Jesús dijo:"Como tú,Padre, en mi y Yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado. Yo en ellos y tú en mí, para que sean perfectactamente uno, y que el mundo conozca que tú me has enviado." Juan 17, 20-24
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sábado, 23 de abril de 2011
jueves, 21 de abril de 2011
HOMILIA DEL SANTO PADRE EN LA VIGILIA PASCUAL
Sábado Santo, 22 de abril de 2000
1. "Tenéis guardias. Id, aseguradlo como sabéis" (Mt 27, 65).
La tumba de Jesús fue cerrada y sellada. Según la petición de los sumos sacerdotes y los fariseos, se pusieron soldados de guardia para que nadie pudiera robarlo (Mt 27, 62-64). Este es el acontecimiento del que parte la liturgia de la Vigilia Pascual.
Vigilaban junto al sepulcro aquellos que habían querido la muerte de Cristo, considerándolo un "impostor" (Mt 27, 63). Su deseo era que Él y su mensaje fueran enterrados para siempre.
Velan, no muy lejos de allí, María y, con ella, los Apóstoles y algunas mujeres. Tenían aún impresa en el corazón la imagen perturbadora de hechos que acaban de ocurrir.
2. Vela la Iglesia, esta noche, en todos los rincones de la tierra, y revive las etapas fundamentales de la historia de la salvación. La solemne liturgia que estamos celebrando es una expresión de este "vigilar" que, en cierto modo, recuerda el mismo de Dios, al que se refiere el Libro del Éxodo: "Noche de guardia fue ésta para Yahveh, para sacarlos de la tierra de Egipto. Esta misma noche será la noche de guardia en honor de Yahveh ..., por todas sus generaciones" (Ex 12, 42).
En su amor providente y fiel, que supera el tiempo y el espacio, Dios vela sobre el mundo. Canta el salmista: "Yahveh es tu guardián, tu sombra, Yahveh, a tu diestra. De día el sol no te hará daño, ni la luna de noche. Te guarda Yahveh de todo mal, él guarda tu alma;... desde ahora y por siempre" (Sal 120, 4-5.8).
También el pasaje que estamos viviendo entre el segundo y el tercer milenio está guardado en el misterio del Padre. Él "obra siempre" (Jn 5, 7) por la salvación del mundo y, mediante el Hijo hecho hombre, guía a su pueblo de la esclavitud a la libertad. Toda la "obra" del Gran Jubileo del año 2000 está, por decirlo así, inscrita en esta noche de Vigilia, que lleva a cumplimiento aquella del Nacimiento del Señor. Belén y el Calvario remiten al mismo misterio de amor de Dios, que tanto amó al mundo "que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna" (Jn 3, 16).
3. En esta Noche, la Iglesia, en su velar, se centra sobre los textos de la Escritura, que trazan el designio divino de salvación desde el Génesis al Evangelio y que, gracias también a los ritos del agua y del fuego, confieren a esta singular celebración una dimensión cósmica. Todo el universo creado está llamado a velar en esta noche junto al sepulcro de Cristo. Pasa ante nuestros ojos la historia de la salvación, desde la creación a la redención, desde el éxodo a la Alianza en el Sinaí, de la antigua a la nueva y eterna Alianza. En esta noche santa se cumple el proyecto eterno de Dios que arrolla la historia del hombre y del cosmos.
4. En la vigilia pascual, madre de todas las vigilias, cada hombre puede reconocer también la propia historia de salvación, que tiene su punto fundamental en el renacer en Cristo mediante el Bautismo.
Esta es, de manera muy especial, vuestra experiencia, queridos Hermanos y Hermanas que dentro de poco recibiréis los sacramentos de la iniciación cristiana: el Bautismo, la Confirmación y la Eucaristía.
Venís de diversos Países del mundo: Japón, China, Camerún, Albania e Italia.
La variedad de vuestras naciones de origen pone de relieve la universalidad de la salvación traída por Cristo. Dentro de poco, queridos, seréis insertos íntimamente en el misterio de amor de Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo. Que vuestra existencia se haga un canto de alabanza a la Santísima Trinidad y un testimonio de amor que no conozca fronteras.
5. "Ecce lignum Crucis, in quo salus mundi pependit: venite adoremus!" Esto ha cantado ayer la Iglesia, mostrando el árbol la Cruz, "donde estuvo clavada la salvación del mundo". "Fue crucificado, muerto y sepultado", recitamos en el Credo.
El sepulcro. El lugar donde lo habían puesto (cf. Mc 16, 6). Allí está espiritualmente presente toda la Comunidad eclesial de cada rincón de la tierra. Estamos también nosotros con las tres mujeres que se acercan al sepulcro, antes del alba, para ungir el cuerpo sin vida de Jesús (cf. Mc 16, 1). Su diligencia es nuestra diligencia. Con ellas descubrimos que la piedra sepulcral ha sido retirada y el cuerpo ya no está allí. "No está aquí", anuncia el Ángel, mostrando el sepulcro vacío y las vendas por tierra. La muerte ya no tiene poder sobre Él (cf Rm 6, 9).
¡Cristo ha resucitado! Anuncia al final de esta noche de Pascua la Iglesia, que ayer había proclamado la muerte de Cristo en la Cruz. Es un anuncia de verdad y de vida.
"Surrexit Dominus de sepulcro, qui pro nobis pependit in ligno. Alleluia!"
Ha resucitado del sepulcro el Señor, que por nosotros fue colgado a la cruz.
Sí, Cristo ha resucitado verdaderamente y nosotros somos testigos de ello.
Lo gritamos al mundo, para que la alegría que nos embarga llegue a tantos otros corazones, encendiendo en ellos la luz de la esperanza que no defrauda.
Cristo ha resucitado, alleluya
1. "Tenéis guardias. Id, aseguradlo como sabéis" (Mt 27, 65).
La tumba de Jesús fue cerrada y sellada. Según la petición de los sumos sacerdotes y los fariseos, se pusieron soldados de guardia para que nadie pudiera robarlo (Mt 27, 62-64). Este es el acontecimiento del que parte la liturgia de la Vigilia Pascual.
Vigilaban junto al sepulcro aquellos que habían querido la muerte de Cristo, considerándolo un "impostor" (Mt 27, 63). Su deseo era que Él y su mensaje fueran enterrados para siempre.
Velan, no muy lejos de allí, María y, con ella, los Apóstoles y algunas mujeres. Tenían aún impresa en el corazón la imagen perturbadora de hechos que acaban de ocurrir.
2. Vela la Iglesia, esta noche, en todos los rincones de la tierra, y revive las etapas fundamentales de la historia de la salvación. La solemne liturgia que estamos celebrando es una expresión de este "vigilar" que, en cierto modo, recuerda el mismo de Dios, al que se refiere el Libro del Éxodo: "Noche de guardia fue ésta para Yahveh, para sacarlos de la tierra de Egipto. Esta misma noche será la noche de guardia en honor de Yahveh ..., por todas sus generaciones" (Ex 12, 42).
En su amor providente y fiel, que supera el tiempo y el espacio, Dios vela sobre el mundo. Canta el salmista: "Yahveh es tu guardián, tu sombra, Yahveh, a tu diestra. De día el sol no te hará daño, ni la luna de noche. Te guarda Yahveh de todo mal, él guarda tu alma;... desde ahora y por siempre" (Sal 120, 4-5.8).
También el pasaje que estamos viviendo entre el segundo y el tercer milenio está guardado en el misterio del Padre. Él "obra siempre" (Jn 5, 7) por la salvación del mundo y, mediante el Hijo hecho hombre, guía a su pueblo de la esclavitud a la libertad. Toda la "obra" del Gran Jubileo del año 2000 está, por decirlo así, inscrita en esta noche de Vigilia, que lleva a cumplimiento aquella del Nacimiento del Señor. Belén y el Calvario remiten al mismo misterio de amor de Dios, que tanto amó al mundo "que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna" (Jn 3, 16).
3. En esta Noche, la Iglesia, en su velar, se centra sobre los textos de la Escritura, que trazan el designio divino de salvación desde el Génesis al Evangelio y que, gracias también a los ritos del agua y del fuego, confieren a esta singular celebración una dimensión cósmica. Todo el universo creado está llamado a velar en esta noche junto al sepulcro de Cristo. Pasa ante nuestros ojos la historia de la salvación, desde la creación a la redención, desde el éxodo a la Alianza en el Sinaí, de la antigua a la nueva y eterna Alianza. En esta noche santa se cumple el proyecto eterno de Dios que arrolla la historia del hombre y del cosmos.
4. En la vigilia pascual, madre de todas las vigilias, cada hombre puede reconocer también la propia historia de salvación, que tiene su punto fundamental en el renacer en Cristo mediante el Bautismo.
Esta es, de manera muy especial, vuestra experiencia, queridos Hermanos y Hermanas que dentro de poco recibiréis los sacramentos de la iniciación cristiana: el Bautismo, la Confirmación y la Eucaristía.
Venís de diversos Países del mundo: Japón, China, Camerún, Albania e Italia.
La variedad de vuestras naciones de origen pone de relieve la universalidad de la salvación traída por Cristo. Dentro de poco, queridos, seréis insertos íntimamente en el misterio de amor de Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo. Que vuestra existencia se haga un canto de alabanza a la Santísima Trinidad y un testimonio de amor que no conozca fronteras.
5. "Ecce lignum Crucis, in quo salus mundi pependit: venite adoremus!" Esto ha cantado ayer la Iglesia, mostrando el árbol la Cruz, "donde estuvo clavada la salvación del mundo". "Fue crucificado, muerto y sepultado", recitamos en el Credo.
El sepulcro. El lugar donde lo habían puesto (cf. Mc 16, 6). Allí está espiritualmente presente toda la Comunidad eclesial de cada rincón de la tierra. Estamos también nosotros con las tres mujeres que se acercan al sepulcro, antes del alba, para ungir el cuerpo sin vida de Jesús (cf. Mc 16, 1). Su diligencia es nuestra diligencia. Con ellas descubrimos que la piedra sepulcral ha sido retirada y el cuerpo ya no está allí. "No está aquí", anuncia el Ángel, mostrando el sepulcro vacío y las vendas por tierra. La muerte ya no tiene poder sobre Él (cf Rm 6, 9).
¡Cristo ha resucitado! Anuncia al final de esta noche de Pascua la Iglesia, que ayer había proclamado la muerte de Cristo en la Cruz. Es un anuncia de verdad y de vida.
"Surrexit Dominus de sepulcro, qui pro nobis pependit in ligno. Alleluia!"
Ha resucitado del sepulcro el Señor, que por nosotros fue colgado a la cruz.
Sí, Cristo ha resucitado verdaderamente y nosotros somos testigos de ello.
Lo gritamos al mundo, para que la alegría que nos embarga llegue a tantos otros corazones, encendiendo en ellos la luz de la esperanza que no defrauda.
Cristo ha resucitado, alleluya
AUDIENCIA GENERAL (2001)
JUAN PABLO II
AUDIENCIA GENERAL
Miércoles 11 de abril de 2001
El Triduo sacro revela el misterio de un amor sin límites
1. Estamos en la víspera del Triduo pascual, ya inmersos en el clima espiritual de la Semana santa. Desde mañana hasta el domingo viviremos los días centrales de la liturgia, que nos vuelven a proponer el misterio de la pasión, muerte y resurrección del Señor. En sus homilías, los santos Padres a menudo hacen referencia a estos días que, como dice san Atanasio, nos introducen "en el tiempo que nos lleva y nos hace conocer un nuevo inicio, el día de la santa Pascua, en la que el Señor se inmoló". Así describe el período que estamos viviendo en sus Cartas pascuales (Epist. 5, 1-2: PG 26, 1379). El prefacio pascual del domingo próximo nos hará cantar con gran fuerza que "en la resurrección de Cristo hemos resucitado todos".
En el centro de este Triduo sacro se encuentra el "misterio de un amor sin límites", es decir, el misterio de Jesús que "habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo" (Jn 13, 1). He vuelto a proponer este conmovedor y dulce misterio a los sacerdotes en la Carta que, como todos los años, les he enviado con ocasión del Jueves santo.
Sobre este mismo amor os invito a reflexionar también a vosotros, a fin de que os preparéis dignamente a revivir las últimas etapas de la vida terrena de Jesús. Mañana entraremos en el Cenáculo para acoger el don extraordinario de la Eucaristía, del sacerdocio y del mandamiento nuevo. El Viernes santo recorreremos el camino doloroso que lleva al Calvario, donde Cristo consumará su sacrificio. El Sábado santo esperaremos en silencio introducirnos en la solemne Vigilia pascual.
2. "Los amó hasta el extremo". Estas palabras del evangelista san Juan expresan y definen de modo peculiar la liturgia de mañana, Jueves santo, contenida en la celebración de la misa Crismal de la mañana y de la misa vespertina in Cena Domini, con la que se inaugura el Triduo pascual.
La Eucaristía es signo elocuente de este amor total, libre y gratuito, y ofrece a cada uno la alegría de la presencia de Cristo, que también a nosotros nos hace capaces de amar, como él, "hasta el extremo". El amor que Jesús propone a sus discípulos es un amor exigente.
En este encuentro hemos vuelto a escuchar el eco de ese amor en las palabras del evangelista san Mateo: "Bienaventurados seréis cuando os injurien, y os persigan y digan con mentira toda clase de mal contra vosotros por mi causa. Alegraos y regocijaos, porque vuestra recompensa será grande en los cielos" (Mt 5, 11-12). También hoy amar "hasta el extremo" quiere decir estar dispuestos a afrontar esfuerzos y dificultades por Cristo. Significa no temer ni insultos ni persecuciones, y estar dispuestos a "amar a nuestros enemigos y rogar por los que nos persigan" (cf. Mt 5, 44). Todo esto es don de Cristo, que por todos los hombres se ofreció a sí mismo como víctima en el altar de la cruz.
3. "Los amó hasta el extremo". Desde el Cenáculo hasta el Gólgota: nuestra reflexión nos lleva al Calvario, donde contemplamos un amor cuya coronación plena es el don de la vida. La cruz es un signo claro de este misterio, pero, al mismo tiempo, precisamente por eso, se convierte en símbolo que interpela y sacude las conciencias. Cuando, el Viernes próximo, celebremos la pasión del Señor y participemos en el vía crucis, no podremos olvidar la fuerza de este amor que se entrega sin medida.
En la carta apostólica que publiqué al concluir el gran jubileo del año 2000 escribí: "La contemplación del rostro de Cristo nos lleva así a acercarnos al aspecto más paradójico de su misterio, como se ve en la hora extrema, la hora de la cruz. Misterio en el misterio, ante el cual el ser humano no puede por menos de postrarse en adoración" (Novo millennio ineunte, 25). Y esta es la actitud interior más adecuada para prepararnos a vivir el día en que se conmemora la pasión, la crucifixión y la muerte de Cristo.
4. "Los amó hasta el extremo". Jesús, después de sacrificarse por nosotros en la cruz, resucita y se convierte en primicia de la nueva creación. Pasaremos el Sábado santo en silenciosa espera del encuentro con el Resucitado, meditando en las palabras del apóstol san Pablo: "Cristo murió por nuestros pecados, según las Escrituras; fue sepultado y resucitó al tercer día, según las Escrituras" (1 Co 15, 3-4).
De ese modo podremos prepararnos mejor para la solemne Vigilia pascual, cuando irrumpa en el corazón de la noche la deslumbrante luz de Cristo resucitado.
