es algo importantísimo para nosotros, es indispensable. Y no creáis que esta absorción de nuestra consciente espiritualidad en el coloquio íntimo con Cristo, detenga o frene el dinamismo de nuestro ministerio, es decir, retrase la expansión de nuestro apostolado externo, o quizá sirva también para evadir la molesta y pesada fatiga de nuestra entrega al servicio de los demás, la misión que se nos ha confiado; no, ella es el estímulo de la acción ministerial, la fuente de energía apostólica y hace eficiente la misteriosa relación entre el amor a Cristo y la entrega pastoral (Cf. Jn 21, 15 ss). Más aún, es así como nuestra espiritualidad sacerdotal de representantes de Dios ante el Pueblo, se orienta hacia su otro polo, de representantes del Pueblo ante Dios. Y esto, fijaos bien, no sólo para prodigar a los hombres, amados por amor a Cristo, toda la actividad, todo nuestro corazón, sino también y en una fase anterior sicológica, para asumir nosotros su representación: en nosotros mismos, en nuestro afecto, en nuestra responsabilidad, recogemos al Pueblo de Dios. Somos no sólo ministros de Dios, sino también ministros de la Iglesia (Cf. Enc. Mediator Dei, AAS, 1947, p. 539); más aun, deberemos tener siempre presente que el Sacerdote cuando celebra la Santa Misa, hace « populi vices » (Pío XII, Magnificate Dominum, AAS, 1954 p. 688); y así, por lo que se refiere a la validez sacramental del sacrificio, el sacerdote actúa « in persona Christi »; mientras que en cuanto a la aplicación actúa como ministro de la Iglesia. (Cfr. Ch. Journet, L’Eglise du Verbe Incarné, I, p. 110, n. 1, 1° ed.; Cf. S. Th. III, 22, 1; Cf. 2 Cor. 5, 11). Pidamos pues al Señor que nos infunda el sentido del Pueblo que representamos y que llevamos en nuestra misión sacerdotal y en nuestro corazón de consagrados a su salvación; del Pueblo que reunimos en comunidad eclesial, que convocamos en torno al altar, de cuyas necesidades, plegarias, sufrimientos, esperanzas, debilidades y virtudes somos intérpretes. Nosotros constituimos, en el ejercicio de nuestro ministerio cultual, el Pueblo de Dios. Nosotros hacemos coincidir en nuestro carácter representativo y ministerial las diversas categorías que componen la comunidad cristiana: los niños, los jóvenes, la familia, los trabajadores, los pobres, los enfermos y también los lejanos y los adversarios. Nosotros somos el amor que une a las gentes de este mundo. Somos su corazón. Somos su voz, que adora y ruega, que goza y llora. Nosotros somos su expiación (Cf. 2 Cor 5, 21). Somos los mensajeros de su esperanza. Haz, Señor, que comprendamos. Tenemos que aprender a amar así a los hombres. Y también a servirlos así. No nos costará estar a su servicio, al contrario, esto será nuestro honor y nuestra aspiración. No nos sentiremos nunca apartados socialmente de ellos, por el hecho de que seamos y debamos ser distintos en virtud de nuestro oficio. No rehusaremos jamás ser para ellos hermanos, amigos, consoladores, educadores y servidores. Seremos ricos con su pobreza y pobres en medio de sus riquezas. Seremos capaces de comprender sus angustias y de transformarlas no en cólera y en violencia, sino en la energía fuerte y pacífica de obras constructivas. Sabremos estimar que nuestro servicio sea silencioso (Cf. Mt. 6, 3.), desinteresado (Cfr Mt 10, 8) y sincero en la constancia, en el amor y en el sacrificio; confiados en que tu poder, Señor, lo hará un día eficaz (Cf. Jn 4, 37). Tendremos siempre delante y dentro del espíritu, a la Iglesia, una, santa, católica, en peregrinación hacia la meta eterna; y llevaremos grabada en la memoria y en el corazón nuestro lema apostólico: Pro Chisto ergo legatione fungimur (2 Cor 5, 20). Mira, Señor; estos nuevos sacerdotes, estos nuevos diáconos harán propia la divisa, la consigna de ser embajadores tuyos, tus heraldos, tus ministros en esta tierra bendita de Colombia, en este cristiano continente de América Latina. Tú, Señor, los llamaste, Tú los has revestido ahora de la gracia, de los carismas, de los poderes de la ordenación, sacerdotal en unos y diaconal en otros. Haz, que todos sean siempre ministros fieles tuyos. Nos te suplicamos, Señor, que, mediante su ministerio y su ejemplo, se conserve la fe católica en estos países; se encienda con nueva luz y resplandezca en la caridad operante y generosa; Te pedimos que su testimonio haga eco al de sus Obispos y robustezca el de sus hermanos, a fin de que todos sepan alimentar la verdadera vida cristiana en el Pueblo de Dios; que tengan la lucidez y la valentía del Espíritu para promover la justicia social, para amar y defender a los Pobres, para servir con la fuerza del amor evangélico y con la sabiduría de la Iglesia, madre y maestra, a las necesidades de la sociedad moderna; y, finalmente, Te suplicamos que, recordando este Congreso, ellos busquen y gusten en el misterio eucarístico la plenitud de su vida espiritual y la fecundidad de su ministerio pastoral. ¡Te lo pedimos! ¡Escúchanos, Señor!

