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martes, 9 de junio de 2009

La Eucaristía en las Escrituras y en la Historia de la Iglesia


http://apologetica.org


LA EUCARISTÍA

en las Escrituras y en la historia de la Iglesia

Preparado para el año Eucarístico 2004-2005,
y dedicado con gran afecto al Papa Benedicto XVI






Nos complace ofrecer el presente material sobre el augusto sacramento de la Eucaristía. Se trata de estudios bíblicos, patrísticos, históricos y teológicos que responden a preguntas fundamentales:

¿Qué enseña la Biblia acerca de la Eucaristía?

¿Cómo la entendieron y celebraron los primeros discípulos del Señor y de los Apóstoles?

¿Qué enseñaron los líderes de la iglesia primitiva y de las iglesias en todo el mundo?

¿Qué dijeron los "reformadores" sobre este sacramento?

¿Dónde se conserva esa doctrina hoy?

LA EUCARISTÍA EN EL ANTIGUO TESTAMENTO


Tomado de “El sacrificio eucarístico”, por José Antonio Sayes.

BAC, Madrid 1986, parte I, capítulo I, pp. 3-38

La Eucaristía, instaurada por Cristo y dejada en testa­mento a su Iglesia, es una realidad tan original y novedosa, que podría parecer mas indicado comenzar su estudio a partir del Nuevo Testamento. Sin embargo, no podríamos captar toda s u significación si la desvinculáramos del Antiguo Testamento, en el que tiene su contexto y sus raíces últimas. Como bien ha dicho Galbiati [2], uno de los motivos de la insuficiente comprensión de la Eucaristía por parte del pueblo cristiano radica en el desconocimiento del Antiguo Testa­mento. Desprovista de su natural contexto en las instituciones y figuras de la Antigua Alianza , la Eucaristía resulta ininteli­gible. Y esto lo decimos conscientes, al mismo tiempo, de que la Eucaristía sobrepasa, de modo radical e insospechado, las perspectivas mismas de la Antigua Alianza. Las instituciones mas importantes del Antiguo Testamento y muchas de sus profecías y figuras no encuentran su plenitud de sentido sino en la Eucaristía.

Aun prescindiendo por el momento de si Cristo, al insti­tuir la Eucaristía, conectó con el contexto veterotestamentario, es claro que el mismo Nuevo Testamento, los Padres y la Tradición toda de la Iglesia han entendido la Eucaristía en ín­tima relación con el Antiguo Testamento, en cuanto cumpli­miento de ciertas profecías y culminación de las instituciones salvíficas mas importantes de la Antigua Alianza. Por ello co­menzamos nuestro estudio de la Eucaristía por el examen y exposición de aquellas realidades veterotestamentarias que la preparan [3].



I. LA PASCUA



1) El origen de la fiesta



Comenzamos por la exposición de la pascua, en la cual la Eucaristía encuentra su raíz mas profunda [4].

La pascua es el banquete anual que el pueblo judío cele­braba en conmemoración de la liberación de Egipto. La etimo­logía de la palabra pesah (en arameo pashà y en griego páscha) no está clara. Algunos la hacen derivar del babilonio pa­sâhu (aplacarse); pero la mayoría la derivan de la raíz psh, que significa cojear (1 Re 18,21), saltar [5]. El hecho es que Ex 12,27 explica la palabra aludiendo al paso de Yahveh por encima de las casas de los israelitas, al tiempo que castigaba a los primogénitos de los egipcios. Es el inicio del éxodo, mo­mento culminante de la historia de Israel en el que Yahveh, cumpliendo las promesas hechas a Abraham, interviene en la historia de sus descendientes para establecer con ellos la alianza que sellará su existencia. Pero escuchemos el relato de los hechos:

«Dijo Yahveh a Moisés y a Aarón en el país de Egipto: "Este mes será para vosotros el comienzo de los meses; será el primero de los meses del año. Hablad a toda la comunidad de Israel y decid: El día 10 de este mes tomará cada uno para sí una res de ganado menor por familia, una res de ganado menor por casa. Y si la familia fuese demasiado reducida para una res de ganado menor, traerá al vecino más cercano a su casa, según el número de personas y conforme a lo que cada uno podrá comer. El animal será sin defecto, macho, de un año. Lo escogeréis entre los corderos o los cabritos, lo guar­daréis hasta el día 14 del mes; y toda la asamblea de la comuni­dad de los israelitas lo inmolará entre dos luces. Luego toma­rán la sangre y untarán las jambas y el dintel de las casas donde lo coman. En aquella misma noche comerán la carne. La comerán asada al fuego, con ázimos y con hierbas amargas. Nada de él comeréis crudo ni cocido, sino asado, con su cabeza, sus patas y sus entrañas. Y no dejaréis nada de él para mañana; lo que sobre, al amanecer lo comeréis. Así lo habéis de comer: ceñidas vuestras cinturas, calzados vuestros pies y el bastón en vuestra mano; y lo comeréis de prisa. Es pascua de Yahveh. Yo pasaré esta noche por tierra de Egipto y heriré a todos los primogénitos del país de Egipto, desde los hombres hasta los ganados, y me tomaré justicia de todos los dioses de Egipto. Yo, Yahveh. La sangre será vuestra señal en las casas donde moráis. Cuando yo vea la sangre, pasaré de largo ante vosotros, y no habrá entre vosotros plaga exterminadora cuando yo hiera al país de Egipto. Este será un día memora­ble para vosotros, y lo celebraréis como fiesta en honor de Yahveh, de generación en generación. Decretaréis que sea fiesta para siempre"» (Ex 12,1-14).

El éxodo abarca la noche de la celebración, el paso del mar Rojo y la alianza en el desierto. El éxodo es el evangelio del Antiguo Testamento, la buena noticia de un Dios que ha salvado a su pueblo y lo seguirá salvando en el futuro [6].

Esta intervención salvífica de Dios, que, como sabemos, constituye el primer credo de Israel (Dt 26,5-9), va ligada en el relato a la celebración de un sacrificio-banquete: «Este será un memorial entre vosotros y lo celebraréis como fiesta en honor de Yahveh de generación en generación». Este ritual está descrito dos veces en el libro del Exodo: como orden dada por Dios a Moisés (Ex 12,1-14) y como orden divina transmitida por Moisés al pueblo (Ex 12,21-27).

La celebración de la pascua tenía lugar el día 15 del pri­mer mes (mes de Abib, llamado Nisán después del exilio), co­menzando con la tarde del 14. Es el inicio de la primavera. La noche de la tarde del 14 era precisamente plenilunio [7].

En realidad, esta fiesta tiene sus antecedentes en un rito de pastores nómadas que tenía lugar en primavera y que consis­tía en el sacrificio de un animal jóven para obtener la prospe­ridad del ganado. La sangre que se ponía sobre los palos de la tienda tenía la función de alejar los poderes maléficos, el mâs­hit, el exterminador [8]. Se comía el cordero junto con hierbas amargas, propias del desierto, y panes ázimos, como se usaba entre los beduinos. Se comía también con los lomos ceñidos y las sandalias en los pies, en preparación de la larga marcha de trashumancia. Incluso el uso de no romper los huesos de la víctima (Ex 12,46) tenía, entre las poblaciones nómadas, el simbolismo de una esperanza para el porvenir: la víctima vol­verá a revivir, porque Dios aumentará la fecundidad del ga­nado [9].

Esta fiesta nómada señalaba, según unos, el inicio de la trashumancia pastoril; según otros, se trataba de una ofrenda por la prosperidad del ganado [10].

Hay, pues, una conexión de la fiesta israelita con el mondo nómada pastoril. Pero el paralelismo queda superado por la nueva significación que adquiere: en la pascua judía, el rito mencionado aparece en íntima relación con la liberación de Egipto, acontecimiento decisivo de la vocación de Israel. Por lo cual adquiere un significado religioso totalmente nuevo: el rito de la pascua expresa la salvación concedida a Israel, tal como se explica en la introducción que acompaña a la fiesta:

«Cuando os pregunten vuestros hijos: "¿qué significa para vosotros este rito?", responderéis: "Este es el sacrificio de la pascua de Yahveh, que pasó de largo por las casas de los is­raelitas en Egipto cuando hirió a los egipcios y salvó vuestras casas"» (Ex 12,26-27).

Todos los detalles del rito tienen un nuevo significado: la vestimenta de viajeros y el pan ázimo simbolizan la prisa de la salida de Egipto (no hubo tiempo de preparar pan fermen­tado); las hierbas amargas significan la amargura de la estancia en Egipto; la sangre del cordero, la salvación que Dios ha concedido en aquel momento.

De este modo, el rito celebrado en la noche de la libera­ción será una institución permanente que actualizará, en el tiempo posterior, la salvación realizada por Díos en el éxodo. El rito se convertirá en memorial (zikkaron) de aquel hecho salvífico.



2) El memorial



El memorial es un concepto fundamental en toda la vida de Israel, y en particular en la celebración de la pascua [11]. Viene de la raíz zkr, de la que nacen los términos de azkarah, zékker, zikkaron. Va siempre asociado a un objeto sagrado o rito y tiene como finalidad recordar las hazañas que Dios hizo en el pasado y ponerlas así ante los ojos de Dios, de modo que él recuerde, actualizándola, la salvación y la libera­ción concedidas a Israel.

- Memorial ante Dios era la berakkāh, es decir, la bendi­ción de alabanza a Dios. La berakkāh era un tema típico en la relación recíproca entre Dios y su pueblo y encerraba la doble dimensión de un Dios que colma a los hombres de sus bienes y de unos hombres que, sintiéndose beneficiados por Dios, prorrumpen en alabanza y acción de gracias [12].

La berakkāh se realizaba en una atmósfera de fe en el po­der absoluto de Dios. Era una lectura del pasado salvífico realizado por Dios, de todo aquello que Dios había hecho por su pueblo, por lo cual el pueblo le alababa, al tiempo que sentía como actual la presencia salvadora de Dios, siempre fiel [13]. Se ha llamado a este memorial de la berakkāh memo­rial de la palabra [14].

- Junto a un significado todavía débil de la raíz zkr como memorial subjetivo (como cuando se dice que el re­cuerdo de los impíos y enemigos de Israel desaparecerá: Ex 17,14) surge ya un sentido mas fuerte del memorial en la me­dida en que se une al nombre revelado de Dios: «Este es mi nombre para siempre, memorial mío de generación en genera­ción» (Ex 3,15). En este caso, el recuerdo del nombre de Dios es operativo y eficaz. Es el sentido efectivo de memorial [15].

- Memorial eran también los nombres de los hijos de Is­rael grabados en piedras preciosas colocadas sobre los hom­bros o sobre el pecho del sacerdote (Ex 28,12-19). Su signifi­cado era el siguiente: en los momentos mas solemnes de los ritos sagrados, cuando el sumo sacerdote entraba «ante el Se­ñor», los nombres de los hijos de Israel debían recordarle los términos de la alianza contraída con las doce tribus: «Vosotros seréis mi pueblo y yo seré vuestro Dios» (Jer 24,7; 31,33; 32,38).

- También aparece como memorial el sonido de las trompetas que anunciaba los sacrificios (Núm 10,10). Memo­rial es la ofrenda dada para el templo por parte de todo israe­lita (Ex 30,16).

- El rito sacrificial en Israel es memorial (le-azkarah). Se califica con dicho nombre la parte de la oblación que se quema en el altar (Lev 2,2.9.16; 5,12; 6,8; Núm 5,26).

- Asimismo aparece como memorial el incienso colocado sobre los panes de la proposición: los doce panes colocados sobre la mesa de oro en el santuario eran ya, de suyo, un constante memorial ante Dios, que le recordaban al pueblo elegido en la alianza. Este memorial era perfecto cuando se quemaba en el altar el incienso que durante toda la semana había estado junto a los panes (Lev 24,7).

En todos estos casos, el memorial supera nuestro con­cepto subjetivo de memoria o mero recuerdo. El memorial es un recuerdo ante Dios, un hacer recordar a Dios las hazañas realizadas en el pasado para que, fiel a sí mismo y a su desig­nio salvífico, las haga continuamente presentes en su pueblo.

Pero el memorial por excelencia era la pascua, en la cual el pueblo recordaba el acontecimiento salvífico que le había dado su existencia como pueblo, y esperaba la presencia con­tinua y salvadora de Dios:

«Dijo, pues, Moisés al pueblo: “Acordaos de este día en que salisteis de Egipto, de la casa de la servidumbre, pues Yahveh os ha sacado de aquí con mano fuerte; y no comáis pan fermentado. Salís hoy, en el mes de Abib. Así, cuando Yahveh te haya introducido en la tierra de los cananeos, de los hititas, de los amorreos, de los jivitas y de los jebuseos, que juró a tus padres que te daría, tierra que mana leche y miel, celebrarás este rito en este mes. Siete días comerás ázimos y el día séptimo será fiesta de Yahveh. Se comerán ázimos durante siete días, y no se vera pan fermentado en tu casa, ni levadura en tu casa, en todo tu territorio. En aquel día harás saber a tu hijo: "Esto es con motivo de lo que hizo conmigo Yahveh cuando salí de Egipto, y esto te servirá como señal en tu mano y como memorial ante tus ojos, para que la ley de Yahveh esté en tu boca, porque con mano fuerte te sacó Yahveh de Egipto. Guardarás este precepto año por año en el tiempo debido”» (Ex 13,3-10).

Es lo que Yahveh había dicho ya a Moisés: «Este será un día memorial para vosotros, y lo celebraréis como fiesta en honor de Yahveh de generación en generación» (Ex 12,14). La misma idea aparece en Dt 16,3. La celebración de la pas­cua como memorial del éxodo es el memorial por excelencia. En este sentido, es un acto de culto repetido periódicamente que, al tiempo que agradece a Dios la salvación realizada, le compromete a recordar, es decir, a renovar los prodigios realizados en otro tiempo en favor de Israel [16]. El memorial ju­dío no se limita a recordar los hechos salvíficos realizados por Dios en el pasado, sino que los hace presentes en la nueva circunstancia. Se trata de un rito que actualiza la acción salva­dora de Dios. El rito se realiza además de tal modo, que sumerge a los participantes en la misma atmósfera de libera­ción y de salvación realizadas por Dios. Dice así M. Thurian del memorial de la pascua a propósito de los alimentos que en ella se comían: «Comiéndolos, los judíos podían revivir místicamente, sacramentalmente, los acontecimientos de la salvación, de la salida de Egipto. Se hacían contemporáneos de sus padres, estaban salvados como ellos. Había como una fusión de dos tiempos de la historia, el presente y la salida de Egipto, en el misterio de la comida pascual. El aconteci­miento se hacía presente, o mas bien cada uno se hacía con­temporáneo del acontecimiento» [17].



3) Evolución de la fiesta



La fiesta de pascua sufrió con el tiempo diversas transfor­maciones hasta llegar a la fusión con la fiesta de los Azimos. El mismo libro del Exodo (12,42-49) introduce la obliga­ción de no romper los huesos del cordero, así como la necesi­dad de pertenecer al pueblo de Dios para participar en la cena pascual. Sólo los pertenecientes al pueblo de Israel podrán ce­lebrarla. En caso de ser forastero tendría que ser circunci­dado.

El Deuteronomio (16,1-8) introduce también diversos par­ticulares, entre los que resalta el hacer de la fiesta de pascua una fiesta de peregrinación, puesto que manda acudir a Jeru­salén a inmolar el cordero, cuya sangre debería ser derramada al pie del altar de los holocaustos, como ocurre en los demás sacrificios. Es la práctica que vemos en los tiempos de Josías (2 Re 23,21-23) y después del exilio (Esdr 6,9-22). Ello era consecuencia, dice De Vaux, de la centralización del culto. Antes, la fiesta de pascua era una fiesta de familia que se cele­braba en cada domicilio particular; ahora se convierte en una auténtica fiesta de peregrinación a Jerusalén [18].

Una segunda reforma importante es la unión de la pascua con la fiesta de los Azimos, los massôt. Ambas fiestas caían en la misma época y tenían, además, rasgos comunes. Por ello terminan por unirse, si bien dicha unión no se había hecho aún en tiempos de Josías, y no aparece sino en Ez 45,21 y en textos sacerdotales [19].

La fiesta de los Azimos aparece descrita en Ex 13,3-10. Se trataba de una fiesta que tenía un origen fundamentalmente agrícola. Por ello no comenzó a observarse sino después de la entrada a Canaán.

La fiesta de los Azimos señalaba el comienzo de la siega de las cebadas, que tenia lugar en primavera. Durante siete días se comía pan no fermentado; de ese modo se significaba la nueva mies, con una ruptura simbólica de la vieja levadura. La fiesta tenía también el carácter de una primera ofrenda de las primicias, que se acentúa como tal con las prescripciones posteriores de Lev 23,9-14.

Tres fueron los motivos que condujeron a la unión de la fiesta de los Azimos con la pascua: el que la fiesta de los Azimos fuese una fiesta de peregrinación (recordemos que la fiesta de pascua se convirtió también en fiesta de peregrina­ción), el que tuviese lugar en las mismas fechas de primavera y el hecho de que en la fiesta de pascua se comieran también panes ázimos [20].

Tras la unión, la pascua y los ázimos forman una sola fiesta, que comienza la tarde del 14 de Nisán y se prolonga siete días, a partir del día 15 (Lev 23,5-8) [21]. De este modo, la fiesta de los ázimos se relaciona directamente con el éxodo y viene a tener también el carácter de memorial.



4) Sentido proléptico de la Pascua



Pero la pascua no es sólo memorial de una liberación que Dios hace presente. La pascua, después del exilio, mira cada vez mas al futuro. Ello se debe a que los profetas contemplan cada vez más el futuro a la luz del éxodo. La salvación de Is­rael vendrá como un nuevo éxodo (Is 11,43-44). La potencia salvadora desplegada por Dios en el pasado es garantía de cuanto ocurrirá en el futuro, de modo que, en los ambientes mas profundamente religiosos, la celebración de la pascua se unió a la esperanza mesiánica [22].

Así, el Targum palestinense, a propósito de la noche de Ex 12,42, introduce una consideración de las cuatro noches: la primera es la noche de la creación (Gén 1,3-5); la segunda, la noche en la que Dios se apareció a Abraham (Gén 17); la tercera, la de pascua (Ex 12) y la cuarta, el inicio de la era mesiánica y escatológica: «La cuarta noche será cuando el mundo llegue a su fin para ser disuelto; los yugos de hierro serán disueltos y serán destruidas las generaciones de la im­piedad. Y Moisés saldrá del desierto y el Mesías vendrá de lo alto. Uno caminará en cabeza del rebaño y el otro caminará en cabeza del rebaño, y su palabra caminará entre los dos y marcharan los dos juntos. Es la noche de pascua por el nom­bre del Señor, noche establecida y reservada para la salvación de todas las generaciones de Israel» [23].

De hecho, en el judaísmo contemporáneo al Nuevo Testa­mento, en cada noche de pascua los israelitas esperaban una nueva intervención de Dios. La pascua del Antiguo Testa­mento no era un fin en sí misma, y se busca su culminación en el horizonte de la esperanza mesiánica.



II. LA SANGRE DE LA ALIANZA



Dios, que había liberado al pueblo de Israel sacándolo de Egipto, lo conduce al desierto, donde tiene lugar la alianza que establece con él. Así como el éxodo ha sido el aconteci­miento determinante de la historia de Israel, así la alianza va a ser la institución fundamental que regule las relaciones entre Dios y su pueblo [24].

La palabra hebrea que designa el concepto de alianza es bèrît, cuya etimología es incierta. Van Imschoot se inclina por la derivación a partir de la raíz brh, que significa «atar» [25]. Según Pedersen, entre los hebreos antiguos, bèrît designaba, en primer lugar, la relación mutua de pertenencia que unía a los contrayentes, junto con los derechos y deberes que deri­vaban de dicha relación [26]. Las alianzas tenían una gran im­portancia en la vida privada de Israel y conllevaban, además, un carácter sagrado, pues se suponía que estaban garantizadas por la divinidad, la cual sancionaba al transgresor (Gén 31,53; Jos 9,19-20; 1 Sam 20,23.42; Am 1,9.10).

Es de la experiencia social humana de donde ha surgido el concepto, aplicado después a la relación con Dios. Entre los nómadas era usual el rito de la sangre: chupaban la sangre de las incisiones que se practicaban o bien la mezclaban. Es así como significaban su unión. Es posible, dice Van Imschoot, que tales ritos hubieran estado en uso entre los hebreos (cf. Ex 24,3-8; 29,20-21), pero no suele ser muy frecuente en Is­rael dicho rito. Se usa mas el rito de la comida en común (Gén 26,28-30; 31,46.54; Jos 9,14), «porque la participación en una misma comida crea una unidad vital entre los comensales» [27].

También se concluye la alianza dándose la mano, pero en circunstancias solemnes se usa un rito de alianza mas compli­cado (Gén 15,7-10.12.17.18). Así, en la alianza de Yahveh con Abraham, Yahveh le promete la posesión de Canaán y manda realizar el siguiente rito: partir por medio varios animales, cuyas mitades se colocan frente a frente, de modo que quede un pasillo entre ambas. Puesto el sol, Abraham cae en un sueño profundo, y un fuego llameante pasa entre las víctimas. En aquel día hizo Yahveh un pacto con Abraham.

Este es un rito que se practicaba en Asiria, Caldea, Grecia y Roma, y parece significar la maldición que los contrayentes auguraban al que quebrantara el pacto; de no observarlo, cada uno augura al otro la suerte padecida por los animales des­cuartizados [28]. En Gén 15,17, el fuego llameante representa a Yahveh, el cual «pasa en la alianza», es decir, contrae el com­promiso con Abraham.

La alianza contraída por Dios con su pueblo en el desierto emplea la sangre con el significado de vida que tenía entre los hebreos, y viene a significar la comunión de vida que de ahora en adelante existirá entre Dios y su pueblo. Esta es una alianza que entra en el orden de la historia de la salvación y de la revelación del amor de un Dios que se adapta a entrar en relación íntima con su pueblo [29]. Dice así Dios a Moisés:

«Así dirás a la casa de Jacob y esto anunciarás a los hijos de Israel: "Ya habéis visto lo que he hecho con los egipcios y cómo a vosotros os he llevado sobre alas de águila y os he traído a mí. Ahora, pues, si de veras escucháis mi voz y guar­dáis mi alianza, vosotros seréis mi propiedad personal entre todos los pueblos, porque mía es toda la tierra; seréis para mí un reino de sacerdotes y una nación santa"» (Ex 19,3-6).

En medio de los pueblos que le pertenecen, Dios quiere poseer de una forma particular a aquel que ha librado de la esclavitud de Egipto. Como dice Lecuyer, esta elección ex­presa un privilegio único y los límites de dicho privilegio: ob­jeto de una dignidad particular, el pueblo predilecto no es elegido en beneficio propio, sino para el servicio de Dios en medio de todos los pueblos [30].

Esta alianza establecida entre Dios y su pueblo tiene las características siguientes:

- La iniciativa viene de Dios; un Dios que se revela a los hombres como un Dios vivo, que les habla en plano de amis­tad. Entre Dios y su pueblo va a existir una amistad y una fi­delidad recíprocas. El Dios vivo entra en la vida de Israel.

- Si el pueblo acepta la alianza, será el pueblo santo, el pueblo de la elección, el camino elegido por la pedagogía di­vina para la salvación de todos los pueblos. En consecuencia, el pueblo de Israel viene a ser un pueblo de sacerdotes, un pueblo santo, intermediario entre Dios y la humanidad. Es un pueblo «santo», es decir, un pueblo puesto aparte para ser «consagrado» al Señor, un pueblo propiedad (sĕqullâh) de Dios.

- La alianza comporta, de parte del pueblo de Israel, un compromiso de fidelidad a Yahveh que excluye el recurso a dioses extraños, a la magia y a las alianzas políticas con po­tencias extranjeras [31].

El don de la ley entra en este contexto, es expresión de la exigencia de santidad que deriva de la misma alianza, y sólo tiene sentido en el marco de esta alianza de santidad: «Habéis de ser santos, porque yo soy santo» (Lev 11,45).

El decálogo (Ex 20,1-17) es la ley fundamental de este pueblo, a la que se añaden otras leyes, como el código de la alianza (Ex 20,22-23), el código del Deuteronomio (Dt 12­-26), el código de santidad (Lev 17-26) y principios relativos al culto (Lev 1-16).

El rito de la conclusión de la alianza tiene lugar en el monte llamado Sinaí en los pasajes atribuidos al Yahvista (Ex 19,11b.18), y Horeb, en los atribuidos al Elohista (Ex 33,6). Es un rito sumamente significativo:

«Vino, pues, Moisés y refirió al pueblo todas las palabras de Yahveh y todas sus normas. Y todo el pueblo respondió a una voz: "Cumpliremos todas las palabras que ha dicho Yah­veh". Entonces escribió Moisés todas las palabras de Yahveh; y, levantándose de mañana, alzó al pie del monte un altar y doce estelas por las doce tribus de Israel. Luego mandó a al­gunos jóvenes de los israelitas que ofreciesen holocaustos e inmolaran novillos como sacrificios de comunión para Yah­veh. Tomó Moisés la mitad de la sangre y la echó en vasijas; la otra mitad la derramó sobre el altar. Tomó después el libro de la alianza y lo leyó ante el pueblo, que respondió: "Obedeceremos y haremos todo cuanto ha dicho Yahveh". En­tonces tomó Moisés la sangre, roció con ella al pueblo y dijo: "Esta es la sangre de la alianza que Yahveh ha hecho con vo­sotros, según todas estas palabras". Moisés subió con Aarón, Nadab, Abihú y setenta de los ancianos de Israel. Bajo sus pies había como un pavimento de zafiro tan puro como el mismo cielo. No extendió él su mano contra los notables de Israel, que comieron y bebieron» (Ex 24,3-11).

El texto, Como dice Van Imschoot, presenta una clara re­elaboración. Contiene muchas tradiciones que han sido super­puestas y que hacen difícil su separación [32].

El libro de la alianza al que se alude es, según una ver­sión, el código llamado de la alianza (Ex 20,22-23). Según Dt 4,9ss; 5,2.3, se trata del decálogo, escrito sobre las tablas de piedra que dan origen a las tablas de la alianza. Para Van Imschoot, el «libro de la alianza» no designa necesariamente al «código de la alianza», y puede entenderse muy bien del «escrito de la alianza», es decir, del decálogo (Dt 5,19).

Pero veamos el rito, particularmente el de la sangre. Sa­bemos que la sangre de los animales representaba, para los hebreos, la sede de la vida, significación importante para en­tender los sacrificios de expiación, en los que la sangre tendrá una parte primordial.

Como decimos, la sangre significaba, para los hebreos, la sede de la vida. Cuando se mata un animal, sale de su sangre una especie de halito o de vapor que es conocido como «el alma que está en la sangre», y que se identifica por ello con el principio vital. De ahí que un mismo término nēfesh signifi­que «vida» y «alma» [33]. Surge de aquí la prohibición de co­mer la sangre:

«Guárdate sólo de corner la sangre, porque la sangre es la vida, y no debes comer la vida con la sangre» (Dt 12,23).

Por ello tiene la sangre un enorme significado simbólico: el respetar la sangre es reconocer el poder exclusivo de Dios sobre la vida, y de ahí deriva su función en los sacrificios de expiación, en los cuales es usada como medio de restablecer la vida entre Dios y el hombre, vida que el pecado había roto: «La vida de la carne está en la sangre, y yo os la he entregado para el altar, a fin de celebrar la expiación por vuestras per­sonas, pues la sangre opera la expiación en virtud de la vida que entraña...» (Lev 17,11).

Pues bien, en el rito de la alianza, al asperjar Moisés con sangre la piedra central, que representa a Dios, y las doce es­telas, que representan a las doce tribus, así como al asperjar a todo el pueblo, se viene a significar que entre Dios y su pue­blo va a darse una vida común. «Dios, dice Lecuyer, me­diante Moisés, quiere significar que establece con Israel cierta comunidad de vida; da al pueblo una parte de su privilegio divino. Parece, pues, que en el rito de la sangre se ha de ver algo mas que un mero simbolismo contractual: Dios manifiesta su voluntad de adoptar a Israel como hijo y de tratarlo como tal, es decir, de comunicarle parte de su vida; la alianza realiza, entre Yahveh y su pueblo, la comunidad que los lazos de la sangre establecen entre un padre y un hijo» [34].

Moisés señala esta comunión de vida cuando dice: «Esta es la sangre de la alianza que Yahveh ha hecho con vosotros». Sigue después un convite sacrificial (Ex 24,12-18), que se celebra entre Dios y los representantes del pueblo cerca de la cumbre. Es también un convite de alianza.

La alianza establecida con Israel ha dado a este pueblo una experiencia única de Dios: «Pues ¿qué nación hay tan grande que tenga los dioses tan cercanos a sí como lo esta Yahveh, nuestro Dios, cuantas veces le invocamos?» (Dt 4,7). De todos modos, la alianza será rota por la infidelidad de Is­rael. Este pueblo, que había tenido el privilegio de la amistad divina, buscó, en cambio, la seguridad humana que le propor­cionaban las alianzas con pueblos vecinos mas aguerridos y fuertes que él. Prefirió la seguridad humana. Con todo, Dios envía a los profetas, los cuales, aunque fustigan al pueblo por su infidelidad, anuncian la conclusión de una nueva y definitiva alianza. He aquí la pro­mesa:

«He aquí que vienen días (oráculo de Yahveh) en que yo pactaré con la casa de Israel (y con la casa de Judá) una nueva alianza; no como la alianza que pacté con vuestros padres cuando los tomé de la mano para sacarlos de Egipto, que allí rompieron mi alianza, y yo hice estragos con ellos (oráculo de Yahveh). Sino que ésta será la alianza que yo pacte con la casa de Israel después de aquellos días (oráculo de Yahveh): pondré mi ley en su interior y sobre sus corazones la escri­biré, y yo seré su Dios y ellos serán mi pueblo. Ya no ten­drán que adoctrinar más el uno al prójimo y el otro a su her­mano diciendo: "Conoced a Yahveh", pues todos ellos me conocerán del más chico al más grande (oráculo de Yahveh) cuando perdone su culpa y de su pecado no vuelva a acor­darme» (Jer 31,31-34).



III. EL SIERVO DE YAHVEH



La alianza es un tema trascendental en la historia de Is­rael. Los profetas la van depurando y decantando a lo largo de los siglos. Y en este proceso de profundización aparece, en el horizonte profético, el misterioso Siervo de Yahveh, el cual será precisamente la alianza entre Dios y su pueblo: «Yo, Yahveh, te he llamado en justicia, te así de la mano, te formé y te he destinado a ser alianza del pueblo y luz de las gentes» (Is 42,6).