Que en este último tramo del camino penitencial nos acompañe María, la Virgen que permaneció siempre fiel al lado de su Hijo, sobre todo en los días de la Pasión. Que ella nos enseñe a amar "hasta el extremo", siguiendo el ejemplo de Jesús, que con su muerte y su resurrección ha salvado al mundo.
Saludos
Quiero saludar ahora a los fieles de lengua española, en particular a los diversos grupos de estudiantes de España, al grupo de niños de Caracas, así como a los demás peregrinos españoles y latinoamericanos. Que la Virgen María nos enseñe a amar "hasta el extremo" y a seguir fielmente a Cristo, nuestro Salvador. A todos os deseo: ¡Feliz Pascua de Resurrección! Muchas gracias.
(A los peregrinos lituanos)
La semana de la Pasión del Señor es tiempo precioso de oración y penitencia, que nos lleva a un compromiso evangélico más generoso. Saquemos mucho fruto de este tiempo de gracia.
(A los peregrinos croatas)
Deseo de corazón que el Triduo pascual de la pasión y resurrección del Señor, que comenzará mañana por la tarde, sea para todos un momento de gracia especial y de crecimiento en la fe, en la esperanza y en la caridad. A todos imparto de corazón la bendición apostólica. ¡Alabados sean Jesús y María!.
(En italiano)
Saludo cordialmente a los jóvenes, a los enfermos y a los recién casados. Mañana entraremos en el Triduo sacro, en el que reviviremos los misterios centrales de nuestra salvación. Os invito, queridos jóvenes, a mirar a la cruz y a sacar de ella luz para caminar fielmente tras las huellas del Redentor. Para vosotros, queridos enfermos, deseo que la pasión del Señor, que culmina en el triunfo glorioso de la Pascua, constituya la fuente de esperanza y consuelo en los momentos de la prueba. Y vosotros, queridos recién casados, preparad vuestro corazón para celebrar con profunda participación el misterio pascual, a fin de hacer de vuestra existencia un don recíproco, abierto al amor fecundo.
Con estos sentimientos, imparto a todos una especial bendición apostólica.
VIGILIA PASCUAL (2003)
HOMILÍA DE JUAN PABLO II
Sábado, 19 de abril de 2003
1. "No os asustéis. ¿Buscáis a Jesús el Nazareno, el crucificado? No está aquí. Ha resucitado" (Mc 16,6).
Al alba del primer día después del sábado, como narra el Evangelio, algunas mujeres van al sepulcro para embalsamar el cuerpo de Jesús que, crucificado el viernes, rápidamente había sido envuelto en una sábana y depositado en el sepulcro. Lo buscan, pero no lo encuentran: ya no está donde había sido sepultado. De Él sólo quedan las señales de la sepultura: la tumba vacía, las vendas, la sábana. Las mujeres, sin embargo, quedan turbadas a la vista de un "joven vestido con una túnica blanca", que les anuncia: "No está aquí. Ha resucitado".
Esta desconcertante noticia, destinada a cambiar el rumbo de la historia, desde entonces sigue resonando de generación en generación: anuncio antiguo y siempre nuevo. Ha resonado una vez más en esta Vigilia pascual, madre de todas las vigilias, y se está difundiendo en estas horas por toda la tierra.
2. ¡Oh sublime misterio de esta Noche Santa! Noche en la cual revivimos ¡el extraordinario acontecimiento de la Resurrección! Si Cristo hubiera quedado prisionero del sepulcro, la humanidad y toda la creación, en cierto modo, habrían perdido su sentido. Pero Tú, Cristo, ¡has resucitado verdaderamente!
Entonces se cumplen las Escrituras que hace poco hemos escuchado de nuevo en la liturgia de la Palabra, recorriendo las etapas de todo el designio salvífico. Al comienzo de la creación "Vio Dios todo lo que había hecho: y era muy bueno" (Gn 1,31). A Abrahán había prometido: "Todos los pueblos del mundo se bendecirán con tu descendencia" (Gn 22,18). Se ha repetido uno de los cantos más antiguos de la tradición hebrea, que expresa el significado del antiguo éxodo, cuando "el Señor salvó a Israel de las manos de Egipto" (Ex 14,30). Siguen cumpliéndose en nuestros días las promesas de los Profetas: "Os infundiré mi espíritu, y haré que caminéis..." (Ez 36,27).
3. En esta noche de Resurrección todo vuelve a empezar desde el "principio"; la creación recupera su auténtico significado en el plan de la salvación. Es como un nuevo comienzo de la historia y del cosmos, porque "Cristo ha resucitado, primicia de todos los que han muerto" (1 Co 15,20). Él, "el último Adán", se ha convertido en "un espíritu que da vida" (1 Co 15,45).
El mismo pecado de nuestros primeros padres es cantado en el Pregón pascual como "felix culpa", "¡feliz culpa que mereció tal Redentor!". Donde abundó el pecado, ahora sobreabundó la Gracia y "la piedra que desecharon los arquitectos es ahora la piedra angular" (Salmo resp.) de un edificio espiritual indestructible.
En esta Noche Santa ha nacido el nuevo pueblo con el cual Dios ha sellado una alianza eterna con la sangre del Verbo encarnado, crucificado y resucitado.
4. Se entra a formar parte del pueblo de los redimidos mediante el Bautismo. "Por el bautismo -nos ha recordado el apóstol Pablo en su Carta a los Romanos- fuimos sepultados con Él en la muerte, para que, así como Cristo fue despertado de entre los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros andemos en una vida nueva" (Rm 6,4).
Esta exhortación va dirigida especialmente a vosotros, queridos catecúmenos, a quienes dentro de poco la Madre Iglesia comunicará el gran don de la vida divina. De diversas Naciones la divina Providencia os ha traído aquí, junto a la tumba de San Pedro, para recibir los Sacramentos de la iniciación cristiana: el Bautismo, la Confirmación y la Eucaristía. Entráis así en la Casa del Señor, sois consagrados con el óleo de la alegría y podéis alimentaros con el Pan del cielo.
Sostenidos por la fuerza del Espíritu Santo, perseverad en vuestra fidelidad a Cristo y proclamad con valentía su Evangelio.
5. Queridos hermanos y hermanas aquí presentes. También nosotros, dentro de unos instantes, nos uniremos a los catecúmenos para renovar las promesas de nuestro Bautismo. Volveremos a renunciar a Satanás y a todas sus obras para seguir firmemente a Dios y sus planes de salvación. Expresaremos así un compromiso más fuerte de vida evangélica.
Que María, testigo gozosa del acontecimiento de la Resurrección, ayude a todos a caminar "en una vida nueva"; que haga a cada uno consciente de que, estando nuestro hombre viejo crucificado con Cristo, debemos considerarnos y comportarnos como hombres nuevos, personas que "viven para Dios, en Jesucristo" (cf. Rm 6, 4.11).
Amén. ¡Aleluya!
VIGILIA PASCUAL EN LA BASÍLICA DE SAN PEDRO
HOMILÍA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
Sábado Santo, 5 de abril de 1980
1. Cristo, Hijo del Dios vivo.
Aquí estamos nosotros, tu Iglesia: el Cuerpo de tu Cuerpo y de tu Sangre; estamos aquí, velamos.
Ya fue una noche santa la noche de Belén, cuando fuimos llamados por la voz de lo alto, e introducidos por los pastores en la gruta de tu nacimiento. Entonces velamos a media noche, reunidos en esta Basílica, acogiendo con alegría la Buena Nueva de que habías venido al mundo desde el seno de la Virgen-Madre; de que te habías hecho hombre semejante a nosotros, tú, que eres "Dios de Dios, Luz de Luz", no creado como cada uno de nosotros, sino "de la misma naturaleza que el Padre", engendrado por El antes de todos los siglos.
Hoy estamos de nuevo aquí nosotros, tu Iglesia; estamos junto a tu sepulcro; velamos.
Velamos, para preceder a aquellas mujeres, "que muy de mañana" fueron a la tumba, llevando consigo "los aromas que habían preparado" (cf. Lc 24, 1), para ungir tu cuerpo que había sido puesto en el sepulcro anteayer.
Velamos para estar junto a tu tumba, antes, de que venga aquí Pedro traído por las palabras de las tres mujeres; antes de que venga Pedro, que, inclinándose, verá solamente los lienzos (Lc 24, 12); y volverá a los Apóstoles "admirado de lo ocurrido" (Lc 24, 12).
Y había ocurrido lo que habían escuchado las mujeres: María Magdalena, Juana y María de Santiago, cuando llegaron a la tumba y encontraron removida la piedra del sepulcro, "y entrando, no hallaron el cuerpo del Señor Jesús" (Lc 24, 3). En ese momento por vez primera, en esa tumba vacía, en la que anteayer fue colocado tu cuerpo, resonó la palabra: "¡Ha resucitado!" (Lc 24, 6).
"¿Por qué buscáis entre los muertos al que vive? No está aquí; ha resucitado. Acordaos cómo os habló estando aún en Galilea, diciendo que el Hijo del hombre había de ser entregado en poder de los pecadores, y ser crucificado, y resucitar al tercer día" (Lc 24, 5-7).
Por esto estamos aquí ahora. Por esto velamos. Queremos preceder a las mujeres y a los Apóstoles. Queremos estar aquí, cuando la sagrada liturgia de esta noche haga presente tu victoria sobre la muerte. Queremos estar contigo, nosotros, tu Iglesia, el Cuerpo de tu Cuerpo y de tu Sangre derramada en la cruz.
2. Somos tu Cuerpo. Somos tu Pueblo. Somos muchos. Nos reunimos en muchos lugares de la tierra esta noche de la Santa Vigilia, junto a tu tumba, lo mismo que nos reunimos, la noche de tu nacimiento, en Belén. Somos muchos, y a todos nos une la fe, nacida de tu Pascua, de tu Paso a través de la muerte a la nueva vida, la fe nacida de tu resurrección.
"Esta noche es santa para nosotros". Somos muchos, y a todos nos une un solo bautismo.
El bautismo que nos sumerge en Jesucristo (cf. Rom 6, 3).
Mediante este bautismo "que nos sumerge en tu muerte", juntamente contigo, Cristo, hemos sido sepultados "en la muerte, para que como Cristo resucitó de entre los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros vivamos una vida nueva" (Rom 6, 4).
Sí. Tu" resurrección, Cristo, es la gloria del Padre.
Tu resurrección revela la gloria del Padre, al que en el momento de la muerte, te has confiado hasta el fin, entregando tu espíritu con estas palabras: "Padre, en tus manos" (Lc 23, 46). Y contigo nos has confiado también a todos nosotros, al morir en la cruz como Hijo del Hombre: nuestro Hermano y Redentor. En tu muerte has devuelto al Padre nuestra muerte humana, le has devuelto el ser de cada uno de los hombres, que está signado por la muerte.
He aquí que el Padre te devuelve a ti, Hijo del hombre, esta vida que le habías confiado hasta el fin. Resucitas de entre los muertos gracias a la gloria del Padre. En la resurrección es glorificado el Padre, y tú serás glorificado en el Padre, al que has confiado hasta el fin tu vida en la muerte: eres glorificado con la Vida. Con la Vida nueva. Con misma vida y, al mismo tiempo, nueva.
Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios vivo, a quien el Padre ha glorificado con la resurrección y con la vida, en medio de la historia del hombre. En tu muerte has devuelto al Padre el ser de cada uno de nosotros, la vida de cada uno de los hombres, que está signada por la necesidad de la muerte, para que en tu resurrección cada uno pudiera adquirir de nuevo la conciencia y la certeza de entrar, por ti y contigo, en la Vida nueva.
"Porque si hemos sido injertados en El por la semejanza de su muerte, también lo seremos por la de su resurrección" (Rom 6, 5).
3. Estamos muchos velando, esta noche, junto a tu sepulcro. A todos nos une "una sola fe, un solo bautismo, un solo Dios, Padre de todos" (cf. Ef 4, 5-6).
Nos une la esperanza de la resurrección, que brota de la unión de la vida, en que queremos permanecer con Jesucristo.
Nos alegramos por esta Noche Santa junto con aquellos que han recibido el bautismo. Es la misma alegría que han vivido los discípulos y los confesores de Cristo en la noche de la resurrección, durante el curso de tantas generaciones. La alegría de los catecúmenos sobre los cuales se ha derramado el agua del bautismo, y la gracia de la unión con Cristo en su muerte y resurrección.
Es la alegría de la vida que en la noche de la resurrección compartimos recíprocamente entre nosotros como el misterio más profundo de nuestros corazones y la deseamos a cada uno de los hombres.
"La diestra del Señor es poderosa, la diestra del Señor es excelsa. No he de morir, viviré, para contar las hazañas del Señor" (Sal 117 [118] 16-17).
Cristo, Hijo del Dios vivo, acepta de nosotros esta Santa Vigilia en la noche pascual y concédenos esa alegría de la vida nueva, que llevamos en nosotros, que sólo Tú puedes dar al corazón humano:
Tú, Resucitado
Tú, nuestra Pascua
© Copyright 1980 - Libreria Editrice Vaticana
miércoles, 20 de abril de 2011
MENSAJE URBI ET ORBI DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
Domingo de Resurrección, 6 de abril de 1980
1. "... y vio que la piedra había. sido removida" (Jn 20, 1).
En la anotación de los acontecimientos del día que siguió a aquel sábado, estas palabras tienen un significado clave.
Al lugar donde había sido puesto Jesús, la tarde del viernes, llega María Magdalena, llegan las otras mujeres. Jesús había sido colocado en una tumba nueva, excavada en la la roca, en la cual nadie había sido sepultado anteriormente. La tumba se hallaba a los pies del Gólgota, allí donde Jesús crucificado expiró, después de que el centurión le traspasara el costado con la lanza para constatar con certeza la realidad de su muerte. Jesús había sido envuelto en lienzos por las manos caritativas y afectuosas de las piadosas mujeres que, junto con su madre y con Juan, el discípulo predilecto, habían asistido a su extremo sacrificio. Pero, dado que caía rápidamente la tarde e iniciaba el sábado de pascua, las generosas y amorosas discípulas se vieron obligadas a dejar la unción del cuerpo santo y martirizado de Cristo para la próxima ocasión, apenas la ley religiosa de Israel lo permitiese.
Se dirigen pues al sepulcro, el día siguiente al sábado, temprano, es decir, al romper el día, preocupadas de cómo remover la gran piedra que había sido puesta a la entrada del sepulcro, el cual además había sido sellado.
Y he aquí que, llegadas al lugar, vieron que la piedra había sido removida del sepulcro.
2. Aquella piedra, colocada a la entrada de la tumba, se había convertido primeramente en un mudo testigo de la muerte del Hijo del Hombre.
Con piedra así se concluía el curso de la vida de tantos hombres de entonces en el cementerio de Jerusalén; más aún, el ciclo de la vida de todos los hombres en los cementerios de la tierra.
Bajo el peso de la losa sepulcral, tras su barrera imponente, se cumple en el silencio del sepulcro la obra de la muerte, es decir, el hombre salido del polvo se transforma lentamente en polvo (cf. Gén 3, 19).
La piedra puesta la tarde del Viernes Santo sobre la tumba de Jesús, se ha convertido, como todas las losas sepulcrales, en el testigo mudo de la muerte del Hombre, del Hijo del Hombre.
¿Qué testimonia esta losa, el día después del sábado, en las primeras horas del día?