VISITA DEL SUMO PONTÍFICE PABLO VI

ALOCUCIÓN A LOS REPRESENTANTES DE LOS ESTADOS* 4 de octubre de1965 1. En el momento de tomar la palabra ante este auditorio único en el mundo, queremos expresar ante todo nuestra profunda gratitud a U Thant, vuestro secretario general, que ha tenido a bien invitarnos a visitar las Naciones Unidas con ocasión del vigésimo aniversario de esta organización mundial para la paz y la colaboración entre los pueblos e toda la tierra. Damos las gracias igualmente al presidente de la Asamblea, señor Amintore Fanfani, quien, desde el día en que asumió el cargo, ha tenido para nosotros palabras tan amables. Damos las gracias a todos los presentes por su afable acogida. A cada uno de vosotros presentamos nuestro saludo cordial y deferente. Vuestra amistad nos ha invitado y nos admite a esta reunión; nos presentamos ante vosotros en calidad de amigo. Además de nuestro homenaje personal, os traemos el del Segundo Concilio Ecuménico del Vaticano, reunido actualmente en Roma, y del cual son representantes eminentes los cardenales que nos acompañan. En su nombre, como en el nuestro os deseamos a todos honor y salud. Esta reunión, como bien comprendéis todos, reviste doble carácter: está investida a la vez de sencillez y de grandeza. De sencillez, pues quien os habla es un hombre como vosotros; es vuestro hermano, y hasta uno de los más pequeños de entre vosotros, que representáis Estados soberanos, puesto que sólo está investido —si os place, consideradnos desde ese punto de vista— de una soberanía temporal minúscula y casi simbólica el mínimo necesario para estar en libertad de ejercer su misión espiritual y asegurar a quienes tratan con él, que es independiente de toda soberanía de este mundo. No tiene ningún poder temporal, ninguna ambición de entrar en competencia con vosotros. De hecho, no tenemos nada que pedir, ninguna cuestión que plantear; a lo sumo, un deseo que formular, un permiso que solicitar: el de poder serviros en lo que esté a nuestro alcance, con desinterés, humildad y amor. 2. Esa es la primera declaración que queremos hacer. Como véis, es tan simple que puede parecer insignificante para esta Asamblea, habituada a tratar asuntos extremadamente importantes y graves. Y sin embargo, nosotros os lo decimos y todos vosotros lo sentís: este momento está lleno de una singular grandeza: es grande para nosotros, es grande para vosotros. Para nosotros ante todo, ¡oh! sabéis bien quién somos. Y cualquiera que sea vuestra opinión sobre el Pontífice de Roma, conocéis nuestra misión: traemos un mensaje para toda la humanidad. Y lo hacemos no sólo en nuestro nombre personal y en nombre de la gran familia católica, sino también en nombre de los hermanos cristianos que comparten los sentimientos que nosotros expresamos aquí, y especialmente en nombre de quienes han tenido a bien encargarnos explícitamente de representarlos. Y así como el mensajero que al término de un largo viaje entrega la carta que le ha sido confiada así tenemos nosotros conciencia de vivir el instante privilegiado —por breve que sea— en que se cumple un anhelo que llevamos en el corazón desde hace casi veinte siglos. Sí, os acordáis. Hace mucho tiempo que llevamos con nosotros una larga historia; celebramos aquí el epílogo de un laborioso peregrinaje en busca de un coloquio con el mundo entero, desde el día en que nos fue encomendado: «Id, propagad la buena Nueva a todas las naciones! (Mt 28, 19)) . Ahora bien, vosotros representáis a todas las naciones. Permitídnos deciros que tenemos para todos vosotros un mensaje. Sí, un feliz mensaje que transmitir a cada uno de vosotros. 