Se conoce como Siervo de Yahveh al personaje del que hablan los cuatro poemas de Is 42,1-7;49,1-6;50,4-9;52,13-­53,12, textos todos ellos pertenecientes al llamado libro de la consolación de Israel, y que se dirigen a los israelitas que se encuentran en el exilio babilónico. Leamos el último poema: «¿Quién dio crédito a nuestra noticia? Y el brazo de Yah­veh, ¿a quién se lo reveló? Creció tomo un retoño delante de él, tomo raíz de tierra árida. No tenía apariencia ni presencia; (le vimos) y no tenía aspecto que pudiéramos estimar. Des­preciable y desecho de hombres, varón de dolores y sabedor de dolencias, como uno ante el que se oculta el rostro, des­preciable y no le tuvimos en cuenta. Con todo, eran nuestras dolencias las que él llevaba, y nuestros dolores los que sopor­taba. Nosotros le tuvimos por azotado, herido de Dios y hu­millado. El ha sido herido por nuestras rebeldías, molido por nuestras culpas. El soportó el castigo que nos trae la paz, y con sus cardenales hemos sido curados. Todos nosotros como ovejas erramos, cada uno marchó por su camino, y Yahveh dirigió sobre él la culpa de todos nosotros. Fue oprimido, y él se humilló y no abrió la boca. Como un cordero al degüello era llevado y, como oveja que ante los que la trasquilan esta muda, tampoco abrió la boca. Tras arresto y juicio fue arrebatado, y de sus contemporáneos, ¿quién se preocupa? Fue arrancado de la tierra de los vivos; por las rebeldías de su pueblo ha sido herido y se puso su sepultura entre los mal­vados, y con los ricos su tumba, por más que no hizo atrope­llo y no hubo engaño en su boca. Mas plugo a Yahveh que­brantarle con dolencias. Si se da a sí mismo en expiación, verá descendencia, alargara sus días, y lo que plazca a Yahveh se cumplirá por su mano. Por las fatigas de su alma verá la luz, se saciará. Por su conocimiento justificará mi siervo a muchos y las culpas de ellos él soportara. Por esto le daré su parte en­tre los grandes y con poderosos repartirá despojos, ya que in­defenso se entregó a la muerte y con los rebeldes fue con­tado, cuando él llevó el pecado de muchos e intercedió por los rebeldes» (Is 53).

Se ha discutido entre los exegetas quién es este personaje misterioso, y varias han sido las interpretaciones que se han dado. Superaba ya la interpretación colectiva, que identifica al Siervo con Israel [35], y la individual histórica, que lo iden­tifica con un personaje concreto del pasado, como Moisés o Jeremías [36], se va abriendo paso la teoría de que en los cantos del Siervo hay una evolución desde un sentido colectivo a uno individual [37], de modo que el Siervo, según Gelin [38], apa­rece configurado en dos líneas fundamentales: a) Como proyección escatológica de la figura profética: el reagrupa­miento de Israel será llevado a cabo por un personaje profé­tico-mesiánico que resulta de una verdadera proyección esca­tológica a partir de una situación en la que domina no el monarca, sino el profeta [39]; b) como proyección de la vocación propia de Israel en una figura individual.

Ya en el primer poema (Is 42,1-7) aparece el personaje misterioso con el nombre de Siervo de Yahveh. Elegido por Dios para una misión elevada, su función es análoga a la de los profetas, pero con un alcance universal. Debe proclamar el «derecho», tiene que dar a conocer una doctrina en todo el mundo: «Te voy a poner por luz de las gentes, para que mi salvación alcance hasta los confines de la tierra» (Is 49,6).

Tiene también el siervo una clara misión mesiánica: unifi­car a todas las gentes librando a los cautivos, restaurar las tribus de Jacob y llevarlas a su patria, congregar el resto, que será el núcleo del nuevo pueblo de Dios (Is 49,5-6). Es en este contexto donde precisamente aparece el concepto de la alianza. El mismo Siervo será la alianza entre Dios y su pue­blo (Is 42,6; 49,8) [40].

Lo que marca decisivamente a este personaje es, sobre todo, su relación con los pecados, respecto de los cuales apa­rece como víctima de expiación. A pesar de no tener culpa propia, carga sobre sí mismo el peso de los pecados de los hombres. Sufre incluso el dolor y el tormento, hasta el punto de aparecer como «castigado de Dios»; eran nuestros pecados los que él soportaba, por las rebeldías de su pueblo fue he­rido. Pero estos tormentos son el castigo que nos trae a los hombres la paz.

Se emplea aquí, como nota Galbiati [41], el término técnico de ashām (expiación), de modo que el sacrificio del Siervo aparece como sacrificio de expiación: «se da a sí mismo en expiación (ashām)» (Is 53,10), «llevando el pecado de los mu­chos (rabbîm) e intercediendo por los rebeldes» (Is 53,12), de modo que con sus heridas hemos sido curados.

Esta expiación se realiza por los muchos (rabbîm), que por sinécdoque significa a todos (Is 53,11.12).

Se trata, por tanto, de un sacrificio de expiación por el pueblo de Israel. Mas adelante tendremos ocasión de reflexio­nar sobre este concepto veterotestamentario, cuando expon­gamos las diferentes formas de sacrificio en Israel.



IV. SACRIFICIOS EN ISRAEL



En el pueblo de Israel, como ocurre en todo pueblo creyente, la fe y el culto a Dios se expresa mediante la reali­zación de una serie de sacrificios que es preciso conocer. El sacrificio, como dice Van Imschoot [42], ocupa un puesto central en el culto israelita, como en casi todas las religiones anti­guas.

Particularmente, el sacrificio que tiene lugar en la fiesta judía del Yom Kippur es imprescindible para comprender la carta a los Hebreos, que presenta el sacrificio de Cristo como único y definitivo sacrificio de expiación por los pecados, rea­lizado con su propia sangre, con la cual entró en el santuario celeste de una vez por todas. Pero veamos las diferentes clases de sacrificios [43].

La terminología que usan los hebreos es variada, pues no cuentan con un término propio, como ocurre en las lenguas actuales. Usan los términos de qodâšim (cosas sagradas), min­hâh (regalo) y zebah (víctima inmolada, inmolación) [44].

La legislación israelita sobre los sacrificios se realiza, sobre todo, después del exilio, aunque conserva ritos antiguos, ante­riores a Moisés según los casos. Israel ha incorporado incluso costumbres de pueblos vecinos, pero todas ellas fueron des­pojadas de todo matiz mágico y de otros matices afines, den­tro del espíritu del yahvismo, de la imagen de un Dios que gratuitamente ha hecho alianza con Israel.

Van Imschoot da esta descripción del sentido del sacrificio israelita: «es una acción ritual (ordinariamente, la destrucción de un objeto o de un ser vivo) mediante la que el hombre trata de entrar en contacto, en comunión con la divinidad, para rendirle homenaje, hacerla propicia, satisfacerla, o para protegerse de su cólera y descartar influencias peligrosas o nocivas» [45].Veamos las formas principales de sacrificio en Israel:



1) Sacrificios cruentos



a) Holocaustos

El término actual de «holocausto» ha adquirido de la Vul­gata y, a través de ella, de la traducción de los LXX, la inter­pretación del hebreo olah, que significa «subir»; es el sacrifi­cio cuyo humo se hace subir a Dios al quemarlo [46] . El holo­causto se caracteriza porque en él se quema todo y no se guarda nada para el oferente ni para el sacerdote. Así, el término olah se sustituye, a veces, por el de Kâlîl, sacrificio «to­tal» [47].

Parece que este tipo de sacrificio se remonta al período nómada y se entiende como un acto de homenaje a Dios. Tiene una función primordialmente latréutica (Gén 8,20; Jue 13,16; 1 Sam 6,15). Más tarde alcanzó valor expiatorio (Lev 1,4). Eran animales de uso doméstico, como toros, carneros, palomas y tórtolas, los que se ofrecían (cf. Lev 2-9).

Según el ritual de Lev 1,2-9; 2,1-3, el oferente coloca la mano sobre la víctima, lo cual significa, según De Vaux [48], no la sustitución del oferente por la víctima, sino que ésta le per­tenece y es ofrecida en su nombre. Una víctima a la que se le transfirieran los pecados quedaría inhabilitada para el sacrifi­cio, como ocurría con el macho cabrío de la fiesta del Yom Kippur [49].

Es el oferente mismo el que degüella la víctima. Al sacerdote corresponde realizar el rito de la sangre que es derramada alrededor del altar, y cuyo significado ya conocemos. La víctima, degollada por el oferente, es quemada toda ella por los sacerdotes.

Vemos aquí las dos partes de que se compone el sacrificio: la sangre, que es derramada sobre el altar, y la carne, que en este caso es quemada.

En Israel, cada día se quemaba un cordero (dos, los sábados) en sacrificio expiatorio por el pueblo.



b) Sacrificios pacíficos

Los sacrificios pacíficos (zebah schelamin) eran diferentes de los holocaustos. Se les da también el nombre de «sacrifi­cios de comunión», porque en ellos la víctima ofrecida era también comida por los oferentes (Dt 12,26-27). Eran sacrifi­cios de carácter alegre y formaban parte de todas las fiestas (Jue 16,23; 1 Sam 1,3ss; 9,12.22ss; 11,15; 1 Re 1,9; 8,62ss).

El ritual principal está contenido en Lev 3. Lo peculiar en este sacrificio es que la víctima se reparte entre Dios, el sacer­dote y el oferente, el cual lo come como cosa santa. La impo­sición de las manos, el degüello y el rito de la sangre se efec­túan de igual modo que en el holocausto.

La parte de Yahveh, que se quema sobre el altar, es la grasa que rodea las entrañas, los riñones y el hígado. La grasa es considerada como una parte vital, y por ello pertenece a Yahveh (Lev 3,16-17) [50]. Al sacerdote corresponde el pecho y el muslo derecho, y al oferente el resto de la carne, que la come junto con su familia.

Estos sacrificios no suponían ningún delito o pecado por cuya expiación se ofreciesen. El sentido de los mismos era la acción de gracias, el cumplimiento de un voto y el deseo de impetración.

Este tipo de sacrificios era el más frecuente y el más seme­jante al de otros pueblos. El simbolismo del banquete sacrifi­cial era éste: a Dios se le daba lo que le correspondía (el suave olor de la grasa y la sangre) y los oferentes comían el resto con el sentimiento de comunión con Dios. Así, dice Galbiati [51], comiendo en lugar sagrado la comida ofrecida a Dios, se consideraban como convidados del mismo, sentados simbólicamente a la mesa para entrar en comunión con él. Los sacrificios, cuyas víctimas eran comidas por los oferentes, establecían una unión de éstos entre sí y con Dios [52].



c) Sacrificios de expiación

Aunque los sacrificios anteriormente descritos tienen a veces sentido expiatorio, como ocurre con los holocaustos (Gén 8,21; Miq 6,6; Lev 1,3.4), la legislación sacerdotal conoce los sacrificios específicamente expiatorios: el sacrificio de reparación (ashām: Lev 5,14ss) y el sacrificio por el pecado (hattât: Lev 4,2ss).

El rito de la sangre es particularmente significativo en los sacrificios de expiación. Recordemos que la sangre era consi­derada como sede de la vida, y por ello se usaba como medio de restablecer la vida con Dios, rota por el pecado. Estos sa­crificios de expiación se distinguen de los demás por la espe­cial función de la sangre y el uso de las carnes de la víc­tima [53].

Este tipo de sacrificio tiende a restablecer la unión con Dios, destruida por el pecado, a aplacar la cólera de Dios (2 Sam 24,15-25; 2 Re 3,27; Job 42,7ss). El verbo Kippur (ex­piar) designa tanto el aplacamiento de la cólera de Dios (Gén 32,21; Prov 16,14; Dt 21,8) como la desaparición del pecado (1 Sam 3,14; Dt 21,8) o la misma ejecución del rito expiatorio (Lev 4,31) [54].

De todos modos, estos sacrificios no perdonan más que las faltas por inadvertencia. Si se trata de un pecado volunta­rio, son impotentes (Núm 15,22-31) [55].

Pero junto a los sacrificios ordinarios de expiación existía la fiesta del gran día de la expiación (Yom Kippur), en la cual todos los pecados eran perdonados.

La fiesta de la expiación. - La fiesta del Yom Kippur ha llegado a ser la fiesta más importante del judaísmo. Era la única en la que el sumo sacerdote entraba en funciones. Era, asimismo, el único día de ayuno para los judíos.

La descripción del rito la encontramos en Lev 16,11-33. En medio del patio del templo estaba colocado el altar de los holocaustos y, delante de él, el lugar sagrado, dividido en dos partes por el velo. La primera parte es el santo, llamado tienda de la reunión; la segunda parte es el santo de los santos o santuario. Este era una celda que contenía el arca de la alianza, sobre la que se apoyaba el propiciatorio, es decir, la cubierta de oro del arca con los querubines, bajo cuyas alas se adoraba la invisible presencia de Dios. El nombre de pro­piciatorio viene del rito que una vez al año tenía lugar sobre él, y era realizado por el sumo sacerdote, el cual sólo en esta ocasión entraba en dicho lugar.

El rito, en realidad, contenía dos sacrificios de expiación: uno por el sumo sacerdote y la casta sacerdotal, y el otro por toda la comunidad. Por sus propios pecados, el sumo sacer­dote rociaba con la sangre de un novillo, untada en un dedo, el lado oriental del propiciatorio, y con su dedo hacía siete aspersiones de sangre delante del propiciatorio. Por los pe­cados del pueblo hacía lo mismo con la sangre de un macho cabrío.

Lo mismo tenía que hacer en la tienda de reunión, tras de lo cual iba al altar de los holocaustos y en él hacía la asper­sión, tomando la sangre del novillo y del macho cabrío y un­tando los cuernos o extremidades del altar. Un dato significa­tivo que tendrá en cuenta posteriormente la carta a los He­breos es que la carne de las víctimas, con cuya sangre se hacía la aspersión, era quemada fuera del campamento.

Finalmente se tomaba un macho cabrío, sobre el cual se imponían las manos y se hacía sobre él la confesión de todos los pecados del pueblo, tras de lo cual era enviado al desierto por un hombre [56]. Este rito del macho cabrío, que tiene para­lelos en otras religiones [57], no tiene valor propiamente expia­torio. El macho no es ofrecido a Azazel; simplemente se le suelta en el desierto, adonde llevará los pecados de Israel [58]. Cargado con los pecados, queda impuro y no puede servir como víctima sacrificial. Por ello dice Galbiati que dicho gesto, el gesto de imponer la mano sobre él, sólo tiene valor demostrativo. La expiación ya ha tenido lugar, y el envío del macho al desierto sólo quiere expresar, simbólicamente, que los pecados han sido ya borrados [59]. Por ello, el Nuevo Tes­tamento no citará nunca este texto.

El concepto de expiación. - Cuando se habla de expiación en el Antiguo Testamento, es fácil presentarla como mero restablecimiento de la vida, que había sido rota por el pecado. La idea de la satisfacción, se dice a veces, es un término jurí­dico, no bíblico, y la Biblia es ajena a la idea de que se hu­biese roto un orden de justicia que Dios exigiera reparar me­diante un precio.

Indudablemente, en la idea que muchas veces se tiene de la satisfacción entran matices que no son los propios de la ex­piación veterotestamentaria, ni mucho menos de la satisfac­ción realizada por Cristo. Limitándonos ahora al Antiguo Testamento, tenemos que decir que no cabe entender la ex­piación en el sentido de que Dios sea indigente o necesite algo en su propia naturaleza. Por supuesto, es preciso elimi­nar también del concepto de expiación toda idea mágica, como si el perdón fuera logrado forzosamente por el rito, de modo que no fuera ya una donación gratuita de Dios. La ex­piación, antes que un medio por el que el hombre se dirige a Dios, es un instrumento empleado por la voluntad divina de perdón para reparar las infracciones de la alianza. No po­demos pensar que en ella todo depende del cumplimiento co­rrecto del ritual y no de la voluntad de perdón por parte de Dios. Esto es lo que viene a decir Eichrodt cuando afirma que el sentido mágico de la expiación no existe en Israel [60].

Ahora bien, si hemos de ser consecuentes con los datos veterotestamentarios, no podemos reducir la expiación a la sola dimensión descendente del amor divino hacia el hombre, olvidando aquella otra por la que el hombre quiere reparar en Dios la ofensa que su pecado le ha causado, ni podemos olvi­dar que el pecado afecta misteriosamente a Dios en su per­sona.

El pecado aparece siempre como una realidad misteriosa que ofende a Dios mismo. Frente a la raíz hattâ (que signi­fica, más bien, faltar, fallar el objetivo), la raíz segâgâh (error), la raíz âwôn (desvío), existe la voz pâsa, que implica ya la idea de infidelidad, infidelidad a Dios (Is 1,2; 43,27; Os 7,13; 8,1; Jer 2,29; 3,13). El mismo término que se emplea para designar la infidelidad conyugal (zânâh) se emplea para designar la infidelidad a Yahveh (Jer 2,20; 3,6.8; Ez 16,15.16.17; Os 2,7; 4,12) [61].

Del sentido jurídico que pueden tener ciertos términos como el de hattâ se pasa a un sentido religioso, como el de rebelión contra Yahveh. El pecado, dice Van Imschoot, apa­rece como una desobediencia a Dios, una transgresión de la voluntad de Yahveh [62]. El pecado es una rebelión del hombre contra la voluntad suprema. La noción de pecado en Israel es tanto religiosa como moral [63]. El Antiguo Testamento no hace la distinción que nosotros hacemos entre religión y mo­ral. Las transgresiones, incluso involuntarias, son pecado por­que, aun no siendo pecado moral, tienen siempre un sentido religioso [64]. Son pecado porque son desobediencias a Yahveh, autor de la ley. También toda falta contra el hombre es una falta contra Dios. El salmista, que se siente pecador por ha­ber ofendido al prójimo, deplora, sin embargo, el haber ofendido a Dios (Sal 51,6).

En el Antiguo Testamento se usa una doble imagen para expresar el pecado como ofensa a Dios: el adulterio (cf. Ex 16,16; Dt 31,36; 32,15; Is 57,8; Os 2,60) y la imagen del hijo que abandona al padre (Os 11,3-4). No se puede decir que en estos casos se trate de antropomorfismos, pues lo mismo ha­bría que decir cuando se presenta a Dios como Padre. Se trata en ambos casos de imágenes que tienen ciertamente valor ana­lógico, en cuanto que encierran siempre matices no aplicables a Dios, pero contienen un núcleo de verdad. Resulta siempre chocante que se acepte sin reservas que Dios goza con la con­versión del pecador y que no se acepte que el pecado le afecte. No se puede entender lo uno sin lo otro. La herida es siempre proporcional al amor, como dice Galot [65]. J. Guillet ha dicho a este respecto que el pecado «toca al interesado hi­riéndolo», y que «Dios se ha comprometido en el mundo y se ha hecho vulnerable» [66]; y otro tanto dice Descamps: «Para la Biblia y para los profetas en particular, el pecado hiere a Dios en su ser intimo, ultraja su santidad y suscita una reacción personal de tristeza y desdén» [67]. Cierto que, si el pecado hiere a Dios ofendiéndole en su amor, no afecta a su ser en el sentido de que lesione su naturaleza trascendente. El mal efectivo recae sólo sobre el hombre, que es quien queda de hecho destruido por el pecado (Jer 7,19; Job 35,6). Pero, aunque no lesione su naturaleza divina, no podemos ol­vidar que el pecado afecta a Dios en su amor condescen­diente. Por ello concluye Van Imschoot: «Siendo una rebelión contra Dios, una infidelidad que aleja de Dios, el pecado crea una separación entre el hombre y Dios, y hace que Yahveh “esconda su rostro”, es decir, que se aleje, a su vez, del peca­dor para no escucharle ya (Is 59,2), o que se niegue a respon­derle cuando se le pide un oráculo (1 Sam 14,37ss)» [68].

Es esta lejanía, esta relación rota, lo que restaura y resta­blece el sacrificio de expiación. Por ello dice de nuevo Van Imschoot: «El sentimiento de pecado, entendido como una desobediencia y una ofensa a Dios, es, por cierto, antiguo y se halla muy extendido en Israel, y ha tenido que sugerir necesa­riamente, desde una fecha remota, el deseo de aplacar la divi­nidad irritada, de entrar en gracia y en comunión con la misma y de abolir la causa de la cólera divina, el pecado» [69].

Quitando, pues, todo antropomorfismo que tienda a en­tender la cólera de Dios como una reacción de venganza o una exigencia jurídica, queda el hecho de que el pecado afecta a Dios, el cual, alejado del hombre, puede dejar a éste abandonado a su suerte y hacerse sordo a sus peticiones.

Pero a veces los israelitas piensan librarse del pecado por la mera ejecución del rito expiatorio, sin la conversión inte­rior, sin la disposición a cumplir la voluntad de Dios. Es con­tra esta actitud y no contra los sacrificios en sí contra lo que se levantan los profetas [70]. Por ello los profetas ven en el ho­rizonte de Israel la realización de una alianza nueva que Dios mismo establecerá en el corazón del hombre (Jer 31,33), un corazón nuevo que Dios dará (Ez 36,26), e incluso la realiza­ción de un sacrificio perfecto que se ofrecerá en todo lugar (Mal 1,10-11).



2) Sacrificios incruentos



Existen también en Israel sacrificios incruentos: oblaciones de frutos provenientes del campo. El término minhâh tiene en el Levítico este significado: «Quien ofrezca a Yahveh una oblación de ofrenda incruenta, su oblación será la flor de ha­rina, sobre la cual habrá derramado aceite y pondrá incienso. Es minhah» (Lev 2,1).

Eran los sacerdotes los encargados de tomar parte de la ofrenda y quemarla sobre el altar «como memorial» (Lev 2,2). Lo restante era para los sacerdotes (Lev 2,3).

Era éste un rito proveniente de su instalación en Canaán, si bien la ofrenda de incienso, conocida en otras partes como en Egipto, podría tener un origen más antiguo.

Estos sacrificios son ofrecidos ordinariamente como com­plemento de los sacrificios cruentos, y en dicho caso van acompañados de una libación de vino (Lev 23,13; Núm 15, 5-7).



V. PROFECÍAS DE LA EUCARISTÍA



1) La profecía de Malaquías [71]



El libro de Malaquías contiene una profecía referente a una oblación pura sacrificada en todo lugar, en la cual la tra­dición patrístico-teológica, incluso el concilio de Trento, ha visto una clara prefiguración de la Eucaristía [72].

El profeta Malaquías surge en una época de relajación reli­giosa, al inicio del siglo V a.C., después del exilio y de la pre­dicación de Ageo y Zacarías y antes de los reformadores que fueron Esdras y Nehemías. Bajo el influjo de Ageo y Zacarías se reconstruye el templo de Jerusalén y el culto levítico; pero Jerusalén era entonces una ciudad pobre y desanimada, y el culto en el templo se realizaba con tanta negligencia, que Malaquías condena a los sacerdotes y a todo su servicio. El pro­feta recrimina las negligencias en el culto, los matrimonios con extranjeras y las injusticias, al tiempo que ve en el hori­zonte la esperanza de la era mesiánica.

Comienza exponiendo la predilección divina por Israel (Mal 1,1-5), para pasar a la recriminación de los pecados de los sacerdotes, que «desprecian el nombre de Yahveh» (6) y ofrecen «pan inmundo» (7) y víctimas viciadas e imperfectas para los sacrificios. Con tales dones no pueden agradar a Yahveh (8). A continuación viene el vaticinio:

«No tengo ninguna complacencia en vosotros, dice Yah­veh Sebaot, y no me es grata la oblación de vuestras manos, pues desde donde el sol levanta hasta el poniente grande es mi nombre entre las naciones, y en todo lugar se ofrece a mi nombre un sacrificio de incienso y una oblación pura» (Mal 1,10-11).

El profeta no es contrario a los sacrificios en el templo, incluso se preocupa por su perfecta realización cultual, y más todavía, por su significado interior [73]. Emplea el término téc­nico de minhâh, que ya conocemos, y que se refiere a la oblación incruenta; pero aquí se emplea en el sentido de obla­ción en general, lo cual resulta claro si se tiene en cuenta que en 1,8-9 se habla de animales ciegos, cojos y en mal estado [74].

Malaquías, viendo la situación de negligencia, se traslada al futuro, y habla del sacrificio definitivo que será ofrecido por todo el mundo. Será ofrecido al nombre de Dios, al nom­bre de Dios conocido como tal [75]. Es un sacrificio que ofre­cen las naciones (goyîm), es decir, los gentiles [76].

Se trata del sacrificio de la era mesiánica. Es claro que el reconocimiento del verdadero Dios por parte de las naciones nos lleva a un contexto mesiánico (cf. Is 2,3; 18,7; 40,5; 45,14). El profeta, como tantas veces ocurre, al contemplar la decadencia del culto, da un salto hacia el futuro, y habla de un tiempo mesiánico en el que se ofrecerá un sacrificio puro por parte de todo el universo.



2) El banquete escatológico [77]



Los profetas ven en perspectiva la realización de un sacri­ficio puro, el sacrificio de la era mesiánica, que sustituirá a los sacrificios de la vieja ley. Pero no es sólo la perspectiva del sacrificio lo que los profetas tienen en mente, sino también la figura de un banquete escatológico que sellará la era mesiánica.

Vimos ya el banquete sacrificial que se celebró como conclusión del rito de la alianza (Ex 24,1-11). Hemos visto los sacrificios pacíficos que culminaban también en un banquete. En todo ello se expresa la idea de la comunión de los hom­bres con Dios. Pues bien, la idea de banquete es tomada ex­plícitamente por los profetas, y en su perspectiva mesiánica hablarán de un banquete ofrecido a todas las naciones.

La expectación mesiánica se concentra en la figura del Me­sías que ha de venir, en las características de su reino, y es en este contexto, en el que se inserta el banquete escatológico ofrecido por Dios a todos los pueblos:

«Hará Yahveh Sebaot a todos los pueblos en este monte un convite de manjares frescos, convite de buenos vinos: manjares de tuétanos, vinos depurados; consumirá en este monte el velo que cubre a todos los pueblos y la cobertura que cubre a todas las gentes» (Is 25,6-8).

Aparece aquí el universalismo defendido por los profetas y se describe la afluencia de todos los pueblos a Jerusalén con la imagen de un inmenso banquete. Todos los pueblos son convidados al monte Sión.

A partir de este texto, la idea del banquete mesiánico se hizo corriente en el judaísmo. Otro pasaje de Isaías (55,1-3) abunda en este sentido de banquete mesiánico, uniéndolo a la estipulación de una alianza eterna. El mesianismo, que parte de la promesa hecha por Natán a David (2 Sam 7,1-17), es aludido aquí por Isaías, el cual jamás evoca dicha promesa y nunca piensa en la restauración de la monarquía. En cambio, en este texto designa como alianza eterna el cumplimiento de las promesas hechas a David. Mesianismo y alianza son dos temas que se concretizan ambos en el banquete mesiánico.

«¡Oh todos los sedientos, id por agua, y los que no tenéis plata, venid, comprad y comed, sin plata y sin pagar, vino y leche! ¿Por qué gastar plata en lo que no es pan, y vuestro jornal en lo que no sacia? Hacedme caso y comed cosa buena, y disfrutaréis con algo sustancioso. Aplicad el oído y acudid a mí; oíd, y vivirá vuestra alma. Pues voy a firmar con vosotros una alianza eterna: las amorosas y fieles promesas hechas a David» (Is 55,1-3).

Un pensamiento análogo, aunque en otra perspectiva, lo encontramos también en los libros sapienciales. Cambia el contexto, porque ya no domina en Israel la figura del profeta, el hombre que experimenta la palabra de Dios y se siente transido de ella. Aparece la figura del sabio, que se caracte­riza, más que por la posesión de la palabra, por la reflexión madura sobre la vida y sus avatares. Pero esta reflexión sobre la vida se hace en conexión con el Dios de la alianza y con caracteres religiosos, hasta el punto de que la sabiduría apa­rece personificada (Prov 8-9; Ecl 24; Sab 6-9) y provista de atributos divinos.

Es esta sabiduría la que habita entre los hombres y la que se acerca a ellos bajo la figura del banquete:

«La sabiduría ha establecido una casa, ha labrado sus siete columnas, ha hecho la matanza, ha mezclado su vino, ha ade­rezado también su mesa. Ha mandado a sus criados y anuncia en lo alto de las colinas de la ciudad: "Si alguno es simple, véngase acá". Y al falto de juicio le dice: "Venid y comed de mi pan, bebed el vino que he mezclado; dejaos de simplezas y viviréis, y dirigíos por los caminos de la inteligencia"» (Prov 9,1-6).

Esta temática, que presenta a la Sabiduría ofrecida en ban­quete a los hombres, será usada después por San Juan en el discurso del pan de vida y aplicada, en la primera parte del discurso (Jn 6,32-47), a Cristo mismo, pan de vida que es re­cibido por la fe, y en la segunda (In 6,48-59), a la Eucaristía como comida [78].



VI. TIPOS DE LA EUCARISTÍA



Presentemos brevemente algunos tipos de la Eucaristía que la Iglesia ha visto como tales en determinados personajes o acontecimientos del Antiguo Testamento. El canon romano dice así en efecto: «Dirige tu mirada serena y bondadosa so­bre esta ofrenda; acéptala como aceptaste los dones del justo Abel, el sacrificio de Abraham, nuestro padre en la fe, y la oblación pura de tu sumo sacerdote Melquisedec».



1) El sacrificio de Abel



El sacrificio de Abel es evocado por la carta de los He­breos (11,4), donde es presentado como modelo de fe, en vir­tud de la cual sus sacrificios fueron aceptados por Dios.

En otro pasaje dice también la carta a los Hebreos que los cristianos se han acercado a «Jesús, mediador de una nueva alianza, y a la aspersión purificadora de una sangre, que habla mejor que la de Abel» (Heb 12,24). Aquí, la comparación, como se puede ver, se establece entre el sacrificio propio de Cristo en la cruz y el sacrificio, también personal, de Abel.



2) El sacrificio de Abraham



En el Nuevo Testamento, el sacrificio de Abraham, que, bajo la petición de Dios, se presta a inmolar a su propio hijo Isaac (Gén 22,1-19), es visto como tipo del sacrificio de Cristo. San Pablo alude a él cuando dice: «El que no perdonó a su hijo, sino antes bien lo entregó por todos nosotros...» (Rom 8,32). Más clara todavía es la alusión de Juan: «Dios ha amado tanto al mundo, que ha entregado a su Hijo único...» (Jn 3,16). Se trata de la misma actitud de Abraham, que en­trega a su propio hijo a la muerte.

Por su parte, la carta a los Hebreos considera la resurrec­ción de Cristo, y ve en Isaac, recuperado por su padre, una imagen perfecta de Cristo resucitado y recuperado por el Pa­dre tras su muerte: «Pensaba que poderoso era Dios aun para resucitar de entre los muertos. Por eso lo recobró, para que Isaac fuera también figura» (Heb 11,19).



3) El sacrificio de Melquisedec [79]



En Gén 14,18-20 encontramos la figura de Melquisedec, del que se dice que salió al encuentro de Abraham a la vuelta de la victoria sobre Kedorlaomer y los reyes que le acompa­ñaban: «Entonces Melquisedec, rey de Salem, presentó pan y vino, pues era sacerdote del Altísimo, y le bendijo, diciendo: "¡Bendito sea Abram del Dios Altísimo, creador de cielo y tierra, y bendito sea el Dios Altísimo, que entregó a tus ene­migos a tus manos"» (Gén 14,18-20).

Se ha discutido sobre el valor sacrificial del gesto de pre­sentación del pan y del vino por parte de Melquisedec. El verbo hôsî, por sí mismo, no dice nada, pues literalmente sig­nifica presentar, hacer salir, y en el Antiguo Testamento no es usado con significado específicamente sacrificial [80]. El pan y el vino tampoco constituyen, de suyo, un índice cierto de sa­crificio. Es preciso, por tanto, acudir al contexto. En efecto, en él vemos que se añade a la acción de la presentación las si­guientes palabras: «pues era sacerdote del Altísimo».

Castellino defiende la tesis de que dicho inciso especifica la acción de presentar el pan y el vino; pues, si especificase sólo la identidad personal de Melquisedec, vendría junto al inciso primero: «rey de Salem» [81]. Además, dice, esta tesis está apoyada porque a continuación viene una acción sagrada, como es la doble bendición impartida por Melquisedec.