¿Qué nos dice? ¿Qué anuncia la piedra removida del sepulcro?
En el Evangelio no hay una respuesta humana adecuada. No aparece en los labios de María de Magdala. Cuando asustada, por la ausencia del cuerpo de Jesús en la tumba. esta mujer corre a avisar a Simón Pedro y al otro discípulo al que Jesús amaba (cf. Jn 20, 2), su lenguaje humano encuentra solamente estas palabras para expresar lo sucedido:
"Han tomado al Señor del monumento y no sabemos dónde lo han puesto" (Jn 20, 2).
También Simón Pedro y el otro discípulo se dirigieron de prisa al sepulcro; y Pedro, entrando dentro, vio las vendas por tierra, y el sudario que había sido puesto sobre la cabeza de Jesús, al lado (cf. Jn 20, 7).
Entonces entró también el otro discípulo, vio y creyó; "aún no se habían. dado cuenta de la Escritura, según la cual era preciso que El resucitase de entre los muertos" (Jn 20, 9).
Vieron y comprendieron que los hombres no habían logrado derrotar a Jesús con la losa sepulcral, sellándola con la señal de la muerte;
3. La iglesia que hoy, como cada año, termina su triduo pascual con el Domingo de Resurrección, canta con alegría las palabras del antiguo: Salmo:
‘‘Alabad a Yavé porque es bueno, / porque es eterna su misericordia. / Diga la Casa de Israel: / Porque es eterna. su misericordia... La diestra de Yavé ha sido ensalzada; / la diestra de Yavé ha hecho proezas... No moriré, sino que viviré / para poder narrar las gestas de Yavé... La piedra que rechazaron los constructores ha sido puesta por cabecera angular... Obra de Yavé es ésta, / y es admirable a nuestros ojos" (Sal 117 [118], 1-2; 16-17; 22-23).
Los artífices de la muerte del Hijo del Hombre, para: mayor seguridad, "pusieron guardia al sepulcro después de haber sellado la piedra" (Mt 27, 66).
Muchas veces los constructores del Mundo, por el cual Cristo quiso morir han tratado de poner una piedra definitiva sobre su tumba.
Pero la piedra permanece siempre removida de su sepulcro; la piedra, testigo de la muerte, se ha convertido en testigo de la Resurrección: "la diestra de Yavé ha hecho proezas" (Sal 117 [118], 16).
4. La Iglesia anuncia siempre y de nuevo la Resurrección de Cristo. La Iglesia repite con alegría a los hombres las palabras de los ángeles y de las mujeres pronunciadas en aquella radiante mañana en la que la muerte fue vencida.
La Iglesia anuncia que está vivo Aquel que se ha convertido en nuestra Pascua. Aquel que ha muerto en la cruz, revela la plenitud de la Vida.
Este mundo que por desgracia hoy, de diversas maneras, parece querer la "muerte de Dios", escuche el mensaje de la Resurrección.
Todos vosotros que anunciáis "la muerte de Dios", que tratáis de expulsar a Dios del mundo humano, deteneos y pensad que "la muerte de Dios" puede comportar fatalmente "la muerte del hombre".
Cristo ha resucitado para que el hombre encuentre el auténtico significado de la existencia, para que el hombre viva en plenitud su propia vida, para que el hombre, que viene de Dios, viva en Dios.
Cristo ha resucitado. El es la piedra angular. Ya entonces se quiso rechazarlo y vencerlo con la piedra vigilada y sellada del sepulcro. Pero aquella piedra fue removida. Cristo ha resucitado.
No rechacéis a Cristo vosotros, los que construís el mundo humano.
No lo rechacéis vosotros, los que, de cualquier manera y en cualquier sector, construís el mundo de hoy y de mañana: el mundo de la cultura y de la civilización, el mundo de la economía y de la política, el mundo de la ciencia y de la información. Vosotros que construís el mundo de la paz..., ¿o de la guerra? Vosotros que construís el mundo del orden..., ¿o del terror? No rechacéis a Cristo: ¡El es la piedra angular!
Que no lo rechace ningún hombre, porque cada uno es responsable de su destino: constructor o destructor de la propia existencia.
Cristo resucitó ya antes de que el Ángel removiera la losa sepulcral. Él se reveló después como piedra angular, sobre la cual se construye la historia de la humanidad entera Y la de cada uno de nosotros.
5. ¡Queridos hermanos y hermanas! Con sincera alegría acojamos este día tan esperado. Con viva alegría compartamos el mensaje pascual todos los que acogemos a Cristo como piedra angular.
En virtud de esta piedra angular que une, construyamos nuestra común esperanza con los hermanos en Cristo de Oriente y de Occidente, con quienes no nos une aún la plena comunión y la perfecta unidad.
Aceptad, queridos hermanos, nuestro beso pascual de paz y de amor. Cristo resucitado despierte en nosotros un deseo todavía más profundo de esta unidad por la cual oró la víspera de su pasión.
No cesemos de orar por ella en unión con El. Pongamos nuestra confianza en la fuerza de la cruz y de la Resurrección; ¡tal fuerza es más poderosa que la debilidad de toda división humana!
Amadísimos hermanos: ¡Os anunció un gran gozo: Aleluya!
6. La Iglesia se acerca hoy a cada hombre con el deseo pascual: el deseo de construir el mundo sobre Cristo: deseo que hace extensivo a toda la familia humana.
Ojalá acojan este deseo los que comparten con nosotros el mensaje de la resurrección y de la alegría pascual, y también los que, por desgracia, no lo comparten. Cristo, "nuestra Pascua", no cesa de ser peregrino con nosotros en el camino de la historia, y cada uno puede encontrarlo, porque El no cesa de ser el Hermano del hombre en cada época y en cada momento.
En su nombre os hablo hoy a todos, y a todos os dirijo mi más ferviente y santa felicitación.
* * *
Saludos
(En español)
Paz, felicidad y alegría en Cristo resucitado!), portugués, albanés, bálgarO, checo, esloveno,
(En polaco)
Nuestra vida nos ha sanado —de la muerte eterna nos ha salvado— tu santa fuerza has revelado" (del canto pascual polaco).
Hermanos y hermanas, queridos compatriotas en Polonia y en todo el mundo: Recibid hoy de nuevo a Dios, su fuerza: y su gracia, que nos vierten de la cruz, del sufrimiento, de la muerte, y se han revelado en la resurrección del Hijo de Dios.
Recibid a Cristo resucitado; recibid su cruz, y todo lo que ella trae al hombre y a la humanidad: la salvación, la libertad y la dignidad de los hijos de Dios, la vida, nuestra vida restaurada, la vida eterna. Regina coeli, Maria, Laetare!
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HOMILÍA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II (1980)
MISA VESPERTINA «IN CENA DOMINI»
Basílica de San Juan de Letrán
Jueves Santo 3 de abril de 1980
1. Venerados y queridos participantes en la liturgia del Jueves Santo:
Esta tarde toda la Iglesia se reúne en el Cenáculo: vuelve al Cenáculo para confesar y dar testimonio de que quiere permanecer allí constantemente, sin abandonarlo jamás.
El Cenáculo está en Jerusalén, pero, al mismo tiempo, en muchos lugares del orbe terrestre. Sin embargo, particularmente en esta tarde es cuando todos estos lugares quieren ser un Cenáculo: el lugar de la Ultima Cena. Y todos los que se reúnen en estos lugares van con el recuerdo y el corazón a ese único Cenáculo, que fue el lugar histórico de la Cena del Señor. Al Cenáculo de la Eucaristía de Cristo:
Vayamos allá, pues, también nosotros, reunidos en este templo que, desde hace siglos, es la catedral del Obispo de Roma. Vayamos allá con amor y con humildad. Dejémonos captar por la grandeza de estos momentos únicos en la historia de la salvación del mundo. Sometamos nuestros pensamientos y nuestros corazones al acontecimiento y al misterio, del que vive incesantemente la Iglesia. Escuchemos con el recogimiento más profundo las palabras del Señor y de sus Apóstoles. Observemos cada uno de sus movimientos, cada uno de sus gestos. Leamos en lo profundo de su corazón el mensaje pascual de la salvación. Recibamos, finalmente, el sacramento de la Nueva y de la Antigua Alianza, y vivamos de este amor que tiene aquí su fuente inagotable para la vida eterna.
2. He aquí que Jesús se inclina a los pies de los Apóstoles, para lavarlos. En este gesto quiere expresar la necesidad de la pureza especial que debe reinar en los corazones de quienes se acercan a la Ultima Cena. Es la pureza que sólo El puede traer a los corazones. Y, por esto, fueron vanas las protestas de Simón Pedro, para que el Señor no le lavase los pies; vanas las palabras de sus explicaciones. El Señor, y sólo el Señor, puede realizar en ti, Pedro, esa pureza con la que debe resplandecer tu corazón en su banquete. El Señor, y sólo el Señor, puede lavar los pies y purificar las conciencias humanas, por que para esto es necesaria la fuerza de la redención, esto es, la fuerza del sacrificio que transforma al hombre desde dentro. Para esto es necesario el sello del Cordero cíe Dios, grabado en el corazón del hombre como un beso misterioso del amor.
Inútilmente, pues, te opones, Pedro, y en vano presentas tus razones al Maestro. El Señor responde a tu corazón impulsivo: "Lo que yo hago, tú no lo sabes ahora; lo sabrás después" (Jn 13, 7): Y cuando sigues protestando, Pedro, el Señor te dice: "Si no té lavare, no tendrás parte conmigo" (Jn 13, 8).
La purificación es condición para la comunión con el Señor.
Es la condición de esta comunión y de esa humildad y disponibilidad para servir a los demás, de las que nos da ejemplo el Señor mismo,.cuando se inclina a los pies de sus discípulos, para lavarlos como un siervo.
Es necesario, pues, que la Iglesia —dondequiera se reúna, en cualquier cenáculo del mundo— recuerde constantemente y haga recordar que las condiciones para la comunión con el Señor son éstas: la pureza interior, la humildad de corazón, disponible para servir al prójimo y, en el prójimo, a Dios. Que nadie se acerque a esta Cena con un corazón falso, con la conciencia pecaminosa, pensando en sí con soberbia, sin disponibilidad para servir.
"Os doy un mandamiento nuevo: que os améis los unos a los otros, como yo os he amado" (Jn 13, 34).
3. El Cáliz de la Alianza es la Sangre del Redentor.
.He aquí que se acerca el momento en que el Señor tomará este cáliz en sus manos.
Primero "tomando el pan, dio gracias, lo partió y se lo dio, diciendo: Esto es mi cuerpo, que será entregado por vosotros" (Lc 22, 19; cf. pasajes paralelos). Y ahora toma el cáliz, para establecer, mediante él, la Alianza con el Padre por medio de su Sangre. He aquí "mi sangre de la Alianza, ¿que será derramada por muchos" (Mc 14, 24; cf. pasajes paralelos).
Antes ya había revelado Dios al Pueblo de la Antigua Alianza la Pascua mediante la Sangre del Cordero. Esto sucedió cuando el Señor decidió hacer salir a este Pueblo de la condición de esclavitud que tenía en Egipto. Precisamente entonces Dios le ordenó inmolar un cordero, elegido entre las ovejas o entre las cabras, nacido dentro del año, y signar con su sangre los postes y el dintel de las casas en las que habitaban. Ordenó también que se asociasen en familias y comieran la carne asada al fuego, con las caderas ceñidas, calzados los pies, el bastón en la mano, porque ésa era la tarde de la Pascua, esto es, del Paso del Señor y el comienzo de la liberación de su Pueblo de la esclavitud que tenía en Egipto (cf. Ex 12).
En el Cenáculo la generación de Israel de entonces —aquella en la que se había cumplido definitivamente el anuncio del Mesías— realizó el rito de la Pascua de la Antigua Alianza. Y este rito lo presidió, en la familia de sus Apóstoles, Jesús mismo, el Cordero al que Juan había ya señalado en la orilla del Jordán, el Cordero de Dios, la Pascua de la Nueva Alianza.
4. Así, pues, El toma en sus manos el pan pascual, ácimo. Levanta el cáliz lleno de vino, y luego lo ofrece y distribuye a los Apóstoles. He aquí que pronuncia las palabras que revelan el misterio del Cordero, señalado allá junto al Jordán, del Cordero de Dios que quita los pecados del mundo.
Su Cuerpo será entregado por nosotros. Su Sangre será derramada en remisión de los pecados.
Los Apóstoles escuchan las palabras, que en aquel momento no comprenden plenamente, pero las comprenderán más tarde. Quizá ya mañana, cuando el Señor sea flagelado hasta derramar sangre y clavado en la cruz; o quizá todavía más tarde, cuando El resucite, y se encuentre de nuevo con ellos, en el mismo Cenáculo del Jueves Santo. Comprenderán esas palabras de manera particular, cuándo, también dentro del Cenáculo, descienda sobre ellos el Espíritu Santo, esto es, el Espíritu del Señor, que Él mismo prometió junto con el sacrificio de su Cuerpo y de su Sangre, también en la Ultima Cena: junto con la Eucaristía del Cenáculo.
Los Apóstoles escuchan estas palabras y participan en el acontecimiento; y aun cuando solamente lo comprenderán más tarde, sin embargo, ya en ese momento, en el Cenáculo del Jueves Santo se realizó lo que elles debían comprender y que desde entonces debían hacer en memoria de El.
Y todo esto también nosotros lo hemos recibido de ellos y de sus sucesores.
Por esto nuestros corazones están colmados del santo estremecimiento de la veneración y del amor, ahora que de nuevo ha llegado para nosotros el Jueves Santo: efectivamente, nos hemos reunido aquí para participar en la liturgia de la Ultima Cena.
"¿Cómo pagaré al Señor todo el bien que me ha hecho?" (Sal 115 [116], 3).
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DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II A UNA PEREGRINACIÓN DE UNIVERSITARIOS FRANCESES
Sábado Santo 5 de abril de 1980
.Me siento muy contento de tener este encuentro con vosotros, estudiantes universitarios franceses, relacionados con el Sagrado Corazón de Montmartre. Habéis venido a Roma a finalizar el triduo pascual. Conozco la seriedad de vuestra vinculación a la Iglesia, no solamente en el estudio, sino también en la oración personal de adoración, en la liturgia bien celebrada, en la participación y el testimonio.
A todos vosotros os ofrezco mis mejores deseos de Pascua. Cristo os pregunta a vosotros, como a los Apóstoles reunidos alrededor de Pedro: "Para vosotros, ¿quién soy yo?". Cada uno de vosotros debe responder en su alma y en su conciencia. A decir verdad, abandonados a vuestras propias fuerzas, a vuestra sola razón, influenciados quizás por el clima de incertidumbre, de duda que reina a vuestro alrededor, seríais incapaces de ello. Pero la Iglesia misma, con las actitudes del Apóstol Pedro proclamó por vosotros la única fe auténtica: "Tu eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo". Esta fe se os ha infundido a vosotros en estado germinal, de capacidad, de virtud, por medio del bautismo. Vosotros la habéis hecho vuestra poco a poco, a lo largo de vuestra infancia y de vuestra adolescencia, tal vez con altibajos. Desde dentro, el Espíritu Santo ha esclarecido y fortificado vuestra fe, derramando en vuestros corazones el amor de Dios. Quiero repetiros con el primero de los Apóstoles, el primero de los Obispos de Roma: este Jesús "a quien amáis sin haberlo visto, en quien ahora creéis sin verle, y os regocijáis con un gozo inefable y glorioso, logrando la meta de vuestra fe, la salvación de las almas" (1 Pe 1, 8-9).