3. Nuestro mensaje desea ser ante todo una ratificación moral y solemne de esta augusta Organización. Este mensaje nace de nuestra experiencia histórica. Es como "experto en humanidad" que aportamos a esta Organización el sufragio de nuestros últimos predecesores el de todo el episcopado católico y el nuestro, convencidos como estamos de que esta Organización representa el camino obligado de la civilización moderna y de la paz mundial. Al decir esto tenemos conciencia de hacer nuestra tanto la voz de los muertos como la de los vivos; de los muertos, caídos en las terribles guerras del pasado soñando en la concordia y la paz del mundo; de los vivos que han sobrevivido a ellas que condenan de antemano en sus corazones a quienes intentan renovarlas; de otros vivos, además: las generaciones jóvenes de nuestros días que avanzan confiadas, esperando con justo derecho una humanidad mejor. Hacemos nuestra también la voz de los pobres, de los desheredados, de los desventurados, de quienes aspiran a la justicia, a la dignidad de vivir, a la libertad, al bienestar y al progreso. Los pueblos se vuelven a las Naciones Unidas como hacia la última esperanza de concordia y paz; nos atrevemos a traer aquí, con el nuestro, su tributo de honor y esperanza, y es por eso que este momento es también grandioso para vosotros. 4. Bien lo sabemos, vosotros tenéis plena conciencia de esto, escuchad entonces la prosecución de nuestro mensaje. Este se convierte en mensaje de auspicio para el futuro: El edificio que habéis construido no deberá jamás derrumbarse, sino que debe perfeccionarse y adecuarse a las exigencias de la historia del mundo. Vosotros constituís una etapa en el desarrollo de la humanidad: en lo sucesivo es imposible retroceder, hay que avanzar. A la pluralidad de los Estados que ya no pueden ignorarse mutuamente, vosotros ofrecéis una fórmula de convivencia extraordinariamente simple y fecunda. «Hela aquí: En primer lugar, reconocéis y distinguís unos y otros. No les dais la existencia a los Estados, pero vosotros calificáis de digna de participar en la Asamblea ordenada de los pueblos a cada una de las naciones; dais un reconocimiento de altísimo valor ético y jurídico a cada comunidad nacional soberana, garantizándole honrosa ciudadanía internacional. Y ya es un gran servicio a la causa de la humanidad éste de bien definir y honrar a los sujetos nacionales de la comunidad mundial y de clasificarlos en una situación de derecho, digna de ser reconocida y respetada por todos y de la cual puede derivarse un ordenado y estable sistema de vida internacional. Vosotros habéis consagrado el gran principio de que las relaciones entre los pueblos deben regularse por el derecho, la justicia, la razón, los tratados, y no por la fuerza, la arrogancia, la violencia, la guerra y ni siquiera, por el miedo o el engaño. Así tiene que ser, y permitídnos felicitaros por haber tenido el acierto de dar acceso a esta asamblea a los pueblos jóvenes, a los Estados recién llegados a la independencia y a la libertad nacionales, su presencia aquí es la prueba de la universalidad y de la magnanimidad que inspiran los principios de esta Institución. Así tiene que ser: Este es nuestro elogio y nuestro voto que, como veis, no los formulamos desde afuera, sino que los sacamos de adentro, fundándolos en vuestra Organización: Trabajar por la fraternidad los unos con los otros. 5. Vuestros estatutos van más lejos aún, con ellos avanza nuestro mensaje. Vosotros existís y trabajáis para unir a las naciones, para asociar a los Estados. Adoptemos la fórmula: para reunir los unos con los otros. Vosotros sois una asociación. Constituís un puente entre pueblos, sois una red de relaciones entre los Estados. Estaríamos tentados de decir que vuestra característica refleja en cierta medida en el orden temporal lo que nuestra Iglesia Católica quiere ser en el orden espiritual: única y universal. No se puede concebir nada más elevado, en el plano natural, para la construcción ideológica de la humanidad. 