Esta interpretación parece favorecida por la traducción de la Vulgata, la cual añade el inciso mencionado («pues era sacerdote del Altísimo») a la presentación del pan y del vino con la partícula enim (al igual que la traducción de la Biblia de Jerusalén que hemos expuesto). Asimismo, el griego de los LXX traduce we por dé, colocándolo justamente después del inciso.

Vaccari, por el contrario, no apoya esta tesis y defiende que el inciso puede ir ligado a las bendiciones que siguen, y se apoya para ello en que la partícula dé es adversativa, y se referiría, por tanto, a un hecho nuevo [82]; pero también es cierto que Vaccari nota que, de cuatro proposiciones circuns­tanciales que aparecen en el capítulo, tres se refieren a lo que precede y sólo una a lo que sigue.

Sea como fuere, el hecho es que la carta a los Hebreos ve en Melquisedec un tipo de Cristo (Heb 5-7). Melquisedec, por no estar vinculado ni a la ley ni a la descendencia de Aa­rón, sin principio ni fin, viene a ser un personaje representa­tivo del nuevo y eterno sacerdocio de Cristo, aunque lo cierto es que no hace mención de un sacrificio ofrecido por Melquisedec. Los Padres han visto en el pan y el vino aportados por Melquisedec la materia de un sacrificio ofrecido por él y, por tanto, una figura profética de la Eucaristía.



4) El maná



Finalmente, hagamos alusión al maná, como figura de la Eucaristía.

En Ex 16,2-5.9-16.31.35 se nos habla de este alimento mi­lagroso, con el que Dios alimentó a su pueblo en la marcha por el desierto.

El termino maná es la forma aramea de la voz hebrea man. El Éxodo mismo ofrece una etimología popular del tér­mino: los hebreos se habían preguntado: «Man hu?» (¿qué es?) (Ex 16,15), y así se llamó maná a aquel alimento; pero el significado exacto de la palabra maná es desconocido.

Moisés explica a su pueblo que este maná es el pan del cielo, el pan que el Señor les ha dado como alimento (Ex 16,15). Es, por tanto, un don de Dios que demuestra su fide­lidad en los días difíciles de la rebelión y dispersión en el oasis de Cadés (Núm 14).

En Sal 77,24 encontramos una interpretación de este ali­mento como pan de los ángeles, al igual que la interpretación dada por Sab 16,20.

Una espiritualización de este alimento, imagen de la pala­bra de Dios, es la que aparece en Dt 8,2-3: Dios alimentó al pueblo con el maná para hacerle comprender que el hombre no sólo vive de pan, sino de toda la palabra que sale de la boca de Dios. Y en esta misma línea va Sab 16,20: el maná es la palabra de Dios que nutre una vida superior.

Por su parte, San Pablo llama a este alimento del desierto «alimento espiritual» (1 Cor 10,3). Todos bebieron la misma bebida espiritual, pues bebieron de la roca espiritual que les seguía, y la roca era Cristo, dice Pablo. Según una tradición rabínica, la roca de Núm 20,8 acompañó a los israelitas en el desierto; para Pablo, dicha roca simboliza a Cristo preexis­tente, actuando ya en la historia de Israel. Todo esto sucedió en figura, dice Pablo; en figura de lo que tenía que venir (1 Cor 10,6.11).

Es, sobre todo, Juan (Jn 6) el que desarrolla la teología del maná en relación a la Eucaristía.



CONCLUSIÓN



Una vez que hemos visto las instituciones, ritos y figuras que preparan la Eucaristía en el Antiguo Testamento, particu­larmente la pascua y la realización ritual de la Alianza, conocemos ya el contexto previo de la misma. Las instituciones principales del Antiguo Testamento, como son la pascua, el rito de la alianza y los sacrificios la preparan. Los pro­fetas ven en perspectiva estas realidades y anuncian la conclu­sión de una nueva alianza y la realización de un sacrificio puro ofrecido por todo el mundo. Ninguna de estas institu­ciones tiene un carácter estático y cerrado en sí mismo, pues todas ellas, bajo la iluminación profética, anuncian una pleni­tud de sentido que las conduce a un culmen insospechado. Por ello se podría decir que el Antiguo Testamento «habla» de la Eucaristía. En el tiempo de la Antigua Alianza sólo Cristo tiene una prefiguración mas rica que la Eucaristía. No en vano es ésta el misterio mismo de Cristo, entregado por él a los hombres.





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LA EUCARISTÍA EN EL NUEVO TESTAMENTO


Tomado de José Antonio Sayés, "El Misterio Eucarístico"

BAC Madrid, 1986, capítulo II, pp. 41-108

Entramos ya en el Nuevo Testamento, en la institución de la Eucaristía por parte de Cristo y en la primera comprensión de la misma por parte de la Iglesia. Aquí están las bases de toda la reflexión posterior de la Iglesia sobre la Eucaristía a lo largo de los siglos. Pero antes de examinar la institución de este sacramento veamos su contexto en la vida y muerte del mismo Cristo.



I. LAS COMIDAS DE JESÚS CON LOS SUYOS



Con la llegada misma de Jesús irrumpe el reino de Dios entre los hombres, la presencia salvadora de Dios Padre, que se revela en Cristo y se regala a todos los hombres[2]. Todos los exegetas están de acuerdo en que el del reino es el tema central de la predicación de Jesucristo.

La figura y realidad del reino culmina toda la comunica­ción de Dios a su pueblo en la Antigua Alianza, de modo que en Cristo, en su misma persona, aparece la salvación de Dios, ofrecida a los hombres de forma gratuita, universal y perma­nente.

Mientras los profetas anunciaban al reino, Cristo se iden­tifica personalmente con él. Su palabra y sus obras manifies­tan la llegada del reino. A la pregunta del Bautista de si es él el que ha de venir o hay que esperar a otro, responde Jesús: «Id y contad a Juan lo que oís y veis: los ciegos ven y los cojos andan, los leprosos quedan limpios y los sordos oyen, los muertos resucitan y se anuncia a los pobres la Buena Nueva; ¡y dichoso aquel que no halle escándalo en mí!» (Mt 11,4-6; Lc 7,22-23). Jesús echa los demonios como signo de que el reino ha llegado: «Si por el espíritu de Dios expulso yo los demonios, es que ha llegado a vosotros el reino de Dios» (Mt 12,28; Lc 11,20).

El reino llega a los hombres de manera gratuita, sin hacer balance de sus méritos, de modo que Jesús con su predicación ofrece una nueva idea de Dios. Los fariseos, anclados en su peculiar teología del mérito, se sienten con derechos delante de Dios y se escandalizan ante el comportamiento de Cristo, que no lleva cuenta de los méritos propios del hombre, sino de su arrepentimiento y sencillez de corazón. Parábolas como las del hijo pródigo (Lc 11,11-32), la del fariseo y publicano (Lc 18,9-14) y la predicación toda de Jesús resaltan una ima­gen nueva de Dios que escandaliza a tos fariseos. La salvación es, antes que nada, don de Dios que se regala a los hombres sin atender a sus méritos; salvación que exige la cooperación y respuesta del hombre, pero que llega a él sin tener en cuenta sus méritos, su raza, su condición, su cultura, su es­tado social. Este es el escándalo: que Dios ofrezca su salva­ción a los publicanos, mujeres de mala vida, y que éstos, por su arrepentimiento y sencillez de corazón, precedan a los fariseos en el reino (Mt 21,31).

Pues bien, Jesús en este contexto tiene comidas con los hombres, particularmente con los pecadores, que, al igual que su palabra o sus milagros, son signo de la llegada del reino. De los milagros como signo del reino espera Jesús la conver­sión de los hombres (Mt 11,10-24; Lc 10,13-15), pues Jesús no los realiza nunca para satisfacer la curiosidad, sino dentro de un clima religioso y llamando a la conversión. Las pará­bolas tampoco son mera enseñanza aséptica sobre el reino, sino una interpelación directa a la conversión, presentando la hora decisiva de la llegada del reino y exigiendo el cambio[3].

Asimismo, las comidas de Jesús con los pecadores no son sólo un signo de amistad, sino un medio que anuncia y hace presente el amor de Dios a los hombres. Jesús come con Zaqueo (Lc 19,9; Mt 9,9-13; 11,19 y par.). Se le acusa de que acoge a los pecadores y come con ellos (Lc 15,1-2). Surge el escándalo (Lc 7,47), de tal modo que tiene que defenderse en parábolas como la del hijo pródigo, en la cual la actitud del fariseo es retratada en la figura del hermano mayor (Lc 15,11-32). Jesús tiene que responder ante las acusaciones: «Porque vino Juan, que ni comía ni bebía, y dicen: "Demonio tiene". Vino el Hijo del hombre, que come y bebe, y dicen: "Ahí te­néis un comilón y borracho, amigo de publicanos y peca­dores"» (Mt 11,18).

Así, pues, el banquete expresa también la llegada del reino y, en este sentido, la Eucaristía será el banquete del reino por antonomasia. Es, como dice Schürmann, el don de la salva­ción escatológica[4]. Jesús, que presentó repetidas veces el reino con la imagen del banquete, dijo también que no bebe­ría más del fruto de la vid hasta beberlo con ellos de nuevo en el reino del Padre (Lc 22,15-18). El reino que él anuncia y trae particularmente por su muerte y resurrección, se ha de consumar en el cielo y tendrá en el banquete eucarístico la forma más rica de pervivencia entre los hombres.

Con todo, la Eucaristía no es una comida más, la última de las que Jesús tuvo con los suyos. Si tiene una continuidad de significado con ellas, encierra por su inserción en el con­texto pascual y su conexión con la muerte en la cruz, un sig­nificado único. No ver en la Eucaristía sino la última comida de Jesús con los suyos, es renunciar de intento al estudio del amplio y rico contenido que presenta en los textos de institu­ción provenientes de Cristo[5].



II. EN EL CONTEXTO DE SU MUERTE



Los relatos de la institución de la Eucaristía vienen enmar­cados, a excepción de 1 Cor 11,23-26, en el relato mismo de la pasión (Mc 14,22-25; Mt 26,25-29; Lc 22,15-20); pero aún más, la Eucaristía viene a expresar el sentido mismo que Jesús dio a su muerte. Pero ¿cómo entendió Jesús su muerte?

Ha pasado ya mucho tiempo desde que Bultmann dijera estas palabras: «La gran dificultad para entender una recons­trucción del retrato moral de Jesús consiste en que no podemos saber cómo entendió Jesús su final, su muerte... Nos es imposible hoy conocer si ella tuvo alguna significación para él y, en caso afirmativo, cuál fue ese sentido»[6].

Hoy en día sabemos más del sentido que Jesús dio a su muerte. Schürmann, empleando un método que podríamos llamar implícito[7], ha llegado a mostrar cómo Jesús pudo pre­ver su muerte y conferirle un sentido. Jesús vivió una tensión de tipo ideológico, religioso y político con los jefes religiosos de su tiempo, desde la que pudo prever el desenlace de su muerte.

La nueva idea de Dios que Cristo aportó y que conmovió la concepción religiosa de los fariseos, jefes espirituales de Is­rael; la actitud ante el sábado (el que traspasaba el sábado debía ser condenado), la acusación de blasfemia, la autoridad que se arroga a la hora de interpretar la ley, eran motivos que pudieron hacer prever a Jesús su muerte. Particularmente su entrada en el templo y su pretensión de purificarlo (Mc 11,15ss) fue una acción decisiva por la que comprometió su futuro. De esta acción dice Bornkamm que «con ello ofreció Jesús a sus adversarios el motivo que justificaba su prendi­miento»[8]. Bastaba la amenaza contra el templo, dice Fabris[9], para incriminarle.

Otro dato que señala Schürmann como capaz de hacer pensar a Jesús en su muerte es, sin duda, la suerte corrida por Juan Bautista[10]. Jesús era relacionado frecuentemente con el Bautista (Mc 6,14-16; 8,28). Mateo cuenta que, cuando Jesús se enteró de la muerte de Juan, se retiró a la clandestinidad (Mt 14,13), y Lucas, por su parte, anota que los fariseos se acercaron a Jesús en aquel momento para pedirle que se mar­chara, porque Herodes quería matarle (Lc 13,31)[11].

Finalmente, sigue recordando Schürmann, si tenemos en cuenta las exigencias que tiene Jesús respecto de los suyos, hasta el punto de exigirles estar dispuestos al martirio, ten­dremos que pensar que Jesús mismo vivió interiormente la posibilidad de una muerte violenta[12].

Hay, por parte de Jesús, alusiones veladas a la pasión, como en Mc 2,19-20 al hablar del esposo que les será quitado o al traer la imagen del pastor herido (Mc 14,27-28). Se dan alusiones a la pasión tan discretas como cuando Jesús dice que «el Hijo del hombre se va, como está escrito de él» (Mc 14,21).

Se evoca también la pasión bajo la figura del bautismo (Lc 12,50) y bajo el simbolismo del cáliz (Mc 10,38 y par.).

Todas estas predicciones veladas de la pasión tienen la ga­rantía de la autenticidad histórica, pues, como dice Fabris, «la referencia discreta a la pasión de Jesús, sin alusión alguna a la resurrección gloriosa, no corresponde al "credo" de la comu­nidad cristiana pospascual. Por ello es preferible suponer que en el origen de la tradición de estas sentencias se encuentra la palabra de Jesús, que apela a los símbolos bíblicos del cáliz y del bautismo para dar un significado a su muerte en el marco de su pasión»[13].

Hay también predicciones solemnes y explícitas de la pa­sión, como Mc 8,31 y par.; 9,31 y par.; 10,33 y par. Ya en su tiempo, Bultmann explicó estas predicciones de la pasión por parte de Cristo como vaticinia ex eventu[14]. Jeremias, con mayor cautela, trata de salvar un núcleo histórico de las mismas, percibiendo en ellas un antiguo mashal (enigma) que estaría en la base de la segunda predicción: «el hombre es en­tregado a los hombres», y que después sería interpretado por la comunidad cristiana como entrega del Hijo del hombre[15].

Se podría decir, ciertamente, que en las predicciones, par­ticularmente en la tercera, hay toda una serie de detalles des­criptivos de la muerte de Cristo (entregado a los sacerdotes, maltratado, escupido, azotado, etc.), que parecen provenir de la comunidad pospascual; pero hay que tener también en cuenta otra serie de detalles que avalan, al menos, la historici­dad de un núcleo: no puede venir de la comunidad primitiva la unión de títulos tan heterogéneos como el Hijo del hombre y el Siervo de Yahveh y su función humillante. Además, al­gunas de las predicciones tienen un contexto que les da ga­rantías de autenticidad, como cuando Pedro, jefe de la comu­nidad primitiva, es tratado de «Satanás» (Mc 8,33), o aparecen en ridículo los hijos de Zebedeo, con sus pretensiones tan en desacuerdo con la actitud de Cristo y al propio tiempo obse­sionados por la esperanza de una gloria humana (Mc 10,35-41 y par.).

Hay, además, un detalle significativo, y es que, de las nueve recensiones que tenemos de las tres predicciones so­lemnes, sólo una (Mt 20,19) especifica que la muerte de Jesús fue de crucifixión. De tratarse de un vaticinium ex eventu, ¿no se tenía que haber aludido siempre claramente a la muerte de crucifixión? ¿Cómo olvidar a posteriori un hecho tan importante y central en la fe de la Iglesia primitiva? Por todo ello hay que salvar un núcleo histórico en las predic­ciones solemnes de la pasión por parte de Jesús.

Es cierto, pues, que Jesús pudo prever su muerte y que habló de ella. ¿Le dio también un sentido concreto?

Hay un dato que nos aproxima al sentido que Cristo con­firió a su muerte: la utilización del modelo bíblico del profeta perseguido, pues se trata de un dato que aparece tanto en la versión sinóptica como en la joánica.

Cuando Jesús llega a su pueblo y es rechazado por la in­credulidad de los suyos, se ve a sí mismo como el profeta que no se aceptado en su patria: «Un profeta sólo en su patria, entre sus parientes y en su casa carece de prestigio» (Mc 6,4). Lo vemos también en Mt 13,57; Lc 4,24, e incluso en Juan: «un profeta no goza de estima en su patria» Jn 4,44).

Ya dijimos anteriormente que en el ambiente popular se enlazaba la figura y la actividad de Jesús con la suerte de Juan Bautista (Mc 6,14-16; Mt 21,26.46). Marcos describe la predicación y la muerte del Bautista como la del profeta perse­guido (Mc 6,4ss), y en este mismo contexto, cuando los fari­seos vienen a decir a Jesús que Herodes le amenaza con la muerte, contesta: «Id a decir a ese zorro: yo expulso demo­nios y llevo a cabo curaciones hoy y mañana y al tercer día soy consumado. Pero conviene que hoy, y mañana, y pasado mañana siga adelante, porque no cabe que un profeta perezca fuera de Jerusalén» (Lc 13,32-33).

La labor redaccional de Lucas se deja sentir en este texto (recordemos el significado que la ciudad de Jerusalén tiene para Lucas), pero hay en él un núcleo históricamente defendi­ble, si tenemos en cuenta que en Mateo se encuentra también una tradición según la cual Jesús interpreta su muerte en rela­ción al destino del profeta. En la polémica con los fariseos, les viene a decir que Israel ha matado siempre a los profetas, y ahora él mismo les provoca, diciéndoles: «¡colmad también vosotros la medida de vuestros padres!» (Mt 23,33). Este texto hay que colocarlo en relación con la parábola de los vi­ñadores. Ambas escenas tienen lugar en el enfrentamiento de Jesús con los fariseos momentos antes de su pasión.

Ligada a la figura del profeta está también la del Siervo sufriente. Schürmann, comprendiendo que Jesús «entendió y vivió su propia muerte amando, intercediendo, bendiciendo y plenamente seguro de la salvación»[16], afirma que, aunque Jesús no se aplicara a sí mismo la figura del Siervo de Yah­veh, no quiere decir que no se supiera como el Siervo de Dios, que sirve y que padece en favor de todos, porque la to­talidad de su vida está marcada precisamente por ese talante[17]. Jeremías dice a este respecto: «No es lícito rechazar por principio como insostenible la afirmación de los evange­lios de que Jesús encontró diseñado el sentido de sus sufri­mientos en Is 53, aunque el material es limitado»[18]. No se puede privar a priori a Jesús de la posibilidad de entender su muerte en conexión con la figura del Siervo. La idea del valor expiatorio de la muerte era una idea que pertenecía al acervo casi común del ambiente cultural en el que se movió[19].

El sentido explícito de la expiación del Siervo aparece en el llamado logion de rescate: «El Hijo del hombre no ha ve­nido a ser servido, sino a servir y dar la vida en rescate de los muchos» (Mt 20,28; Mc 10,45). No nos detenemos aquí en dicho logion[20]. De todos modos, el significado de su muerte lo va a expresar Jesús en la institución de la Eucaristía como en ningún otro pasaje. Ningún otro texto explica mejor el sentido que confirió a su muerte, vinculando la Eucaristía directamente con la cruz.



III. EN EL CONTEXTO DE LA PASCUA



Para entender la Eucaristía, es imprescindible saber si Cristo la celebró o no en el contexto de la pascua judía[21]. Leamos el relato de Marcos:



«El primer día de los Azimos, cuando se sacrificaba el cordero pascual, le dicen sus discípulos: "¿Dónde quieres que vayamos a hacer los preparativos para que comas el cordero de pascua?" Entonces envía a dos de sus discípulos y les dice: "Id a la ciudad; os saldrá al encuentro un hombre llevando un cántaro de agua; seguidle, y allí donde entre decid al dueño de la casa: El maestro dice: ¿Dónde está mi sala, donde pueda comer la pascua con mis discípulos? El os ense­ñará en el piso superior una sala grande, ya dispuesta y pre­parada; haced allí los preparativos para nosotros". Los discí­pulos salieron, llegaron a la ciudad, lo encontraron todo como les había dicho y prepararon la pascua» (Mc 14,12-16 y par.).



1) Un problema cronológico



El evangelio crea una verdadera dificultad cronológica en torno al día en que Jesús celebró la Eucaristía con los suyos. Con los sinópticos en la mano, la cena de Jesús tuvo lugar «el primer día de los Azimos», la noche del 14 al 15 de Nisán, al ocaso del sol[22]; por consiguiente, fue una cena pascual judía y todos los acontecimientos de la pasión tuvieron lugar del 14 al 15. Pero, según el evangelio de Juan (Jn 13,1.29; 18,28; 19,14), Jesús muere el día 14, pues ese día, anota Juan, era el día de la preparación de la pascua, cuando los corderos eran inmolados en el templo y cuando, puesto el sol, se comía la cena pascual. Según Juan, Jesús muere, en consecuencia, el día en que los judíos celebran la pascua, la tarde del viernes 14. Por consiguiente, Jesús adelantó la cena veinticuatro horas y los acontecimientos de la pasión tuvieron lugar del 13 al 14.

Se han dado intentos de armonización entre los sinópticos y Juan:

- Chwolson y Lichtenstein, a quienes se adhirieron J. Klausner, I. Zolli y P. Billerbeck[23], defendieron que en tiempo de Jesús todavía se inmolaban los corderos al anoche­cer del 14 al 15 de Nisán, y como ese año el 15 cayó en sá­bado, los corderos se inmolaron el día antes, al anochecer del 13. Los fariseos y, con ellos, Jesús celebrarían aquel año la pascua después de la inmolación, en la noche del 13 al 14; en cambio, los saduceos la celebrarían en la fecha habitual, en la noche del 14 al 15. De este modo se armonizan los sinópticos y Juan.

- Jeremías ve en esta teoría varios inconvenientes: Es verdad que la inmolación de los corderos tenía lugar en la noche del 14 al 15; pero, en caso de colisión con el sábado, la inmola­ción se adelantaba no veinticuatro horas, sino cuatro o cinco, es decir, hasta poco después del mediodía. Además, desde el siglo II antes de Cristo, la inmolación no se hacía al anochecer, sino a partir de las dos de la tarde del 14. Es imposible, por otra parte, que los saduceos inmolaran el cordero la noche del 13 al 14 y no lo comieran hasta veinticuatro horas más tarde[24].

- J. Pickl ha mantenido la tesis de que, dada la gran afluencia, no todos podían inmolar el 14, y así se implantó la práctica de que los galileos inmolaran la tarde del 13 al 14[25].

Esta teoría, a juicio de Jeremías[26], carece de pruebas posi­tivas.

- Finalmente, A. Jaubert[27] ha defendido la teoría de la existencia de dos calendarios de la pascua. Según ella, uno se­ría el de Qunrâm, que se ajustaba al ciclo solar, y otro el ofi­cial, que se ajustaba al ciclo lunar. Los sinópticos habrían se­guido el primero, de modo que Jesús habría celebrado la pas­cua en martes; en cambio, Juan se adaptaría al calendario ofi­cial.

Esta teoría, a juicio de Jeremías, es pura fantasía[28], de modo que ningún intento de armonización ha conseguido im­ponerse críticamente.

Entonces, ¿es o no pascual la cena que Jesús celebró con los suyos?

El problema queda en pie. La cronología de Juan pesa lo suyo[29], tanto más si tenemos en cuenta que los sinópticos colocan la muerte de Jesús en viernes, «el día de la prepara­ción, víspera del sábado» (Mc 15,42; Mt 27,62; Lc 23,54), en contra de lo que suponen en el relato de la institución de la Eucaristía y de acuerdo entonces con la cronología de Juan (Jn 19,31.42).

De todos modos, lo importante no es si Jesús celebró la cena en el preciso momento en el que los judíos celebraban la pascua, sino si la realizó en el marco teológico de la misma.

A nuestro modo de ver, Jeremías sigue un camino ade­cuado para indagar si la cena de Jesús tuvo lugar en el marco de la celebración judía pascual, fijándose para ello en un conjunto de datos que se mencionan de pasada y sin intención teológica alguna[30].

Así, se menciona que la última cena tuvo lugar en Jerusa­lén, y sabemos que la fiesta de pascua desde el año 621 a.C. había dejado de ser una fiesta doméstica, para convertirse en una fiesta de peregrinación a Jerusalén. Se utiliza un local prestado (Mc 14,13-15), según la costumbre judía de ceder gratuitamente a los peregrinos ciertos locales. Jesús come en esta ocasión con los Doce (la celebración de la pascua exigía la presencia, al menos, de diez personas). Tiene lugar «al atar­decer», «recostados» y no sentados (así se hacía en la cena pascual, como signo de liberación). El lavatorio de los pies se explica desde la práctica exigida a los laicos para poder comer la cena pascual. El hecho de que Jesús parta el pan en el curso de la cena («mientras comían»: Mc 14,18-22) es signifi­cativo, pues en una comida ordinaria se comenzaba siempre por la fracción misma. El hecho de haber vino no era habitual y se reservaba para las ocasiones solemnes. El vino rojo era el propio de la cena pascual. El himno que se canta (Mc 14,26; Mt 26,30) era el himno Hallel, que se recitaba en la cena pas­cual. Después de cenar no vuelve Jesús a Betania como en las noches anteriores, sino que se encamina al huerto de los Olivos (era preceptivo pasar esa noche en Jerusalén: Dt 16,7). Jesús anuncia durante la cena su pasión inminente, y sabemos que la explicación de los elementos especiales de la comida era parte integrante del rito pascual. Habría que añadir tam­bién el tema del memorial («haced esto en memoria mía»), que pertenecía al ambiente de la celebración pascual.

De estos argumentos, el más decisivo es el canto del Hallel y la explicación de Jesús dada sobre el pan, en conexión con lo que hacía el padre de familia en la pascua judía[31].

Benoit, por su parte, propone la solución de que Jesús, sabiendo que iba a morir en el momento de pascua, anticipó en su cena el rito pascual, lo cual respetaría la cronología de Juan y tendría en cuenta la presentación de los sinópticos[32]. De todos modos, lo que importa es que, sea por concordan­cia exacta o por anticipación, no hay duda de que la cena de Jesús se desarrolló en la atmósfera de la fiesta pascual y que, «habiendo querido esta coincidencia, el Maestro se ha servido de ella para instituir el nuevo rito»[33].

En efecto, aunque no sepamos resolver el problema cro­nológico, es claro que la cena se celebró en el contexto pas­cual. Los sinópticos con sus expresiones («preparar la pascua», «hacer la pascua», «comer la pascua») están haciendo referencia al cor­dero pascual. Por otra parte, hay también indicaciones en Juan de que la cena de Jesús fue una cena pascual: se celebró en Jerusalén a pesar de que la ciudad estaba llena de pere­grinos (cf. Jn 11,55; 12,12.18.20). Según Juan, la última cena se prolongó hasta bien entrada la noche. El mismo Juan re­fiere también que Jesús celebró esta cena con el grupo restrin­gido de los discípulos y de modo solemne, pues la comieron reclinados. También Juan anota que Jesús no fue esa noche a Betania, sino que fue al otro lado del torrente Cedrón. Estos detalles son propios de una cena pascual[34].

Los datos señalados nos hacen pensar que la cena de Jesús tuvo un contexto pascual y que se celebró en el marco de su significación.

Ciertamente, la cena de Jesús no fue una comida de quidduš[35]. El quidduš era una bendición que se pronunciaba al principio de cada sábado o día de fiesta. Jeremías, que se queja de que se hayan escrito tantas falsedades sobre el quidduš, afirma que éste no era ni una cena ni un sacrificio, sino simplemente una bendición[36]. Jamás han existido las cenas de quidduš. Se llegó a esta teoría porque la fracción del pan, que inaugura la comida en el quidduš sabático actual, viene a continuación de la bendición del vino; pero esta asociación data, según Jeremías, de la época tardía tanaítica o, quizás, del comienzo de la época amoraítica. Por tanto, no pertenece al mismo Jesús[37]. Además, el marco de la comida de Jesús es distinto; refleja, como hemos visto, un ambiente pascual.

Finalmente, sobre el influjo de las comidas esenias no se ha demostrado nada hasta ahora.



2) La «haggadà» judía



Es siempre interesante tener en cuenta, en la medida en que nos es posible, el rito mismo de la celebración pascual, pues con ello se cobra luz para comprender mejor la Euca­ristía.

La mishná nos ha descrito el rito de la pascua o haggadà judía, la cual es una verdadera catequesis pascual que prove­nía del mandato de Yahveh de explicar a los hijos el signifi­cado del rito. Tenemos una versión del siglo II, aunque toma materiales de siglos anteriores y refleja, probablemente, lo que se hacía en la época de Cristo[38]. Este era el rito:

— El padre de familia iniciaba la celebración con la bendi­ción a Yahveh por la fiesta de pascua y por el vino, que se tomaba en una primera copa a modo de aperitivo. Esta era la bendición (berakkàh): «Bendito eres tú, Señor, Dios nuestro, rey del mundo, creador del fruto de la vid».

— Después de purificar las manos, se traían les lechugas amargas, el haroseth (salsa o mermelada de frutas de color rojo). Se mezclaban las lechugas en la salsa y se comía una parte.

— Se llenaba una segunda copa y se presentaba, pero to­davía no se comía.

— A continuación venía propiamente la liturgia pascual. Se iniciaba con la rememoración (haggadà), que hacía el pa­dre, de la noche de la liberación de Egipto, explicando el sim­bolismo de los alimentos: el cordero recordaba la noche de la liberación; los ázimos, la prisa de la salida; las hierbas amargas, la amargura de la estancia en Egipto. Se cantaba la primera parte del Hallel (Sal 112-113,8). Se bebía la segunda copa.

— De nuevo se lavaban las manos. El padre de familia toma el pan y dice la bendición: «Bendito eres tú, Señor, Dios nuestro, que haces producir el pan a la tierra». Rompía el pan y daba un pedazo a cada uno de los presentes.

— Se comía entonces el cordero con el pan ázimo. Des­pués de esto no se podía tomar otro alimento hasta el día si­guiente. Se lavaban de nuevo las manos.

— Se llenaba de nuevo la tercera copa, llamada copa de bendición, llamada de este modo porque el padre recitaba la bendición sobre ella. Todos bebían esta tercera copa.

— Se llega así a la cuarta copa y se recitaba la segunda parte del Hallel (Sal 113-118). Se bebe esta copa, y con ello se señala el final.

Este era, pues, el rito de la celebración pascual. Ten­dremos ocasión de señalar la conexión de ciertos gestos de Jesús con elementos significativos del mismo.



3) El problema de Lc 22,14-20



Antes de entrar en el relato mismo de la última cena, te­nemos que exponer el problema particular que presenta el re­lato de Lc 22,14-20, y que ha sido causa de múltiples interpretaciones.

El relato de Lucas dice así:

«14. Cuando llegó la hora, se puso a la mesa con los após­toles; 15. y les dijo: "Con ansia he deseado comer esta pascua con vosotros antes de padecer; 16. porque os digo que no la comeré más hasta que halle su cumplimiento en el reino de Dios".

17. Y tomando una copa, dadas las gracias, dijo: "Tomad esto y repartidlo entre vosotros; 18. porque os digo que, a partir de este momento, no beberé el producto de la vid hasta que llegue el reino de Dios".

19. Tomó luego pan y dadas las gracias, lo partió, se lo dio diciendo: "Este es mi cuerpo, que es entregado por voso­tros; haced esto en memoria mía". 20. De igual manera, des­pués de cenar, la copa diciendo: “Esta copa es la nueva alianza en mi sangre, que es derramada por vosotros "».[39]

Este texto presenta una dificultad que no carece de impor­tancia. Hay que tener en cuenta, por otra parte, que el texto de los códices no coincide; hay una versión llamada «larga» (la que hemos citado) y otra breve (15-19a), a la que falta: «que es entregado por vosotros; haced esto en memoria mía» y lo referente a la copa de institución.