Que vuestra vinculación a Cristo y a su Iglesia no desfallezca nunca. Acogedle con confianza, con serenidad, con alegría, pues sabemos en quién hemos puesto nuestra fe. Esta noche vamos a celebrar su resurrección. Cristo resucitado está allí para "sosteneros", como le dijo a San Pablo —y lo ha hecho ya—, para libraros de vuestros pecados, de aquello que os impediría vivir en la fe religiosa, en paz con los demás, en la verdad, en la pureza, en el perdón, en la caridad; para infundir en vosotros su vida divina y su poder de renovación. Ninguna barrera puede impedirle llevar a cabo su salvación cuando cada uno se abre a ésta libremente. Tened confianza, incluso aunque tengáis la impresión de estar todavía lejos de ella,
Este amor de Dios que os sostiene es un don gratuito. Recibidle en acción de gracias. E id por los caminos del mundo, a vuestras familias, a vuestras ciudades, a vuestras escuelas, en medio de otros jóvenes, para ser testigos de este don, para ser de algún modo el sacramento de su amor junto a cada uno de vuestros hermanos invitándoles a acoger al Salvador en su propia vida, ¡Este es el secreto de la felicidad! Y es una posibilidad de renovación para nuestro mundo envejecido en sus dudas, en su encerramiento y en sus odios. Es su salvación.
¡Felices Pascuas! Con la bendición apostólica que os imparto de todo corazón en nombre del Señor.
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martes, 19 de abril de 2011
AUDIENCIA GENERAL
JUAN PABLO II
Miércoles 15 de abril de 1987
1. Hoy, miércoles de la Semana Santa, nos reunimos tras el regreso de mi viaje pastoral a dos países limítrofes de América Latina: Chile y Argentina.
Como es sabido, al comenzar mi ministerio en la Sede de Pedro, estas dos naciones se encontraban, en diciembre de 1978, al borde de una guerra, que hubiera podido extenderse luego a otros países de América del Sur. Considero un signo de la Providencia de Dios el que se pudieran parar los pasos de la guerra y que Chile y Argentina propusieran a la Sede Apostólica su Mediación en la controversia sobre la zona austral. Deseo expresar una vez más mi profundo agradecimiento al señor cardenal Antonio Samoré, que en diciembre de 1978 dio los primeros pasos para impedir la guerra y guió luego, hasta su muerte ocurrida en febrero de 1983, los trabajos de los expertos de ambas partes. Estos trabajos se vieron coronados al fin —gracias también a quien continuó la obra del cardenal Samoré— por un Tratado de Paz y Amistad entre Chile y Argentina, firmado en el Vaticano el 29 de noviembre de 1984.
2. La finalidad de mi visita ha sido sobre todo dar gracias. Junto con estos dos pueblos, quería dar gracias a Dios por la solución pacifica de la controversia, solución que ahorró a Argentina y a Chile pérdidas incalculables, sobre todo de jóvenes vidas humanas, que se habrían producido como consecuencia dolorosa de las actividades bélicas.
En este contexto deseo agradecer la invitación a realizar este viaje que me fue dirigida por las autoridades estatales de Argentina y Chile y por los Episcopados de estos dos países. Al mismo tiempo doy las gracias a cuantos han contribuido a la preparación de esta visita y han facilitado su desarrollo.
Puesto que la decisión bilateral de la suspensión del recurso a las armas y del inicio del proceso de Mediación fue tomada en Montevideo, capital de Uruguay, pareció oportuno comenzar desde esa ciudad el viaje de acción de gracias. Expreso vivo agradecimiento a las autoridades civiles de Uruguay, al arzobispo de Montevideo, a los demás obispos del país, así como a los sacerdotes, religiosos, religiosas y a todos los fieles, por la acogida que se me dispensó en esa capital y por la numerosa participación en la Eucaristía de acción de gracias en la gran explanada "Tres Cruces".
3. La visita a Chile y Argentina ha tenido al mismo tiempo un carácter pastoral análogo al de otros muchos viajes que he podido hacer anteriormente a diversos países de los cinco continentes, realizando así el ministerio de Sucesor de Pedro. La visita a Chile duró del 1 al 6 de abril: habla sido configurada de acuerdo con la geografía de ese país que se extiende por más de 4 mil kilómetros como una franja estrecha entre las cadenas de los Andes y la costa del Océano Pacífico.
La parte más notable de la visita se concentró en la capital, Santiago de Chile (en la que vive más de un tercio de la población total del país) y, tras un gran encuentro en Valparaíso, se desarrolló a través de las siguientes ciudades, de Sur a Norte: Punta Arenas, Puerto Montt, Concepción, Temuco, La Serena y Antofagasta.
Paralelo a este programa "geográfico", se desarrolló también el programa "temático" sobre los aspectos fundamentales de la misión de la Iglesia en Chile.
En el encuentro con el Episcopado de Chile, exhorté a los amados hermanos, obispos a contribuir con todo empeño a la afirmación de la concordia y de la paz, dentro del respeto de los derechos fundamentales del hombre.
A los sacerdotes les recordé que Cristo ha puesto en sus manos el inmenso tesoro de la redención y los exhorté a impulsar la acción pastoral, que conduce a la conversión y a una auténtica vida cristiana.
A la multitud innumerable de las "poblaciones", en la periferia de Santiago así como a los "campesinos" y a los indígenas "mapuches" en la ciudad de Temuco, les manifesté la solicitud plena y cordial de la Iglesia, subrayando los derechos de los más pobres y de las minorías, e invitando al diálogo constructivo y a la solidaridad.
En el santuario de Maipú consagré Chile a María, Virgen del Carmen. Patrona de la nación y Madre de la esperanza.
En la Universidad Católica de Santiago tuve un encuentro con el mundo de la cultura y con los intelectuales chilenos. Recibí además, a petición suya, a un grupo de dirigentes políticos de diversos partidos, a los cuales recordé los principios éticos cristianos que deben constituir la base de toda convivencia social.
Sobre la paz nacional e internacional hablé en Punta Arenas; sobre la familia y el matrimonio, en Valparaíso, sobre la evangelización de los pueblos, en Puerto Montt; sobre el trabajo y el desempleo, en Concepción; sobre el valor de las culturas locales, en el mensaje radiotelevisado a las poblaciones de la Isla de Pascua. Por último, en Antofagasta, llevé el consuelo de la fe y de la amistad cristiana a los presos, reafirmando la importancia del camino de la evangelización en el V centenario del primer anuncio del Evangelio en América Latina
4. El punto culminante de la visita a Chile fue la beatificación de sor Teresa de los Andes, carmelita. Es la primera hija de la Iglesia en Chile que es elevada a la gloria de los altares.
Esta ceremonia de beatificación, durante la cual hablé en la homilía de la reconciliación, resultó especialmente elocuente en el trasfondo de la difícil situación interna de la nación.
Hay que expresar una gratitud particular a la comunidad eclesial de Santiago que no se dejó provocar en ningún momento, manteniendo una actitud verdaderamente digna de una gran manifestación religiosa.
¡Ciertamente el amor es mas fuerte! Confío en que la visita haya reforzado la solidaridad cristiana de toda la Iglesia con nuestros hermanos y hermanas en Chile, país con una gran herencia cultural, marcado por siglos de intensa vitalidad cristiana y plenamente consciente de su identidad también en el campo social y político.
5. La visita a Argentina duró del 6 al 12 de abril. Comenzando en la capital, Buenos Aires, el viaje se desarrolló a través de las siguientes ciudades: Bahía Blanca, Viedma, Mendoza, Córdoba, Tucumán, Salta, Corrientes, Paraná y Rosario.
Por lo que se refiere a los temas el programa se desarrolló según el carácter específico de las distintas regiones. Dicho programa contempló de forma predominante la temática catequética y pastoral, de acuerdo con las necesidades de toda la Iglesia en Argentina y del progreso social de esa nación dentro del respeto a los derechos de toda persona humana.
En el encuentro con el mundo rural en Bahía Blanca, exhorté a lograr que el trabajo, elevándose en Cristo a la categoría de redención, contribuya a consolidar las bases de un auténtico humanismo cristiano; en Viedma se conmemoró el V centenario de la Evangelización de América Latina y la obra heroica de los primeros misioneros en Patagonia; en Mendoza, la maravillosa ciudad rodeada por las vetas nevadas del Aconcagua y de las otras montañas de la Cordillera, se desarrolló el tema: "La paz, don de Dios, que se conquista cada día"; en Córdoba, el tema fue el matrimonio en la doctrina católica, que lo presenta como indisoluble, fundado en el amor de los cónyuges, y ordenado a la familia; en Tucumán, la ciudad cuna de la Independencia, traté el tema de la libertad y de la piedad, entendida también como amor a la patria; en Salta hablé de los valores de las culturas locales, exhortando a la esperanza que nace de la realidad del bautismo; en Corrientes el tema central fue la devoción a María Santísima en el marco de la religiosidad popular; en Paraná desarrollé el tema de la emigración y de los problemas sociales y religiosos que lleva consigo; finalmente en Rosario traté de la vocación y de la misión de los laicos en la Iglesia.
Los problemas del trabajo y la orientación para su gradual solución fueron tratados en los encuentros con los trabajadores, en el "Mercado Central" de Buenos Aires, y con los empresarios, mientras que en el "Teatro Colón" tuvo lugar una reunión significativa con el mundo de la cultura.
No faltó un encuentro con la comunidad ucraniana, en cuya catedral de Buenos Aires oré recordando el próximo milenio del bautismo de sus antepasados. Hubo además encuentros de carácter interreligioso y ecuménico.
6. El acontecimiento final —y al mismo tiempo culminante— del programa de la visita a Argentina fue la Jornada mundial de la Juventud, que se celebró el Domingo de Ramos.
Los años anteriores esta fiesta había tenido su epicentro en la basílica de San Pedro en Roma. Esta vez se eligió la ciudad de Buenos Aires, donde en una gran explanada se reunió una multitud innumerable de jóvenes: jóvenes procedentes, ante todo, de Argentina y además de toda América Latina, e incluso de otros continentes. Se hallaba presente asimismo una nutrida delegación italiana, cerca de 500 jóvenes, sobre todo de Roma. Tema de la Jornada fueron las palabras de San Juan: "Nosotros hemos reconocido el amor que Dios nos tiene y hemos creído en él" (Jn 4, 16).
La solemne ceremonia terminó con el acto de consagración de Argentina a la Virgen de Luján.
Tanto la vigilia nocturna del sábado anterior y la liturgia del mismo Domingo de Ramos, como el programa en su totalidad, fueron muy bien preparados por los organizadores, y los participantes vivieron intensamente los distintos momentos del mismo.
7. Queridísimos hermanos y hermanas:
Con el Domingo de Ramos hemos entrado en el período de la Semana Santa. Que sea fuente de renovación pascual para toda la Iglesia en el mundo entero y, de forma especial, en Chile, Argentina y Montevideo, como tuve ocasión de subrayar sobre todo en los distintos encuentros con los enfermos.
A todos, y en particular a cuantos han venido a Roma para la Semana Santa, les deseo la gracia de la unión con Cristo crucificado y resucitado: la muerte redentora que Él sufrió por amor a todos y a cada uno produzca siempre en nosotros frutos de nueva vida: "Porque tanto amó Dios al mundo, que le dio su Hijo Unigénito, para que todo el que crea en Él no perezca, sino que tenga la vida eterna" (Jn 3, 16).
Saludos
Deseo ahora presentar mi cordial saludo a todos los peregrinos llegados de América Latina y de España. De modo especial mi saludo se dirige a las Religiosas “Hijas de María, Madre de la Iglesia”, a las “Hospitalarias del Sagrado Corazón de Jesús”, al grupo de padres y alumnos del colegio “San José ” de Madrid, a la peregrinación proveniente de Guatemala y a los grupos universitarios de Venezuela y Colombia.
A todos imparto con afecto mi bendición apostólica.
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XXV JORNADA MUNDIAL DE LA JUVENTUD
BENEDICTO XVI
ÁNGELUS
Plaza de San Pedro
Domingo de Ramos 28 de marzo de 2010
(Vídeo)
Mientras nos preparamos para concluir esta celebración, mi pensamiento no puede menos de dirigirse al domingo de Ramos de hace veinticinco años. Era 1985, que las Naciones Unidas habían declarado "Año de la juventud". El venerable Juan Pablo II quiso aprovechar aquella ocasión y, conmemorando la entrada de Cristo en Jerusalén aclamado por sus jóvenes discípulos, dio inicio a las Jornadas mundiales de la juventud. Desde entonces, el domingo de Ramos ha adquirido esta característica, que cada dos o tres años se manifiesta también en los grandes encuentros mundiales, trazando una especie de peregrinación juvenil a través de todo el mundo en el seguimiento de Jesús. Hace veinticinco años, mi amado predecesor invitó a los jóvenes a profesar su fe en Cristo que "tomó sobre sí mismo la causa del hombre" (Homilía, 31 de marzo de 1985, nn. 5, 7: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 7 de abril de 1985, p. 1 y 12). Hoy yo renuevo este llamamiento a la nueva generación a dar testimonio con la fuerza suave y luminosa de la verdad, para que a los hombres y mujeres del tercer milenio no les falte el modelo más auténtico: Jesucristo. Encomiendo este mandato en particular a los trescientos delegados del Foro internacional de jóvenes, que han venido de todas las partes del mundo, convocados por el Consejo pontificio para los laicos.
(En francés)
Acoged con alegría la llamada a seguir a Cristo, a amarlo sobre todas las cosas y a servirlo en sus hermanos. No tengáis miedo de responder con generosidad, si os invita a seguirlo en la vida sacerdotal o en la vida religiosa. A lo largo de esta Semana santa, con María, seguid a Jesús que nos lleva hacia la luz de la Resurrección.
(En inglés)
Hoy comenzamos la Semana santa, el tiempo de oración y reflexión más intenso de la Iglesia, recordando la acogida que brindaron los jóvenes a Cristo en Jerusalén. Hagamos nuestra su alegría dando la bienvenida a Cristo en nuestra vida. Invoco de buen grado la fuerza y la paz de nuestro Señor Jesucristo sobre vosotros y sobres vuestros seres queridos.
(En alemán)
Llenos de alegría, vemos que también en nuestro tiempo muchos jóvenes abren la puerta de su vida a Jesucristo y sin miedo dan testimonio de su Señor y Rey. Que la entrega amorosa de Jesús, que contemplaremos en los misterios de la Semana santa, nos dé la fuerza para no asustarnos ante las exigencias del seguimiento de Cristo.
(En español)
Con la celebración del domingo de Ramos, la Iglesia conmemora la entrada triunfal del Señor en Jerusalén, iniciándose así esta Semana grande y santa, donde celebraremos los misterios de la pasión, muerte y resurrección de nuestro Señor. Os invito, queridos hermanos, a participar con especial fervor en las celebraciones litúrgicas de los próximos días, para experimentar y gozar de la infinita misericordia de Dios, que por amor nos libra del pecado y de la muerte.
(En esloveno)
Os deseo que acojáis siempre con entusiasmo a Jesús como Salvador y que lo sigáis, si es necesario incluso con el sufrimiento, hasta la victoria de la resurrección.