6. Vuestra vocación es hacer fraternizar, no a algunos pueblos sino a todos los pueblos. ¿Difícil empresa? Sin duda alguna. Pero ésa es la empresa, tal es vuestra muy noble empresa. ¿Quién no ve la necesidad de llegar así, progresivamente, a establecer una autoridad mundial que esté en condición de actuar eficazmente en el plano jurídico y político? Aquí repetimos nuestro deseo: continuad avanzando. Diremos aún más: haced de modo que podáis traer a vuestro seno a los que se hubieran separado de vosotros. Estudiad el medio de llamar a vuestro pacto de fraternidad, con honor y con lealtad, a quienes todavía no lo comparten. Haced de modo que quienes están aún fuera deseen y merezcan la confianza común; sed entonces generosos en concedérsela. Y vosotros, que tenéis la fortuna y el honor de pertenecer a esta Asamblea de la comunidad pacífica, escuchadnos: haced de modo que nunca sea menoscabada ni traicionada esa confianza mutua que os une y os permite hacer cosas buenas y grandes. 7. La lógica de ese deseo que pertenece, cabe decir a la estructura de vuestra organización, nos lleva a completarlo con otra fórmula. Hela aquí: Que nadie, en su calidad de miembro de vuestra unión, sea superior a los demás: que no esté uno sobre el otro. Es la fórmula de la igualdad. Sabemos sin duda que hay que considerar otros factores además de la simple pertenencia a vuestro organismo. Pero la igualad también forma parte de su constitución, no porque seáis iguales, sino porque aquí estáis como iguales. Y puede que, para varios de vosotros, sea este un acto de gran virtud. Permitid que os bendigamos, Nos, el representante de una religión que logra la salvación por la humildad de su Divino Fundador. Es imposible ser hermano si no se es humilde. Pues es el orgullo, por inevitable que pueda parecer, el que provoca las tiranteces y las luchas del prestigio, del predominio, del colonialismo, del egoísmo. El orgullo es lo que destruye la fraternidad. 8. Aquí nuestro mensaje llega a su punto culminante. Negativamente primero: Es la palabra que aguardáis de nosotros y que nosotros no podemos pronunciar sin tener conciencia de su gravedad y de su solemnidad: Nunca jamás los unos contra los otros; jamás, nunca jamás. ¿No es con ese fin sobre todo que nacieron las Naciones Unidas: contra la guerra y para la paz? Escuchad las palabras de un gran desaparecido: John Kennedy, que hace cuatro años proclamaba: «La humanidad deberá poner fin a la guerra, o la guerra será quien ponga fin a la humanidad». No se necesitan largos discursos para proclamar la finalidad suprema de vuestra organización. Basta recordar que la sangre de millones de hombres, que sufrimientos inauditos e innumerables, que masacres inútiles y ruinas espantosas sancionan el pacto que os une en un juramento que debe cambiar la historia futura del mundo. ¡Nunca jamás guerra! ¡ Nunca jamás guerra! Es la paz, la paz, la que debe guiar el destino de los pueblos y de toda la humanidad. Gracias a vosotros, gloria a vosotros, que desde hace veinte años lucháis por la paz y que hasta habéis dado ilustres victorias a esta santa causa. Gracias a vosotros y gloria a vosotros por los conflictos que habéis impedido y por los que habéis solucionado. Los resultados de vuestros esfuerzos en favor de la paz hasta estos muy últimos días merecen aun cuando no sean todavía decisivos, que Nos osemos hacernos intérpretes del mundo entero y que en su nombre os felicitemos y expresemos su gratitud. 9. Vosotros habéis cumplido, señores, y estáis cumpliendo una gran obra: Enseñar a los hombres la paz. Las Naciones Unidas son la gran escuela donde se recibe esta educación, y estamos aquí en el aula magna de esta escuela. Todo el que toma asiento aquí se convierte en alumno y llega a ser maestro en el arte de construir la paz. Y cuando salís de esta sala, el mundo os mira como a los arquitectos, los constructores de la paz. La paz, como sabéis, no se construye solamente mediante la política y el equilibrio de las fuerzas y de los intereses. Se construye con el espíritu, las ideas, las obras de la paz. Vosotros trabajáis en esta gran obra. Pero sólo estáis al comienzo de vuestros trabajos. ¿Llegará alguna vez el mundo a modificar la mentalidad particularista y belicosa que ha formado hasta el presente una parte tan importante de su historia? Es difícil preverlo, pero es fácil afirmar que es necesario ponerse decididamente en camino hacia la nueva historia, la historia pacífica, la que será verdadera y plenamente humana, la misma que Dios ha prometido a los hombres de buena voluntad. «Los caminos están trazados delante de vosotros: El primero es el del desarme». 