El problema no carece de importancia, como decimos, porque en el texto breve el orden copa-pan sería inverso al de los otros sinópticos y Pablo. Veamos las opiniones al res­pecto.

En 1881, Westcott y Hort se pronunciaban por la autenti­cidad del texto breve[40]. El hecho, como decimos, no carecía de importancia, pues con la inversión copa-pan en el texto breve de Lucas se pretendía ver incluso la forma más primi­tiva de una evolución posterior de la Eucaristía y se pensaba también que el origen de la Eucaristía fuera una comida de despedida, sin las palabras concretas sobre el pan y el vino creadas por la Iglesia.

Hoy en día, ciertamente, la mayoría de los estudiosos está por la autenticidad del texto largo no sólo por la abundancia de manuscritos en su favor[41], sino por motivos de crítica interna. Citemos a Schürmann[42], Benoit[43], E. Schweizer[44]. También Jeremías, que en la primera edición de su Ultima Cena defendía la lectura breve, se inclinó, a partir de la se­gunda (1949), por la lectura larga[45]. Citemos, finalmente, a Patsch[46].

Mayor complejidad existe a la hora de interpretar la co­nexión de 15-19a con 19b-20. Veamos, al menos, las opi­niones más importantes:

Schürmann sostuvo que los v.15-18 respondían a una pre­sentación de la institución eucarística en el marco de la pascua judía y que formaría una unidad independiente. Comprende­ría una doble palabra de Jesús pronunciada con ocasión de la última cena, y cuya meta sería sólo anunciar el alcance de su muerte cercana[47]. En un segundo estadio, sería la comunidad cristiana la que retocó el texto en función de la comida euca­rística, poniendo ya el nombre eucharistésas (v.17) y aña­diendo «antes de padecer» (v.15). «El relato de Lc 22,15-18 es, en su tenor actual, el relato de este cambio de sentido, operado en la comida pascual por la institución eucarís­tica»[48]. Finalmente, en un tercer estadio, este texto fue com­pletado con el relato de la institución (19b-20)[49].

Esta génesis, propuesta por Schürmann, presenta dificul­tades. En primer lugar, no se comprende que en el segundo estadio de la evolución, bajo la influencia de la comida eucarística, el texto haya adquirido sólo un breve matiz eucarís­tico. ¿Qué sentido tiene la evolución hacia un estadio que no es ni la pascua judía ni tampoco la eucaristía cristiana?

Pero, aun suponiendo que en el segundo estadio se tratase de la copa de la institución (tercera copa o copa de la bendición), dicha copa, tras la adición de los v.19-20, pasó a ser la primera copa de la pascua judía. Ahora bien: ¿No es ésta una evolución complicada? Además, una vez añadidas las palabras de la institución (v.19-20), se forma un duplicado de narra­ciones eucarísticas que carece de sentido.

De todos modos, Schürmann no pretende en ningún caso reducir el relato de la institución eucarística (v.19b-20) a una mera explicación hecha por la comunidad de las palabras preeucarísticas de Cristo[50].

Por su parte, Patsch ha presentado una nueva explicación del problema[51]. Ha visto en el texto largo de Lucas una cate­quesis de tonos históricos que relata la última cena de Jesús en el marco de la pascua judía. La copa mencionada en el v.17 sería la primera copa de la pascua judía. Las palabras so­bre el pan estarían así en su puesto y las palabras sobre el vino corresponderían a la tercera copa, llamada de bendición. Jesús en ese marco declara su deseo de comer la pascua, al tiempo que su decisión de no comerla más hasta la consuma­ción del reino (v.14).

La ausencia de otros elementos propios de la pascua judía se explicaría porque en la celebración cristiana primitiva sólo se conservaban los elementos más importantes, según Patsch.

Esta teoría de Patsch hemos de admitirla como probable.

Más eco ha tenido aún la explicación de Benoit, que goza todavía de mayor acogida por parte de los exegetas[52].

Benoit ve en los v.15-18 de la tradición de Lucas no una tradición independiente, sino una obra redaccional del mismo Lucas. El evangelista, extrañado de que las palabras referentes a la decisión de no volver a beber el cáliz vengan al final en el relato de Mc 14,25, las coloca delante, en un emplazamiento más lógico[53]. Estas palabras las debió de pronunciar Jesús sobre una copa de vino, de modo que antes del relato de insti­tución coloca Lucas una copa. Pero al mismo tiempo emplaza también ahí el cordero pascual (to paschà) con el fin de esta­blecer una simetría entre el cordero y la copa de un lado (que sería la pascua judía) y el pan y el vino, de otro (que sería la Eucaristía). De este modo, Lucas establece un perfecto parale­lismo entre la pascua y la Eucaristía, de modo que la comida pascual aparece como una prefiguración de la Eucaristía.

Por no haber comprendido esta elaboración simétrica de Lucas y pensando que de las dos copas sobraba lógicamente una, algunos testigos antiguos omitieron la segunda copa, de donde surge el texto breve[54].

Esta exposición de las diversas teorías no ha sido vana, pues en los tres casos expuestos se viene a señalar el vínculo que en la versión lucana se establece entre la Eucaristía y la pascua judía.



IV. TEXTOS DE INSTITUCION



Mc 14,22-25

«Y mientras estaban comiendo, tomó pan, lo bendijo y lo partió, y se lo dio y dijo: "Tomad, esto es mi cuerpo". Tomó luego una copa y, dadas las gracias, se la dio, y bebieron todos de ella. Y les dijo: "Esto es la sangre de la alianza, que es derramada por muchos. Y os aseguro que ya no beberé del producto de la vid hasta el día aquel en que lo beba nuevo en el Reino de Dios"».



Mt 26,26-29

«Mientras estaban comiendo, tomó Jesús pan y lo bendijo, lo partió y, dándoselo a sus discípulos, dijo: "Tomad, comed; esto es mi cuerpo". Tomó luego la copa, y, dadas las gracias, se la dio, diciendo: "Bebed de ella todos, porque ésta es mi sangre de la alianza, que es de­rramada por muchos para perdón de los pecados. Y os digo que desde ahora no be­beré de este producto de la vid hasta el día aquel en que lo beba con vo­sotros, nuevo, en el Reino de mi pa­dre"».



Lc 22,19-20

«Tomó luego pan, y, dadas las gracias, lo partió y se lo dio, diciendo: "Esto es mi cuerpo, que es entregado por vosotros; haced esto en memoria mía". De igual modo, después de cenar, la copa, diciendo: "Esta copa es la Nueva Alianza en mi sangre, que es derramada por vosotros"».



1 Cor 11,23-26

«Porque yo recibí del Señor lo que os he transmitido: que el Señor Jesús, la noche en que fue entre­gado, tomó pan y, después de dar gracias, lo partió y dijo: "Esto es mi cuerpo, que se da por vosotros; haced esto en memoria mía". Asimismo, también la copa después de cenar, diciendo: "Esta copa es la Nueva Alianza en mi sangre. Cuantas veces la bebie­rais, hacedlo en memoria mía. Pues cada vez que coméis este pan y bebéis esta copa, anunciáis la muerte del Señor hasta que venga"».



1) Estudio comparativo de los textos



En relación a los textos de institución de la Eucaristía, llama la atención la semejanza que se da entre el de Lucas y Pablo por un lado, y el de Mateo y Marcos, por otro. Se trata de dos tradiciones diferentes, desarrolladas en ambientes di­versos como son Antioquía (Pablo-Lucas) y Jerusalén (Marcos-Mateo). Lucas en este punto trae una versión similar a la de Pablo. Mateo depende claramente de Marcos.

Ambas tradiciones están influenciadas por el estilo breve y sucinto, propio de la liturgia. Se trata de versiones de uso li­túrgico[55]. Precisamente a la fijación litúrgica se debe el que las palabras institucionales de Cristo hayan sido mantenidas fielmente en cuanto a su núcleo fundamental, una vez que se ha eliminado lo accidental del contenido más amplio de lo que Cristo debió de hacer en la última cena, fijando para el futuro un núcleo que será respetado y mantenido con fideli­dad[56]. No se trata de una deformación, sino de una simplifi­cación.

Veamos las variantes principales que se dan entre ambas versiones:

— Tanto Pablo como Lucas precisan que Jesús consagró el vino «después de haber cenado», mientras que Marcos y Mateo sostienen que Jesús instituyó la Eucaristía «mientras comían», sin precisar el momento.

— Lucas y Pablo, en la bendición referente al pan, usan la fórmula «habiendo dado gracias», en lugar de «habiendo ben­decido», como dice la otra versión.

— Marcos y Mateo traen la fórmula «esto es mi cuerpo», sin añadido alguno, mientras que Pablo añade: «que (es dado) por vosotros»; y Lucas: «que por vosotros es entregado».

— En la consagración del cáliz es donde aparece la dife­rencia más notable. Marcos y Mateo ponen como predicado la sangre: «Esta es la sangre de la alianza, que es derramada por los muchos», mientras que Pablo y Lucas colocan como predicado la alianza y sólo indirectamente hablan de la san­gre: «Este cáliz es la nueva alianza en mi sangre». A su vez, mientras Marcos y Mateo especifican que es entregada «por los muchos», Pablo y Lucas afirman que es entregada «por vosotros».

— Marcos y Mateo no traen las palabras «haced esto en memoria de mí», que en la versión paulino-lucana vienen tras la consagración del pan y que, en Pablo, vienen también tras la consagración del vino.

— Exclusivo de Mateo es la expresión «en remisión de los pecados», y el adjetivo «nueva», que especifica a la alianza, es también exclusivo de la versión paulino-lucana.

Podemos decir, por tanto, que hay una coincidencia fun­damental, si bien existen diferencias, como la relativa al predi­cado sobre el cáliz (sangre o alianza en mi sangre) y en lo re­ferente al mandato de reiteración, ausente en la tradición mar­cana.



2) La fórmula más primitiva



A la hora de establecer cuál de las dos versiones es la más antigua, los exegetas no se ponen de acuerdo.

a) La versión primitiva

En su versión escrita, la más antigua es, sin duda, la de Pablo (1 Cor 11,23-26), pues fue escrita hacia el año 55, y en ella recuerda Pablo a los corintios cómo les transmitió la ins­titución de la Eucaristía en su primera visita, hacia el año 50. Probablemente, Pablo recibió esta tradición durante su estan­cia en Antioquía, hacia los años 40-42.

La fórmula que emplea Pablo es la de la parádosis («recibí lo mismo que os comuniqué»), fórmula que los rabinos em­pleaban como medio de transmisión absolutamente fiel a la tradición[57]. Es el procedimiento solemne con el que Pablo apela a la tradición recibida (cf. Gál 1,9.12; 1 Cor 15,1; Flp 4,9; Col 2,6; 1 Tes 2,13; 2 Tes 3,6; 1 Cor 15,3-5). Con él afirma que la Eucaristía la ha recibido de una tradición que se remonta al Señor. Pablo emplea aquí el procedimiento de la parádosis, usando la plenitud de su poder apostólico y hacién­dose responsable del orden de la comunidad y del culto[58].

Ahora bien, si nos preguntamos cuál de las dos tradi­ciones es más antigua no como documento escrito, sino como tradición oral, las opiniones se dividen. Schürmann ha mante­nido la mayor antigüedad de la versión de Lucas, mientras que Jeremias ha defendido la de Marcos.

Schürmann ha defendido la mayor antigüedad de la pri­mera parte de la narración de Lucas (Lc 15-18)[59], y también del relato de la institución (19-20)[60]. El argumento principal sería que en la versión lucana, al igual que en la paulina, el rito del cáliz viene «después de cenar», lo cual revela el uso de la tercera copa después de comer el cordero pascual, mien­tras que, en la tradición de Marcos, la mera aposición de las dos acciones sobre el pan y el vino y la vaga alusión al «mientras comían» reflejaría un uso posterior[61].

Jeremias defiende, en cambio, como más antigua la tradi­ción marcana. Es, con mucho, la más rica en semitismos, en­tre los que destaca el «ypèr pollón (por los muchos). Percibe en el ypèr ymōn (por vosotros) de la tradición de Lucas una tra­ducción del ypèr pollón de Marcos y asimismo señala en el eulogésas (“habiendo bendecido”) de la tradición marcana una tradición que refleja mejor la berakkàh judía que el eucharis­tésas de la tradición de Lucas, que responde ya al uso de la comunidad cristiana primitiva[62].

De todos modos, ambas tradiciones son antiguas. Según Jeremias, el texto de Lucas se formaría a partir de un proceso de transformación ocurrido a principios de los años 40, mien­tras que el de Marcos habría que situarlo en el primer decenio después de la muerte de Jesús[63].

Por nuestra parte, prescindiendo del texto de Lc 15-18, que, como vimos, puede deberse muy bien a la labor redac­cional de Lucas, por lo que se refiere al relato de la institu­ción nos inclinamos por la mayor antigüedad en general del relato de Marcos, si bien reconocemos en la tradición de Lucas un elemento más primitivo, como es el de «después de cenar». A fin de cuentas, no es esto lo decisivo. Más impor­tante resulta indagar algunos elementos como la fórmula de Marcos relativa al cáliz («ésta es la sangre de la alianza») o de la versión paulino-lucana («ésta es la alianza de mi sangre»).



b) Análisis de algunos elementos



En cuanto a la genuinidad de la fórmula sobre el cáliz, los defensores de la versión paulino-lucana han visto en la otra versión («esto es mi cuerpo, esto es mi sangre»), una tenden­cia al paralelismo por parte de Marcos mediante el recurso a Ex 24,8 («ésta es la sangre de la alianza»). De este modo sería más genuina y cercana a los hechos históricos la versión dada por Pablo y Lucas («ésta es la alianza en mi sangre»).

A decir verdad, el paralelismo no es tal, si tenemos en cuenta que en la tradición Mc-Mt hay una asimetría entre la acción sobre el pan (que queda sin explicación) y la del vino, que lleva todo el peso de la misma.

Por otra parte, el recurso a Ex 24,8 es relativo, pues en este pasaje el predicado califica a la alianza («que Yahveh ha hecho con vosotros»), mientras que, tanto en la versión marcana como en la lucana, el predicado califica a la sangre («de­rramada» en ambos casos). Por lo tanto, en ambos casos el centro de la frase lo constituye la sangre. Esto es importante. Y cabe por ello suponer que en la fórmula lucana se invirtió el orden para evitar la perplejidad que la otra fórmula presentaba en el sentido de beber la sangre, «lo cual era, para los judíos, una tenebrosa abominación animista»[64].

Es importante señalar que en el mundo judío beber la san­gre estaba totalmente prohibido por el Levítico. Por ello este gesto no puede proceder de la invención de una comunidad judía, lo que garantiza su autenticidad histórica como hecho de Jesús. Tampoco era habitual en tiempos de Jesús que el padre de familia diera a beber a los comensales su propia copa. El padre de familia podía enviar su copa a un invitado de categoría o a un miembro de la familia ausente, pero no era habitual que diera a beber de su copa a todos los invi­tados[65].

Finalmente, se debe pensar que cierto paralelismo viene exigido por el gesto mismo que acompaña a las palabras: la oferta de un alimento y una bebida, acciones que exigen dos objetos concretos a comer y beber: el cuerpo y la sangre, pues ¿qué puede significar «beber la alianza»? La compara­ción de la copa con la alianza, dice Jeremias, no es compren­sible y resulta extraña a primera vista[66].

Con lo dicho pensamos que en este punto la lectura se in­clina por la versión marco-mateana.

Sin ánimo de establecer en todo su tenor literal la tradi­ción primitiva, pensamos también que las palabras de reitera­ción («haced esto en memoria mía») pertenecen al núcleo pri­mitivo histórico, porque el memorial tenía una función deci­siva en el contexto pascual y porque la ausencia de este ele­mento en Marcos no es prueba alguna contra su autenticidad histórica, pues, con frase lapidaria de Benoit, tendríamos que decir que «una rúbrica no se recita, sino que se ejecuta»66. Sin el mandato de reiteración por parte de Jesús, dice Audet, habría sido imposible el desarrollo ulterior de la liturgia euca­rística, fuere cual fuere el estado de su evolución67.

La idea de expiación, expresada con la preposición ỷpèr, perì, pertenecen también al sustrato primitivo, pues se en­cuentra en Pablo, Lucas y Juan (Jn 6,51); falta en la fórmula sobre el pan de Marcos y Mateo, pero la traen también ambos en la fórmula sobre la copa. La fórmula ỷpèr pollón es de origen semítico, de modo que la versión de Lucas («por vosotros») y la de Juan («por la vida del mundo»: Jn 6,51) habría que entenderlas como una traducción que conserva, con todo, la misma preposición. Esta aparición frecuente de la preposición hace decir a Jeremias que «es imposible que esta construcción con ỷpèr proceda de una glosa marginal, porque las diversas ramas de la Tradición no se pueden redu­cir, desde el punto de vista literario, a un arquetipo»68.

El tema de la alianza aparece también en las dos versiones y en posición literaria diferente, lo que garantiza su autentici­dad.

Menor garantía tiene, en cambio, el adjetivo «nueva», pre­sente sólo en la tradición paulino-lucana, y el inciso, exclu­sivo de Mateo, «en remisión de los pecados», que viene a ex­plicitar más el sentido expiatorio, que va expresado en «la sangre derramada por los muchos»69.

También habría que suponer como pertenecientes al nú­cleo primitivo las palabras de explicación sobre el pan. Schür­mann llega a la conclusión en este sentido por medio de un método indirecto: parte de los dos gestos sobre el pan y so­bre la copa, que tienen ambos un entronque claro en el mundo judío y que en un principio estaban separados por la comida, para terminar unidos y yuxtapuestos. Jesús introduce una explicación sobre ambos gestos, lo cual resulta digno de crédito, porque originariamente estaban separados por la co­mida, y sólo con una explicación particular sobre cada gesto podrían ser entendidos70. Teniendo en cuenta la separación del pan y del vino en el rito primitivo, una acción sobre aquél sin una explicación que la acompañase quedaría totalmente ininteligible71.



3) Significado de las palabras de Cristo



Veamos ahora el significado que Cristo dio a sus gestos y palabras institucionales, primero en sus elementos particulares y después en su significación general.



a) Significado particular



— «Habiendo bendecido, tomó el pan en sus manos y lo distribuyó diciendo: "Tomad y comed; esto es mi cuerpo”», «por vosotros» (Pablo) «entregado» (Lucas).

Jesús toma en sus manos el pan, como hacía en la pascua judía el padre de familia. Es el momento de la berakkàh, ben­diciendo a Dios por el pan que hace producir la tierra, rom­piéndolo en pedazos y distribuyéndolo a los comensales.

En este momento se insertan las palabras de Jesús. Toma en sus manos el pan, da gracias y lo distribuye, diciendo:

«Esto es mi cuerpo, entregado por vosotros».

«Esto» (Toûto, den). — «Esto» se refiere al pan y no a la acción de partir el pan y servir el vino, como algunos han pretendido, queriendo ver en dichas acciones símbolos de la pasión. A las palabras «Esto es mi cuerpo, esto es mi sangre» sigue inmediatamente la recomendación «tomad y comed, to­mad y bebed», por lo que resulta claro que «esto» se refiere al pan y al vino. Jeremias recuerda además que las palabras explicativas sobre el pan no eran simultáneas a la acción de partirlo, ya que se pronuncian mientras el pan era distribuido, como lo prueba el término labete72. La cosa es todavía más clara en la fórmula que precede al vino, pues entre la acción de servir el vino en la copa de bendición y la palabra explica­tiva de Jesús mediaba, dice Jeremias, la oración de después de comer, que constaba de la acción de alzar la copa. Por otra parte, en la explicación que el padre de familia daba de los ritos, éste nunca se refería a acciones, sino a los elementos73.

«Es» (estin). — En la versión griega que tenemos de las pa­labras institucionales de Cristo, es (estin) aparece referido al pan en las cuatro versiones, y, referido al vino, falta sólo en la versión de Lucas.

La cópula no aparece en hebreo, puesto que en esta len­gua el valor copulativo es implícito74, lo mismo que ocurre en arameo. Jesús, por tanto, habría dicho: zeh beśâri (esto, mi cuerpo) y zeh dami (esto, mi sangre) (en arameo: den biśri y den ′idmi)75. Por lo dicho, los sinópticos, cuando colocan el estin, no hacen sino entender correctamente la implicación de las palabras originales de Cristo, que llevaban implícito el verbo copulativo.

«Mi cuerpo». — El texto griego usa el término sôma. G. Dalman entendió que bajo el término de sôma se encontraba el hebreo guf, cuerpo76. En cambio, Jeremías ve detrás de sôma el hebreo basar, del que el sarx de Juan es una traduc­ción literal y sôma una traducción según el sentido. Juan 6,51 tiene la versión sarx.

El argumento decisivo que expone Jeremías en favor de su tesis es que en la Biblia nunca aparece gûf (cuerpo) como co­rrelativo de dam (sangre), sino basar (carne)[67]. Los LXX traducen, en la mayoría de los casos, basar por sarx (143 veces contra 20)[68]. Por lo tanto, Jesucristo habría dicho más bien:

«Esto es mi carne».

«Entregado» — Es este participio, junto con la preposición ỷpèr, lo que da al gesto de Jesús un valor sacrificial y que co­loca la carne de Cristo directamente en conexión con la cruz y su significado salvífico.

Estos participios («entregado» y «derramado») están en griego en tiempo presente: didómenon y enchinómenon, pero traducen participios hebreos o arameos que por sí mismos se pueden emplear para diversos tiempos. El participio, dice Je­remías, tanto en hebreo como en arameo es intemporal y su tiempo se determina por el contexto. Concretamente, en ara­meo se emplea frecuentemente el participio para indicar un acontecimiento que se espera en un futuro próximo[69]. Y es así como ha traducido la Vulgata (tradetur, effundetur), aun­que en Lc 22,19 habla en presente (datur).

En nuestro caso habrá que traducir en futuro: es la sangre que va a ser derramada en la cruz. Es evidente, por otro lado, que no se puede hablar de un derramamiento de la sangre en la cena[70].

«Por» ỷpèr. — La preposición ỷpèr es una clara alusión al sentido expiatorio que Cristo da a su muerte. En la versión de Marcos (ỷpèr pollón) y en la de Mateo (perì pollón) tenemos una clara alusión al Siervo de Yahveh (Is 53), que ha­bla también de los muchos (rabbîm)[71].

El uso de la preposición ỷpèr y peri es característico de los sacrificios expiatorios, indicando en favor de quién y por causa de quién se realiza la expiación.

El sacrificio de expiación se ofrece a Dios[72] por (ỷpèr, perì) los pecados de los hombres. Lo vemos también en Mc 10, 45; Mt 20,28.

Este sentido expiatorio lo encontramos en textos como Rom 5,8: «Mas la prueba de que Dios nos ama es que Cristo, siendo nosotros todavía pecadores, murió por (ỷpèr) noso­tros»; 2 Cor 5,21: «A quien no conoció pecado, lo hizo pe­cado por (ỷpèr) nosotros para que viniésemos a ser justicia en él»; Tit 2,14: «El cual se entregó por (ỷpèr) nosotros a fin de rescatamos de toda iniquidad y purificar para sí un pueblo que fuese suyo»; 1 Cor 15,3: «Porque os transmití, en primer lugar, lo que a mi vez recibí: que Cristo murió por (ỷpèr) nuestros pecados».

En todos estos textos hay una referencia explícita a la muerte de Cristo por nuestros pecados y en ellos se usan términos como «rescatar» y «purificar». Juan asimismo, conoce el sentido propiciatorio: «Nos envió a su Hijo como propi­ciación (hilasmón) por nuestro pecados» (1 Jn 4,10). En Pablo tenemos también un texto en el que se habla de propiciación en el sen­tido estricto de la palabra: «A quien exhibió Dios como pro­piciatorio (hilastérion) por su propia sangre mediante la fe» (Rom 3,25). Y este sentido de propiciación como rito de ex­piación lo vemos también en 1 Jn 2,2. Asimismo, leemos en 1 Pe 1,18-19: «Sabiendo que habéis sido rescatados de la conducta heredada de vuestros padres no con algo caduco, oro o plata, sino con una sangre preciosa, como de cordero sin ta­cha ni mancilla».

Este sentido expiatorio pertenece al texto primitivo de los relatos de institución, pues lo avala el hecho de que lo traiga la fórmula marcana y la lucana, así como el mismo Juan (Jn 6,51), que responden a tradiciones diversas y, en los dos pri­meros casos, tan antiguas; aportan el uso de la preposición ỷpèr, que tiene en la tradición neotestamentaria, como hemos visto, un claro sentido expiatorio[73].

Tanto Jeremías[74] como Schürmann[75] y Benoit[76] recono­cen, entre otros muchos, el sentido expiatorio del sacrificio de Cristo. Y, según Schürmann, el sentido pasivo empleado en la fórmula «entregado por vosotros» es un pasivo divino que evoca, como en el caso del Siervo de Yahveh, que Cristo es entregado en expiación por el Padre[77].

Hemos de preguntarnos si el rechazo de este sentido de expiación por parte de algunos no proviene, en último tér­mino, de un prejuicio contra el auténtico sentido de la expia­ción. Pero entendámonos bien. Es Dios mismo el que pro­porciona la víctima de la expiación[78]. La expiación tiene, antes que nada, una dimensión descendente, es la actitud de un Dios que se abaja al hombre para que éste pueda corres­ponderle con un gesto que ha esperado siempre de él, y satis­facer así a su amor incorrespondido.

La expiación cristiana tiene, antes que nada, esa dimensión descendente: Dios mismo nos proporciona el sacrificio de Cristo como don; pero integra, al mismo tiempo, la respuesta del hombre al amor incorrespondido de Dios y ofendido por el pecado. Olvidar esto es olvidar el misterio del pecado como ofensa personal a Dios y el misterio mismo de la re­dención en su profundidad[79].

«Esta es la sangre de la alianza, derramada por los mu­chos». — Jesús utiliza aquí la copa tercera o copa de bendición y la pone en relación directa con la sangre suya, que se va a derramar en la cruz. Se trata de su sangre, de la sangre que va a sellar la nueva alianza en sustitución de aquella con la que Moisés selló la antigua (Ex 24,8).

Sobre los términos «ésta», «derramada», remitimos a lo dicho a propósito del pan. Este es, en cambio, el momento de hacer una reflexión sobre el binomio carne-sangre y su significación.

Carne-sangre. — Existe una clara división a la hora de in­terpretar el significado de la fórmula carne-sangre entre dos interpretaciones que podemos llamar la antropológica y la sacrificial. La primera ve en la carne-sangre una manera de de­signar a la persona como tal en su totalidad; la sacrificial ve en ellos, por el contrario, los elementos propios de los sacrifi­cios del Antiguo Testamento: la carne, que era comida, y la sangre, derramada al pie del altar.

La interpretación antropológica ha sido defendida por au­tores como Betz, el cual, basándose en estudios de antropolo­gía semítica como los realizados por Pedersen[80] y Eich­rodt[81], ha visto en el binomio carne-sangre la expresión de la persona misma en su totalidad: Basar significa a todo el hom­bre en cuanto corporalidad concreta y, por su parte, dam ex­presa la persona en cuanto viviente[82]. Dado que hay una convertibilidad entre alma y sangre (el alma de la carne es la sangre: Lev 17,11), puede significar también la persona entera en el estado de derramar la sangre[83].

Carne-sangre designaría, por tanto, a la persona entera y no a dos elementos contrapuestos, dos elementos corporales.

Ahora bien, en nuestro caso esta interpretación presenta algunos inconvenientes. Si tanto la carne como la sangre sig­nifican a la persona entera y se afirma en ambos casos que se entrega por nosotros, Jesús habría venido a decir lo mismo en los dos gestos[84].

Por las razones que damos a continuación, parece que la interpretación sacrificial es la que se impone.

Ya hemos dicho que Jesús habría hablado, más bien, de carne y de sangre, y dicho binomio, aparte de los casos en los que designa al hombre en su estado perecedero frente a Dios (Ecl 14,18; 17,31; Mt 16,17; 1Cor 15,50; Gál 1,16), que no es nuestro caso, hace referencia a las dos partes integrantes del cuerpo del animal sacrificado (carne y sangre), que se se­paran en el momento de la muerte (Gén 9,4; Lev 17,11.14; Dt 12,23; Ez 39,17-19; Heb 13,11). «Este sentido (el sacrifi­cial), dice Jeremias, es el único que cuadra cuando Jesús habla de su carne y de su sangre; y lo mismo puede decirse del participio enchinómenon (derramada: Mc 14,24). Cada uno de estos sustantivos presupone la inmolación que separa la carne y la sangre. Con otras palabras, Jesús habla de sí mismo como víctima»[85]. Por su parte, Schürmann, que había defen­dido el valor antropológico, examinando la expresión de «sangre derramada» dice que es preciso completarlo con el sentido sacrificial[86].

Jesús pone el pan en relación con el destino de su cuerpo, y el vino en relación con su sangre derramada. Jesús va a la muerte como verdadera víctima pascual[87]. Se trata ahora de su sangre, la sangre que va a sellar la Nueva Alianza en susti­tución de aquella sangre (elemento corporal) con la que Moisés selló la Antigua Alianza; y si aquélla era una sangre concreta, también lo es ahora la sangre de Cristo[88].

Hay un argumento decisivo en apoyo de la interpretación sacrificial, y es que tanto Pablo como la carta a los Hebreos lo entienden en dicho sentido. Pablo en 1Cor 10,16 habla de la comunión con el cuerpo (sôma) y con la sangre (haima) de Cristo en el contexto de los sacrificios paganos, que suponían una comunión con Dios mediante la consumición de la carne sacrificada y la sangre inmolada como elementos sacrificiales.

Comiendo la carne y la sangre inmoladas, se entraba en co­munión con Dios, y en este contexto viene a decir Pablo: «El cáliz de bendición que bendecimos, ¿no es, acaso, comunión con la sangre de Cristo? Y el pan que partimos, ¿no es comu­nión con el cuerpo de Cristo?» (1 Cor 10,16). Por ello no se puede entrar en comunión con las carnes inmoladas a los demonios y con la carne de Cristo (v.21). Para Pablo, cuerpo y sangre son, pues, dos elementos sacrificiales.

Esta es también la interpretación que ofrece la carta a los Hebreos, pues pone la sangre de Cristo en relación con las sangre que era vertida en sentido expiatorio en la fiesta del Yom Kippur (Heb 9-10). La entiende, por tanto, en el sentido de sangre como elemento sacrificial. También en Juan el es­cándalo de los judíos se explica porque entienden que tienen que comer y beber la sangre corporal de Cristo (Jn 6,52).

El sacrificio de Cristo se configura, por tanto, como sacri­ficio de la Nueva Alianza en su sangre y sacrificio expiatorio por nuestros pecados, resumiendo de este modo tanto la perspectiva sacrificial de Ex 24,8 como la teología del Siervo.

«En remisión de los pecados». — Se trata de una explicita­ción del propio Mateo del sentido expiatorio contenido en las palabras de Cristo.