(En polaco)
Preguntemos también nosotros a Jesús: "Maestro bueno, ¿qué he de hacer para tener en herencia la vida eterna?" (Mc 10, 17). Que los misterios de la Semana santa, que de modo especial nos muestran el gran amor de Dios al hombre, nos ayuden a encontrar la respuesta adecuada. A todos os deseo que meditéis a fondo la pasión, muerte y resurrección de Cristo.
(En italiano)
Queridos amigos, no temáis cuando seguir a Cristo conlleve incomprensiones y ofensas. Servidlo en las personas más frágiles y desfavorecidas, especialmente en vuestros coetáneos que atraviesan dificultades. A este propósito, deseo asegurar también una oración especial por la Jornada mundial de los portadores de autismo, promovida por la ONU, que se celebrará el próximo 2 de abril.
En este momento, nuestro pensamiento y nuestro corazón se dirigen de manera especial a Jerusalén, donde se realizó el misterio pascual. Me siento profundamente entristecido por los recientes conflictos y tensiones que se han producido una vez más en esa ciudad, que es patria espiritual de cristianos, judíos y musulmanes, profecía y promesa de la reconciliación universal que Dios desea para toda la familia humana. La paz es un don que Dios encomienda a la responsabilidad humana, para que lo cultive mediante el diálogo y el respeto de los derechos de todos, la reconciliación y el perdón. Oremos, por tanto, para que los responsables del destino de Jerusalén emprendan con valentía el camino de la paz y lo sigan con perseverancia.
Queridos hermanos y hermanas, como hizo Jesús con el discípulo Juan, también yo os encomiendo a María, diciéndoos: Ahí tienes a tu madre (cf. Jn 19, 27). A ella nos dirigimos todos con confianza filial, rezando juntos la oración del Ángelus.
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Carta del Santo Padre Juan Pablo II a los sacerdotes para el Jueves Santo de 1998
Queridos hermanos en el sacerdocio:
Con la mente y el corazón puestos en el Gran Jubileo, celebración solemne del bimilenario del nacimiento de Cristo y comienzo del tercer milenio cristiano, deseo invocar con vosotros al Espíritu del Señor, a quien está dedicada particularmente la segunda etapa del itinerario espiritual de la preparación inmediata al Año Santo del 2000.
Dóciles a sus suaves inspiraciones, nos disponemos a vivir con una participación intensa este tiempo favorable, implorando del Dador de los dones las gracias necesarias para discernir los signos de salvación y responder con plena fidelidad a la llamada de Dios.
Nuestro sacerdocio está íntimamente unido al Espíritu Santo y a su misión. En el día de la ordenación presbiteral, en virtud de una singular efusión del Paráclito, el Resucitado ha renovado en cada uno de nosotros lo que realizó con sus discípulos en la tarde de la Pascua, y nos ha constituido en continuadores de su misión en el mundo (cf. Jn 20,21-23). Este don del Espíritu, con su misteriosa fuerza santificadora, es fuente y raíz de la especial tarea de evangelización y santificación que se nos ha confiado.
El Jueves Santo, día en que conmemoramos la Cena del Señor, presenta ante nuestros ojos a Jesús, Siervo «obediente hasta la muerte» (Fil 2,8), que instituye la Eucaristía y el Orden sagrado como particulares signos de su amor. Él nos deja este extraordinario testamento de amor para que se perpetúe en todo tiempo y lugar el misterio de su Cuerpo y de su Sangre y los hombres puedan acercarse a la fuente inextinguible de la gracia. ¿Existe acaso para nosotros, los sacerdotes, un momento más oportuno y sugestivo que éste para contemplar la obra del Espíritu Santo en nosotros y para implorar sus dones con el fin de conformarnos cada vez más con Cristo, Sacerdote de la Nueva Alianza?
1. El Espíritu Santo creador y santificador
Veni Creator Spiritus,
Mentes tuorum visita,
Imple superna gratia,
Quae tu creasti pectora.
Ven, Espíritu creador,
visita las almas de tus fieles
y llena de la divina gracia
los corazones que Tú mismo creaste.
Este antiguo canto litúrgico recuerda a cada sacerdote el día de su ordenación, evocando los propósitos de plena disponibilidad a la acción del Espíritu Santo formulados en circunstancia tan singular. Le recuerda asimismo la especial asistencia del Paráclito y tantos momentos de gracia, de alegría y de intimidad, que el Señor le ha hecho gustar a lo largo de su vida.
La Iglesia, que en el Símbolo Niceno-Constantinopolitano proclama su fe en el Espíritu Santo «Señor y dador de vida», presenta claramente el papel que Él desempeña acompañando los acontecimientos humanos y, de manera particular, los de los discípulos del Señor en camino hacia la salvación.
Él es el Espíritu creador, que la Escritura presenta en los inicios de la historia humana, cuando «aleteaba por encima de las aguas» (Gn 1,2), y en el comienzo de la redención, como artífice de la Encarnación del Verbo de Dios (cf. Mt 1,20; Lc 1,35).
De la misma naturaleza del Padre y del Hijo, Él es «en el misterio absoluto de Dios uno y trino, la Persona-amor, el don increado, fuente eterna de toda dádiva que proviene de Dios en el orden de la creación, el principio directo y, en cierto modo, el sujeto de la autocomunicación de Dios en el orden de la gracia. El misterio de la Encarnación constituye el culmen de esta dádiva y de esta autocomunicación divina» (Dominum et vivificantem, 50).
El Espíritu Santo orienta la vida terrena de Jesús hacia el Padre. Merced a su misteriosa intervención, el Hijo de Dios fue concebido en el seno de la Virgen María (cf. Lc 1,35) y se hizo hombre. Es también el Espíritu el que, descendiendo sobre Jesús en forma de paloma durante su bautismo en el Jordán, le manifiesta como Hijo del Padre (cf. Lc 3,21-22) y, acto seguido, le conduce al desierto (cf. Lc 4,1). Tras la victoria sobre las tentaciones, Jesús da comienzo a su misión «por la fuerza del Espíritu» (Lc 4, 14), en Él se llena de gozo y bendice al Padre por su bondadoso designio (cf. Lc 10,21) y con su fuerza expulsa los demonios (cf. Mt 12,28; Lc 11,20). En el momento dramático de la cruz se ofrece a sí mismo «por el Espíritu eterno» (Hb 9,14), por el cual es resucitado después (cf. Rm 8,11) y «constituido Hijo de Dios con poder» (Rm 1,4).
En la tarde de Pascua, Jesús resucitado dice a los Apóstoles reunidos en el Cenáculo: «Recibid el Espíritu Santo» (Jn 29,22) y, tras haberles prometido una nueva efusión, les confía la salvación de los hermanos, enviándolos por los caminos del mundo: «Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado. Y he aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (Mt 28,19-20).
La presencia de Cristo en la Iglesia de todos los tiempos y lugares se hace viva y eficaz en los creyentes por obra del Consolador (cf. Jn 14,26). El Espíritu es «también para nuestra época el agente principal de la nueva evangelización... construye el Reino de Dios en el curso de la historia y prepara su plena manifestación en Jesucristo, animando a los hombres en su corazón y haciendo germinar dentro de la vivencia humana las semillas de la salvación definitiva que se dará al final de los tiempos» (Tertio millennio adveniente, 45).
2. Eucaristía y Orden, frutos del Espíritu
Qui diceris Paraclitus,
Altissimi donum Dei,
Fons vivus, ignis, caritas
et spiritalis unctio.
Tú eres nuestro Consolador,
Don de Dios Altísimo,
fuente viva, fuego, caridad
y espiritual unción.
Con estas palabras la Iglesia invoca al Espíritu Santo como «spiritalis unctio», espiritual unción. Por medio de la unción del Espíritu en el seno inmaculado de María, el Padre ha consagrado a Cristo como sumo y eterno Sacerdote de la Nueva Alianza, el cual ha querido compartir su sacerdocio con nosotros, llamándonos a ser su prolongación en la historia para la salvación de los hermanos.
El Jueves Santo, «Feria quinta in Coena Domini», los sacerdotes estamos invitados a dar gracias con toda la comunidad de los creyentes por el don de la Eucaristía y a ser cada vez más conscientes de la gracia de nuestra especial vocación. Asimismo, nos sentimos impulsados a confiarnos a la acción del Espíritu Santo, con corazón joven y plena disponibilidad, dejando que Él nos conforme cada día con Cristo Sacerdote.
El Evangelio de san Juan, con palabras llenas de ternura y misterio, nos cuenta el relato de aquel primer Jueves Santo, en el cual el Señor, estando a la mesa con sus discípulos en el Cenáculo, «habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo» (13,1). ¡Hasta el extremo!: hasta la institución de la Eucaristía, anticipación del Viernes Santo, del sacrificio de la cruz y de todo el misterio pascual. Durante la Última Cena, Cristo toma el pan con sus manos y pronuncia las primeras palabras de la consagración: «Esto es mi Cuerpo que será entregado por vosotros». Inmediatamente después pronuncia sobre el cáliz lleno de vino las siguientes palabras de la consagración: «Éste es el cáliz de mi Sangre, Sangre de la alianza nueva y eterna, que será derramada por vosotros y por todos los hombres para el perdón de los pecados»; y añade a continuación: «Haced esto en conmemoración mía». Se realiza así en el Cenáculo, de manera incruenta, el Sacrificio de la Nueva Alianza que tendrá lugar con sangre al día siguiente, cuando Cristo dirá desde la cruz: «Consummatum est», «¡Todo está cumplido! » (Jn 19,30).
Este Sacrificio ofrecido una vez por todas en el Calvario es confiado a los Apóstoles, en virtud del Espíritu Santo, como el Santísimo Sacramento de la Iglesia. Para impetrar la intervención misteriosa del Espíritu, la Iglesia, antes de las palabras de la consagración, implora: «Por eso, Padre, te suplicamos que santifiques por el mismo Espíritu estos dones que hemos separado para ti, de manera que sean Cuerpo y Sangre de Jesucristo, Hijo tuyo y Señor nuestro, que nos mandó celebrar estos misterios» (Plegaria Eucarística III). En efecto, sin la potencia del Espíritu divino, ¿cómo podrían unos labios humanos hacer que el pan y el vino se conviertan en el Cuerpo y la Sangre del Señor hasta el fin de los tiempos? Solamente por el poder del Espíritu divino puede la Iglesia confesar incesantemente el gran misterio de la fe: «Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección. ¡Ven Señor Jesús! ».
La Eucaristía y el Orden son frutos del mismo Espíritu: «Al igual que en la Santa Misa el Espíritu Santo es el autor de la transubstanciación del pan y del vino en el Cuerpo y la Sangre de Cristo, así en el sacramento del Orden es el artífice de la consagración sacerdotal o episcopal» (Don y Misterio, p. 59).
3. Los dones del Espíritu Santo
Tu septiformis munere
Digitus paternae dexterae
Tu rite promissum Patris
Sermone ditans guttura.
Tú derramas sobre nosotros los siete dones;
Tú, el dedo de la mano de Dios;
Tú, el prometido del Padre;
Tú, que pones en nuestros labios los tesoros de tu palabra.
¿Cómo no dedicar una reflexión particular a los dones del Espíritu Santo, que la tradición de la Iglesia, siguiendo las fuentes bíblicas y patrísticas, denomina «sacro Septenario»? Esta doctrina ha sido estudiada con atención por la teología escolástica, ilustrando ampliamente su significado y características.
«Dios ha enviado a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo que clama: ¡Abbá, Padre!» (Gal 4,6). «En efecto, todos los que son guiados por el Espíritu de Dios son hijos de Dios... El Espíritu mismo se une a nuestro espíritu para dar testimonio de que somos hijos de Dios» (Rm 8,14.16). Las palabras del apóstol Pablo nos recuerdan que la gracia santificante («gratia gratum faciens») es un don fundamental del Espíritu, con la cual se reciben las virtudes teologales: fe, esperanza y caridad, y todas las virtudes infusas («virtutes infusae»), que capacitan para obrar bajo el influjo del mismo Espíritu. En el alma, iluminada por la gracia celestial, esta capacitación sobrenatural se completa con los dones del Espíritu Santo. Estos se diferencian de los carismas, que son concedidos para el bien de los demás, porque se ordenan a la santificación y perfección de la persona y, por tanto, se ofrecen a todos.
Sus nombres son conocidos. Los menciona el profeta Isaías trazando la figura del futuro Mesías: «Reposará sobre él el espíritu del Señor: espíritu de sabiduría e inteligencia, espíritu de consejo y fortaleza, espíritu de ciencia y temor del Señor. Y le inspirará en el temor del Señor» (11, 2-3). El número de los dones será fijado en siete por la versión de los Setenta y la Vulgata, que incorporan la piedad, eliminando del texto de Isaías la repetición del temor de Dios.
Ya san Ireneo recuerda el «Septenario» y añade: «Dios ha dado este Espíritu a la Iglesia, (...) enviando el Paráclito sobre toda la tierra» (Adv. haereses III, 17, 3). San Gregorio Magno, por su parte, ilustra la dinámica sobrenatural introducida por el Espíritu en el alma, enumerando los dones en orden inverso: «Mediante el temor nos elevamos a la piedad, de la piedad a la ciencia, de la ciencia obtenemos la fuerza, de la fuerza el consejo, con el consejo progresamos hacia la inteligencia y con la inteligencia hacia la sabiduría, de tal modo que, por la gracia septiforme del Espíritu, se nos abre al final de la ascensión el ingreso a la vida celeste» (Hom. in Hezech. II, 7, 7).
Los dones del Espíritu Santo -comenta el Catecismo de la Iglesia Católica-, al ser una especial sensibilización del alma humana y de sus facultades a la acción del Paráclito, «completan y llevan a su perfección las virtudes de quienes los reciben. Hacen a los fieles dóciles para obedecer con prontitud a las inspiraciones divinas» (n. 1831). Por tanto, la vida moral de los cristianos está sostenida por esas «disposiciones permanentes que hacen al hombre dócil para seguir los impulsos del Espíritu Santo» (ibíd., n. 1830). Con ellos llega a la madurez la vida sobrenatural que, por medio de la gracia, crece en todo hombre. Los dones, en efecto, se adaptan admirablemente a nuestras disposiciones espirituales, perfeccionándolas y abriéndolas de manera particular a la acción de Dios mismo.
4. Influjo de los dones del Espíritu Santo sobre el hombre
Accende lumen sensibus
Infunde amorem cordibus;
Infirma nostri corporis
Virtute firmans perpeti.
Enciende con tu luz nuestros sentidos;
infunde tu amor en nuestros corazones;
y, con tu perpetuo auxilio,
fortalece nuestra débil carne.
Por medio del Espíritu, Dios entra en intimidad con la persona y penetra cada vez más en mundo humano: «Dios uno y trino, que en sí mismo "existe" como realidad trascendente de don interpersonal al comunicarse por el Espíritu Santo como don al hombre, transforma el mundo humano desde dentro, desde el interior de los corazones y de las conciencias» (Dominum et vivificantem, 59).
En la gran tradición escolástica, esta verdad lleva a privilegiar la acción del Espíritu en las vicisitudes humanas y a resaltar la iniciativa salvífica de Dios en la vida moral: aunque sin anular nuestra personalidad ni privarnos de la libertad, Él nos salva más allá de nuestras aspiraciones y proyectos. Los dones del Espíritu Santo siguen esta lógica, siendo «perfecciones del hombre que lo disponen a seguir prontamente la moción divina » (S. Tomás de Aquino, Summa Theologiae I-II, q. 68, a. 2).