10. Si queréis ser hermanos dejad caer las armas de vuestras manos: no es posible amar con armas ofensivas en las manos. Las armas, sobre todo las terribles armas que os ha dado la ciencia moderna antes aún de causar víctimas y ruinas engendran malos sueños, alimentan malos sentimientos, crean pesadillas, desafíos, negras resoluciones, exigen enormes gastos, detienen los proyectos de solidaridad y de trabajo útil, alertan la psicología de los pueblos. Mientras el hombre siga siendo el ser débil, cambiante y hasta malo, que demuestra ser con frecuencia, las armas defensivas serán, desgraciadamente, necesarias. Pero a vosotros, vuestro coraje y vuestro valor os impulsan a estudiar los medios de garantizar la seguridad de la vida internacional sin recurrir a las armas. He aquí una finalidad digna de vuestros esfuerzos. He aquí lo que los pueblos aguardan de vosotros. He aquí lo que se debe lograr. Y para ello es necesario, que aumente la confianza unánime en esta institución, que aumente su autoridad. Y el fin entonces, cabe esperarlo, se alcanzará. Ganaréis el reconocimiento de los pueblos, aliviados de los pesados gastos en armamentos y liberados de la pesadilla de la guerra siempre inminente. Sabemos —¿cómo no alegrarnos?— que muchos de vosotros han considerado favorablemente la invitación en pro de la causa de la paz que Nos hicimos en Bombay en diciembre último a todos los Estados: consagrar a la asistencia de los países en desarrollo una parte, por lo menos, de las economías que puedan realizarse mediante la reducción de los armamentos. Renovamos aquí esta invitación, con la confianza que nos inspiran sentimientos humanitarios y generosos. 11. Hablar de humanidad y de generosidad, significa hacerse eco de otro principio constitutivo de las Naciones Unidas, su cima positiva. No sólo para conjurar los conflictos entre los Estados se trabaja aquí: es para poner a los Estados en condiciones de trabajar los unos para los otros. No podéis contentaros con facilitar la coexistencia entre los países, vais un paso mucho más adelante, digno de nuestro elogio y de nuestro apoyo: organizáis la colaboración fraternal de los pueblos. Aquí se establece un sistema de solidaridad, gracias al cual altas finalidades, en el orden de la civilización, reciben el apoyo unánime y ordenado de toda la familia de los pueblos, por el bien de todos y de cada uno. Es la mayor belleza de las Naciones Unidos, su aspecto humano más auténtico; es el ideal con que sueña la humanidad en su peregrinación a través del tiempo; es la esperanza más grande del mundo. Osaremos decir: es el reflejo del designio del Señor —designio trascendente y pleno de amor— para el progreso de la sociedad humana en la tierra, reflejo en que vemos el mensaje evangélico convertirse de celestial en terrestre. Aquí, en efecto, nos parece escuchar el eco de la voz de nuestros predecesores y, en particular, de la del Papa Juan XXIII cuyo mensaje «Pacem in Terris» halló entre vosotros una resonancia tan honrosa y significativa. 