«Haced esto en memoria mía». — Con estas palabras, Jesús se inserta en la tradición del memorial, que actualizaba en el rito la liberación realizada por Dios en el éxodo. Ahora Cristo, en la Eucaristía, sustituye el antiguo memorial por el memorial de la nueva pascua que él realiza con su muerte y resurrección. Cristo nos deja así una institución permanente, un rito que se repetirá por los siglos para actualizar la nueva pascua realizada por él en su muerte y resurrección. Lo dice Pablo más expresivamente: «Porque cuantas veces comiereis este pan y bebiereis este cáliz, anunciáis la muerte del Señor hasta que venga» (1 Cor 11,26). La participación en el pan y el cáliz de la cena supone la participación real en el sacrificio de Cristo, y por ello se proclama de forma objetiva y real la muerte del Señor[89].



b) Significado global



Hemos visto la significación particularizada de las palabras institucionales de Cristo; ahora se trata de entenderlas en su significación global, de encontrar la clave de interpretación que nos permita una síntesis de lo que Cristo hizo en aquel momento.

A la hora de buscar esta síntesis, tradicionalmente se ha recurrido a la presencia del cuerpo y la sangre de Cristo bajo los dones del pan y del vino, viendo dicha presencia en la afirmación de Jesús: «Esto es mi cuerpo, esto es mi sangre». Partiendo de la presencia del cuerpo y sangre de Cristo, se establecía el carácter sacrificial de sus gestos y palabras, al tiempo que se los ponía en relación íntima con la cruz.

Hoy en día se recurre frecuentemente al término de signo profético como clave de comprensión de lo que Jesús hizo en la Eucaristía. Cristo anticipó proféticamente sobre el pan y el vino su sacrificio en la cruz. Y se acude también al concepto de memorial: de la misma manera que el memorial veterotes­tamentario hacía presente en el tiempo actual la acción salvífica de Dios en el pasado, así Cristo, que instauró la cena en el contexto pascual, hace presente en ella el misterio de su pascua. El signo profético y el memorial son dos conceptos correlativos: uno actualiza anticipando y el otro recordando.

Indudablemente, en estas perspectivas hay muchos ele­mentos de verdad, pero creemos que se puede conseguir una síntesis integrante de todos ellos. Veamos antes la perspectiva tradicional.

Perspectiva tradicional. — La perspectiva tradicional, que frecuentemente ha sido estudiada en los manuales, tiene su origen en la obra del cardenal N. Wisemann[90] Y más o menos es ésta:

Se parte de la promesa hecha por Cristo sobre la Eucaris­tía en Jn 6,51, para ver después en las palabras de institución el cumplimiento de la misma. En la institución, la presencia real se detecta en el empleo del verbo es, que establece la identidad entre «esto» y «mi cuerpo», «esto» y «mi sangre».

El pan y el vino, se dice, no son símbolos naturales del cuerpo y de la sangre, ni tampoco símbolos convencionales. Y Jesucristo no instituyó la Eucaristía advirtiendo que se tratara de meros símbolos; por tanto, hay que entender que Cristo los entendió en sentido real[91]. Cristo, que pudo pre­ver que la Iglesia iba a entender sus palabras en sentido real, debió advertir que se trataba de un sentido metafórico, si era éste el sentido que pretendía.

Por otra parte, la identidad se establece por medio del verbo es entre dos elementos concretos: «esto» y «mi cuerpo», «esto» y «mi sangre», mientras que, en las sentencias en las que el verbo es tiene un sentido simbólico, el predicado es una idea o un concepto abstracto (v.gr.: «yo soy la puerta» [Jn 10,7], la vid, la vida, etc.), pero no «esta puerta», «esta vid»[92]. Ahora bien, en la Eucaristía, se dice, se trata de dos elementos concretos: esto (el pan y el vino) y el cuerpo y la sangre de Cristo.

Hoy en día, no se suele recurrir a este tipo de argumenta­ción. Es claro que no es convincente recurrir al supuesto de que Cristo debió prever el sentido realista que la Iglesia daría a sus palabras, pues resulta un argumento demasiado forzado y extrínseco.

Dijimos, por supuesto, que, aunque el verbo ser no vi­niera originariamente en las palabras arameas de Cristo, iba en ellas implícito, de modo que la traducción griega no falsifi­caba, en modo alguno, el sentido al explicitarlo con el verbo estin[93]. Sin embargo, creemos que no se debe hacer depen­der toda la interpretación de las palabras de Cristo del verbo es, pues con él no se excluye apodícticamente el sentido meta­fórico («esto representa mi cuerpo»). No olvidemos que Eze­quiel dice de sus cabellos: «Esto es Jerusalén» (Ez 5,1-5)[94].

Benoit abandona, por su parte, este camino de argumenta­ción. Filológicamente hablando, no queda excluido de forma apodíctica el sentido metafórico, de modo que no quedaría excluido apodícticamente el sentido de «esto representa mi cuerpo, esto representa mi sangre»[95].

Esto no significa, ni mucho menos, que las palabras de Cristo deban ser entendidas en sentido metafórico. En con­creto, Dupont percibe en las palabras de Cristo un sentido realista, en cuanto acción profética que no se limita a anun­ciar lo que va a ocurrir en la muerte en cruz, sino que lo hace presente anticipándolo[96], de lo cual hablaremos más ade­lante. Por su parte, Benoit admite que el pan y el vino, como alimentos que son, no van dirigidos a dar una idea o una enseñanza, sino una realidad concreta como es el cuerpo y la sangre de Cristo[97].

Ciertamente, en las palabras de Cristo hay algo de único, especial y misterioso, porque mientras, cuando habla metafó­ricamente en las parábolas, el sentido simbólico queda claro inmediatamente, en las palabras de institución no se puede decir lo mismo. No se puede decir, ni mucho menos, que el sentido simbólico se impone obviamente. Una parábola se re­lata para ser simplemente escuchada o entendida, pero no para ser ejecutada. En cambio, si Jesús se hubiese limitado en la cena a dar una mera interpretación de su muerte, no ten­dría sentido el mandato de reiteración[98].

En resumen, habría que decir que el argumento tradicio­nal nos ofrece una probabilidad, aunque no una certeza apo­díctica. No se puede decir que el sentido metafórico quede apodícticamente excluido, aunque sí que el sentido real es el más probable. Es el contexto el que nos va a dar la clave del sentido que Jesús dio a sus palabras y a sus gestos.

El sentido del contexto. — Jesucristo se sitúa en el marco de la cena pascual, y momentos antes de morir. La cena pascual tiene ya, de suyo, una rica significación como memorial de la liberación de Egipto, expresado, sobre todo, en el cordero pascual; pero ahora Cristo toma el pan y el vino y los pone en estrecha relación con su cuerpo y su sangre, que van a ser inmolados en la cruz. Jesús no se limita a pronunciar sobre el pan y el vino la bendición, sino que ha añadido unas palabras que los relacionan con su muerte expiatoria[99]. Al pan y al vino los pone en estrecha relación con la suerte de su cuerpo y su sangre en la cruz, dándoles el mismo significado sacrifi­cial que compete a su muerte. De esto no hay duda alguna.

Si Jesús a continuación ofrece ese mismo pan y ese mismo vino para comer y beber, es que los presenta como comida sacrificial.

Ahora bien, en el mundo judío no existe comida sacrificial sin participación en la víctima, como vimos en los sacrificios de comunión. Nunca se participaba en dichos sacrificios por la comunión de un mero símbolo, y mucho menos en la co­mida pascual, en la cual se participaba del cordero inmolado en el templo. Pues bien, de la misma manera que para los he­breos la participación en la víctima era el modo de participar en el sacrificio, ahora Cristo se da a comer como víctima para hacer partícipes a los suyos de su sacrificio en la cruz, nueva pascua que él realiza en su muerte. Esta es la clave: participa­ción en el sacrificio de la Nueva Alianza mediante la partici­pación en la víctima. Cristo es, pues, la víctima pascual que sustituye al cordero inmolado en el templo.

Y esta interpretación es la que da San Pablo en 1 Cor 10,6: «La copa de bendición que bendecimos, ¿no es, acaso, comunión en la sangre de Cristo? Y el pan que partimos, ¿no es, acaso, comunión con el cuerpo de Cristo?» Sabemos que se entraba en comunión con el altar y el sacrificio mediante la comunión con la víctima (1 Cor 10,18). Esto era propio tanto de la mentalidad hebrea como de la pagana.

Por tanto, Cristo con su gesto se presenta como víctima pascual para hacernos partícipes de su sacrificio. Con su gesto en la última cena ha sustituido la antigua por la nueva pascua, hecha en la sangre que se va a derramar en la cruz, en el sa­crificio de la Nueva Alianza. En el marco de la pascua judía, da a los suyos su cuerpo y sangre; cuerpo y sangre que se van a inmolar en la cruz, asumiendo la misma entrega y ofre­cimiento que tendrá en la cruz, y haciendo de este modo a los suyos, ya desde ese momento, partícipes de su ofreci­miento al Padre y beneficiarios de los frutos que de ello deri­van.

En consecuencia, si esta comida sacrificial encierra la pre­sencia de la víctima, podemos entender en sentido plenamente real las palabras de Cristo: «Esto es mi cuerpo, esto es mi sangre». Es la presencia de la víctima, requerida en esta co­mida sacrificial que nos hace partícipes del sacrificio de Cristo en la cruz, la que da al verbo ser toda su plenitud de sentido. La presencia de la víctima viene exigida por el carácter de co­mida sacrificial que Cristo da a la cena.

Signo profético y memorial. — Estamos ya en condiciones de entender la Eucaristía como signo profético de la cruz y como memorial de la misma.

El tema del signo profético ha sido utilizado últimamente con mucha frecuencia para explicar lo que Cristo realizó en la última cena110.

Es preciso distinguir lo que es un signo profético y lo que es una parábola en acción o acción simbólica. En este último caso se trata de un gesto que fundamentalmente se dirige a la inteligencia. Este es el caso de Saúl cuando hace pedazos dos bueyes y manda los trozos a todas las regiones de Israel con mensajeros que anuncian: «Así se hará con los bueyes del que no salga detrás de Saúl» (1 Sam 11,7). Casos parecidos los en­contramos en Lev 14,7.53; 16,20-27.

El signo profético, dice Galbiati111, es algo más, pues se mueve no sólo en el nivel del conocimiento, sino en el nivel de la acción. Es un hecho o gesto que hace presente ya el jui­cio salvador o punitivo de Dios.

La misma palabra del profeta, como palabra que es de Dios, es una palabra que realiza lo que anuncia (Is 53,11); pero el signo profético hace ya presente en el momento actual el juicio salvador o condenatorio de Dios. En cierto modo, anticipa el acontecimiento y lo produce. Hay casos verdade­ramente elocuentes. Veamos algunos.

Cuando Jeremías pone un yugo sobre su cuello para signi­ficar que una nación extranjera se va a apoderar de Jerusalén, los falsos profetas se apresuran a romperlo para impedir el desastre (Jer 27-28). En el gesto de Jeremías ven ya la inicia­ción de la tragedia.

Eliseo invita al rey Joás a que golpee el suelo. Este lo hace solamente tres veces, y por ello Eliseo le dice: «Tenias que haber herido cinco o seis veces y entonces habrías batido a Aram hasta el exterminio; pero ahora lo batirás sólo tres veces» (2 Re 13,19). Se ve, pues, que el gesto tiene una efica­cia real. Tenemos más ejemplos en 1 Re 11,31; Jer 13,1-11; 9,1-13; Ez 4,1-3.

Lo que Jesús hace en la última cena podría bien ser califi­cado de gesto profético. Es un anuncio de su pasión, que él actualiza en el marco de la cena pascual. Ahora bien, es pre­ciso decir también que el signo profético veterotestamentario queda superado por lo que Jesús hace en la cena. Schürmann anota que lo que Jesús hace supera al signo de los pro­fetas112.

En efecto, en los ejemplos que hemos aportado se trata de una anticipación en el momento actual de una acción futura de Dios, lo cual no representa dificultad alguna, pues Dios puede comenzar a actualizar dicha acción en el momento mismo en el que el profeta la anuncia; pero en la cena no sólo se trata de la anticipación de una acción salvadora de Dios, sino del sacrificio, cumplido y realizado en el cuerpo y la sangre de Cristo como víctima. Por ello se precisa la pre­sencia de la víctima como condición para la presencia del sa­crificio; es decir, no se trata sólo de la anticipación de una ac­ción, sino de la presencia de una realidad: la víctima en cuanto tal. Es esta presencia de la víctima la que garantiza la presencia del sacrificio.

Asimismo, el concepto de memorial veterotestamentario queda también superado en la acción de Jesús. En el memo­rial judío puede hacerse presente la acción salvadora de Dios, que comenzó en la liberación de Egipto y que puede hacerse presente también allí donde Dios quiere. Pero la Eucaristía como memorial de la cruz hace presente un sacrificio deter­minado y realizado con una víctima concreta como es Cristo mismo. Y sólo la presencia de la víctima garantiza la presen­cia del sacrificio. Por ello la distancia entre el memorial del Antiguo Testamento y el del Nuevo es, como dice Durr­well113, infinita.

En ambos casos, el signo profético y el memorial vetero­testamentario quedan superados por lo que Cristo hizo, en cuanto que se trata de la actualización no de una acción de Dios, sino de un acontecimiento histórico que se realizó con la carne y la sangre concretas de Cristo. Por ello se necesita la presencia de la víctima. Cómo se hace presente la víctima es algo que el texto bíblico no precisa. Habrá que dejarlo para la reflexión de la Iglesia, pero el hecho está ahí: Cristo da al pan y al vino carácter de comida sacrificial y se entrega en ellos como víctima para hacernos partícipes de su sacrificio de la cruz. Tratándose de una comida sacrificial, no se participa en el sacrificio si dicha comida no ofrece la presencia de la víc­tima. Por ello, Cristo ha sustituido la antigua pascua por la nueva, realizada ahora en el sacrificio de su propia sangre, que en la actitud del Siervo sella la nueva y definitiva alianza.

Resumiendo: es el contexto el que nos da la clave de las palabras de Cristo. En el marco de la pascua judía, pone el pan y el vino en estrecha relación con la suerte de su cuerpo y sangre en la cruz, dándoles el mismo sentido sacrificial que compete a su muerte. Ofreciéndolos a comer y beber quiere hacer partícipes a los suyos de la nueva pascua que se va a consumar trágicamente en la cruz. Ahora bien, no hay autén­tica participación en el sacrificio si no es participando en la víctima y es esta presencia de la víctima lo que nos hace com­prender el sentido real de las palabras de Cristo, así como su carácter pleno de signo profético y de memorial.

He aquí que todos los temas fundamentales del Antiguo Testamento se concentran en los gestos y palabras tan senci­llos que Cristo realiza. Y si la pascua y la alianza crearon al pueblo de Dios en el Antiguo Testamento, ahora la Eucaristía no es, ni más ni menos, que la fundación de una Iglesia que nace del sacrificio de Cristo como comunidad de culto. Es la comunidad que nace de la pascua de Cristo y de la nueva y definitiva alianza que él sella con su sangre114.



V. LA EUCARISTÍA EN EL LIBRO DE LOS HECHOS115



Veamos ahora la Eucaristía en el libro de los Hechos.



Act 2,42-47



«Los que acogieron su palabra fueron bautizados. Aquel día se les unieron unas tres mil almas. El temor se apoderaba de todos, pues los apóstoles realizaban muchos prodigios y señales. Todos los creyentes vivían unidos y tenían todo en común; vendían sus posesiones y sus bienes y repartían el precio entre todos, según la necesidad de cada uno. Acudían al templo todos los días con perseverancia y con un mismo espíritu, partían el pan por las casas y tomaban el alimento con alegría y sencillez de corazón. Alababan a Dios y gozaban de la simpatía de todo el pueblo. El Señor agre­gaba cada día a la comunidad a los que se habían de salvar».

Este es el primero de los sumarios con los que Lucas des­cribe a la comunidad primitiva, y que viene tras el discurso de Pedro en Pentecostés. Por ello la elección de este lugar para el sumario eucarístico no ha sido casual116. Es clara la intención de Lucas: la Eucaristía es el fin de un proceso que comienza con la conversión y el bautismo.

Al mensaje del bautismo corresponde la exigencia de la fe, viene después el bautismo, y de esta forma se introduce en la Iglesia, en la que se recibirá la doctrina y la Eucaristía y se unirá a la oración litúrgica de los hermanos[100]. El texto muestra, por tanto, el valor que la Eucaristía tenía para las primeras comunidades cristianas.

El sumario habla de cuatro realidades que van unidas:

— La doctrina (didachè), que aparece como un elemento constitutivo de la asamblea. Se trata de la instrucción a los re­cién convertidos, una verdadera catequesis en la que se expli­caba la Sagrada Escritura a la luz del hecho cristiano. No era una mera proclamación de la buena nueva que se hacía a los no cristianos.

— La comunión (koinonía), que podríamos traducir como «unión comunitaria», y que implicaba una solidaridad no sólo espiritual, sino también material. Es y significa, al mismo tiempo, una comunión en el espíritu, en la fe, en el cuerpo y en la sangre de Cristo y en el socorro a los pobres[101]. Con­ducía a una entrega de los bienes a la comunidad para subve­nir a las necesidades de cada cristiano[102].

El espíritu eclesial se vive en la primera comunidad en todas sus exigencias. Desde una misma fe y un mismo espí­ritu se vive una vida cristiana que es también comunión en lo material. Cierto que no podemos pensar que en todas partes fuese esto una realidad. San Pablo, lo veremos, debió llamar la atención a los corintios precisamente por falta de caridad; pero la Eucaristía aparece, desde su lógica interna, como una exigencia de comunión en la caridad y la solidaridad humana.

— La fracción del pan (Klásis tou ártou) es el término téc­nico con el que se designa a la Eucaristía. No se trata de una comida corriente, que, como la judía, se iniciaba con la frac­ción del pan, pues toda la perícopa tiene un sentido religioso; la fracción del pan viene después de la doctrina y antes de la oración[103]. Fracción del pan es el término técnico para desig­nar a la Eucaristía no sólo en Act 2,42 y 46, sino en Act 20, 7, 11. San Pablo habla del «pan que partimos» (1 Cor 10,9) y Lucas habla explícitamente de la fracción del pan (te klásei tou artou: Act 2,42; 20,7, al igual que en Lc 24,35), donde los artículos determinados (la fracción) especifican una acción singular que la distingue de toda comida común. El término agalíasis (alegría) traduce la alegría escatológica que caracteri­zaba a aquellas celebraciones[104].



— El último elemento que configuraba a esta comunidad primitiva era la oración.

Esta fracción del pan se celebraba en las casas e iba prece­dida, como en 1 Cor 11,20-34, de una comida normal, la cual desapareció en el siglo II[105].



Act 20,7-12



En Tróade, en Asia, encontramos también una reunión eucarística descrita como fracción del pan. La narra Lucas así:

«El primer día de la semana, estando nosotros reunidos para la fracción del pan, Pablo, que debía marchar al día si­guiente, conversaba con ellos, y alargó la charla hasta la me­dia noche. Había abundantes lámparas en la estancia superior donde estábamos reunidos. Un joven llamado Eutico estaba sentado al borde de la ventana; un profundo sueño le iba do­minando a medida que Pablo alargaba su discurso. Vencido por el sueño, cayó del tercer piso abajo. Lo levantaron ya ca­dáver. Bajó Pablo, se echó sobre él y, tomándole en sus brazos, dijo: "No os inquietéis, pues su alma está en él". Subió luego, partió el pan y comió; después platicó largo tiempo, hasta el amanecer. Entonces se marchó. Trajeron al muchacho vivo, y se consolaron no poco».

Es importante la señalización de la fecha: «el primer día de la semana», convertido en el día del Señor (Ap 1,10; 1 Cor 16,2; Jn 20,20), es el día en el que se celebra la asamblea cristiana. Tenía lugar al comienzo del día, es decir, la noche del sábado.

La asamblea es claramente litúrgica. Se emplea el verbo sy­nejmenon ýmòn, de donde vendrá el término técnico con el que también se denominará a la Eucaristía: sinaxis (reunión). El hecho de la existencia de las «numerosas lámparas», el que presida Pablo y el hecho de la enseñanza hablan de su carác­ter litúrgico[106].



VI. LA EUCARISTIA EN SAN PABLO[107]



Después de haber estudiado las palabras institucionales de Cristo, abordamos ahora la interpretación que Pablo nos da de la Eucaristía. Dos son los textos de mayor importancia, ambos en la primera carta a los Corintios:



1 Cor 10,14-18



«Por eso, hermanos, huid de la idolatría. Os hablo como a prudentes. Juzgad vosotros lo que digo. La copa de bendición que bendecimos, ¿no es, acaso, comunión con la sangre de Cristo? Y el pan que partimos, ¿no es, acaso, comunión con el cuerpo de Cristo? Puesto que no hay más que un pan, todos formamos un solo cuerpo, pues todos participamos de un mismo pan. Fijaos en el Israel de la carne. Los que comen las víctimas, ¿no están, acaso, en comunión con el altar? ¿Qué digo, pues? ¿Que lo inmolado a los ídolos es algo? ¡Pero si lo que inmolan los gentiles, lo inmolan a los demo­nios y no a Dios! Y yo no quiero que entréis en comunión con los demonios. ¿O es que queremos provocar los celos de Dios? "Todo es lícito", mas no todo es conveniente. "Todo es lícito", mas no todo edifica. Que nadie procure su propio in­terés, sino el de los demás. Comed todo lo que se vende en el mercado, sin plantearos cuestiones de conciencia, pues del Se­ñor es la tierra y todo cuanto contiene. Si un infiel os invita y vosotros aceptáis, comed todo lo que os presente, sin plantearos cuestiones de conciencia. Mas si alguien os dice:" Esto ha sido ofrecido en sacrificio", no lo comáis, a causa del que os lo advirtió y por motivos de conciencia».



Este es un texto en el que aparece resumida toda la doc­trina sobre la Eucaristía: prefiguración en el Antiguo Testa­mento, sacrificio, presencia real, fundamento de la Iglesia.

La intervención de Pablo en este tema está motivada por el comportamiento de los corintios respecto a las carnes in­moladas a los ídolos. Ya en el concilio de Jerusalén se había prescrito a los gentiles abstenerse de las carnes inmoladas a los ídolos (eidolóthita) (Act 15,20.29), lo cual se urgía de he­cho en ambientes como Antioquía, en los cuales la presencia de judeocristianos hacía difícil la convivencia[108]. En cambio, en ambientes como los de Corinto se comía de hecho de las carnes sacrificadas, hasta el punto de que, usando el eslogan de la libertad cristiana «todo es lícito» (1 Cor 10,23), se per­mitía comer carnes sacrificadas en los sacrificios paganos (1 Cor 8,10). Es el mismo eslogan que exhibían para darse a la fornicación (1 Cor 6,12-19).

Pablo aborda el problema de las carnes inmoladas desde el punto de vista doctrinal y pastoral a la vez.

En primer lugar, viene a decir que la Eucaristía no es un medio mágico de salvación. Para ello acude a la historia de Is­rael, con el fin de mostrar que todos comieron del maná y del agua que surgía de la roca (realidades proféticas de la Eucaris­tía, cosas que sucedieron «en figura»: 1 Cor 10,6), y cayeron en la idolatría y en otros vicios, de modo que la mayoría de ellos no fue del agrado de Dios (1 Cor 10,5). Todo esto era, pues, un aviso con el fin de que hoy no caigamos en la idola­tría.

Desde el punto de vista doctrinal, Pablo resume así la cuestión. Sirviéndose de la comprensión israelita de los sacri­ficios, propia también de los paganos[109], Pablo enseña que la comunión con la víctima sacrificada es comunión con el altar (zysiastérion). En el caso de los sacrificios paganos, a decir verdad, no hay comunión con los dioses, porque éstos no existen, pero sí con los demonios, a quienes se dirige de hecho el sacrificio; no por la intención de los oferentes, sino porque, como dice Galbiati, «los demonios, enemigos de Dios, alejan a los hombres del verdadero Dios sirviéndose del culto pagano»[110].

Desde el punto de vista práctico, no hay inconveniente en comer de las carnes inmoladas a los ídolos, siempre y cuando no se dé con ello escándalo. Si un infiel os invita, no hagáis problema de conciencia; pero si el que os invita os advierte que ha sido sacrificada a los ídolos, entonces absteneos, para no dar escándalo. Con mayor razón hay que abstenerse de la mesa en los templos paganos (1 Cor 8,10).

Es con esta ocasión como Pablo presenta el aspecto sacri­ficial de la Eucaristía. No es que tenga como objeto desarro­llar este tema; lo que Pablo intenta es advertir de la incompa­tibilidad que existe entre la participación en la Eucaristía y la participación en las carnes sacrificadas, pero para ello se sirve de la concepción de sacrificio, presente en el Antiguo Testa­mento y en el mundo pagano. «Para Israel, dice Boismard, comer la víctima ofrecida a Yahveh es entrar en comunión con Yahveh, es compartir la mesa de Yahveh, sentarse en la misma mesa que él, lo que indica una familiaridad in­signe»[111].

Algo análogo ocurre también en los sacrificios paganos, aunque en este caso no se entra en comunión con los ídolos, que no existen, sino con los demonios, a quienes de hecho va dirigido el acto de culto.

Pues bien, lo mismo ocurre con la Eucaristía: la copa de bendición es comunión (koinonía) con la sangre de Cristo, el pan que partimos es también comunión con el cuerpo de Cristo. Por lo tanto, no se puede participar de la copa del Se­ñor y de la copa de los demonios, de la mesa del Señor y de la mesa de los demonios[112]. De este modo sitúa Pablo a la Eucaristía en una perspectiva claramente sacrificial. Como dice Boismard, «todo el razonamiento de Pablo supone que, para él, el pan y el vino consagrados son el cuerpo y la sangre de Cristo inmolados en sacrificio a Dios»[113].

Pero el texto ofrece también una doctrina sobre la presencia real del cuerpo y de la sangre de Cristo: del mismo modo que en el sacrificio se come la carne ofrecida a los ídolos, en la Eucaristía se entra en comunión con el cuerpo y la sangre de Cristo. Es con ellos con los que se entra en comunión. En el v.17, Pablo dice: «Puesto que no hay más que un pan, no formamos más que un solo cuerpo, pues todos participamos de ese mismo pan». Aquí habla Pablo de un único pan, del que todos participamos. Es claro que no puede tratarse de un mismo pan físico en la comunión de todos los cristianos. Por tanto, ese único pan no es sino el único cuerpo de Cristo[114]. Este único pan es paralelo al único Espíritu de 1 Cor 12,13, fuente también de un solo cuerpo, «porque en un solo Espíritu todos nosotros hemos sido bautizados para formar un solo cuerpo»[115]. Es el único cuerpo de Cristo la causa de la unión de todos los cristianos y de la formación de la Iglesia[116]. He aquí el aspecto eclesial magníficamente presentado.

Esta es la doctrina de Pablo sobre la Eucaristía como fuente de la Iglesia: mediante la comunión con el cuerpo personal de Cristo nace la Iglesia como cuerpo[117]. Para Pablo, la comunión de la Iglesia tiene lugar mediante la comunión con el cuerpo y la sangre de Cristo[118].



1 Cor 11,20‑34



«Cuando os reunís, pues, en común, eso ya no es comer la cena del Señor porque cada uno come primero su propia cena y, mientras uno pasa hambre, otro se embriaga. ¿No tenéis casa para comer y beber? ¿O es que despreciáis a la Iglesia de Dios y avergonzáis a los que no tienen? ¿Qué voy a deciros? ¿Alabaros? ¡En esto no os alabo! Porque yo recibí del Señor lo que os he trasmitido: que el Señor Jesús, la noche en que fue entregado, tomó pan y, después de dar gracias, lo partió y dijo: "Esto es mi cuerpo, que se da por vosotros, haced esto en memoria mía". Asimismo, la copa después de cenar, diciendo: "Esta copa es la Nueva Alianza en mi sangre. Cuantas veces la bebiereis, hacedlo en memoria mía". Pues cada vez que coméis este pan y bebéis esta copa anunciáis la muerte del Señor hasta que venga. Por tanto, quien coma el pan o beba la copa del Señor indignamente, sea reo del cuerpo y de la sangre del Señor. Examínese, pues, cada cual y coma así el pan y beba la copa. Pues quien come y bebe sin discernir el cuerpo, come y bebe su propio castigo. Por eso hay entre vosotros muchos enfermos y muchos débiles, y mueren no pocos. Si nos juzgásemos a nosotros mismos, no seríamos castigados. Mas, al ser castigados, somos corregidos por el Señor, para que no seamos condenados con el mundo. Así, pues, hermanos míos, cuando os reunáis para la cena, esperaos los unos a los otros. Si alguno tiene hambre, que coma en su casa, a fin de que no os reunáis para castigo vuestro. Lo demás lo dispondré cuando vaya».

Ya anteriormente estudiamos las palabras institucionales en Pablo; ahora examinamos, más bien, el contexto por el que Pablo las trae a la memoria.

Nos encontramos ya en una situación posterior a la de la institución: el rito del pan no precede a la comida, sino que, unido directamente al rito del cáliz, forman la comida eucarística como tal, la cual en este tiempo tenía lugar después de un ágape fraterno. El gesto sobre el pan y el cáliz terminaron juntándose, porque, como Schürmann recuerda, fueron considerados especialmente significativos y como parte de un mismo conjunto[119]. Mas tarde, hacia mitad del siglo II, el ágape que precedía a la celebración de la Eucaristía desapare­ció, debido quizás a situaciones lamentables que se producían, como la que contemplamos en 1 Cor 11,20-34[120].

De hecho, Pablo encuentra en Corinto una práctica de la Eucaristía que no puede aprobar: en el ágape fraterno que precedía a la Eucaristía, unos comían abundantemente, mien­tras que otros quedaban con el estómago vacío. Esto es un desprecio a la Iglesia de Dios (1 Cor 11,22). Al ofender a los mas necesitados, se ofende a la Iglesia entera[121]. Con el fin de hacer reflexionar a los comensales, es como Pablo aporta la tradición recibida del Señor sobre la Eucaristía. En ella encuentra Pablo dos argumentos para corregir la conducta de los corintios: la entrega de Cristo en su generosidad[122] y la identidad del pan consagrado por Cristo y su propio cuerpo. San Pablo viene a decir que nosotros hacemos lo mismo que Cristo en la Eucaristía, por lo que este pan es el cuerpo del Señor.

La división es la causa de que se coma indignamente (ana­gíos). San Pablo no alude a ningún desprecio u olvido de la presencia del Señor en la Eucaristía, pero la división es la causa de la comida indigna, lo que les hace reos del cuerpo y de la sangre del Señor. He aquí, pues, una afirmación categó­rica de la presencia del cuerpo y de la sangre del Señor. Se trata de su cuerpo y sangre personales, pues no cabe tomarlos en sentido místico, ya que no existe una sangre mística de Cristo[123]. San Pablo habla de reos (énojos), que es el mismo término que los judíos emplean en la pasión de Cristo cuando lo juzgan reo de muerte (Mc 14,64; Mt 26,66), y que tiene un carácter jurídico (cf. Mt 5,21; Mc 3,29).

Por ello comen y beben su propia condenación, porque no disciernen (diakrinón) el cuerpo (del Señor). A este res­pecto dice Allo que se puede prescindir de la expresión «del Señor» (sólo presente en los códices D y E), porque no hay duda alguna de que se trata de su cuerpo personal[124]. El in­digno, comiendo y bebiendo los dones consagrados, come y bebe su propia condenación. Por haber descuidado hacer el juicio sobre sí mismo, le será hecho entonces. La causa de este juicio es que no han discernido el cuerpo, que no han apreciado su valor no porque lo hayan confundido con otros alimentos (pues todos los cristianos estaban instruidos sobre la Eucaristía), sino porque no han sabido apreciar lo que es recibir el cuerpo del Señor. «Nada mas fuerte, dice Allo, para la doctrina de la presencia real, sobre todo por la relación en­tre el v.27 y 1 Cor 10,16-17. Comprender "el cuerpo" en el sentido del cuerpo de los fieles, cuyos derechos y cuya digni­dad no sabría reconocer el fiel comulgante, es una exégesis tan roma (plate) como traída por los cabellos»[125].