Con los siete dones se da al creyente la posibilidad de una relación personal e íntima con el Padre, en la libertad que es propia de los hijos de Dios. Es lo que subraya santo Tomás, poniendo de relieve cómo el Espíritu Santo nos induce a obrar no por fuerza sino por amor: «Los Hijos de Dios -afirma él- son movidos por el Espíritu Santo libremente, por amor, no en forma servil, por temor» (Contra gentiles IV, 22). El Espíritu convierte las acciones del cristiano en «deiformes», esto es, en sintonía con el modo de pensar, de amar y de actuar divinos, de tal modo que el creyente llega a ser signo reconocible de la Santísima Trinidad en el mundo. Sostenido por la amistad del Paráclito, por la luz del Verbo y por el amor del Padre, puede proponerse con audacia imitar la perfección divina (cf. Mt 5,48).
El Espíritu actúa en dos ámbitos, como recordaba mi venerado predecesor, el Siervo de Dios Pablo VI: «El primer campo es el de cada una de las almas... nuestro yo: en esa profunda celda de la propia existencia, misteriosa incluso para nosotros mismos, entra el soplo del Espíritu Santo. Se difunde en el alma con el primer y gran carisma que llamamos gracia, que es como una nueva vida, y rápidamente la habilita para realizar actos que superan su actividad natural». El segundo campo «en que se difunde la virtud de Pentecostés» es «el cuerpo visible de la Iglesia... Ciertamente «Spiritus ubi vult spirat» (Jn 3,8), pero en la economía establecida por Cristo, el Espíritu recorre el canal del ministerio apostólico». En virtud de este ministerio a los sacerdotes se les da la potestad de trasmitir el Espíritu a los fieles «por medio del anuncio autorizado y garantizado de la Palabra de Dios, en la guía del pueblo cristiano y en la distribución de los sacramentos (cf. 1 Cor 4,1), fuente de la gracia, es decir, de la acción santificante del Paráclito» (Homilía en la fiesta de Pentecostés, 25 de mayo 1969).
5. Los dones del Espíritu en la vida del sacerdote
Hostem repellas longius
Pacemque dones protinus:
Ductore sic te praevio
Vitemus omne noxium.
Aleja de nosotros al enemigo,
danos pronto la paz,
sé Tú mismo nuestro guía y,
puestos bajo tu dirección,
evitaremos todo lo nocivo.
El Espíritu Santo restablece en el corazón humano la plena armonía con Dios y, asegurándole la victoria sobre el Maligno, lo abre a la dimensión universal del amor divino. De este modo hace pasar al hombre del amor de sí mismo al amor de la Trinidad, introduciéndole en la experiencia de la libertad interior y de la paz, y encaminándole a vivir toda su existencia como un don. Con el «sacro Septenario» el Espíritu guía de este modo al bautizado hacia la plena configuración con Cristo y la total sintonía con las perspectivas del Reino de Dios.
Si éste es el camino hacia el que el Espíritu encauza suavemente a todo bautizado, dispensa también una atención especial a los que han sido revestidos del Orden sagrado para que puedan cumplir adecuadamente su exigente ministerio. Así, con el don de la «sabiduría», el Espíritu conduce al sacerdote a valorar cada cosa a la luz del Evangelio, ayudándole a leer en los acontecimientos de su propia vida y de la Iglesia el misterioso y amoroso designio del Padre; con el don de la «inteligencia», favorece en él una mayor profundización en la verdad revelada, impulsándolo a proclamar con fuerza y convicción el gozoso anuncio de la salvación; con el «consejo», el Espíritu ilumina al ministro de Cristo para que sepa orientar su propia conducta según la Providencia, sin dejarse condicionar por los juicios del mundo; con el don de la «fortaleza» lo sostiene en las dificultades del ministerio, infundiéndole la necesaria «parresía» en el anuncio del Evangelio (cf. Hch 4, 29.31); con el don de la «ciencia», lo dispone a comprender y aceptar la relación, a veces misteriosa, de las causas segundas con la causa primera en la realidad cósmica; con el don de «piedad», reaviva en él la relación de unión íntima con Dios y la actitud de abandono confiado en su providencia; finalmente, con el «temor de Dios», el último en la jerarquía de los dones, el Espíritu consolida en el sacerdote la conciencia de la propia fragilidad humana y del papel indispensable de la gracia divina, puesto que «ni el que planta es algo, ni el que riega, sino Dios que hace crecer» (l Co 3,7).
6. El Espíritu introduce en la vida trinitaria
Per te sciamus da Patrem
Nosscamus atque Filium,
Teque utriusque Spiritum
Credamus omni tempore.
Por Ti conozcamos al Padre,
y también al Hijo;
y que en Ti, espíritu de entrambos,
creamos en todo tiempo.
¡Qué sugestivo es imaginar estas palabras en los labios del sacerdote que, junto con los fieles confiados a su cura pastoral, camina al encuentro con su Señor! Suspira llegar con ellos al verdadero conocimiento del Padre y del Hijo, y pasar así de la experiencia de la obra del Paráclito en la historia «per speculum in aenigmate» (1Co 13,12) a la contemplación «facie ad faciem» (ibid.) de la viva y palpitante Realidad trinitaria. Él es muy consciente de emprender «una larga travesía con pequeñas barcas» y de volar hacia el cielo «con alas cortas» (S. Gregorio Nacianceno, Poemas teológicos, 1); pero sabe también que puede contar con Aquel que ha tenido la misión de enseñar todas las cosas a los discípulos (cf. Jn 14,26).
Al haber aprendido a leer los signos del amor de Dios en su historia personal, el sacerdote, a medida que se acerca la hora del encuentro supremo con el Señor, hace cada vez más intensa y apremiante su oración, en el deseo de conformarse con fe madura a la voluntad del Padre, del Hijo y del Espíritu.
El Paráclito «escalera de nuestra elevación a Dios» (S. Ireneo, Adv. Haer. III, 24, 1), lo atrae hacia el Padre, poniéndole en el corazón el deseo ardiente de ver su rostro. Le hace conocer todo lo que se refiere al Hijo, atrayéndolo a Él con creciente nostalgia. Lo ilumina sobre el misterio de su misma Persona, llevándole a percibir su presencia en el propio corazón de la historia.
De este modo, entre las alegrías y los afanes, los sufrimientos y las esperanzas del ministerio, el sacerdote aprende a confiar en la victoria final del amor, gracias a la acción indefectible del Paráclito que, a pesar de los límites de los hombres y de las instituciones, lleva a la Iglesia a vivir el misterio de la unidad y de la verdad. En consecuencia, el sacerdote sabe que puede confiar en la fuerza de la Palabra de Dios, que supera cualquier palabra humana, y en el poder de la gracia, que vence sobre el pecado y las limitaciones propias de los hombres. Todo esto lo hace fuerte, no obstante la fragilidad humana, en el momento de la prueba, y dispuesto para volver con el corazón al Cenáculo, donde, perseverando en la oración, junto con María y los hermanos, puede encontrar de nuevo el entusiasmo necesario para reanudar la fatiga del servicio apostólico.
7. Postrados en presencia del Espíritu
Deo Patri sit gloria,
Et Filio, qui a mortuis
Surrexit, ac Paraclito,
In saeculorum saecula. Amen.
Gloria a Dios Padre,
y al Hijo que resucitó,
y al Espíritu Consolador,
por los siglos infinitos. Amén.
Mientras meditamos hoy, Jueves Santo, sobre el nacimiento de nuestro sacerdocio, vuelve a la mente de cada uno de nosotros el momento litúrgico tan sugestivo de la postración en el suelo el día de nuestra ordenación presbiteral. Ese gesto de profunda humildad y de sumisa apertura fue profundamente oportuno para predisponer nuestro ánimo a la imposición sacramental de las manos, por medio de la cual el Espíritu Santo entró en nosotros para llevar a cabo su obra. Después de habernos incorporado, nos arrodillamos delante del Obispo para ser ordenados presbíteros y después recibimos de él la unción de las manos para la celebración del Santo Sacrificio, mientras la asamblea cantaba: «agua viva, fuego, amor, santo ungüento del alma».
Estos gestos simbólicos, que indican la presencia y la acción del Espíritu Santo, nos invitan a consolidar en nosotros sus dones, reviviendo cada día aquella experiencia. En efecto, es importante que Él continúe actuando en nosotros y que nosotros caminemos bajo su influjo. Más aún, que sea Él mismo quien actúe a través de nosotros. Cuando acecha la tentación y decaen las fuerzas humanas es el momento de invocar con más ardor al Espíritu para que venga en ayuda de nuestra debilidad y nos permita ser prudentes y fuertes como Dios quiere.
Es necesario mantener el corazón constantemente abierto a esta acción que eleva y ennoblece las fuerzas del hombre, y confiere la hondura espiritual que introduce en el conocimiento y el amor del misterio inefable de Dios.
Queridos hermanos en el sacerdocio: la solemne invocación del Espíritu Santo y el gesto sugestivo de humildad realizado durante la ordenación sacerdotal, han hecho resonar también en nuestra vida el «fiat» de la Anunciación. En el silencio de Nazaret, María se hace disponible para siempre a la voluntad del Señor y, por obra del Espíritu Santo, concibe a Cristo, salvador del mundo. Esta obediencia inicial recorre toda su existencia y culmina al pie de la Cruz.
El sacerdote está llamado a confrontar constantemente su «fiat» con el de María, dejándose, como Ella, conducir por el Espíritu. La Virgen lo sostendrá en sus opciones de pobreza evangélica y lo hará disponible a la escucha humilde y sincera de los hermanos, para percibir en sus dramas y en sus aspiraciones los «gemidos del Espíritu» (cf. Rom 8,26); le hará capaz de servirlos con una clarividente discreción, para educarlos en los valores evangélicos; hará de él una persona dedicada a buscar con solicitud «las cosas de arriba» (Col 3,1), para ser así un testigo convincente de la primacía de Dios.
La Virgen le ayudará a acoger el don de la castidad como expresión de un amor más grande, que el Espíritu suscita para engendrar a la vida divina una multitud de hermanos. Ella le conducirá por los caminos de la obediencia evangélica, para que se deje guiar por el Paráclito, más allá de los propios proyectos, hacia la total adhesión a los designios de Dios.
Acompañado por María, el sacerdote sabrá renovar cada día su consagración hasta que, bajo la guía del mismo Espíritu, invocado confiadamente durante el itinerario humano y sacerdotal, entre en el océano de luz de la Trinidad.
Invoco sobre todos vosotros, por intercesión de María, Madre de los sacerdotes, una especial efusión del Espíritu de amor.
¡Ven Espíritu Santo! ¡Ven a hacer fecundo nuestro servicio a Dios y a los hermanos!
Con renovado afecto e implorando todas las consolaciones divinas en vuestro ministerio, de corazón os imparto a todos vosotros una especial Bendición Apostólica.
Vaticano, 25 de marzo, solemnidad de la Anunciación del Señor, del año 1998, vigésimo de mi Pontificado.
Joannes Paulus II
Con la mente y el corazón puestos en el Gran Jubileo, celebración solemne del bimilenario del nacimiento de Cristo y comienzo del tercer milenio cristiano, deseo invocar con vosotros al Espíritu del Señor, a quien está dedicada particularmente la segunda etapa del itinerario espiritual de la preparación inmediata al Año Santo del 2000.
Dóciles a sus suaves inspiraciones, nos disponemos a vivir con una participación intensa este tiempo favorable, implorando del Dador de los dones las gracias necesarias para discernir los signos de salvación y responder con plena fidelidad a la llamada de Dios.
Nuestro sacerdocio está íntimamente unido al Espíritu Santo y a su misión. En el día de la ordenación presbiteral, en virtud de una singular efusión del Paráclito, el Resucitado ha renovado en cada uno de nosotros lo que realizó con sus discípulos en la tarde de la Pascua, y nos ha constituido en continuadores de su misión en el mundo (cf. Jn 20,21-23). Este don del Espíritu, con su misteriosa fuerza santificadora, es fuente y raíz de la especial tarea de evangelización y santificación que se nos ha confiado.
El Jueves Santo, día en que conmemoramos la Cena del Señor, presenta ante nuestros ojos a Jesús, Siervo «obediente hasta la muerte» (Fil 2,8), que instituye la Eucaristía y el Orden sagrado como particulares signos de su amor. Él nos deja este extraordinario testamento de amor para que se perpetúe en todo tiempo y lugar el misterio de su Cuerpo y de su Sangre y los hombres puedan acercarse a la fuente inextinguible de la gracia. ¿Existe acaso para nosotros, los sacerdotes, un momento más oportuno y sugestivo que éste para contemplar la obra del Espíritu Santo en nosotros y para implorar sus dones con el fin de conformarnos cada vez más con Cristo, Sacerdote de la Nueva Alianza?
1. El Espíritu Santo creador y santificador
Veni Creator Spiritus,
Mentes tuorum visita,
Imple superna gratia,
Quae tu creasti pectora.
Ven, Espíritu creador,
visita las almas de tus fieles
y llena de la divina gracia
los corazones que Tú mismo creaste.
Este antiguo canto litúrgico recuerda a cada sacerdote el día de su ordenación, evocando los propósitos de plena disponibilidad a la acción del Espíritu Santo formulados en circunstancia tan singular. Le recuerda asimismo la especial asistencia del Paráclito y tantos momentos de gracia, de alegría y de intimidad, que el Señor le ha hecho gustar a lo largo de su vida.
La Iglesia, que en el Símbolo Niceno-Constantinopolitano proclama su fe en el Espíritu Santo «Señor y dador de vida», presenta claramente el papel que Él desempeña acompañando los acontecimientos humanos y, de manera particular, los de los discípulos del Señor en camino hacia la salvación.
Él es el Espíritu creador, que la Escritura presenta en los inicios de la historia humana, cuando «aleteaba por encima de las aguas» (Gn 1,2), y en el comienzo de la redención, como artífice de la Encarnación del Verbo de Dios (cf. Mt 1,20; Lc 1,35).
De la misma naturaleza del Padre y del Hijo, Él es «en el misterio absoluto de Dios uno y trino, la Persona-amor, el don increado, fuente eterna de toda dádiva que proviene de Dios en el orden de la creación, el principio directo y, en cierto modo, el sujeto de la autocomunicación de Dios en el orden de la gracia. El misterio de la Encarnación constituye el culmen de esta dádiva y de esta autocomunicación divina» (Dominum et vivificantem, 50).
El Espíritu Santo orienta la vida terrena de Jesús hacia el Padre. Merced a su misteriosa intervención, el Hijo de Dios fue concebido en el seno de la Virgen María (cf. Lc 1,35) y se hizo hombre. Es también el Espíritu el que, descendiendo sobre Jesús en forma de paloma durante su bautismo en el Jordán, le manifiesta como Hijo del Padre (cf. Lc 3,21-22) y, acto seguido, le conduce al desierto (cf. Lc 4,1). Tras la victoria sobre las tentaciones, Jesús da comienzo a su misión «por la fuerza del Espíritu» (Lc 4, 14), en Él se llena de gozo y bendice al Padre por su bondadoso designio (cf. Lc 10,21) y con su fuerza expulsa los demonios (cf. Mt 12,28; Lc 11,20). En el momento dramático de la cruz se ofrece a sí mismo «por el Espíritu eterno» (Hb 9,14), por el cual es resucitado después (cf. Rm 8,11) y «constituido Hijo de Dios con poder» (Rm 1,4).