12. Lo que vosotros proclamáis aquí son los derechos y los deberes fundamentales del hombre, su dignidad y libertad y, ante todo, la libertad religiosa. Sentimos que sois los intérpretes de lo que la sabiduría humana tiene de más elevado, diríamos casi su carácter sagrado. Porque se trata, ante todo, de la vida del hombre y la vida humana es sagrada. Nadie puede osar atentar contra ella. Es en vuestra Asamblea donde el respeto de la vida, aun en lo que se refiere al gran problema de la natalidad, debe hallar su más alta expresión y su defensa más razonable. Vuestra tarea es hacer de modo que abunde el pan en la mesa de la humanidad y no auspiciar un control artificial de los nacimientos, que seria irracional, con miras a disminuir el número de convidados al banquete de la vida. 13. Mas no basta alimentar a los que tienen hambre: es necesario además, asegurar a todo hombre una vida conforme a su dignidad. Y es lo que vosotros os empeñáis en hacer. ¿No es el cumplimiento, a nuestros ojos gracias a vosotros, del anuncio profético que se aplica tan bien a vuestra institución: «Y volverán sus espadas el rejas de arado, y sus lanzas en haces» (Is 2, 4) . ¿No empleáis acaso las prodigiosas energías de la tierra y los magníficos inventos de la ciencia, no ya como instrumentos de muerte, sino como instrumentos de vida para la nueva era de la humanidad? Sabemos con qué intensidad y con qué eficacia crecientes las Naciones Unidas y los organismos mundiales que de ella dependen trabajan para ayudar a los gobiernos que lo necesitan a acelerar su progreso económico y social. Sabemos con qué ardor os ocupáis en vencer el analfabetismo y difundir la cultura en el mundo; en dar a los hombres una asistencia sanitaria apropiada y moderna; en poner al servicio de la humanidad los maravillosos recursos de la ciencia, la técnica, la organización. Todo esto es magnífico y merece el elogio y el apoyo de todos, incluso el nuestro. También queríamos dar el ejemplo, aun cuando la pequeñez de nuestros medios impida apreciar su alcance práctico y cuantitativo. Queremos dar a nuestras instituciones de caridad un nuevo desarrollo para luchar contra el hambre del mundo y la satisfacción de sus necesidades principales. Así, y no en otra forma, se construye la paz. 14. Una palabra aún, señores, una última palabra. Este edificio que levantáis no descansa sobre bases puramente materiales y terrestres, porque sería entonces un edificio construido sobre arena. Descansa ante todo en nuestras conciencias. Sí, ha llegado el momento de la «conversión», de la transformación personal, de la renovación interior. Debemos habituarnos a pensar en el hambre en una forma nueva. En una forma nueva también la vida en común de los hombres; en una forma nueva, finalmente, los caminos de la historia y los destinos del mundo, según la palabra de San Pablo: «Y vestir el nuevo hambre, que es criado conforme a Dios en justicia y en santidad de verdad» (Ef 4,25). Ha llegado la hora en que se impone una pausa, un momento de recogimiento, de reflexión, casi de oración: volver a pensar en nuestro común origen, en nuestra historia, en nuestro destino común. Nunca como hay, en una época que se caracteriza por tal progreso humano, ha sido tan necesario a la conciencia moral del hombre. Porque el peligro no viene ni del progreso ni de la ciencia, que, bien utilizados, podrán, por lo contrario, resolver muchos de los graves problemas que afligen a la humanidad. El verdadero peligro está en el hombre, que dispone de instrumentos cada vez más poderosos, capaces de llevar tanto a la ruina como a las más altas conquistas. 15. En una palabra: el edificio de la civilización moderna debe levantarse sobre principios espirituales, los únicos capaces no sólo de sostenerlo, sino también de iluminarlo. Y esos indispensables principios de sabiduría superior no pueden descansar —así lo creemos firmemente, como sabéis— más que en la fe de Dios. ¿El Dios desconocido de que hablaba San Pablo a los atenienses en el Areópago?(Hch 17, 23) . ¿Desconocido de aquellos que, sin embargo, sin sospecharlo, le buscaban y le tenían cerca, como ocurre a tantos hombres en nuestro siglo? Para nosotros, en todo caso, y para todos aquellos que aceptan la inefable revelación que el Cristo nos ha hecho de sí mismo, es el Dios vivo, el Padre de todos los hombres Los pueblos se vuelven a las Naciones Unidas como hacia la última esperanza de concordia y paz; nos atrevemos a traer aquí, con el nuestro, su tributo de honor y esperanza, y es por eso que este momento es también grandioso para vosotros. -------------------------------------------------------------------------------- *ORe (Buenos Aires), año XV, n°679, p.1, 2