Efectivamente, en este capítulo no se habla del cuerpo místico de los fieles, y cuando se habla de ofensa a la comu­nidad, se habla de «Iglesia» (1 Cor 11,22). El discernir el cuerpo viene, además, tras el v.27, que habla del reato del cuerpo y la sangre en aquellos que comen y beben indigna­mente. Lo que viene a decir Pablo es algo realmente pro­fundo: la falta de caridad no es sólo una falta a la Iglesia, sino una falta contra el cuerpo personal de Cristo.

Si el Señor, finalmente, manda castigos y enfermedades, es para que la comunidad se corrija y no merezca así la conde­nación con el mundo. Son castigos, según Pablo, medicinales y correctivos[126].

VII. LA EUCARISTÍA EN EL EVANGELIO DE JUAN



El discurso de San Juan 6 sobre la Eucaristía ha sido ob­jeto de diversas interpretaciones a lo largo de la historia no sólo desde el punto de vista literario, sino desde el punto de vista temático.

Cayetano era de la opinión de que el discurso no era eu­carístico. Algunos autores modernos acatólicos, como Weiss[127], Strathmann[128] y E. Schweizer[129], defienden tam­bién lo mismo. Sabido es, asimismo, que Trento, en su dis­puta con los protestantes, no quiso dirimir la cuestión del sentido eucarístico o no del discurso de Juan[130]. Entre al­gunos protestantes actuales se ha defendido la tesis de que los v.51-58 se deben a una interpolación. Esta fue la tesis defen­dida ya por Wellhausen[131] y Spitta[132], y modernamente por Bultmann[133] y Bornkamm[134]. Esta interpolación, realizada por la comunidad primitiva, tendría la intención de presentar la Eucaristía en una dimensión sacramental, partiendo del supuesto de que todo lo referido a los sacramentos es ajeno al evangelio de Juan.

Entre los católicos se ha defendido que al menos la se­gunda parte del discurso (v.51-58) es claramente eucarís­tica[135], y no faltan quienes ven el tema eucarístico en todo el conjunto del discurso. De este último parecer eran Toledo, Lercher, Billot y, entre los modernos exegetas, Feuillet, Brown, Léon Dufour, Cullmann, Schürmann y Galbiati, en­tre otros, aunque con diferentes matices entre ellos[136]. Es in­teresante la tesis de Brown de que los v.51-58, pertenecientes, sin duda, a la tradición joánica, fueron introducidos ahí no para introducir el tema eucarístico, ya presente en la primera parte del discurso (v.30-51), sino para colocar ahí las palabras institucionales de Cristo sobre la Eucaristía[137].

Señalemos finalmente la obra de E. Ruckstuhl, Die litera­rische Einheit des Johannes Evangeliums[138], que ha demos­trado la unidad literaria de las dos partes del discurso; unidad que cada vez se va imponiendo mas entre los exegetas.

A toda esta problemática haremos alusión a lo largo de nuestra exposición, que dividiremos en tres partes: multiplica­ción de los panes, primera parte del discurso del pan de vida y segunda parte (incluida la conclusión).

-Multiplicación de los panes (Jn 6,1-15). - Algo en lo que coinciden todos los exegetas es que el relato de la multiplica­ción de los panes esta hecho bajo el influjo del lenguaje euca­rístico. Está claro que Juan en este relato quiere evocar ya la Eucaristía. A decir verdad, el relato tiene un doble sentido: cristológico y eucarístico.

El significado cristológico lo vemos en la presentación del milagro como un signo de la misión de Cristo: «Al ver la gente la señal que había realizado, decía: «Este es verdadera­mente el profeta que iba a venir al mundo» (v.14). Este sen­tido del signo como confirmativo de la misión de Jesús apa­rece claramente expresado en el v.27: «A éste es a quien el Padre, Dios, le ha marcado con su sello».

Pero al mismo tiempo vemos la dimensión eucarística. La multiplicación de los panes es presentada como un símbolo de la Eucaristía. El sentido eucarístico aparecía ya en la multi­plicación de los panes descrita por los sinópticos, particular­mente por Marcos (6,30-43), que aporta el detalle de tomar el pan, pronunciar la bendición, romperlo y darlo a los discí­pulos. Pero Juan acentúa este significado. Veamos algunos de­talles[139]:

- La multiplicación de los panes no tiene lugar en una jornada cargada de obras como en los sinópticos, sino que viene a ser el hecho principal.

- Jesús, a diferencia de los sinópticos, distribuye él mismo el pan (v.11). Es él el que toma la iniciativa.

- El relato se centra de tal modo en los panes, que casi se olvida a los peces.

- «Tomó los panes, dio gracias y los distribuyó». He ahí el ritmo mismo de la Eucaristía; pero además se usa el verbo eucharistésas típicamente eucarístico, y que sustituye al eulo­gésas que aparece en el relato de Mc 6,41[140]. Ambos, eulogeîn y eucharisteîn, traducen la acción de Jesús en el marco de la berakkāh judía, pero sabemos que, en la celebración cristiana, el término eucharisteîn desplazó poco a poco a eulo­geîn.

- Jesús mismo se ocupa de los pedazos del pan, dando la orden de recogerlos para que nada se pierda (v.12), lo cual no deja de ser una resonancia eucarística[141]. Se trata de fragmentos (klasmata), que recuerdan el término técnico de la Klásis tou artou de Act 2,42. La misma abundancia de pan es una alusión al pan inagotable de la Eucaristía.

- Juan anota también el detalle de que «estaba cerca la pascua» (v.4).

- Finalmente, en el v.23 encontramos una referencia a la Eucaristía, en cuanto que ya no se habla de panes en plural, sino del pan en singular: fueron al lugar donde habían co­mido el pan[142].

El discurso del pan de vida. Su unidad. - Los críticos no se ponen de acuerdo sobre el versículo en el que comienza el discurso del pan de vida (v.21,31 ó 35), si bien están de acuerdo en que termina en el v.58. No es una cuestión deci­siva; más importante es si el discurso tiene una unidad litera­ria y temática, pues tradicionalmente se ha dividido en dos partes: 31-51 y 51-58. La primera parte presenta a Jesús como el pan de vida bajado del cielo que es acogido por la fe, y en la segunda se ve cómo este pan se da en la Eucaristía.

El problema de la unidad surgió de la observación de la frecuencia del tema sacramental, que aparece en la segunda parte. Ya dijimos que Bultmann vio en esta segunda parte una interpolación de la comunidad cristiana para introducir el tema sacramental, ajeno, según él, a San Juan. No encaja, dice Bultmann, ni con la primera parte, en la que Jesús se presenta como pan de vida en sentido no sacramental, ni es propio de la escatología de Juan el hablar de «medicina de inmortali­dad», como lo vemos en la sección 51-58. Finalmente, el es­cándalo de los judíos que ahí aparece no es propiamente el tipo de escándalo que encontramos en Juan[143].

Sin llegar a este extremo, Lagrange observó la dificultad que suponía el introducir, a partir del v.51, un tema eucarís­tico que los judíos en aquel tiempo no podían entender[144], propuso como solución que el tema eucarístico lo reveló Jesús no a la multitud de los judíos, sino a los suyos. Sin em­bargo, podemos observar que el v.52 («¿Cómo puede éste darnos a comer su carne?») pone dicha objeción en boca de los judíos.

Brown, haciéndose cargo de la dificultad resaltada por La­grange, recurre a la solución de que la segunda parte, prove­niente, desde luego, de una fuente joanica, habría sido colocada ahí como un duplicado del sermón del pan de vida para introducir las palabras de institución de la Eucaristia[145].

Hoy en día se va imponiendo, cada vez más, la tesis de la unidad literaria de ambas partes. Ya hemos aludido a la obra de Ruckstuhl, decisiva en este punto. Recordemos que el tema de Jesús como pan de vida aparece en los v.33.47.51. Es él mismo el que da el pan (v.27.34.51), el Padre lo envía (38.57). Por otra parte, al binomio de la primera parte, hambre-sed (v.35), corresponde en la segunda el binomio comer-­beber (v.53).

Díez Macho insiste en que todo el discurso es una homilía realizada toda ella con el método de exégesis judía midrash, que consiste en la actualización de temas bíblicos (en nuestro caso, veterotestamentarios: maná, éxodo) a la nueva situa­ción[146]. Propio de este método es la utilización de la polisemia, es decir, el dar a los textos una pluralidad de sentidos. Las palabras de Cristo en este discurso encierran una gama de sentidos, entre los que se encuentra, por supuesto, el eucarís­tico. Suprimir el sentido eucarístico del discurso, dice Díez Macho, es desconocer el principio básico de la exégesis judía, que desarrolla siempre una rica pluralidad de sentidos[147].

Léon Dufour, por su parte, también defendió la unidad li­teraria y temática de todo el discurso del pan de vida, ape­lando a lo que es típico de Juan: la pluralidad de sentidos.

Jesús habla para sus contemporáneos, los cuales ciertamente captan un sentido en sus palabras; pero éstas, al mismo tiempo, encierran una pluralidad de sentidos, que en un tiempo posterior, y bajo el influjo del Espíritu Santo, puede ser captado. De este modo, las palabras de Cristo en este dis­curso pueden tener un sentido cristológico, pero están tam­bién abiertas a un sentido eucarístico[148].

Finalmente señalemos la teoría de Galbiati, que encuentra la clave de la comprensión y de la unidad del discurso en los v.26-29. En dichos versículos se anuncian dos temas que se­rán desarrollados a lo largo de todo el discurso, pero en forma invertida, según la figura estilística del quiasmo:

A) 26-27: tema del alimento que dará el Hijo del hom­bre[149].

B) 28-29: tema de la fe en Cristo, mandado por el Pa­dre.

B) 30-50: desarrollo del tema de la fe en Cristo, pan ba­jado del cielo.

A) 48-58: desarrollo del tema del pan dado por Cristo, que es su propia carne.



De esta forma se explicaría que el v.27 hable claramente de la Eucaristía y del pan que dará el Hijo del hombre, y no habría que acudir para nada a la hipótesis de las interpolación de los v.51-58. De este modo se ve que todo el discurso es eucarístico, cuya estructura tiene dos partes: la primera parte habla del pan bajado del cielo y la segunda habla mas insis­tentemente de la Eucaristía[150].

A su vez, cada una de las partes está dividida, según Gal­biati, por una objeción de los judíos: la objeción a la bajada del cielo de Jesús (v.42) y la objeción sobre la imposibilidad de comer su carne (v.52)[151]. Estas objeciones, como bien re­conoce Léon Dufour[152], tienen la función de hacer progresar el tema, vienen a ser como un resumen de lo dicho por Cristo para entrar a fondo en el dialogo.

La unidad literaria está garantizada, por tanto, no sólo por la continuidad del vocabulario en ambas partes del discurso, sino por la estructura del mismo. Aceptemos o no la suge­rente explicación en quiasmo que Galbiati nos da, hay en el discurso una clara estructura literaria. La dificultad que La­grange y Brown ven en la introducción del tema eucarístico ante un pueblo que no lo podía entender tiene su paralelo en la primera parte, en el v.42, cuando los judíos tampoco en­tienden la bajada del cielo del Hijo del hombre. El escándalo que produce la Eucaristía en la segunda parte corresponde al escándalo que produce la encarnación en la primera. El paralelo de estructura es evidente.

Contenido y explicación del discurso. - No cabe duda de que, a pesar de la unidad literaria e incluso temática, la pri­mera parte se centra en el tema del pan del cielo, Cristo en persona, que es acogido en la fe.

La presentación del tema se hace mediante el procedi­miento del midrash, es decir, con la actualización de temas veterotestamentarios. Probablemente, el texto corresponde a una homilía estructurada sobre las lecturas que los israelitas leían en torno a la fiesta de pascua. Los temas del maná y de la murmuración en el desierto estaban presentes en ellos[153], por lo que Brown no excluye que tal homilía proceda del mismo Jesús, que podría haber comentado las lecturas en la sinagoga de Cafarnaún [154].

El tema del maná sugiere la presentación de Cristo como pan venido del cielo. Cristo es el pan venido del cielo y dado por el Padre, con lo cual se alude claramente a la encarnación.

La presentación de Cristo «yo soy el pan del cielo» está en la línea de las otras revelaciones de Cristo en el evangelio de Juan: «yo soy la luz del mundo» (Jn 9,5), «el buen pastor» (Jn 10,11-14), «la resurrección y la vida» (Jn 11,25), «el ca­mino, la verdad y la vida» (Jn 14,6), «la vid» (Jn 15,15). Jesús aparece, pues, aquí presentado con uno de los grandes sím­bolos joánicos y exige ser acogido por la fe. En esta primera parte del discurso es la fe en Cristo el tema capital. Los verbos que la expresan son «creer en Cristo», «venir a él» (v.35.36.37.40). Asimismo, la objeción que los judíos estable­cen (v.42) no va directamente contra la Eucaristía, sino contra la pretensión de Jesús de ser el pan bajado del cielo: «¿Cómo puede decir ahora: ‘He bajado del cielo’?» Se trata, pues, de la encarnación y de la fe que exige dicho misterio.

Esta fe es un don del Padre (v.37), pero al mismo tiempo esta motivada por los signos, pues el Padre mismo ha acredi­tado la misión del Hijo con los signos (v.27).

Pero el texto tiene todavía mayor riqueza teológica: se inscribe en el marco de las grandes esperanzas mesiánicas. La multiplicación de los panes en el desierto aparece como el gran signo de la época mesiánica. Justamente se esperaba para la época mesiánica la repetición de los grandes signos del éxodo[155], y, en efecto, en cuanto Jesús opera el milagro, la gente le quiere proclamar rey (v.15). La escena es de una enorme expectación mesiánica.

El discurso de Jesús tiene el trasfondo del éxodo: la es­cena tiene lugar en el desierto y se repite contra él la murmu­ración que vemos en el éxodo contra Moisés. La escena es una actualización de los acontecimientos del éxodo, ahora re­feridos a la persona misma de Jesús[156], y es en este con­texto cuando Jesús se sitúa frente al maná del desierto, pre­sentándose a sí mismo como el pan bajado del cielo.

Esta temática se desarrolla todavía más con las imágenes sapienciales del Antiguo Testamento. Así como la sabiduría invitaba a los hombres al convite, Jesús invita ahora a los judíos a saciar su hambre en él. Se insinúan así los temas de Prov 9,5; Ecl 24,10; Is 55,1-3[157] y se presenta a Cristo como aquel que culmina las aspiraciones todas del hombre[158].

En la dialéctica de dialogo que emplea Juan, los judíos aparecen diciendo a Jesús que les dé ese pan (v.34), del mismo modo que la samaritana le pedía que le diera del agua que sacia la sed (Jn 4,15).

En esta primera parte domina, pues, el tema de la encar­nación (pan bajado del cielo), que ha de ser acogido por la fe. La segunda parte del discurso continúa con el tema, pues comienza diciendo: «Yo soy el pan vivo bajado del cielo. Si uno come de este pan, vivirá para siempre» (v.51). Pero ahora el acento se desplaza del creer al comer mediante el siguiente procedimiento: el pan que es Cristo (v.48) es ahora el pan que Cristo dará (v.51), de modo que este pan se especifica ahora como la carne misma de Cristo. Se pasa así de un co­mer metafórico, que es el creer, a un comer realmente la carne y la sangre del Hijo del hombre. La objeción resalta mas la temática a desarrollar: «¿Cómo puede éste darnos a comer su carne?» (v.52), y Jesús habla a continuación de co­mer su carne y beber su sangre. La terminología usada (tro­gein: v.54.56.57.58) viene a resaltar que se trata de una co­mida real y no metafórica. No se habla ya de creer, sino de un comer real. Jesús habla de verdadera comida (alezés: v.55), de algo que verdaderamente puede ser comido.

Jesucristo esta hablando, por lo tanto, de la Eucaristía, lo cual se ve claramente por dos razones que recuerda Brown: comer la carne y beber la sangre no se encuentra nunca en la Biblia con un sentido metafórico que cupiera en este con­texto[159]. Pero, además, la expresión de Cristo: «El pan que voy a dar es mi carne para la vida del mundo», corresponde a las palabras de institución de la Eucaristía que encontramos en Lucas: «Este es mi cuerpo entregado por vosotros». Ten­gamos en cuenta que Jesús probablemente dijo «carne», y, en este sentido, Juan estaría más cerca de las palabras institucio­nales de Cristo que el mismo Lucas[160]. Juan, pues, ha que­rido referir en este lugar las palabras institucionales de Cristo[161].

Los efectos de la Eucaristía son la vida eterna (v.54) y la inmanencia recíproca entre Cristo y el fiel (v.56).

Aquí, pues, Juan ha introducido las palabras institucio­nales de Cristo y las ha unido a las que pronunció en la sina­goga de Cafarnaún sobre el pan de vida. De este modo, Juan ha reelaborado todo un capítulo sobre un núcleo que pro­viene del mismo Cristo[162].

Sobre un núcleo histórico, proveniente históricamente en Cristo, Juan ha realizado toda una reflexión teológica de in­calculable valor.

Queda, sin embargo, por aclarar la unidad temática del discurso, pues sólo conociéndola se puede entender la inten­ción fundamental de la teología joánica en este discurso.

Decíamos que la unidad literaria del discurso se afirma cada vez más; también ocurre así con la unidad temática, si bien los exegetas no se ponen de acuerdo en el modo de ex­plicarla[163]. Pensamos con Ruckstuhl[164] que la unidad temá­tica habría que encontrarla en el v.57: «Lo mismo que el Pa­dre que vive me ha enviado y yo vivo por el Padre, también el que me coma vivirá por mí». Esta es una síntesis de todo el discurso: la misión del Hijo, que proviene del Padre por la encarnación, culmina en la Eucaristía, de modo que la vida del Padre, que está en el Hijo, llega a nosotros mediante la Eucaristía. Esta es la clave: la encarnación que culmina en la Eucaristía. Así lo explica Mollat: «La doctrina eucarística de Juan, centrada como está en la encarnación, exige este desa­rrollo (primera parte) sobre Jesús, pan de vida, y sobre la fe en su persona y en su misión. De suerte que las dos partes del discurso se compenetran y se apoyan mutuamente. La en­carnación tiende al don eucarístico y se consuma en él; la Eu­caristía, por su parte, no tiene sentido si no es en la fe en Cristo, pan viviente bajado del cielo para dar la vida al mundo»[165].

Aquí está precisamente la diferencia entre Juan y los si­nópticos en la Eucaristía. Juan no desconoce el tema sacrifi­cial ni la dimensión escatológica de la misma («para la vida eterna»), pero para él la Eucaristía es, ante todo, el pan ba­jado del cielo[166], memorial de la encarnación. La doctrina eu­carística de Juan se enraíza profundamente en su cristología. Esta es la razón por la cual Juan omite el relato de la institu­ción de la Eucaristía en el marco de la pasión[167]. El mismo término que se usa en la Eucaristía (sarx) es el que utilizó al hablar de la encarnación (Jn 1,14; 1 Jn 4,2). La intención de Juan es clara, dice Mollat: La Eucaristía nos pone en contacto directo con el misterio de la encarnación[168].

Apéndice.- Hablábamos del papel que ejercían las objeciones de los judíos en las dos partes del discurso. Pues bien, en el apén­dice del mismo, Juan sale al paso de las mismas, apelando para ello a la ascensión: «¿Y cuando veáis al Hijo del hombre subir a donde estaba antes? El Espíritu es el que da la vida, la carne no sirve para nada» (Jn 6,60-63). Esta alusión de Cristo a la ascensión viene presentada en función de las objeciones que los judíos hacían sobre el descenso del pan del cielo (v.42) y sobre el correr la carne de Cristo (v.52).

La ascensión viene a disipar toda duda sobre el origen ce­leste de Jesús (contestación a la primera objeción) y explica también que la carne de la Eucaristía no ha de ser corrida en sentido material (cafarnaítico, se dirá en adelante), pues se trata de una carne que tras la ascensión está vivificada por el Espíritu. La carne, de suyo, no aprovecha nada, pero se trata de la carne resucitada de Cristo[169].

Con Juan tenemos, en consecuencia, la máxima profundi­zación del misterio eucarístico. Afirmando el aspecto sacrifi­cial de la misma («por la vida del mundo»), la pone en rela­ción directa con el misterio de la encarnación y de la resu­rrección, y así la carne de Cristo, vivificada por el Espíritu, se nos da a comer como alimento de vida eterna.



CONCLUSION



Una vez examinados los pasajes del Nuevo Testamento sobre la Eucaristía, vemos en ella la condensación de las pro­fecías y figuras del Antiguo. Los temas de la Antigua Alianza se concentran en ella: la pascua, la alianza, la redención del Siervo de Yahveh, los sacrificios. Todos ellos vienen sinteti­zados de forma admirable en el gesto más sencillo que se pueda imaginar: un poco de pan y de vino que Jesús pone, en el marco de la cena pascual, en conexión con su muerte en la cruz.

La Eucaristía aparece al mismo tiempo como el origen y fundamento del nuevo pueblo de Dios, liberado ahora por la pascua de Cristo y fundado sobre la sangre de la Nueva Alianza. Este pan y este vino son el fundamento y la base del cuerpo místico de Cristo.

La Eucaristía contiene el sacrificio mismo de la cruz y la misma víctima pascual que nos es dada a comer para que po­damos participar en él. Es, asimismo, la prolongación de la encarnación y la prenda de la resurrección y del Espíritu, pues se trata de la carne resucitada de Cristo.

Toda esta riqueza que es todo el misterio redentor de Cristo, la hemos encontrado en la descripción sencilla, pero al mismo tiempo densa, que nos ofrecen de la Eucaristía las páginas del Nuevo Testamento. La Escritura presenta la Euca­ristía en toda su inabarcable riqueza; riqueza que la Tradición tendrá que ir desglosando poco a poco para poder compren­derla y asimilarla. Esta síntesis bíblica, entregada a la Iglesia, para su vida y reflexión, no podrá ser abarcada sino diferenciando los diversos aspectos que se encuentran encerrados en ella. La Iglesia, en su reflexión, se vio obligada a distinguir para poder comprender, sin que ello equivalga a separar o destruir la síntesis que en todo momento tendrá que man­tener.







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Eucaristía:
La presencia real de Cristo
en la Eucaristía

Estudio bíblico

Tomado de la Enciclopedia Católica




En este artículo consideraremos:

I. El hecho de la Presencia Real en la Escritura y en la Tradición

II. Totalidad de Presencia

III. Transubstanciación

IV. Permanencia de la Presencia y la Adorabilidad de la Eucaristía

V. Discusión especulativa sobre la Presencia Real



I. LA PRESENCIA REAL COMO UN HECHO

De acuerdo con las enseñanzas de la teología, un hecho revelado puede ser probado únicamente por recurrencia a las fuentes de la fe, que son la Escritura y la Tradición, a las cuales también se encuentra unido el infalible Magisterio de la Iglesia.

A. Pruebas de las Escrituras

Pueden ser extraídas tanto de las palabras de la promesa (Juan 6,26 s.s.) y, especialmente, de las palabras de la Institución tal y como quedaron registradas en los Sinópticos y en San Pablo.

Las palabras de la promesa (Juan 6).

Mediante los milagros de los panes y los pescados y la caminata sobre las aguas el día anterior, Cristo no solo preparó a Sus oyentes para el sublime discurso que contenía la promesa de la Eucaristía, sino que también les probó que Él poseía como hombre-Dios Todopoderoso, un poder superior e independiente de las leyes de la naturaleza y podía, por lo tanto, proveer tal alimento sobrenatural, que no era otra cosa, sino Su propia Carne y Sangre. Este discurso fue pronunciado en Cafarnaúm (Jn. 6,26-71), y está dividido en dos partes distintas, acerca de la relación de la cual los exegetas católicos tienen varias opiniones. Nada nos impide interpretar la primera parte (Jn. 6,26-48) metafóricamente y entendiendo por “pan del cielo” a Cristo mismo como objeto de la fe, para ser recibido en sentido figurado como alimento espiritual mediante la boca de la fe. Una explicación figurada de la segunda parte del discurso (Jn. 6, 51-71), sin embargo, no solo sería inusual, sino absolutamente imposible como inclusive algunos exegetas protestantes (Delitzsch, Kostlin, Keil, Kahnis y otros) concuerdan.

Primero que nada, toda la estructura del discurso de la promesa exige una interpretación literal a las palabras: “coman la carne del Hijo del hombre y beban Su sangre.” Así pues, Cristo menciona una terna de alimentos en su discurso, el maná del pasado (Jn. 6, 31s; 32; 49;58), el pan del cielo del presente (Jn. 6,32ss), y el Pan de Vida del futuro (Jn. 6,27; 51). Corresponden a los tres tipos de comida y a los tres períodos varios dispensadores: Moisés que les dio el maná, el Padre nutriendo la fe del hombre en el Hijo de Dios hecho carne y, finalmente, Cristo dando su propia Carne y Sangre.

A pesar de que el maná, a ejemplo de la Eucaristía, era indudablemente comido con la boca, no podía, por ser un alimento transitorio, proteger de la muerte. El Segundo alimento, ofrecido por el Padre Eterno, es el pan del cielo, el cual Él dispensa hic et nunc a los judíos para su nutrición espiritual. Si, sin embargo, el tercer tipo de alimento, el cual el mismo Cristo prometió dar en un tiempo futuro, es una nueva alimentación, difiriendo del anteriormente llamado alimento de la fe, no puede ser otro que su propio cuerpo y sangre, para ser realmente comido y bebida en la Sagrada Comunión. Esta es la razón por la cual Cristo estaba tan listo para usar la expresión realista “coman” (Jn. 6,54; 56; 58: trogein) cuando hablaba de esto, su Pan de Vida. El cardenal Bellarmino (De Euchar. I,3), resalta el hecho de que si en la mente de Cristo el maná era una prefiguración de la Eucaristía, ésta debía ser más que mero pan bendito, de otro modo, el prototipo no excedería al tipo. Lo mismo se aplica a las otras figuras de la Eucaristía, como el pan y el vino ofrecidos por Melquisedec, los panes de la proposición (panes propositionis), el cordero pascual. La imposibilidad de interpretación figurativa queda más patente en el siguiente texto: “El que coma mi carne y beba mi sangre, tiene vida eterna, y yo lo resucitaré el último día. Porque mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida. El que coma mi carne y beba mi sangre, permanece en mí, y yo en él” (Jn.6, 54-56).

Es verdad que incluso entre los semitas, y en la misma Escritura, la frase “comerse a alguien,” tiene un sentido figurativo, “perseguir, criticar, odiar amargamente a alguien.” Si, entonces, las palabras de Jesús se debieran tomar en sentido figurado, parecería entonces que Cristo le prometía a Sus enemigos la vida eterna y una gloriosa resurrección como recompensa por las injurias y persecuciones de que fue víctima. La otra frase, “beber la sangre de alguien,” en la Escritura, especialmente, no tiene ningún significado figurado, excepto aquél de terrible castigo (Is. 49, 26; Ap. 16,6); pero, en este texto, esta interpretación es tan imposible como en la frase anterior. Consecuentemente, comer y beber, deben ser entendidas tal como las dijo el propio Cristo, esto es literalmente.

Esta interpretación concuerda perfectamente con la conducta de sus escuchas y la actitud de Cristo preocupado por sus dudas y objeciones. De nueva cuenta, las murmuraciones de los judíos son la más clara prueba de que ellos entendieron las palabras de Jesús literalmente (Jn. 6,53). Incluso, no solo no repudió esta construcción como un grosero malentendido, sino que Cristo las repite en una forma mucho más solemne, en Juan 6, 54 ss. En consecuencia, muchos de sus discípulos estaban escandalizados y decían: “Es duro este lenguaje; ¿quién puede escucharlo?” (Jn 6,60); pero en vez de retractarse de lo que había dicho, Cristo más bien los reprochó por su falta de fe, aludiendo a su sublime origen y su futura Ascensión al cielo. Y sin más añadir, permitió a sus discípulos que siguieran con sus caminos (Jn. 6,61ss).

Finalmente se volvió a sus doce apóstoles y les preguntó: “¿También vosotros queréis marcharos?” Entonces Pedro se adelantó y con humilde fe replicó: “Señor, ¿dónde quién vamos a ir? Tú tienes palabras de vida eterna. Y nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo de Dios.”(Jn. 6,68 y 69). Toda la escena del discurso y las murmuraciones en su contra prueban que la interpretación zwinglia y anglicana del pasaje “El espíritu está pronto, etc.,” en el sentido de una suerte de retractación, es completamente inadmisible. Debido a estas palabras los discípulos debilitaron su conexión con Jesús, mientras que los Doce aceptaron con fe sencilla un misterio que ellos aún no entendían. Ni Cristo dijo: “Mi carne es espíritu,” i.e. para ser entendido en un sentido figurado, sino que dijo, “Mis palabras son espíritu y vida.” Hay dos puntos de vista en la interpretación de este texto. Muchos de los Padres declaran que la verdadera Carne de Jesús (sarx) no debe entenderse como separada de Su Divinidad (spiritus), y por lo tanto no en un sentido canibalístico, sino como pertenencia a la economía sobrenatural. La segunda y más científica explicación afirma que en la oposición escriturística de “carne y sangre” con “espíritu,” la primera expresión siempre significa incontinencia carnal, mientras que la segunda se entiende como la percepción mental iluminada por la fe; así que la intención de Jesús en este pasaje era dar prominencia al hecho de que el misterio de la Eucaristía puede ser entendido únicamente a la luz de la fe sobrenatural, mientras que no puede ser entendido por el que tiene mentalidad mundana y carnal, quienes están soportando el peso del pecado.

Bajo tales circunstancias, no es de asombrarse que los Padres y varios concilios ecuménicos (Éfeso, 431; Nicea, 787) adoptaran el sentido literal de las palabras, a pesar de que no estaba todavía dogmáticamente definido (cfr. Concilio de Trento, Sesión XXI, c. I). Si fuera cierto que algunos teólogos católicos (como Cayetano, Ruardus Tapper, Johann Hessel y Jansenio el viejo) preferían la interpretación figurativa, sería meramente por razones controversiales, porque en su perplejidad imaginaron que de otro modo los reclamos de los husitas y protestantes utraquistas para compartir el cáliz por parte de los laicos no podrían ser contestados argumentando con la Escritura. (Cfr. Patrizi, "De Christo pane vitæ", Roma, 1851; Schmitt, "Die Verheissung der Eucharistie bei den Vütern", 2 vols., Würzburg, 1900-03.)

Las palabras de la Institución

La Carta Magna de la Iglesia, sin embargo, son las palabras de la Institución: “Esto es mi cuerpo – esta es mi sangre,” a cuyo significado literal se ha mantenido adherida desde los primeros tiempos. La Presencia Real se evidencia positivamente al mostrar la necesidad del sentido literal de estas palabras, y negativamente, refutando las interpretaciones figurativas. Con respecto a lo primero, la mera existencia de cuatro diferentes narraciones de la Última Cena, divididas usualmente en la petrina (Mt. 26, 26ss; Mc. 14, 22ss.) y la doble explicación paulina (Lc. 22, 19ss.; I Cor. 11, 24ss.), favorecen la interpretación literal. A pesar de su sobresaliente unanimidad como observaciones esenciales, la fuente petrina es más simple y clara, mientras que la paulina es más rica en detalles adicionales y más enfocada en citar las palabras que se refieren al cáliz.