En la tarde de Pascua, Jesús resucitado dice a los Apóstoles reunidos en el Cenáculo: «Recibid el Espíritu Santo» (Jn 29,22) y, tras haberles prometido una nueva efusión, les confía la salvación de los hermanos, enviándolos por los caminos del mundo: «Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado. Y he aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (Mt 28,19-20).
La presencia de Cristo en la Iglesia de todos los tiempos y lugares se hace viva y eficaz en los creyentes por obra del Consolador (cf. Jn 14,26). El Espíritu es «también para nuestra época el agente principal de la nueva evangelización... construye el Reino de Dios en el curso de la historia y prepara su plena manifestación en Jesucristo, animando a los hombres en su corazón y haciendo germinar dentro de la vivencia humana las semillas de la salvación definitiva que se dará al final de los tiempos» (Tertio millennio adveniente, 45).
2. Eucaristía y Orden, frutos del Espíritu
Qui diceris Paraclitus,
Altissimi donum Dei,
Fons vivus, ignis, caritas
et spiritalis unctio.
Tú eres nuestro Consolador,
Don de Dios Altísimo,
fuente viva, fuego, caridad
y espiritual unción.
Con estas palabras la Iglesia invoca al Espíritu Santo como «spiritalis unctio», espiritual unción. Por medio de la unción del Espíritu en el seno inmaculado de María, el Padre ha consagrado a Cristo como sumo y eterno Sacerdote de la Nueva Alianza, el cual ha querido compartir su sacerdocio con nosotros, llamándonos a ser su prolongación en la historia para la salvación de los hermanos.
El Jueves Santo, «Feria quinta in Coena Domini», los sacerdotes estamos invitados a dar gracias con toda la comunidad de los creyentes por el don de la Eucaristía y a ser cada vez más conscientes de la gracia de nuestra especial vocación. Asimismo, nos sentimos impulsados a confiarnos a la acción del Espíritu Santo, con corazón joven y plena disponibilidad, dejando que Él nos conforme cada día con Cristo Sacerdote.
El Evangelio de san Juan, con palabras llenas de ternura y misterio, nos cuenta el relato de aquel primer Jueves Santo, en el cual el Señor, estando a la mesa con sus discípulos en el Cenáculo, «habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo» (13,1). ¡Hasta el extremo!: hasta la institución de la Eucaristía, anticipación del Viernes Santo, del sacrificio de la cruz y de todo el misterio pascual. Durante la Última Cena, Cristo toma el pan con sus manos y pronuncia las primeras palabras de la consagración: «Esto es mi Cuerpo que será entregado por vosotros». Inmediatamente después pronuncia sobre el cáliz lleno de vino las siguientes palabras de la consagración: «Éste es el cáliz de mi Sangre, Sangre de la alianza nueva y eterna, que será derramada por vosotros y por todos los hombres para el perdón de los pecados»; y añade a continuación: «Haced esto en conmemoración mía». Se realiza así en el Cenáculo, de manera incruenta, el Sacrificio de la Nueva Alianza que tendrá lugar con sangre al día siguiente, cuando Cristo dirá desde la cruz: «Consummatum est», «¡Todo está cumplido! » (Jn 19,30).
Este Sacrificio ofrecido una vez por todas en el Calvario es confiado a los Apóstoles, en virtud del Espíritu Santo, como el Santísimo Sacramento de la Iglesia. Para impetrar la intervención misteriosa del Espíritu, la Iglesia, antes de las palabras de la consagración, implora: «Por eso, Padre, te suplicamos que santifiques por el mismo Espíritu estos dones que hemos separado para ti, de manera que sean Cuerpo y Sangre de Jesucristo, Hijo tuyo y Señor nuestro, que nos mandó celebrar estos misterios» (Plegaria Eucarística III). En efecto, sin la potencia del Espíritu divino, ¿cómo podrían unos labios humanos hacer que el pan y el vino se conviertan en el Cuerpo y la Sangre del Señor hasta el fin de los tiempos? Solamente por el poder del Espíritu divino puede la Iglesia confesar incesantemente el gran misterio de la fe: «Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección. ¡Ven Señor Jesús! ».
La Eucaristía y el Orden son frutos del mismo Espíritu: «Al igual que en la Santa Misa el Espíritu Santo es el autor de la transubstanciación del pan y del vino en el Cuerpo y la Sangre de Cristo, así en el sacramento del Orden es el artífice de la consagración sacerdotal o episcopal» (Don y Misterio, p. 59).
3. Los dones del Espíritu Santo
Tu septiformis munere
Digitus paternae dexterae
Tu rite promissum Patris
Sermone ditans guttura.
Tú derramas sobre nosotros los siete dones;
Tú, el dedo de la mano de Dios;
Tú, el prometido del Padre;
Tú, que pones en nuestros labios los tesoros de tu palabra.
¿Cómo no dedicar una reflexión particular a los dones del Espíritu Santo, que la tradición de la Iglesia, siguiendo las fuentes bíblicas y patrísticas, denomina «sacro Septenario»? Esta doctrina ha sido estudiada con atención por la teología escolástica, ilustrando ampliamente su significado y características.
«Dios ha enviado a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo que clama: ¡Abbá, Padre!» (Gal 4,6). «En efecto, todos los que son guiados por el Espíritu de Dios son hijos de Dios... El Espíritu mismo se une a nuestro espíritu para dar testimonio de que somos hijos de Dios» (Rm 8,14.16). Las palabras del apóstol Pablo nos recuerdan que la gracia santificante («gratia gratum faciens») es un don fundamental del Espíritu, con la cual se reciben las virtudes teologales: fe, esperanza y caridad, y todas las virtudes infusas («virtutes infusae»), que capacitan para obrar bajo el influjo del mismo Espíritu. En el alma, iluminada por la gracia celestial, esta capacitación sobrenatural se completa con los dones del Espíritu Santo. Estos se diferencian de los carismas, que son concedidos para el bien de los demás, porque se ordenan a la santificación y perfección de la persona y, por tanto, se ofrecen a todos.
Sus nombres son conocidos. Los menciona el profeta Isaías trazando la figura del futuro Mesías: «Reposará sobre él el espíritu del Señor: espíritu de sabiduría e inteligencia, espíritu de consejo y fortaleza, espíritu de ciencia y temor del Señor. Y le inspirará en el temor del Señor» (11, 2-3). El número de los dones será fijado en siete por la versión de los Setenta y la Vulgata, que incorporan la piedad, eliminando del texto de Isaías la repetición del temor de Dios.
Ya san Ireneo recuerda el «Septenario» y añade: «Dios ha dado este Espíritu a la Iglesia, (...) enviando el Paráclito sobre toda la tierra» (Adv. haereses III, 17, 3). San Gregorio Magno, por su parte, ilustra la dinámica sobrenatural introducida por el Espíritu en el alma, enumerando los dones en orden inverso: «Mediante el temor nos elevamos a la piedad, de la piedad a la ciencia, de la ciencia obtenemos la fuerza, de la fuerza el consejo, con el consejo progresamos hacia la inteligencia y con la inteligencia hacia la sabiduría, de tal modo que, por la gracia septiforme del Espíritu, se nos abre al final de la ascensión el ingreso a la vida celeste» (Hom. in Hezech. II, 7, 7).
Los dones del Espíritu Santo -comenta el Catecismo de la Iglesia Católica-, al ser una especial sensibilización del alma humana y de sus facultades a la acción del Paráclito, «completan y llevan a su perfección las virtudes de quienes los reciben. Hacen a los fieles dóciles para obedecer con prontitud a las inspiraciones divinas» (n. 1831). Por tanto, la vida moral de los cristianos está sostenida por esas «disposiciones permanentes que hacen al hombre dócil para seguir los impulsos del Espíritu Santo» (ibíd., n. 1830). Con ellos llega a la madurez la vida sobrenatural que, por medio de la gracia, crece en todo hombre. Los dones, en efecto, se adaptan admirablemente a nuestras disposiciones espirituales, perfeccionándolas y abriéndolas de manera particular a la acción de Dios mismo.
4. Influjo de los dones del Espíritu Santo sobre el hombre
Accende lumen sensibus
Infunde amorem cordibus;
Infirma nostri corporis
Virtute firmans perpeti.
Enciende con tu luz nuestros sentidos;
infunde tu amor en nuestros corazones;
y, con tu perpetuo auxilio,
fortalece nuestra débil carne.
Por medio del Espíritu, Dios entra en intimidad con la persona y penetra cada vez más en mundo humano: «Dios uno y trino, que en sí mismo "existe" como realidad trascendente de don interpersonal al comunicarse por el Espíritu Santo como don al hombre, transforma el mundo humano desde dentro, desde el interior de los corazones y de las conciencias» (Dominum et vivificantem, 59).
En la gran tradición escolástica, esta verdad lleva a privilegiar la acción del Espíritu en las vicisitudes humanas y a resaltar la iniciativa salvífica de Dios en la vida moral: aunque sin anular nuestra personalidad ni privarnos de la libertad, Él nos salva más allá de nuestras aspiraciones y proyectos. Los dones del Espíritu Santo siguen esta lógica, siendo «perfecciones del hombre que lo disponen a seguir prontamente la moción divina » (S. Tomás de Aquino, Summa Theologiae I-II, q. 68, a. 2).
Con los siete dones se da al creyente la posibilidad de una relación personal e íntima con el Padre, en la libertad que es propia de los hijos de Dios. Es lo que subraya santo Tomás, poniendo de relieve cómo el Espíritu Santo nos induce a obrar no por fuerza sino por amor: «Los Hijos de Dios -afirma él- son movidos por el Espíritu Santo libremente, por amor, no en forma servil, por temor» (Contra gentiles IV, 22). El Espíritu convierte las acciones del cristiano en «deiformes», esto es, en sintonía con el modo de pensar, de amar y de actuar divinos, de tal modo que el creyente llega a ser signo reconocible de la Santísima Trinidad en el mundo. Sostenido por la amistad del Paráclito, por la luz del Verbo y por el amor del Padre, puede proponerse con audacia imitar la perfección divina (cf. Mt 5,48).
El Espíritu actúa en dos ámbitos, como recordaba mi venerado predecesor, el Siervo de Dios Pablo VI: «El primer campo es el de cada una de las almas... nuestro yo: en esa profunda celda de la propia existencia, misteriosa incluso para nosotros mismos, entra el soplo del Espíritu Santo. Se difunde en el alma con el primer y gran carisma que llamamos gracia, que es como una nueva vida, y rápidamente la habilita para realizar actos que superan su actividad natural». El segundo campo «en que se difunde la virtud de Pentecostés» es «el cuerpo visible de la Iglesia... Ciertamente «Spiritus ubi vult spirat» (Jn 3,8), pero en la economía establecida por Cristo, el Espíritu recorre el canal del ministerio apostólico». En virtud de este ministerio a los sacerdotes se les da la potestad de trasmitir el Espíritu a los fieles «por medio del anuncio autorizado y garantizado de la Palabra de Dios, en la guía del pueblo cristiano y en la distribución de los sacramentos (cf. 1 Cor 4,1), fuente de la gracia, es decir, de la acción santificante del Paráclito» (Homilía en la fiesta de Pentecostés, 25 de mayo 1969).
5. Los dones del Espíritu en la vida del sacerdote
Hostem repellas longius
Pacemque dones protinus:
Ductore sic te praevio
Vitemus omne noxium.
Aleja de nosotros al enemigo,
danos pronto la paz,
sé Tú mismo nuestro guía y,
puestos bajo tu dirección,
evitaremos todo lo nocivo.
El Espíritu Santo restablece en el corazón humano la plena armonía con Dios y, asegurándole la victoria sobre el Maligno, lo abre a la dimensión universal del amor divino. De este modo hace pasar al hombre del amor de sí mismo al amor de la Trinidad, introduciéndole en la experiencia de la libertad interior y de la paz, y encaminándole a vivir toda su existencia como un don. Con el «sacro Septenario» el Espíritu guía de este modo al bautizado hacia la plena configuración con Cristo y la total sintonía con las perspectivas del Reino de Dios.
Si éste es el camino hacia el que el Espíritu encauza suavemente a todo bautizado, dispensa también una atención especial a los que han sido revestidos del Orden sagrado para que puedan cumplir adecuadamente su exigente ministerio. Así, con el don de la «sabiduría», el Espíritu conduce al sacerdote a valorar cada cosa a la luz del Evangelio, ayudándole a leer en los acontecimientos de su propia vida y de la Iglesia el misterioso y amoroso designio del Padre; con el don de la «inteligencia», favorece en él una mayor profundización en la verdad revelada, impulsándolo a proclamar con fuerza y convicción el gozoso anuncio de la salvación; con el «consejo», el Espíritu ilumina al ministro de Cristo para que sepa orientar su propia conducta según la Providencia, sin dejarse condicionar por los juicios del mundo; con el don de la «fortaleza» lo sostiene en las dificultades del ministerio, infundiéndole la necesaria «parresía» en el anuncio del Evangelio (cf. Hch 4, 29.31); con el don de la «ciencia», lo dispone a comprender y aceptar la relación, a veces misteriosa, de las causas segundas con la causa primera en la realidad cósmica; con el don de «piedad», reaviva en él la relación de unión íntima con Dios y la actitud de abandono confiado en su providencia; finalmente, con el «temor de Dios», el último en la jerarquía de los dones, el Espíritu consolida en el sacerdote la conciencia de la propia fragilidad humana y del papel indispensable de la gracia divina, puesto que «ni el que planta es algo, ni el que riega, sino Dios que hace crecer» (l Co 3,7).
6. El Espíritu introduce en la vida trinitaria
Per te sciamus da Patrem
Nosscamus atque Filium,
Teque utriusque Spiritum
Credamus omni tempore.
Por Ti conozcamos al Padre,
y también al Hijo;
y que en Ti, espíritu de entrambos,
creamos en todo tiempo.
¡Qué sugestivo es imaginar estas palabras en los labios del sacerdote que, junto con los fieles confiados a su cura pastoral, camina al encuentro con su Señor! Suspira llegar con ellos al verdadero conocimiento del Padre y del Hijo, y pasar así de la experiencia de la obra del Paráclito en la historia «per speculum in aenigmate» (1Co 13,12) a la contemplación «facie ad faciem» (ibid.) de la viva y palpitante Realidad trinitaria. Él es muy consciente de emprender «una larga travesía con pequeñas barcas» y de volar hacia el cielo «con alas cortas» (S. Gregorio Nacianceno, Poemas teológicos, 1); pero sabe también que puede contar con Aquel que ha tenido la misión de enseñar todas las cosas a los discípulos (cf. Jn 14,26).
Al haber aprendido a leer los signos del amor de Dios en su historia personal, el sacerdote, a medida que se acerca la hora del encuentro supremo con el Señor, hace cada vez más intensa y apremiante su oración, en el deseo de conformarse con fe madura a la voluntad del Padre, del Hijo y del Espíritu.
El Paráclito «escalera de nuestra elevación a Dios» (S. Ireneo, Adv. Haer. III, 24, 1), lo atrae hacia el Padre, poniéndole en el corazón el deseo ardiente de ver su rostro. Le hace conocer todo lo que se refiere al Hijo, atrayéndolo a Él con creciente nostalgia. Lo ilumina sobre el misterio de su misma Persona, llevándole a percibir su presencia en el propio corazón de la historia.