La fuerza la recibimos del Padre por Jesús

Written by Padre José A. Acabá Torres Seguimos caminando en este tiempo, ya finalizado el tiempo de verano y retomando nuestros respectivos trabajos, echando una mirada profunda hacia la fuerza que se requiere para hacer de este camino cotidiano uno que nos acerque a la voz del Padre, a su amor que se ha manifestado en Jesucristo, quien a su vez, quiere llevarnos a conocer la voluntad del Padre y su cercanía y presencia salvadora. Cuando escribo estas líneas, hace unas horas que llegué del hermoso país que es Vietnam, que no es una guerra sino un lugar lindo donde vive gente hermosa que procura sacar adelante su proyecto de vida. Entre otras cosas que viví con ese pueblo descubrí la gran capacidad del perdón que experimentan cada día. Después de una despiadada guerra uno puede llegar a pensar que hay mucho rencor, pero nada más lejos de la verdad: lo que descubrí fue una gran capacidad de perdón. Ese perdón que experimenté en estos días, hace que mire la palabra de Dios con más fuerza y ser capaz de entender que el amor y el perdón son la posibilidad que tenemos todos de avanzar y crecer. Cuanto más perdón y amor, mayor será la cercanía con el Padre. En la Primera Lectura vemos mostrado el cansancio y el “ya no voy más”. Es muy propio de los seres humanos ante las dificultades y luchas del camino. Elías se siente cansado; las luchas han sido intensas, basta recordar el enfrentamiento con los 450 sacerdotes de Baal o las persecuciones de la reina Jezabel. Son luchas en las que se pone de manifiesto la entereza del profeta. La fuerza humana es débil pero la consistente presencia del Padre que ofrece alimento de vida para el profeta manifiesta el amor de un Dios que protege y vela por sus ministros. El Salmo Responsorial es la reafirmación gozosa a la que se invita a todos a contemplar, a saborear la fuerza de un Dios grandioso que no se olvida, que sustenta y fortalece; que protege y siempre escucha, porque “Si el afligido invoca al Señor, él lo escucha y lo salva de sus angustias.” La Segunda Lectura sigue el ritmo de la semana anterior: exhortaciones morales que nos hace el Apóstol Pablo y que implican un no “poner triste al Espíritu Santo”. Es un llamado a responder con fidelidad viviendo los criterios del Evangelio, que el apóstol resume diciéndonos que hay que seguir “siendo imitadores de Cristo”. El parámetro que tenemos todos los cristianos se circunscribe a mirar a Jesús y así vivir siguiendo el proyecto de Dios, nuestro Padre. El alimentarnos para seguir adelante que veíamos en la primera lectura, encuentra su culmen en el Evangelio de hoy. Siguiendo con el discurso del pan de vida, Jesús reafirma que este alimento se da por el querer del Padre. Es el hijo, sí el hijo del carpintero a quienes los oyentes de Jesús conocían, quien se refiere a Dios como Padre; quien muestra la “intimidad” que existe entre ambos. Y quien presenta a los suyos un alimento para una vida diferente, para un gran proyecto de amor que es el Proyecto del Reino, que es en definitiva la propuesta nueva para una vida diferente. Seguir consecuentemente este estilo nuevo del Reino requerirá mucha fuerza y empeño que solo lograremos a través de este alimento que nos propone Jesús hoy. Caminar fue la exhortación con la cual inicié esta reflexión de hoy. Este camino, duro en muchas ocasiones, difícil porque nos cuesta ser consecuentes, es el que nos propone Jesús, porque así su Padre se lo ha dicho. Estas palabras, centro de la propuesta de Jesús, hemos de asumirlas con toda radicalidad, así lograremos avanzar en este llamado y vivir siendo seguidores genuinos y serios del Reino de nuestro Padre.