Es natural y justificable esperar que, cuando cuatro narradores diferentes en diferentes países y en diferentes tiempos relataran las palabras de la Institución a diferentes círculos de lectores, la aparición en el discurso de una figura inusual, como por ejemplo que el pan sea signo del cuerpo de Cristo, se delataría tarde o temprano en una forma distinta de disponer las palabras en la oración, o bien en una expresión inequívoca del sentido que verdaderamente se le quiere dar al símbolo, o bien con un agregado, como podría haber sido: "Pero Él hablaba del signo de su Cuerpo". Pero en ningún lado encontramos la más mínima indicación que de pie a una interpretación figurativa. Si, entonces, la interpretación obvia, literal fuera falsa, el registro en la Escritura debería de considerarse como la causa de una error pernicioso en la fe y del grave crimen de rendir Divino homenaje al pan (artolatría) – una suposición que no queda en armonía con el carácter de los cuatro Escritores Sagrados o con la interpretación del Sagrado Texto.

Aún más, no debemos omitir la importante circunstancia, de que uno de los cuatro narradores ha interpretado literalmente su propio escrito. Éste es San Pablo (I Cor. 11, 27ss.), quien, en el más vigoroso lenguaje, marca al recipiente indigno como “será reo del Cuerpo y de la sangre del Señor.” No puede hablarse de una grave ofensa contra el mismo Cristo a menos que supongamos que el verdadero Cuerpo y la verdadera Sangre de Cristo están realmente presentes en la Eucaristía. Incluso, si solo ponemos atención a las propias palabras en su sentido natural es tan forzoso y claro el significado que Lutero escribió a los cristianos de Estrasbrurgo en 1524: “Estoy atrapado, no puedo escapar, el texto es demasiado fuerte.” (De Wette, II, 577).

La necesidad del sentido natural no está basada en la absurda suposición de que Cristo en general no habría podido hacer uso de las imágenes, sino más bien en la evidente necesidad del caso que exigía que no lo hiciese en un asunto de tan suprema importancia, usando metáforas sin sentido y que llevasen a confusión. Puesto que las figuras literarias aumentan la claridad del discurso solo cuando el significado figurativo es obvio, ya sea por la naturaleza del caso (e.g. con referencia a una estatua de Lincoln, diciendo: “Éste es Lincoln”) o por el uso en el lenguaje común (e.g. en el caso de esta sinécdoque: “Esta copa es vino”); ahora bien, ni por la naturaleza del caso ni por el habla común el pan es un símbolo apto o posible del cuerpo humano. Si alguien dijese de una pieza de pan: “Éste es Napoleón” no estaría utilizando una figura, sino palabras sin sentido. No hay sino un modo de usar un símbolo impropio de manera clara e inteligible, y eso es estableciendo una convención antes de usarlo acerca de lo que significa, como si por ejemplo, uno fuera a decir: “Imaginemos que estas dos piezas de pan que tenemos enfrente son Sócrates y Platón.” Cristo, sin embargo, en vez de informar a Sus Apóstoles que pretendía usar tal figura, les dijo más bien lo contrario en el discurso de la promesa: “el pan que yo le voy a dar, es mi carne por la vida del mundo” (Jn. 6,51); tal lenguaje, por supuesto solo podría ser usado por un Dios-hombre; así que la creencia en la Presencia Real necesariamente presupone la creencia en la verdadera Divinidad de Cristo.

Las mismas reglas establecerían por sí mismas el significado natural con certeza, aún si las palabras de la institución, “Esto es mi cuerpo – ésta es mi sangre,” se encontraran solas, pero el texto original corpus (cuerpo) y sanguis (sangre) son seguidas por adiciones significativas, el Cuerpo designado como “por vosotros es dado” y la Sangre como “por vosotros se derrama”; por lo tanto el Cuerpo dado a los Apóstoles era el mismo Cuerpo que fue crucificado el Viernes Santo, y el cáliz bebido por ellos, era la misma Sangre derramada en la cruz por nuestros pecados. Por lo tanto las frases relevantes arriba mencionadas directamente excluyen cualquier posibilidad de una interpretación figurativa.

Llegamos a la misma conclusión si consideramos las circunstancias concomitantes, tomando en cuenta tanto a los oyentes como al Institutor. Aquellos que oyeron las palabras de la Institución no eran Racionalistas estudiados, poseyendo del conocimiento crítico que les permitiese, como filólogos y lógicos, analizar una fraseología obscura y misteriosa; eran simples pescadores sin educación, del nivel más común de gente, quienes con inocencia infantil se prendían de las palabras de su Maestro y con profunda fe aceptaban lo que Él les propusiera. Esta disposición infantil fue considerada por Cristo, particularmente en la víspera de Su Pasión y Muerte, cuando les dio a conocer Su voluntad y testamento y habló como un padre moribundo a sus hijos profundamente afectados. En ese momento de terrible solemnidad, el único modo apropiado de hablar sería uno en el cual, desnudo de figuras ininteligibles, hiciera uso de palabras que correspondieran exactamente al significado de lo que decía. Debe recordarse, también, que Cristo como Dios-hombre omnisciente, debe haber previsto el lamentable error en el cual habría llevado a Sus Apóstoles y a Su Iglesia adoptando una metáfora equivoca; puesto que la Iglesia hasta la fecha apela a las palabras de Cristo en su enseñanza y práctica. Si entonces, ella practica la idolatría mediante la adoración de meros pan y vino, este crimen debe achacársele al Dios-hombre mismo. Aparte de esto, Cristo pretendió instituir la Eucaristía como un santísimo sacramento, para ser solemnemente celebrado en la Iglesia hasta el fin de los tiempos. Pero el contenido y las partes constitutivas de un sacramento deben quedar establecidas con tal claridad de terminología como para excluir categóricamente cualquier error en liturgia y adoración. Como puede entenderse de las palabras de la consagración del Cáliz, Cristo estableció la Nueva Alianza con Su Sangre, al igual que la Antigua Alianza había quedado sellada con la típica sangre de animales (Cfr. Ex. 24, 8; Heb. 9, 11ss.) Con verdadero instinto de justicia, los juristas establecen que en todos los puntos debatibles las palabras de un testamento deben ser tomadas en su sentido literal natural; puesto que están convencidos de que todo testador en pleno uso de sus facultades, al expresar su última voluntad y testamento, está profundamente preocupado de hacerlo en un lenguaje claro y libre de metáforas sin sentido. Ahora bien, Cristo, de acuerdo con la declaración literal de Su testamento, nos ha dejado un precioso legado, no meros pan y vino, sino Su Cuerpo y Sangre. ¿Tendríamos razón, entonces, en contradecirlo en Su cara y exclamar: “No, esto no es tu Cuerpo, sino simple pan, símbolo de tu cuerpo?”









La refutación de los llamados Sacramentarios, un nombre dado por Lutero a aquéllos que se oponían a un significado figurativo. Una vez que el sentido literal manifiesto es abandonado, se da pie a interminables controversias acerca del significado de un enigma para el cual se supone que Cristo ofreció la solución a sus seguidores. No hubo límites a la disputa en el siglo XVI, durante el cual Christopher Rasperger escribió un libro con unas 200 diferentes interpretaciones: “Ducentæ verborum, ‘Hoc est corpus meum’ interpretationes” (Ingolstadt, 1577). En este documento nos restringiremos a examinar unas cuantas distorsiones del sentido literal. El primer grupo de intérpretes, con Zwinglio, descubre una figura en la partícula est y la convierte así: “Esto significa (est = significat) mi Cuerpo”. Como prueba de esta interpretación, cita ejemplos de la Escritura, como: “La siete vacas buenas son siete años de abundancia y las sieta esigas buenas, sieta años son” (Gen. 41, 26). Eludiendo la cuestión de que el verbo “ser” (esse) por sí mismo puede ser usado como “cópula en una relación figurativa” (Weiss) o expresar la “relación de identidad en una conexión metafórica” (Heinrici), lo cual niegan la mayoría de los lógicos, los principios fundamentales de la lógica establecen firmemente esta verdad, que todas las proposiciones pueden dividirse en dos grandes categorías, de las cuales la primera y más amplia denomina una cosa como es en sí misma (e.g. “El hombre es un ser racional”), mientras que la segunda designa una cosa utilizada como símbolo de algo más (e. g. “Esta foto es mi padre”). Para determinar si un hablante se refiere a la segunda manera de expresarse, hay cuatro criterios, cuya concurrencia total permitirá al verbo “ser” tener el significado de “significar”. Aparte de los tres criterios mencionados arriba, los cuales hacen referencia a la naturaleza del caso, o a los usos del habla común o a alguna convención previamente establecida, existe un cuarto y último de importancia decisiva, el cual es: cuando una sustancia completa es predicado de otra sustancia completa, no puede existir relación lógica de identidad entre ellos, salvo la relación de similitud, ya que la primera es una imagen, símbolo o signo de la otra. Ahora bien, este criterio es inaplicable a los ejemplos de la Escritura nombrados por los zwinglianos, y especialmente en lo relativo a su interpretación de las palabras de la Institución; porque las palabras no son: “Este pan es mi Cuerpo,” sino las indefinidas: “Esto es mi Cuerpo.” En la historia de la concepción zwingliana de la Cena del Señor, ciertas “expresiones sacramentales” del Texto Sagrado, tomadas como paralelismos de las palabras de la Institución, han atraído considerablemente la atención. La primera se encuentra en I Cor. 10, 4: “y la roca era (significaba) Cristo,” pero es evidente que, si el sujeto roca es tomado en su sentido material, la metáfora, de acuerdo con el cuarto criterio apenas mencionado, es tan aparente como en la frase análoga “Cristo es la vid.” Si, sin embargo, la palabra roca es desnudada de todo lo que es material, puede ser entendido en un sentido espiritual, porque el Apóstol mismo está hablando de la “roca espiritual” (petra spiritualis), la cual en la Persona del Verbo de un modo invisible siempre acompañó a los israelitas en sus viajes y les dio la fuente espiritual de agua. De acuerdo con esta explicación la conjunción aquí retendría su significado “ser”. Un acercamiento más cercano a un paralelo con las palabras de la Institución se encuentra aparentemente en las llamadas “expresiones sacramentales”: “Hoc est pactum meum (Este es mi pacto )”(Gen. 17, 10) y “est enim Phase Domini (es la Pascua del Señor.)” (Ex. 12, 11). Es bien conocido como Zwinglio mediante una inteligente manipulación de la última frase tuvo éxito en lograr caer en su interpretación a toda la población católica de Zurcí. Y sin embargo, está claro que no se puede establecer ningun paralelismo entre las dichas expresiones y las palabras de la Institución; ningún paralelismo real porque se trata de asuntos completamente diferentes. Ni siquiera puede ser señalado paralelismo verbal, puesto que en ambos textos del Antiguo Testamento el sujeto es una ceremonia (circuncisión en el primer caso, y el rito del cordero pascual en el segundo), mientras que el predicado indica una mera abstracción (pacto, Pascua del Señor). Una consideración de más peso es la siguiente: que en una investigación más profunda, la conjunción est retiene su significado propio de “es” más que “significa”. Puesto que así como la circuncisión no solo significaba la naturaleza u objeto del pacto Divino, sino que de hecho lo era, así también el rito del cordero Pascual era realmente la Pascua, en vez de su mera representación. Es verdad que en ciertos círculos anglicanos era costumbre apelar a la supuesta pobreza de la lengua aramaica, la cual era hablada por Cristo en compañía de Sus Apóstoles; por lo que se sostenía que en ese lenguaje no existía ninguna palabra que pudiera corresponder al concepto de “significa”. Sin embargo, aún prescindiendo del hecho de que en arameo la conjunción est es usualmente omitida y que dicha omisión era cuando se usaba su estricto sentido de “ser”, el cardenal Wiseman (Horæ Syriacæ, Roma, 1828, pp. 3-73) logró reproducir no menos de cuarenta expresiones siríacas que expresan el concepto “significar”, lo cual eficientemente desacreditó el mito del limitado vocabulario de la lengua semítica.

Un segundo grupo de sacramentarios, con Oecolampadius, cambiaron la diligentemente buscada metáfora al concepto contenido en el predicado corpus, dándole el sentido de “signum corporis,” así entonces las palabras de la Institución quedarían: “Esto es un signo [símbolo, imagen, tipo] de mi Cuerpo.” Esencialmente completando la interpretación zwingliana, este nuevo significado es igualmente insostenible. En todos los idiomas del mundo la expresión “mi cuerpo” designa el cuerpo natural de una persona, no un mero signo o símbolo de ese cuerpo. Es verdad que las palabras de la Escritura “Cuerpo de Cristo” con no poca frecuencia tienen el significado de “Iglesia,” la cual es llamada el Cuerpo místico de Cristo, una figura fácilmente y siempre discernible como tal del texto o contexto (cfr. Col. 1, 24). Este sentido místico, sin embargo, es imposible en las palabras de la Institución, por la sencilla razón de que Cristo no les dio a sus apóstoles Su Iglesia como alimento, sino Su Cuerpo, y que “cuerpo y sangre”, por la razón de su asociación lógica y real, no pueden ser separados uno del otro y por esta razón se hacen menos susceptibles de uso figurativo. Para probar algo de este uso figurativo, de que el contenido del Cáliz es meramente vino y, consecuentemente, un mero signo de la Sangre, los protestantes recurren al texto de San Mateo, quien relata que Cristo, después del final de la Última Cena, declaró: “Y os digo que desde ahora no beberé más de este fruto de la vid [genimem vitis]” (Mt. 26, 29). Debe ser notado que San Lucas (22, 18ss.), quien es cronológicamente más exacto, coloca las palabras de Cristo antes de proceder a la Institución, y de que la verdadera Sangre de Cristo puede con razón seguir siendo llamada vino (consagrado), por una parte, porque la Sangre fue compartida del modo en que el vino es bebido y, por la otra porque la Sangre continúa existiendo bajo la apariencia externa del vino. En sus múltiples divagaciones por el viejo y concurrido camino siendo consistentemente forzado con la negación de la Divinidad de Cristo a abandonar la fe en la Presencia Real, también el criticismo moderno busca explicación al texto por otras líneas de investigación. Con completa arbitrariedad, dudando de si las palabras de la Institución se originaron en labios de Cristo, señalan a San Pablo como su autor, en cuya ardiente alma algo original supuestamente se mezcló con sus reflexiones subjetivas con el valor adjudicado a “Cuerpo” y con la “repetición del banquete Eucarístico.” De acuerdo con esta problemática fuente las palabras de la Institución primero fueron incluidas en el Evangelio de San Lucas y entonces, a modo de adición, fueron insertadas en los textos de San Mateo y San Marcos. Salta a la vista que la última aserción no es más que una completamente deplorable conjetura, la cual debe ser evitada tan gratuitamente como ha avanzado. Es, aún más, esencialmente falso que el valor adjudicado al Sacrificio y la repetición de la Cena del Señor sean meras reflexiones de San Pablo, puesto que Cristo le dio un valor sacrificial a Su Muerte (Cfr. Mc. 10, 45) y celebró su Cena Eucarística en conexión con la Pascua judía, la cual debía repetirse cada año. Con respecto a la interpretación de las palabras de la Institución, existen al presente tres explicaciones modernas que luchan por la supremacía – la simbólica, la parabólica y la escatológica. De acuerdo con la interpretación simbólica, corpus supuestamente designa a la Iglesia como el Cuerpo místico y sanguis el Nuevo Testamento. Esta interpretación ha quedado refutada por imposible. Puesto que ¿se ha de comer a la Iglesia y beber al Nuevo Testamento? ¿Acaso San Pablo consideró el establecimiento de la Iglesia y de la nueva Alianza como una atroz ofensa al Cuerpo y la Sangre de Cristo? El asunto no es mucho mejor concerniente a la interpretación parabólica, la cual explica el vertimiento del vino como una mera parábola del derramamiento de la Sangre en la Cruz. Esto de nuevo es una mera interpretación arbitraria, una invención sin soporte de bases objetivas. Entonces, también, por analogía se diría que la fracción del pan era una parábola de la masacre del Cuerpo de Cristo, un significado absolutamente inconcebible. Elevándose como si fuese una densa neblina y luchando por obtener una forma definida, la incompleta explicación escatológica hace de la Eucaristía una mera anticipación del futuro banquete celestial. Suponiendo la verdad de la Presencia Real, esta consideración debe quedar abierta a discusión, así como la participación en el Pan de los Ángeles es realmente una prueba anticipada de la beatitud eterna y la anticipada transformación de la tierra en cielo. Pero al implicar una mera anticipación simbólica del cielo y una manipulación sin significado del pan y vino sin consagrar la interpretación escatológica es diametralmente opuesta al texto y no encuentra ningún apoyo en la vida y carácter de Cristo.

B. Pruebas de la Tradición

Para la efectividad del argumento de la tradición, este hecho histórico es de decidida significación, a saber, que el dogma de la Presencia Real permaneció, propiamente hablando, sin ser cuestionado, hasta el tiempo del hereje Berengario de Tours (m. 1088). En el curso de la historia del dogma se levantaron en general tres grandes controversias Eucarísticas, la primera de las cuales fue iniciada por Pascasio Radberto, en el siglo IX, apenas se extendió más allá de los límites de su audiencia y se preocupaba únicamente de la cuestión filosófica de si el Cuerpo Eucarístico de Cristo es idéntico al Cuerpo natural que tuvo en Palestina y que ahora está en el cielo. Tal identidad numérica pudo ser bien refutada por Ratramnus, Rabanus Maurus, Ratherius, Lanfrac y otros, aún en nuestros días una distinción verdadera, aunque accidental entre el Cuerpo sacramental y la condición natural del Cuerpo de Cristo debe ser rigurosamente mantenida. La primera ocasión en que se realizó un procedimiento oficial por parte de la Iglesia sucedió cuando Berengario de Tours, influido por los escritos de Scotus Eriugena (m. 884), el primer opositor de la Presencia Real, rechazó tanto esta verdad como la de la Transubstanciación. Reparó, sin embargo, el escándalo público que había causado mediante una sincera retracción pública hecha en presencia del Papa Gregorio VII en un sínodo realizado en Roma en 1079 y murió reconciliado con la Iglesia. La tercera y más aguda controversia fue la iniciada por la Reforma en el siglo XVI, con respecto a la cual hay que hacer notar que Lutero fue el único entre los reformistas que se mantuvo apegado a la tradicional doctrina católica y, a pesar de sujetarla a muchas malinterpretaciones, la defendió tenazmente. Se opuso diametralmente a Zwinglio de Zurich, quien, como ya se vio, redujo la Eucaristía a un mero símbolo vacío y sin significado alguno. Habiendo ganado para su partido a varios partisanos contemporáneos como Carlstadt, Bucer y Oecolampadius, posteriormente se aseguró unos aliados influyentes entre los arminianos, menonitas, socinianos y anglicanos, y aún hoy la concepción racionalista de la doctrina de la Cena del Señor no difiere substancialmente de la de los zwinglianos. Mientras tanto, en Ginebra, Calvino astutamente buscaba llegar a un punto medio entre los interpretaciones extremas literal luterana y la figurativa zwingliana, sugiriendo en lugar de la presencia sustancial en un caso o la meramente simbólica en el otro, un punto medio, i.e. una presencia “dinámica,” la cual consiste esencialmente en que al momento de la recepción, la eficacia del Cuerpo y la Sangre de Cristo se comunica del cielo a las almas de los predestinados y los alimenta espiritualmente. Gracias al pernicioso y deshonesto doble juego de Melanchton, esta posición intermediaria atractiva de Calvino impresionó de tal modo aún entre los círculos luteranos que no fue sino hasta la fórmula del concordato en 1577 que el “veneno cripto-calvinista” fue exitosamente rechazado del cuerpo de la doctrina luterana. El Concilio de Trento combatió estos ampliamente divergentes errores de la reforma con la definición dogmática de que el Dios-hombre está “verdadera, real y substancialmente” presente bajo las especies del pan y del vino, oponiéndose intencionalmente la expresión vere a las zwinglianas signum, realiter a la figura de Oecolampadio y essentialiter a la virtus de Calvino (Ses. XIII, can I). Y esta enseñanza del Concilio de Trento siempre ha sido y es la posición inamovible de toda la cristiandad católica.

Con lo que respecta a la doctrina de los Padres, no es posible en el presente texto reproducir múltiples textos patrísticos, los cuales usualmente se caracterizan por una maravillosa hermosura y claridad. Suficiente será decir que, además de la Didache (IX, X, XIV), los Padres más antiguos como Ignacio (Ad. Smyrn., VII; Ad. Ephes., XX; Ad. Philad., IV), Justino (Apol., I, xvi), Ireneo (Adv. Hær., IV, xvii, 5; IV, xviii, 4; V, ii, 2), Tertuliano (De resurrect. carn., VIII; De pudic., IX; De orat., XIX; De bapt., XVI), y Cipriano (De orat. dom., XVIII; De lapsis, XVI), atestiguan, sin la menor sombra de malentendido cuál es la fe de la Iglesia, mientras que la teología patrística posterior expone el dogma en términos que están cerca de la exageración, como Gregorio de Niza (Orat. catech, XXXVII), Cirilo de Jerusalén (Catech. myst., IV, 2ss.), y especialmente el Doctor de la Eucaristía, Crisóstomo [Hom. LXXXII (LXXXIII), en Matt., 1 ss.; Hom. XLVI, en Joan., 2 ss.; Hom. XXIV, en I Cor., 1 ss.; Hom. IX, de pœnit., 1], a quien se deben añadir los Padres Latinos Hilario, (De Trinit, VIII, iv, 13) y Ambrosio (De myst, VIII, 49; IX, 51s.). Concerniente a los Padres siríacos se encuentra Th Lamy con “De Syrorum fide in re eucharisticâ” (Louvain, 1859).

La posición mantenida por San Agustín es, al momento sujeto de una enconada controversia dado que los enemigos de la Iglesia bastante confiadamente sostienen que los favorece en el hecho de que era un “simbolista” total. En opinion de Loofs (Dogmengeschichte,” 4a Ed. Halle, 1906, p. 409), San Agustín nunca le dedica a la “recepción de los verdaderos Cuerpo y Sangre de Cristo” ni un pensamiento, y esta visión Ad. Harnack (Dogmengeschichte, 3ª Ed., Friburgo, 1897, III, 148) la enfatiza cuando declara que San Agustín “indudablemente era uno a este respecto con la llamada pre-Reforma y con Zwinglio.” En contra de esta apresurada conclusión los católicos primero que nada exponen el indiscutible hecho de que Agustín demandó que se debía rendir adoración al Cuerpo Eucarístico (In Ps. 33, enarr., 1, 10) y declaró que en la Última Cena “Cristo se sostuvo y transportó a Sí mismo en Sus propias manos” (In Ps. 98, n. 9). Ellos insisten y con razón, de que no es justo separar las enseñanzas de este gran doctor concernientes a la Eucaristía de su doctrina del Santo Sacrificio, dado que clara e indiscutiblemente asegura que el verdadero Cuerpo y la verdadera Sangre de Cristo son ofrecidos en la Santa Misa. La gran variedad de puntos de vista extremos apenas mencionados requieren que se haga una explicación razonable e imparcial, cuya verificación será extraída de y encontrada en el entendido de que un proceso gradual de desarrollo tuvo lugar en la mente de San Agustín. Nadie negará que ciertas expresiones de Agustín son tan forzosamente realistas como aquéllas de Tertuliano y Cipriano o de sus íntimos amigos literarios, Ambrosio, Optato de Mileve, Hilario y Crisóstomo. Por otro lado, está fuera de duda que, debido a la determinante influencia de Orígenes y de la filosofía platónica, la cual, como es bien sabido, no le daba sino una muy pequeña importancia a la materia visible y al fenómeno sensible del mundo, Agustín no se refería a lo que era propiamente real (res) en el Santísimo Sacramento de la Carne de Cristo (caro), sino que lo transmitió al principio vital (spiritus), i.e. a los efectos producidos por una Comunión válida. Una consecuencia lógica de esto fue que permitió que caro, como el vehículo y antitipo de res, no un mero valor simbólica, sino como un valor (signum) transitorio, intermediario y subordinado, y puso el Cuerpo y la Sangre de Cristo, presentes bajo las especies (figuræ) del pan y del vino en, una decidida oposición a Su Cuerpo natural e histórico. Dado que Agustín era un ardiente defensor de la cooperación personal en la salvación propia y enemigo de la mera actividad mecánica y rutina supersticiosa, omitió insistir hacia una fe viva en la personalidad real de Jesús en la Eucaristía y en lugar de ello llamó la atención a la eficiencia espiritual del Cuerpo y la Sangre de Cristo. Su visión mental estaba fija, no tanto en salvar la caro tanto como salvar el spiritus, el cual solo posee valor. Sin embargo ocurrió un giro de 180° en su vida. El conflicto con el pelagianismo y la diligente supervisión de Crisóstomo lo liberaron de las ataduras del platonismo, y desde entonces confirió a caro un valor separado en independiente de aquél de spiritus, llegando incluso a mantener fuertemente que la Comunión de los niños era absolutamente necesaria para la salvación.

Si, aún más, el lector encuentra en algunos de los otros Padres dificultades, obscuridades y una cierta inexactitud en la expresión, esto puede ser explicado en tres campos generales: debido a la paz y seguridad que hay en su posesión de la verdad de la Iglesia, de lo que resulta un cierto deseo en su terminología; debido a la rigurosidad con la cual la Disciplina del Secreto, expresamente concerniente con la Sagrada Eucaristía, fue mantenida en oriente hasta finales del siglo V, en occidente hasta mediados del VI; debido a la preferencia de muchos Padres por la interpretación alegórica de la Escritura, la cual estuvo especialmente en boga en la Escuela de Alejandría (Clemente de Alejandría, Orígenes, Cirilo), pero la cual encontró una contraparte saludable en el énfasis hecho en la interpretación literal de la Escuela de Antioquia (Teodoro de Mopsuestia, Teodorato). Sin embargo, el sentido alegórico de los alejandrinos no excluía el literal, sino que suponía como base de trabajo, la fraseología de Clemente (Pæd, I, vi), de Orígenes (Contra Celsum VIII, xiii 32; Homm. IX, in Levit., X) y de Cirilo (in Mat. 26, 27; Contra Nestor., IV, 5) concernientes a la Presencia Real.

El argumento de la tradición se suplementa y complementa con el argumento de la prescripción, el cual lleva la constante creencia en el dogma de la Presencia Real de la Edad Media hasta la primitiva Iglesia Apostólica, y así prueba que las herejías anti-eucarísticas no han sido sino novedades caprichosas y rupturas violentas de la verdadera fe que han sucedido desde el principio. Sin tocar aún el intervalo que ha sucedido desde la Reforma, se tiene de la época de la Reforma el importante testimonio de Lutero (Wider etliche Rottengeister, 1532) acerca del hecho de que la Cristiandad entera creía entonces en la Presencia Real. Y esta creencia firme y universal puede ser rastreada ininterrumpidamente hasta Berengario de Tours (m. 1088), de hecho –omitiendo la sola excepción de Scotus Eriugena– hasta Pascacio Radberto (831). En este sentido, podemos decir con orgullo que la Iglesia ha estado en posesión legítima de este dogma por once siglos enteros. Cuando Focio inició el cisma griego en 869, se llevó a su Iglesia el tesoro inalienable de la Eucaristía Católica, un tesoro que los griegos, en las negociaciones para la reunión en Lyon en 1274 y en Florencia en 1439, parecían mantener intacto, y al cual defendieron vigorosamente en el sínodo cismático de Jerusalén en 1672 contra las sórdidas maquinaciones de Cirilo Lucar, el patriarca con mente calvinista de Constantinopla (1629). De esto se concluye que el dogma católico debe ser mucho más antiguo que el cisma de oriente. De hecho, inclusive los nestorianos y los monofisitas, quienes se separaron de Roma en el siglo V, tienen, como es evidente de su literatura y libros litúrgicos, su fe en la Eucaristía tan sólidamente impuesta como los griegos, y esto a pesar de las dificultades dogmáticas las cuales, debido a su negación de la unión hipostática, se interponen en el camino de una correcta y clara noción de la Presencia Real. Por lo tanto, el dogma católico es por lo menos tan antiguo como el nestorianismo (431). Pero ¿no es ésta suficiente antigüedad? Para decidir esta cuestión solo es necesario examinar las liturgias más antiguas de la Misa, cuyos elementos esenciales datan de tiempos de los Apóstoles (q.v. artículos sobre las distintas liturgias), visitar las catacumbas romanas, donde Cristo es mostrado como actualmente en la Cena Eucarística bajo el símbolo de un pez (q.v. Símbolos primitivos de la Eucaristía), descifrar la famosa Inscripción de Abercius del siglo II, la cual, a pesar de haber sido compuesta bajo la influencia de la Disciplina del Secreto, sencillamente atestigua la fe de esa época. Y así el argumento de la prescripción nos traslada al distante y oscuro pasado y ahí al tiempo de los Apóstoles, quienes a su vez recibieron su fe en la Presencia Real de nadie más que de Cristo Mismo.

En este punto es importante mencionar que el Papa Juan Pablo II redactó y entregó el 17 de marzo, Jueves Santo de 2003 la carta encíclica Ecclesia de Eucharistia sobre la Eucaristía en su relación con la Iglesia y en la que resalta que “La Iglesia vive de la Eucaristía. Esta verdad no expresa solamente una experiencia cotidiana de fe, sino que encierra en síntesis el núcleo del misterio de la Iglesia.” (Ecclesia de Eucharistia 1 §1), resaltando con ello la vital importancia de la Eucaristía y de la Presencia Real de Cristo en la misma en la vida de la Iglesia en el milenio que empieza.

II. LA TOTALIDAD DE LA PRESENCIA REAL

Con el fin de desterrar de raíz la inválida noción de que, en la Eucaristía recibimos meramente el Cuerpo y la Sangre de Cristo y no a Cristo en su totalidad, el Concilio de Trento definió la Presencia Real como que se incluye en la Eucaristía el Cuerpo, Alma y Divinidad de Jesucristo. Una conclusión estrictamente lógica se desprende de las palabras de la promesa: “el que coma de mí también vivirá por mí,” esta Totalidad de Presencia fue asimismo una constante propia de la tradición la cual distinguió así que consumir partes separadas del Salvador sería sarcofagia (ingestión de carne) algo completamente degradante para Dios. A pesar de que la separación del Cuerpo, Sangre, Alma y Logos es, absolutamente hablando, dentro del poder todopoderoso de Dios, la inseparabilidad se encuentra firmemente establecida por el dogma de la indisolubilidad de la unión hipostática de la Divinidad y Humanidad de Cristo. En caso de que los Apóstoles hubiesen celebrado la Cena del Señor durante el triduum mortis (el tiempo durante el cual el Cuerpo de Cristo estuvo en la tumba), cuando una separación real existía entre los elementos constitutivos de Cristo, habría estado realmente presente en la Sagrada Hostia el inanimado Cuerpo de Cristo sin sangre tal como estaba en la tumba, y en el Cáliz solo la Sangre separada de Su Cuerpo y absorbida por la tierra al ser derramada, tanto el Cuerpo como la Sangre, sin embargo, hipostáticamente unidos a Su Divinidad, mientras que Su Alma, que se encontraba en el Limbo, habría permanecido enteramente excluida de la presencia Eucarística. Esta hipótesis, irreal, aunque no imposible, ha sido bien estudiada para iluminar la diferencia esencial designada por el Concilio de Trento (Ses. XIII, c. iii), entre los significados de las palabras ex vi verborum y per concomitantiam. Es por virtud de las palabras de la consagración o ex vi verborum, que se hacen presentes el Cuerpo y la Sangre de Cristo lo cual es expresado por las palabras de la Institución. Pero por razón de concomitancia natural (per concomitantiam), se vuelve simultáneamente presente todo lo cual es físicamente inseparable de las partes nombradas y, la cual debe, por conexión natural con ellas, siempre ser su acompañamiento. Ahora bien, el Cristo glorificado, quien “ya no muere” (Rom. 6, 9) tiene un Cuerpo animado a través de cuyas venas corre la Sangre de Su vida bajo la vivificante influencia del alma. Consecuentemente, junto con Su Cuerpo y Sangre y Alma, también Su Humanidad entera, y por virtud de la unión hipostática, Su Divinidad, i.e. Cristo, completo y entero, debe estar presente. He aquí entonces, que Cristo está presente en el sacramento con Su Carne y Sangre, Cuerpo y Alma, Humanidad y Divinidad.