De este modo, entre las alegrías y los afanes, los sufrimientos y las esperanzas del ministerio, el sacerdote aprende a confiar en la victoria final del amor, gracias a la acción indefectible del Paráclito que, a pesar de los límites de los hombres y de las instituciones, lleva a la Iglesia a vivir el misterio de la unidad y de la verdad. En consecuencia, el sacerdote sabe que puede confiar en la fuerza de la Palabra de Dios, que supera cualquier palabra humana, y en el poder de la gracia, que vence sobre el pecado y las limitaciones propias de los hombres. Todo esto lo hace fuerte, no obstante la fragilidad humana, en el momento de la prueba, y dispuesto para volver con el corazón al Cenáculo, donde, perseverando en la oración, junto con María y los hermanos, puede encontrar de nuevo el entusiasmo necesario para reanudar la fatiga del servicio apostólico.
7. Postrados en presencia del Espíritu
Deo Patri sit gloria,
Et Filio, qui a mortuis
Surrexit, ac Paraclito,
In saeculorum saecula. Amen.
Gloria a Dios Padre,
y al Hijo que resucitó,
y al Espíritu Consolador,
por los siglos infinitos. Amén.
Mientras meditamos hoy, Jueves Santo, sobre el nacimiento de nuestro sacerdocio, vuelve a la mente de cada uno de nosotros el momento litúrgico tan sugestivo de la postración en el suelo el día de nuestra ordenación presbiteral. Ese gesto de profunda humildad y de sumisa apertura fue profundamente oportuno para predisponer nuestro ánimo a la imposición sacramental de las manos, por medio de la cual el Espíritu Santo entró en nosotros para llevar a cabo su obra. Después de habernos incorporado, nos arrodillamos delante del Obispo para ser ordenados presbíteros y después recibimos de él la unción de las manos para la celebración del Santo Sacrificio, mientras la asamblea cantaba: «agua viva, fuego, amor, santo ungüento del alma».
Estos gestos simbólicos, que indican la presencia y la acción del Espíritu Santo, nos invitan a consolidar en nosotros sus dones, reviviendo cada día aquella experiencia. En efecto, es importante que Él continúe actuando en nosotros y que nosotros caminemos bajo su influjo. Más aún, que sea Él mismo quien actúe a través de nosotros. Cuando acecha la tentación y decaen las fuerzas humanas es el momento de invocar con más ardor al Espíritu para que venga en ayuda de nuestra debilidad y nos permita ser prudentes y fuertes como Dios quiere.
Es necesario mantener el corazón constantemente abierto a esta acción que eleva y ennoblece las fuerzas del hombre, y confiere la hondura espiritual que introduce en el conocimiento y el amor del misterio inefable de Dios.
Queridos hermanos en el sacerdocio: la solemne invocación del Espíritu Santo y el gesto sugestivo de humildad realizado durante la ordenación sacerdotal, han hecho resonar también en nuestra vida el «fiat» de la Anunciación. En el silencio de Nazaret, María se hace disponible para siempre a la voluntad del Señor y, por obra del Espíritu Santo, concibe a Cristo, salvador del mundo. Esta obediencia inicial recorre toda su existencia y culmina al pie de la Cruz.
El sacerdote está llamado a confrontar constantemente su «fiat» con el de María, dejándose, como Ella, conducir por el Espíritu. La Virgen lo sostendrá en sus opciones de pobreza evangélica y lo hará disponible a la escucha humilde y sincera de los hermanos, para percibir en sus dramas y en sus aspiraciones los «gemidos del Espíritu» (cf. Rom 8,26); le hará capaz de servirlos con una clarividente discreción, para educarlos en los valores evangélicos; hará de él una persona dedicada a buscar con solicitud «las cosas de arriba» (Col 3,1), para ser así un testigo convincente de la primacía de Dios.
La Virgen le ayudará a acoger el don de la castidad como expresión de un amor más grande, que el Espíritu suscita para engendrar a la vida divina una multitud de hermanos. Ella le conducirá por los caminos de la obediencia evangélica, para que se deje guiar por el Paráclito, más allá de los propios proyectos, hacia la total adhesión a los designios de Dios.
Acompañado por María, el sacerdote sabrá renovar cada día su consagración hasta que, bajo la guía del mismo Espíritu, invocado confiadamente durante el itinerario humano y sacerdotal, entre en el océano de luz de la Trinidad.
Invoco sobre todos vosotros, por intercesión de María, Madre de los sacerdotes, una especial efusión del Espíritu de amor.
¡Ven Espíritu Santo! ¡Ven a hacer fecundo nuestro servicio a Dios y a los hermanos!
Con renovado afecto e implorando todas las consolaciones divinas en vuestro ministerio, de corazón os imparto a todos vosotros una especial Bendición Apostólica.
Vaticano, 25 de marzo, solemnidad de la Anunciación del Señor, del año 1998, vigésimo de mi Pontificado.
Joannes Paulus II
HOMILÍA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
SANTA MISA Y PROCESIÓN EN LA SOLEMNIDAD DEL "CORPUS CHRISTI"
Basílica de San Juan de Letrán
Jueves 19 de junio de 2003
1. "Ecclesia de Eucharistia vivit": La Iglesia vive de la Eucaristía. Con estas palabras comienza la carta
encíclica sobre la Eucaristía, que firmé el pasado Jueves santo, durante la misa in Cena Domini. Esta
solemnidad del Corpus Christi recuerda aquella sugestiva celebración, haciéndonos revivir, al mismo
tiempo, el intenso clima de la última Cena.
"Tomad, esto es mi cuerpo. (...) Esta es mi sangre" (Mt 14, 22-24). Escuchamos nuevamente las palabras
de Jesús mientras ofrece a los discípulos el pan convertido en su Cuerpo, y el vino convertido en su
Sangre. Así inaugura el nuevo rito pascual: la Eucaristía es el sacramento de la alianza nueva y eterna.
Con esos gestos y esas palabras, Cristo lleva a plenitud la larga pedagogía de los ritos antiguos, que
acaba de evocar la primera lectura (cf. Ex 24, 3-8).
2. La Iglesia vuelve constantemente al Cenáculo, lugar de su nacimiento. Vuelve allí porque el don
eucarístico establece una misteriosa "contemporaneidad" entre la Pascua del Señor y el devenir del mundo
y de las generaciones (cf. Ecclesia de Eucharistia, 5).
También esta tarde, con profunda gratitud a Dios, nos recogemos en silencio ante el misterio de la fe,
mysterium fidei. Lo contemplamos con el íntimo sentimiento que en la encíclica llamé el "asombro
eucarístico" (ib., 6). Asombro grande y agradecido ante el sacramento en el que Cristo quiso "concentrar"
para siempre todo su misterio de amor (cf. ib., 5).
Contemplamos el rostro eucarístico de Cristo, como hicieron los Apóstoles y, después, los santos de todos
los siglos. Lo contemplamos, sobre todo, imitando a María, "mujer "eucarística" con toda su vida" (ib.,
53), que fue el "primer "tabernáculo" de la historia" (ib., 55).
3. Este es el significado de la hermosa tradición del Corpus Christi, que se renueva esta tarde. Con ella
también la Iglesia que está en Roma manifiesta su vínculo constitutivo con la Eucaristía, profesa con
alegría que "vive de la Eucaristía".
De la Eucaristía viven su Obispo, Sucesor de Pedro, y sus hermanos en el episcopado y en el sacerdocio;
de la Eucaristía viven los religiosos y las religiosas, los laicos consagrados y todos los bautizados.
De la Eucaristía viven, en particular, las familias cristianas, a las que se dedicó hace algunos días la
Asamblea eclesial diocesana. Amadísimas familias de Roma: que la viva presencia eucarística de Cristo
alimente en vosotras la gracia del matrimonio y os permita progresar por el camino de la santidad
conyugal y familiar. Sacad de este manantial el secreto de vuestra unidad y de vuestro amor, imitando el
ejemplo de los beatos esposos Luis y María Beltrame Quattrocchi, que iniciaban sus jornadas acercándose
al banquete eucarístico.
4. Después de la santa misa nos dirigiremos orando y cantando hacia la basílica de Santa María la Mayor.
Con esta procesión queremos expresar simbólicamente que somos peregrinos, "viatores", hacia la patria
celestial.
No estamos solos en nuestra peregrinación: con nosotros camina Cristo, pan de vida, "panis angelorum,
factus cibus viatorum", "pan de los ángeles, pan de los peregrinos" (Secuencia).
Jesús, alimento espiritual que fortalece la esperanza de los creyentes, nos sostiene en este itinerario hacia
el cielo y refuerza nuestra comunión con la Iglesia celestial.
La santísima Eucaristía, resquicio del Paraíso que se abre aquí en la tierra, penetra las nubes de nuestra
historia. Como rayo de gloria de la Jerusalén celestial, proyecta luz sobre nuestro camino (cf. Ecclesia de
Eucharistia, 19).
5. "Ave, verum corpus natum de Maria Virgine": ¡Salve, verdadero cuerpo de Cristo, nacido de María
Virgen!
El alma se llena de asombro adorando este misterio tan sublime.
"Vere passum, immolatum in cruce pro homine". De tu muerte en la cruz, oh Señor, brota para nosotros la
vida que no muere.
"Esto nobis praegustatum mortis in examine". Haz, Señor, que cada uno de nosotros, alimentado de ti,
afronte con confiada esperanza todas las pruebas de la vida, hasta el día en que seas viático para el último
viaje, hacia la casa del Padre.
"O Iesu dulcis! O Iesu pie! O Iesu, fili Mariae!", "¡Oh dulce Jesús! ¡Oh piadoso Jesús! ¡Oh Jesús, Hijo de
María!". Amén.
domingo, 17 de abril de 2011
Entró a Jerusalén y hoy desea entrar en tu corazón
Escrito por Marielisa Ortiz Berríos
Miércoles, 13 de Abril de 2011 15:17
Palmas, cánticos, peregrinación, agua bendita, lecturas y solemnidad son algunos signos que pueden describir el Domingo de Ramos que celebran los cristianos católicos hoy día. Pero más que eso, este día marca el inicio de la Semana Santa, así como históricamente estableció el final del drama del amor de Cristo por la humanidad.
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“¡Hosanna! ¡Bendito el que viene en nombre del Señor! ¡Bendito sea el Rey de Israel!” (Juan 12, 13), decían quienes lo veían a su paso montado en un burrito, en su entrada a Jerusalén. “Su entrada triunfal en Jerusalén es un presagio de que la aclamación del mundo era superficial y vacía. Pues al Jesús rechazar el poderío y la realeza humana frustraba sus planes: ‘Mi Reino no es de este mundo’... (Juan 18, 36)”, expresó el Monseñor Wilfredo Peña Moredo, párroco de la Parroquia Santa Bernardita en Carolina, sobre el significado del Domingo de Ramos.
“Los ramos que los niños sostenían por no tener grandes túnicas que depositar en el piso al pasar Jesús, eran el signo de que Dios estaba con nosotros, pero el mundo no lo recibió”, precisó Monseñor Peña Moredo a El Visitante. Sobre la repercusión que tiene esta celebración en los tiempos actuales el sacerdote añadió que “en el día de hoy al sostener los ramos en nuestras manos no sólo nos disponemos a entrar y celebrar los misterios de nuestra redención en la Semana Mayor del cristianismo, sino que nos volvemos protagonistas en esa Santa Semana”. “Si miro y contemplo mi corazón en verdad y sinceridad, ¿qué personaje realmente soy en este imponente escenario de entrega y amor?”, manifestó padre Peña Moredo, al sostener que el Domingo de Ramos abre la puerta al gran sacrificio de Cristo en la Cruz.
“Con Él nos disponemos llegar hasta el final por cumplir la voluntad de Dios en nuestras vidas. Las palmas de los niños se convertirán en palmas de victoria para vitorear al Resucitado”. Por su parte, el Padre José Darío Martínez Tobón, párroco de la Parroquia Nuestra Señora de la Candelaria en Toa Baja, dijo a este semanario que “en nuestra parroquia nosotros vivimos con mucha intensidad nuestro tiempo de ramos y lo vivimos porque tenemos la experiencia del amor que hace Jesús por nosotros”.
El sacerdote manifestó que a la luz de lo que estamos viviendo históricamente, no sólo en Puerto Rico, sino en todo el mundo, “debemos identificarnos en la realidad de nuestros pobres y marginados”, así como lo hizo Jesús en su peregrinar hacia Jerusalén. El padre Martínez Tobón señaló que a los cristianos les falta hoy día “entregarse plenamente a un Dios que con amor se da”. Recomendó a las personas descubrir la dádiva de Dios para con el mundo, para entender que “tenemos que darnos cada uno de nosotros”. “Nos hemos quedado en un sentimentalismo. Jesús entra en Jerusalén pero no entra en el corazón del hombre”, aseveró el sacerdote. Asimismo, afirmó que la entrada triunfante de Jesús en Jerusalén nos debe hacer entender que también podemos triunfar sobre el mal de esta sociedad.
La Misa Crismal…¿Qué es?
La Misa Crismal es celebrada por el obispo con todos los presbíteros de su diócesis; es una de las principales manifestaciones de la plenitud sacerdotal del Obispo en donde se ejemplifica la unión estrecha que hay entre los presbíteros y él.
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En la misma se bendicen los óleos de catecúmenos (bautizandos), enfermos, y se consagra el Santo Crisma. De ahí el nombre de Misa Crismal. Esta es la última misa de la Cuaresma, que se estipula en el Misal Romano que se celebre en Jueves Santo por la mañana, pero por razones pastorales se traslada a una fecha más conveniente dentro de la Semana Santa. Esta tradición no es nueva. En el Antiguo Testamento los reyes, sacerdotes y profetas eran ungidos con el óleo porque de cierto modo anticipaban a Cristo, cuyo nombre significa “el ungido del Señor”.
Dentro de la liturgia y los sacramentos, el Santo Crisma es el óleo para consagrar a Dios las personas y los objetos. Se prepara a base de aceite de oliva mezclado con bálsamo y sólo el obispo lo puede hacer. Todo lo consagrado por el Crisma es para uso o propiedad exclusiva de Dios. Con él se unge al bautizado en la coronilla en el rito bautismal, al confirmando en la frente, al sacerdote en las manos en el momento que el Obispo las consagra a Dios, y con el Crisma se unge (baña) al nuevo obispo en el momento en ser consagrado. También con el Crisma se consagran los altares y objetos litúrgicos.
La palabra crisma proviene del latín: chrisma, que significa unción. El aceite crismal es aromático pues propone significar “el buen olor de Cristo” que debemos tener todos los que estamos consagrados a Dios.
Los diferentes óleos tienen varias funciones; el óleo de los catecúmenos u Óleo Santo, es el que se pone en el pecho a los catecúmenos. Simboliza la fuerza divina del Espíritu Santo que reciben los bautizandos, para darles vigor, para que puedan renunciar al mal. El óleo de los enfermos remedia las dolencias de alma y cuerpo de los enfermos, para vencer con fortaleza el mal y así obtener el perdón por sus pecados. Y el Santo Crisma es el más importante, hecho que ya hemos explicado. Todos los fieles de la Diócesis son invitados para que estén junto a sus sacerdotes en el momento de que ellos renueven su compromiso sacerdotal. La ceremonia es hermosa. Para saber dónde y cuándo se celebra la Misa Crismal en tu Diócesis, puedes consultar las páginas posteriores de esta edición de El Visitante.
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