'Habrá nuevos jóvenes si les anunciamos a Cristo vivo'

Con ocasión del proceso electoral en nuestro país, irrumpió una voz nueva en la sociedad, la de los jóvenes, sobre todo universitarios. Después de años de pasividad, indiferencia, apatía, comodidad, individualismo, de pensar sólo en modas, sexo y placeres, de estudiar para escalar puestos y ganar mucho dinero sin tanto esfuerzo, ahora salieron a la calle y expresaron sus inquietudes sobre las realidades sociales y políticas. Ojalá otros jóvenes también despierten y participen, sin dejarse manipular por quienes se cuelgan de cualquier movimiento contestatario y medran para su propio interés. Recientemente realizamos nuestra asamblea diocesana, con el objetivo de cuestionarnos cómo acompañar pastoralmente a los jóvenes. Participaron muchos de ellos, dando a nuestra reunión un toque alegre, participativo y jovial, pero también apremiante, exigiéndonos un cambio de nuestra parte. Se enunciaron los problemas de la juventud actual; ellos viven otro mundo, que a los adultos nos cuesta comprender y asumir; pero también resaltaron sus sueños y esperanzas. Criterios Los jóvenes dijeron: Sueño salir de la pobreza, estudiar. Que mi familia me escuche y me dé mi lugar. Que la comunidad me acepte. Que los abuelos me valoren. Sueño con formar una familia y compartir con mis hijos la experiencia de servicio en la Iglesia, como proyecto de vida. Descubrir qué quiere Dios de mí. Que los jóvenes que no tienen una razón para vivir, encuentren a Cristo como lo hemos encontrado nosotros, que estábamos perdidos e íbamos en la oscuridad, por mal camino. Soñamos que respeten nuestro ritmo de vida, que no nos impongan su forma de ver el mundo ni su ritmo; que podamos opinar sobre las decadencias de la comunidad y de la Iglesia, siendo escuchados con atención. Queremos comprometernos, ser agentes transformadores de la sociedad; ser referentes en la formación de los demás jóvenes. Habrá nuevos jóvenes si les anunciamos a Jesucristo vivo, amigo, libre, hermano, servidor, lleno de amor, cercano a quienes se sienten solos e incomprendidos, exigente y no acomodaticio al mundo de pecado. Propuestas Los jóvenes pidieron a sacerdotes y religiosas: Un acompañamiento integral, que verdaderamente se nos incluya en las actividades de la Iglesia, que nuestra participación sea valorada y tomada en cuenta. Se necesita mucho testimonio. Que el acompañamiento sea con amor y no se sienta que es obligatorio el trabajo en esta pastoral. Que los acuerdos sean tomados con amor y como signo de esperanza, no como imposición. Los padres de familia participantes en la asamblea se propusieron: Escuchar su palabra, demostrar amor a nuestros hijos jóvenes. Ser sus mejores amigos para escuchar qué fallos tenemos en familia, para que se animen a dialogar, con apertura y valoración a sus iniciativas. Acompañarles no con prepotencia e imposición de nuestros métodos y nuestra voluntad. Tener flexibilidad. Corregirlos a tiempo; desde niños saberlos guiar, dándoles un buen seguimiento, cuidando su libertad, sus juicios y actitudes. Que los ayudemos en sus derechos humanos y espirituales para poderse defender. Estar con ellos cuando nos necesiten y no cuando nosotros queremos. Hablarles de las drogas, el alcohol y la sexualidad. Brindarles nuestro apoyo para salir del alcoholismo. Que todos los miembros de la parroquia se interesen en sus problemas y los acompañen, dándoles su espacio, teniendo paciencia para escucharlos y orientarlos en su caminar. Animarlos en su formación, en el crecimiento de la fe, con la palabra de Dios, motivándolos con la oración. Concientizarlos en el compromiso con Dios y sus pueblos. Como asamblea diocesana, nos comprometimos a: Fortalecer la estructura diocesana de pastoral juvenil y su respectiva área en las parroquias. Salir a donde están ellas y ellos para escucharlos, partiendo de lo que creen. Dentro de la opción preferencial por los pobres, priorizar a los jóvenes. Crear un plan de formación, tomando en cuenta su palabra. (ZENIT) (Monseñor Felipe Arizmendi Esquivel) El Autor es Obispo de San Cristóbal de las Casas, en México.)