Este principio general y fundamental, el cual es abstraído enteramente de la dualidad de las especies, debe, sin embargo, ser extendido tanto al pan como al vino. Porque no recibimos en la Sagrada Ostia una parte de Cristo y en el Cáliz la otra, como si nuestra recepción de la totalidad dependiese de que consumiéramos de ambas formas; muy al contrario, bajo la apariencia de solo el pan, así como bajo la apariencia de solo el vino, recibimos a Cristo completo y entero (cfr. Concilio de Trento, Ses. XIII, can. III). Ésta, la única concepción razonable, tiene su verificación de la Escritura en el hecho, de que San Pablo (I Cor. 11, 27-29) adjudica la misma culpa “del cuerpo y de la sangre del Señor” al que “come y bebe indignamente”, entendido en un sentido disyuntivo, así como entiende “comiere y bebiere” en un sentido copulativo. El fundamento tradicional para esto se encuentra en el testimonio de la liturgia de los Padres de la Iglesia, de acuerdo a la cual, el Salvador glorificado puede estar presente en nuestros altares solo en Su totalidad e integridad, y no dividido en partes o distorsionado en la forma de una monstruosidad. Por consiguiente, se le rinde adoración por separado a la Sagrada Ostia y al contenido consagrado del Cáliz. En esta última verdad se basa especialmente la permisividad y propiedad intrínseca de la Comunión bajo una sola especia para los laicos y para los sacerdotes que no estén celebrando la Misa (q.v. Comunión Bajo las Dos Especies). Pero particularmente con respecto al dogma, llegamos naturalmente a la verdad de que, al menos después de la división de cualquiera de las Especies en partes, Cristo está presente en cada parte en Su completa y entera presencia. Si la Sagrada Ostia es partida en trozos o si el Cáliz consagrado es bebido en pequeñas cantidades, Cristo, entero está presente en cada partícula y en cada gota. Por la cláusula restrictiva separatione factâ el Concilio de Trento (Ses. XIII, can. III) con justicia elevó esta verdad a la dignidad de dogma. A la ves de la Escritura podemos juzgar improbable que Cristo haya consagrado separadamente cada partícula del pan que había partido, sabemos con certeza, por otro lado, que Él bendijo todo el contenido del Cáliz y luego se lo dio a sus discípulos para ser compartido (Mt. 26, 27ss.; Mc. 14, 23). Es con la base del dogma Tridentino que nosotros podemos entender cómo Cirilo de Jerusalén (Catech. Myst. V, n. 21) solicitaba a los comulgantes que observaran el cuidado más escrupuloso al llevar la Sagrada Ostia a sus bocas, de modo que ni siquiera “un fragmento minúsculo, más precioso que el oro o las joyas,” pudiera caer de sus manos al suelo; cómo Cæsarius de Arles enseñó que hay “tanto en el pequeño fragmento como en el completo;” cómo las diferentes liturgias declaran la integridad del “Cordero indivisible,” a pesar de la “división de la Ostia;” y, finalmente, cómo en la práctica actual los fieles en ocasiones participan de las partículas fragmentadas de la Sagrada Ostia y beben en común de la misma copa.

Mientras que las tres tesis precedentes contienen dogmas de fe, existe una cuarta proposición la cual es meramente una conclusión teológica, a saber que aún antes de la división de las especies, Cristo está presente completa y enteramente en cada particular de la aún entera Ostia y en cada gota de todo el contenido del Cáliz. Puesto que si Cristo no estuviese presente enteramente en cada una de las partículas de las Especies Eucarísticas antes de que se llevara a cabo su división, deberíamos concluir forzosamente que el proceso de la fracción es el que origina la Totalidad de la Presencia, mientras que de acuerdo con la enseñanza de la Iglesia la causa operativa de la Presencia Total y Real se debe únicamente a la Transubstanciación. No cabe duda de que esta última conclusión dirige la atención de la cuestión filosófica y científica a un modo peculiar de existencia del Cuerpo Eucarístico, la cual es contraria a las leyes ordinarias de la experiencia. Es, sin lugar a dudas, uno de los misterios más sublimes, al cual la teología especulativa intenta ofrecer varias soluciones. [ver abajo en (5)].

III. TRANSUBSTANCIACIÓN

Antes de probar dogmáticamente el hecho del cambio substancial que se trata, primero echaremos un vistazo a su historia y naturaleza.

(a) El desarrollo científico del concepto de Transubstanciación difícilmente puede decirse que sea un producto de los griegos, quienes no pasaron de las notas más generales; más bien es la notable contribución de los teólogos latinos, quienes fueron estimulados a desarrollarlo en forma lógica por las tres controversias Eucarísticas mencionadas arriba. El término transubstanciación parece haber sido usado por primera vez por Hildeberto de Tours (ca. 1079). Su ejemplo alentador fue pronto seguido por otros teólogos, como Esteban de Autun (m. 1139), Gaufredo (1188) y Pedro de Blois (m. 1200), mientras que varios concilios ecuménicos también adoptaron esta significativa expresión, como el Cuarto Concilio de Letrán (1215) y el Concilio de Lyon (1274), en la profesión de fe del emperador griego Miguel Palæologus. El Concilio de Trento (Ses. XIII, cap. IV, can. II) no solo aceptó como un legado de la fe la verdad contenida en la idea, sino que con autoridad confirmó la “aptitud del término” para expresar notablemente el concepto doctrinario legítimamente desarrollado. En un análisis lógico más profundo de la Transubstanciación, primero encontramos la primera y fundamental noción de ser una conversión, la cual puede ser definida como la “transición de una cosa a otra bajo algún aspecto.” Como es evidente de inmediato, conversión (conversio) es algo más que un mero cambio (mutatio). Mientras que en los meros cambios uno de los dos extremos debe ser expresado de manera negativa, por ejemplo, en el cambio del día y la noche, la conversión requiere dos extremos positivos, los cuales están relacionados el uno con el otro como cosa a cosa, y deben tener, además, tal conexión íntima entre sí, que el último extremo (terminus ad quem) empieza a ser hasta que el primero (terminus a quo) deja de ser, por ejemplo, en la conversión de agua en vino en Caná. Usualmente se requiere de un tercer elemento, conocido como el commune tertium, el cual, aún antes de la conversión que ha tomado lugar, ya sea física o por lo menos lógicamente une un extremo al otro, porque en cada conversión verdadera la siguiente condición debe ser satisfecha: “Lo que anteriormente era A, es ahora B.” Una cuestión muy importante sugiere que la definición debería ir más allá de postular la no-existencia previa del ultimo extremo, puesto que parece extraño que un terminus a quo A existente, deba ser convertido en un existente terminus ad quem B. Si el hecho de la conversión no es ser un mero proceso de sustitución, como en un acto de prestidigitación, el terminus ad quem debe sin lugar a dudas de alguna manera ser de nueva existencia, así como el terminus a quo debe, de algún modo, dejar de existir. Pero como la desaparición del primero no se atribuye a aniquilación propiamente dicha, no hay necesidad de postular una creación, estrictamente hablando, para explicar que el último empiece a existir. La idea de conversión se realiza ampliamente si la siguiente condición se cumple, a saber, que una cosa que existe en sustancia, adquiera una completamente nueva y previamente inexistente forma de ser. Así pues en la resurrección de los muertos, el polvo de los cuerpos humanos será verdaderamente convertido en los cuerpos de los resucitados por sus ya existentes almas, así como en la muerte fueron realmente convertidos en cadáveres por la partida de sus almas. Esto en lo que concierne a la noción general de conversión. La Transubstanciación, sin embargo, no es una conversión simple, sino una conversión sustancial, en la que una cosa es substancialmente o esencialmente convertida en otra. He aquí pues, que el concepto de Transubstanciación queda excluido de cualquier tipo de conversión meramente accidental, ya sea puramente natural (e.g. la metamorfosis de los insectos) o sobrenatural (e.g. la Transfiguración de Cristo en el Monte Tabor). Finalmente, la Transubstanciación difiere de cualquier otra conversión sustancial en esto, que solo la sustancia es convertida en otra –los accidentes permanecen iguales– así como sería el caso de que la madera milagrosamente se convirtiera en hierro, con la sustancia del hierro permaneciendo escondida bajo la apariencia externa de la madera.

La aplicación de lo anterior a la Eucaristía es asunto fácil. Primero que nada, la noción de conversión se verifica en la Eucaristía, no solo en general, sino en todos sus detalles esenciales, porque tenemos los dos extremos de la conversión, a saber, pan y vino como terminus a quo y el Cuerpo y la Sangre de Cristo como terminus ad quem. Aún más, la conexión íntima entre el cese de un extremo y la aparición del otro parece ser preservada por el hecho de que ambos eventos son los resultados, no de dos procesos independientes, como sería aniquilación y creación, sino de un solo acto, dado que, de acuerdo con el propósito del Todopoderoso, la sustancia del pan y el vino parten para dejar el espacio para el Cuerpo y la Sangre de Cristo. Finalmente, tenemos el commune tertium en las apariencias in cambiadas del pan y el vino, bajo las cuales el preexistente Cristo asume una nueva, sacramental, forma de ser y sin la cual Su Cuerpo y Sangre no podrían ser tomados por los hombres y mujeres. Que la consecuencia de la Transubstanciación, como conversión de la sustancia total, es la transición de la entera sustancia del pan y el vino en el Cuerpo y la Sangre de Cristo, es la doctrina expresa de la Iglesia (Concilio de Trento, Ses. XIII, can. II). Así pues fueron condenadas como contrarias a la fe la visión anticuada de Durandus, que dice que solo la forma sustancial del pan es cambiada, mientras que la materia prima permanece; y, especialmente, la doctrina de Consubstanciación de Lutero, i.e. la coexistencia de la sustancia del pan con el verdadero Cuerpo de Cristo. Así también la doctrina de la Impanación defendida por Osiander y ciertos berengarianos, y de acuerdo a la cual se supone que se realiza una unión hipostática entre la sustancia del pan y la del Dios-hombre ha sido rechazada. Así que la doctrina católica de la Transubstanciación establece un muro protector alrededor del dogma de la Presencia Real y constituye en sí misma un distinto artículo doctrinal, el cual no queda englobado en el de la Presencia Real, a pesar de que la doctrina de la Presencia Real está necesariamente contenida en la de la Transubstanciación. Fue por esta razón que Pío VI, en su Bula dogmática “Auctorem fidei” (1794) en contra del pseudo sínodo de Pistoia (1786), protestó vigorosamente en contra de suprimir esta “cuestión escolástica,” como el sínodo había aconsejado hacer.

(b) En la mentalidad de la Iglesia, la Transubstanciación ha estado tan íntimamente ligada a la Presencia Real, que ambos dogmas han pasado juntos de generación en generación, aunque no podemos ignorar por completo un desarrollo histórico-dogmático. La conversión total de la sustancia del pan se expresa claramente en las palabras de la Institución: “Esto es mi cuerpo.” Estas palabras forman una proposición no teórica, sino práctica, cuya esencia consiste en que la identidad objetiva entre sujeto y predicado es efectiva y verificada solo después de que todas las palabras han sido pronunciadas, no muy diferente del nombramiento de un comandante a su subalterno: “Te nombro mayor,” o, “Te nombro capitán,” lo cual inmediatamente ocasiona la promoción del oficial a un rango superior. Cuando, entonces, Aquél Quien es Todo Verdad y Todo Poder dijo al pan: “Esto es mi cuerpo,” el pan se convirtió, por la acción de estas palabras en el Cuerpo de Cristo; consecuentemente, al completar el enunciado, la sustancia del pan ya no estuvo presente, sino el Cuerpo de Cristo bajo la apariencia de pan. Por lo tanto el pan debe haberse convertido en el Cuerpo de Cristo, i.e. el primero debe haberse convertido en el segundo. Las palabras de la Institución fueron a la vez palabras de Transubstanciación. Indudablemente la forma real en la cual la ausencia del pan y la presencia del Cuerpo de Cristo se efectúa, no se lee en las palabras de la Institución pero se deduce estricta y exegéticamente de ellas. Los calvinistas, por lo tanto, están perfectamente bien cuando rechazan la doctrina luterana de la consubstanciación como una ficción, sin base en las Escrituras. Puesto que si Cristo hubiese querido la coexistencia de Su Cuerpo con la sustancia del pan, hubiese expresado una simple identidad entre hoc y corpus por medio de la conjunción est, y hubiese resultado una expresión más o menos como: “Este pan contiene mi cuerpo,” o, “En este pan está mi cuerpo.” Por otro lado, la sinécdoque es clara en el caso del Cáliz: “Esto es mi sangre”, i.e. el contenido del cáliz es mi sangre, y por lo tanto ya no es vino.

Con respecto a la tradición, los primeros testigos como Tertuliano y Cipriano, difícilmente pudieron haber dado cualquier consideración particular a la relación genética de los elementos naturales del pan y el vino con el Cuerpo y la Sangre de Cristo, o de la manera en la cual los primeros fueron convertidos en los segundos; puesto que incluso Agustín no tuvo una concepción clara de la Transubstanciación, mientras estuvo atado por los lazos del platonismo. Por otra parte, se tiene completa claridad sobre el asunto en escritores tan antiguos como Cirilo de Jerusalén, Teodorato de Cyrrhus, Gregorio de Niza, Juan Crisóstomo y Cirilo de Alejandría en oriente y en Ambrosio y los escritores latinos posteriores en occidente. Eventualmente el occidente se convirtió en el hogar clásico de la perfección científica en la difícil doctrina de la Transubstanciación. Las afirmaciones del erudito trabajo del anglicano Dr. Pussey (La Doctrina de la Presencia Real como está contenida en los Padres, Oxford, 1855) quien niega la claridad del argumento patrístico de la Transubstanciación, han sido refutadas y contestadas ampliamente por el Cardenal Franzelin (De Euchar., Roma, 1887, xiv). El argumento de la tradición es avasalladoramente confirmado por las liturgias antiguas, cuyas hermosas oraciones expresan la idea de la conversión en la manera más clara. Muchos ejemplos pueden ser encontrados en Renaudot, “Liturgia orient.” (2ª Ed., 1847); Assemani, “Codex liturg.” (13 vols., Roma 1749-66); Denzinger, “Ritus Orientalium” (2 vols., Würzburg, 1864), Concerniente a la Teoria de Aducción de los Escotistas y la Teoría de Producción de los tomistas”, Pohle, “Dogmatik” (3ª Ed., Paderborn, 1908).

IV. LA PERMANENCIA Y ADORABILIDAD DE LA EUCARISTÍA

Dado que Lutero arbitrariamente restringió la Presencia Real al momento de la recepción, el Concilio de Trento (Ses. XIII, can. IV) por un canon especial enfatizó el hecho de que después de la Consagración Cristo está realmente presente y, consecuentemente , no se presenta hasta el acto de comer o beber. Por el contrario, Él continua Su Presencia Eucarística en las Ostias consagradas y partículas sagradas que permanecen en el altar o el copón después de la recepción de la Sagrada Comunión. En el depósito de la fe la Presencia y Permanencia de la Presencia están tan unidas, que en la mente de la Iglesia ambas continúan como un todo indivisible. Y con razón; puesto que Cristo prometió Su Cuerpo y Sangre como comida y bebida, i.e. como algo permanente (cfr. Jn. 6, 50ss.), así, cuando Él dijo: “Tomen y coman, esto es mi cuerpo,” los apóstoles recibieron de la mano del Señor Su Sagrado Cuerpo, el cual ya estaba objetivamente presente. Esta no-dependencia de la Presencia Real de la recepción real es manifiesta claramente en el caso del Cáliz, cuando Cristo dijo: “Beban todos de él. Pues esto es mi sangre.” Aquí el acto de beber evidentemente no es la causa ni la condición sine qua non para la presencia de la Sangre de Cristo.

Por mucho que le disgustara, incluso Calvino tuvo que reconocer la evidente fuerza del argumento de la tradición (Instit. IV, xvii, sect. 739). No solo defendieron los Padres y entre ellos Crisóstomo con especial vigor, defendieron la permanencia de la Presencia Real, sino que la constante práctica de la Iglesia también estableció la verdad. En los primeros días de la Iglesia los fieles frecuentemente llevaban la Santísima Eucaristía con ellos a sus casas (Cfr. Tertuliano, “Ad uxor.” II, v; Cipriano, “De lapsis”, XXIV) o en largos viajes (Ambrosio, De excessu fratris, I, 43, 46), mientras que los diáconos acostumbraban llevar el Santísimo Sacramento a aquéllos que no asistieran a los oficios divinos (Cfr. Justino, Apol, I, 67), así como a los mártires, los encarcelados y los enfermos (Cfr. Eusebio, Hist. Eccl., VI, xliv). Los diáconos también estaban obligados a transferir las partículas remanentes a recipientes especialmente preparados llamados Pastophoria (Cfr. Constituciones Apostólicas, VIII, xiii). Aún más, ya se acostumbraba en el S. IV celebrar la Misa de los Presantificados (Cfr. Sínodo de Laodicea, can. XLIX), en la cual se recibían las Sagradas Ostias que habían sido consagradas con uno o más días de anticipación. En la Iglesia Latina esta ceremonia ha pasado a ser la Liturgia del Viernes Santo, mientras, que desde el Sínodo Trullano (692), los griegos la celebran durante toda la Cuaresma, excepto los sábados, domingos y en la fiesta de la Anunciación (25 de marzo). Una razón más profunda para la permanencia de la Presencia se encuentra en el hecho de que transcurre algún tiempo entre la Consagración y la Comunión, mientras que en los demás sacramentos tanto la confección como la recepción tienen lugar en el mismo instante. El Bautismo, por ejemplo, dura solo mientras dura la acción bautismal o ablución con agua y es, por lo tanto, un sacramento transitorio. La permanencia de la Presencia, sin embargo, se limita a un intervalo de tiempo cuyo principio es determinado por el instante de la Consagración y el final por la corrupción de las Especies Eucarísticas. Si la Ostia se volviese mohosa o el contenido del Cáliz amargo, Cristo descontinúa su presencia allí

La adorabilidad de la Eucaristía es la consecuencia práctica de su permanencia. De acuerdo con un conocido principio de Cristología, el mismo culto de latría (cultus latriæ) que se le debe al Dios Trino se le debe al Verbo Divino, Cristo el Dios-hombre y, de hecho, debido a la unión hipostática, a la humanidad de Cristo y a sus partes constitutivas individuales, como, e.g., Su Sagrado Corazón. Ahora bien, identicamente, el mismo Señor Jesucristo está verdaderamente presente en la Eucaristía como está presente en el cielo; consecuentemente Él debe ser adorado en el Santísimo Sacramento (cf. Council of Trent, Sess. XIII, can. VI).

En ausencia de prueba espiritual, la Iglesia encuentra una garantía para, de manera adecuada, rendir adoración divina al Santísimo Sacramento en la más antigua y constante tradición, a pesar, por supuesto que debe hacerse una distinción entre el principio dogmático y la disciplina concerniente a la forma externa de adoración. Mientras que incluso en oriente se reconoce el principio inmanente desde los tiempos antiguos, y de hecho, todavía en el Sínodo Cismático de Jerusalén en 1672, el oriente ha demostrado una incansable actividad estableciendo e investigando con más y más solemnidad, homenaje y devoción a la Eucaristía. En la Iglesia primitiva, la adoración del Santísimo Sacramento estaba restringida principalmente a la Misa y la Comunión. Aún en su época Cirilo de Jerusalén insistió con la misma fuerza que Ambrosio y Agustín sobre una actitud de adoración y homenaje durante la Santa Comunión. En occidente la forma fue abierta a una veneración más exaltada del Santísimo Sacramento cuando los fieles fueron aceptados a comulgar incluso fuera del servicio litúrgico. Después de la controversia con los berengarianos, el Santísimo Sacramento fue elevado durante los siglos XI y XII con el propósito expreso de reparar, mediante su adoración las blasfemias de los herejes y, fortalecer la debilitada fe de los católicos. En el siglo XIII se introdujo, para mayor glorificación del Santísimo las “procesiones teofóricas” (circumgestatio) y también la fiesta de Corpus Christi, instituida en el pontificado de Urbano IV a solicitud de Santa Juliana de Liège. En honor a la fiesta, se compusieron sublimes himnos como el “Pange Lingua” de Sto. Tomás de Aquino. En el siglo XIV creció la práctica de la Exposición del Santísimo Sacramento del Altar. La costumbre de la procesión anual de Corpus Christi fue firmemente defendida y recomendada por el Concilio de Trento (Ses. XIII, cap. v). Un nuevo ímpetu inundó a la gente para la adoración de la Eucaristía mediante las visitas al Santísimo Sacramento, introducidas por San Alfonso Ligorio; en los últimos tiempos numerosas órdenes y congregaciones se han dedicado a la Adoración Perpetua y existen miles de congregaciones laicas de la Adoración Nocturna para velar en adoración al Santísimo; la celebración de Congresos Eucarísticos Internacionales (de los cuales el número 48 y primero del nuevo milenio será celebrado en la ciudad de Guadalajara, en México con la presencia de S.S. Juan Pablo II del 10 al 17 de octubre de 2004 con el tema “La Eucaristía, luz y vida del nuevo milenio”) y Congresos Eucarísticos Nacionales han contribuido a mantener viva la fe en Aquél Quien dijo: “y he aquí yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo” (Mt. 28, 20).

V. DISCUSIÓN ESPECULATIVA DE LA PRESENCIA REAL

El objetivo principal de la teología especulativa con respecto a la Eucaristía, debe ser discutido filosóficamente, y buscar una solución lógica de tres aparentes contradicciones, a saber:

(a) la existencia continua de las Especies Eucarísticas, o las apariencias exteriores del pan y el vino, sin su sujeto natural;

(b) el espacialmente incircunscrito modo espiritual del Cuerpo Eucarístico de Cristo;

(c) la simultánea existencia de Cristo en el cielo y en muchos lugares de la tierra.

(a) El estudio del primer problema, ya sea que los accidentes del pan y el vino continúen su existencia sin su sustancia propia, debe basarse en la claramente establecida verdad de la Transubstanciación, en consecuencia de la cual, las sustancias completas del pan y el vino se convierten respectivamente en el Cuerpo y la Sangre de Cristo de un modo tal que “solo permanecen en apariencia el pan y el vino” (Conc. de Trento, Ses. XIII, can. ii:manentibus dumtaxat speciebus panis et vini). Acordemente, la continuación de las apariencias sin la sustancia del pan y el vino como su sustrato natural es justo el reverso de la Transubstanciación. Lo más que se puede decir es, que del Cuerpo Eucarístico procede un poder sustantivo milagroso, el cual soporta las apariencias debidas a sus sustancias naturales y las preserva del colapso. La posición de la Iglesia a este respecto quedó adecuadamente determinada por el Concilio de Constanza (1414-1418). En su octava sesión, aprobada por Martín V en 1418, este sínodo condenó los siguientes artículos de Wyclif:

§ “La sustancia material del pan, así como la sustancia material del vino permanecen en el Sacramento del Altar;”

§ Los accidentes del pan no permanecen sin un sujeto.

El primero de estos artículos contiene una negación abierta a la Transubstanciación. El segundo, por lo que respecta al texto, debe ser considerado como un mero cambio de palabras del primer, mientras que en lo que respecta a la historia del concilio, se sabe que Wyclif se había opuesto directamente a la doctrina escolástica de “accidentes sin un sujeto” como absurda y aún herética (cfr. De Augustinis, De Re Sacramentariâ, Roma, 1889, II, 573ss). Por lo tanto he aquí la razón del concilio de condenar el Segundo artículo, no meramente como una conclusión del primero, sino como una proposición distinta. Tal era, por lo menos, la opinión de los teólogos de la época con respecto al tema; y el Catecismo Romano, refiriéndose al antes mencionado canon del Concilio de Trento, llanamente explica: “Los accidentes del pan y el vino no conservan su sustancia, sino continúan existiendo por sí mismos.” Siendo éste el caso, algunos teólogos de los siglos XVII y XVIII, que se inclinaban al cartesianismo, como E. Maignan, Drouin y Vitase, demostraron muy poca penetración teológica cuando aseguraron que las apariencias eucarísticas eran meras ilusiones ópticas, fantasmagoría y accidentes aparentes, adjudicando a la omnipotencia Divina una influencia inmediata sobre los cinco sentidos. Esta continuidad física y no meramente óptica de los accidentes Eucarísticos fue insistentemente repetida por los Padres, y con tan excesivo rigor que la noción de Transubstanciación parecía estar en peligro. Especialmente contra los monofisitas, quienes basaron la conversión Eucarística en un argumento paralelo a favor de la supuesta conversión de la Humanidad de Cristo en Su Divinidad.


(b) El segundo problema tiene que ver con la Totalidad de la Presencia, lo cual significa que Cristo completo está presente en toda la Hostia y en cada partícula por minúscula que sea, como el alma espiritual está presente en el cuerpo humano. LA dificultad llega al clímax cuando consideramos que no hay duda aquí del Alma o la Divinidad de Cristo, pero de Su Cuerpo, el cual, con su cabeza, tronco y extremidades ha adoptado un modo de existencia espiritual e independencia de espacio. El que la idea de la conversión de materia corporal en espíritu no puede ser entendida, es claro desde la sustancia material del mismo Cuerpo Eucarístico. Incluso la antes mencionada separabilidad de cantidad de sustancia no nos da idea de la solución, puesto que, de acuerdo con las opiniones mejor fundamentadas, no solo la sustancia del Cuerpo de Cristo, sino que su propio acomodo, su cantidad corpórea, i.e., su tamaño completo, con su organización completa y miembros integrales está presente dentro de los diminutos límites de la Hostia y asimismo en cada partícula. Los teólogos posteriores, como Rossigno y Legrand, solucionaron lo inexplicable, diciendo que Cristo está presente en forma y estatura disminuidas, una suerte de cuerpo miniatura; mientras que otros como Oswald, Fernández y Casajoana que dicen que eso no tiene sentido. Los cartesianos, principalmente el propio Descartes expresó en una carta al P. Mesland, que la identidad de Cristo Eucaristía con Su Cuerpo Celestial, era preservada por la identidad de Su Alma, la cual animaba los Cuerpos Eucarísticos.


El tratado más simple al respecto fue el ofrecido por los escolares, especialmente Sto. Tomás (III: 76, 4), quien redujo el modo de ser al modo de convertirse, i.e., llevaron de regreso el modo de la peculiar existencia del Cuerpo Eucarístico a la Transubstanciación. Dado que ex vi verborum el resultado inmediato es la presencia del Cuerpo de Cristo, su cantidad, presente meramente por concomitancia, debe seguir el peculiar modo de existencia de sus sustancia, y, como el ultimo, debe existir sin división ni extensión, i.e. enteramente en toda la Hostia y enteramente en cada partícula. En otras palabras, el Cuerpo de Cristo está presente en el sacramento, no bajo la forma de “cantidad”, sino de “sustancia”. El escolasticismo posterior (Belarmino, Suárez, Billuart) trató de mejorar por esta explicación otras líneas al distinguir entre cantidad externa e interna. Por cantidad interna, se entiende que la entidad, por virtud de la cual una sustancia corporal meramente posee “extensión apta”, i.e. la capacidad de extenderse en un espacio tridimensional. La cantidad externa, por otro lado, es la misma entidad, pero en cuanto sigue su tendencia natural a ocupar espacio y realmente se extiende en las tres dimensiones. A todas luces, por más plausible que sea la razón para explicar el asunto, se enfrenta, sin embargo, a un gran misterio.


(c)El tercer y último asunto tiene que ver con la multilocación de Cristo en el cielo y sobre miles de altares por todo el mundo. Dado que en el orden natural de las cosas, cada cuerpo está restringido a una posición en el espacio (unilocación), con base en lo cual la prueba legal de una coartada inmediatamente libera a una persona de las sospechas de un crimen, la multilocación sin ninguna duda pertenece al orden sobrenatural. Primero que nada, no se puede mostrar repugnancia intrínseca al concepto de multilocación. La multilocación no multiplica el objeto individual, sino solo su relación externa en relación con y su presencia en el espacio. La filosofía distingue dos modos de presencia en las criaturas:

§ La circunscriptiva y,

§ La definitiva.

La primera, el único modo de presencia propio de los cuerpos, es por virtud de la cual un objeto está confinado a determinada porción del espacio en el entendido de que sus varias partes (átomos, moléculas, electrones) también ocupan sus correspondientes posiciones en el espacio. El Segundo modo de presencia, que propiamente corresponde a un ser espiritual, requiere que la sustancia de una cosa exista enteramente en todo el espacio, así como todas y cada una de las partes en ese espacio. Éste ultimo es el modo de la presencia del alma en el cuerpo humano. La distinción hecha entre estos dos modos de presencia es importante, puesto que en la Eucaristía ambos modos están combinados. Dado que, en primer lugar, se verifica una multilocación definitiva continua, también llamada replicación, la cual consiste en que el Cuerpo de Cristo está totalmente presente en cada parte de la continua y aún entera Hostia y también totalmente presente a través de toda la Hostia, justo como el alma humana está presente en el cuerpo. Y precisamente esta última analogía de la naturaleza nos permite adentrarnos en la posibilidad del misterio Eucarístico. Puesto que si, como se ha visto arriba, la omnipotencia Divina puede de manera sobrenatural impartir a un cuerpo un modo espiritual, sin extensión, espacialmente incircunscrito de presencia, lo cual es natural alma con lo que respecta al cuerpo humano, uno puede aceptar la posibilidad del Cuerpo Eucarístico de Cristo presente entero en toda la Hostia y completo y entero en cada minúscula partícula.


Existe, aún más, la multilocación discontinua, por la cual Cristo está presente no solo en una Hostia, sino en incontables Hostias, ya sea en los tabernáculos o en los altares por todo el mundo. La posibilidad intrínseca de la multilocación discontinua parece basarse en la no-repugnancia de la multilocación continua. Siendo la principal dificultad de la última parece ser que el mismo Cristo esté presente en dos partes diferentes A y B, de la Hostia continua, siendo inmaterial ya sea que consideremos las partes A y B unidas por la línea continua AB o no. La maravilla no se incrementa naturalmente si, por razón de la fracción de la Hostia, las dos partes A y B están ahora completamente separadas la una de la otra. Sea o no que los fragmentos de la Hostia disten entre sí una pulgada o miles de millas es completamente inmaterial esta consideración; no debe sorprendernos entonces que los católicos adoren al Señor en la Eucaristía a un tiempo en México, Roma o Jerusalén.

J. Pohle
Transcrito por Charles Sweeney, SJ
Traducido por Antonio Hernández Baca

The Catholic Encyclopedia, Volume I
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Nihil Obstat, March 1, 1907. Remy Lafort, S.T.D., Censor Imprimatur +John Cardinal Farley, Archbishop of New York