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lunes, 16 de abril de 2018

Llamados a la santidad

Por: RALPH MARTIN

      
     Jesús resumió su doctrina en una sorprendente y nada ambigua llamada a sus seguidores: "Vosotros, pues, sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto" (Mt 5,48).

Perfectos en pureza, perfectos en compasión y amor, perfectos en obediencia, perfectos en amoldarse a la voluntad del Padre, perfectos en santidad. Cuando oímos estas palabras podemos, y es comprensible, ser tentados al desánimo, pensando que la perfección es imposible para nosotros. Y verdaderamente lo es abandonado a nuestros propios recursos, lo mismo que es imposible para los ricos entrar en el cielo, o para un hombre y una mujer ser mutuamente fieles toda su vida de matrimonio. Pero para Dios todas las cosas son posibles, incluso nuestra transformación.

Juan Pablo II —y puede que él mismo esté algún día entre los reconocidos como doctores—, en su profética interpretación de los acontecimientos de la segunda mitad del siglo XX y principios del XXI, Novo Milenio Ineuente, señala que el Espíritu Santo está trayendo de nuevo al primer plano de la conciencia de la Iglesia la convicción de que estas palabras de Jesús van dirigidas realmente a cada uno de nosotros. Nos dice que el Jubileo del año 2000 era simplemente la última fase de un período de preparación y renovación que había estado ocurriendo durante cuarenta años a fin de equipar a la Iglesia para los desafíos del nuevo milenio.

El papa Juan Pablo II habla de tres redescubrimientos hacia los cuales ha llevado el Espíritu Santo a la Iglesia, empezando por el Concilio Vaticano II, que concluyó en 1965. Uno de estos redescubrimientos es el de la "llamada universal a la santidad". [2]

Todos los cristianos, de cualquier clase o condición, están llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección del amor (NMI 30). [3]
Juan Pablo vuelve a subrayar que está llamada a la plenitud de santidad es una parte esencial de ser cristiano:

Preguntar a un catecúmeno: "¿Quieres recibir el Bautismo?", significa al mismo tiempo preguntarle: "¿Quieres ser santo?" Significa ponerle en el camino del Sermón de la Montaña: "Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto" (Mt 5,48) [...] Es el momento de proponer de nuevo a todos con convicción este "alto grado" de la vida cristiana. La vida entera de la comunidad cristiana y de las familias cristianas debe ir en esta dirección (NMI 30, 31)
Antes de ir mucho más allá en nuestro examen del camino espiritual, dirijamos una mirada inicial a lo que realmente significa "santidad". En la Carta a los Efesios leemos: "nos eligió en él antes de la fundación del mundo, para que fuéramos santos e inmaculados ante él" (Ef 1,4). Ser santo no es principalmente cuestión de cuántos rosarios rezamos o en cuántas actividades cristianas estamos ocupados; es cuestión de que nuestros corazones sean transformados en un corazón de amor. Es cuestión de cumplir los grandes mandamientos que resumen toda la ley y los profetas: amar a Dios y a nuestro prójimo de todo corazón. O como dice Teresa de Jesús, la santidad es cuestión de llevar nuestra voluntad a la unión con la de Dios.

Teresa de Lisieux lo expresa de manera muy similar: "La perfección consiste en hacer su voluntad, en ser lo que Él quiere que seamos [...] el amor de Nuestro Señor se revela lo mismo en el alma más sencilla, que no opone resistencia alguna a su gracia, que en el alma más sublime". [4] Como dijo hacia el final de su vida: "No es mayor en mí el deseo de morir que el de vivir [...] Me gusta lo que él quiera". [5]

Juan Pablo II hace más adelante una llamada a las parroquias del tercer milenio a ser escuelas de oración y lugares donde se dé un "entrenamiento en santidad":

Nuestras comunidades cristianas deben llegar a ser auténticas “escuelas de oración", donde el encuentro con Cristo no se exprese solamente en petición de ayuda, sino también en acción de gracias, alabanza, adoración, contemplación, escucha, y viveza de afecto hasta el "arrebato del corazón" [...] se equivoca quien piense que el común de los cristianos se puede conformar con una oración superficial, incapaz de llenar su vida (NMI 33, 34).
Juan Pablo da varias razones por las que este cambio a la santidad de vida y a profundidad en la oración son importantes. Aparte del hecho de que es simplemente parte del mensaje del Evangelio, él señala que la cultura protectora de la "cristiandad" ha desaparecido virtualmente y que hoy la vida cristiana tiene que vivirse profundamente o puede no ser posible en absoluto vivirla. También hace notar que en medio de este proceso de secularización a nivel mundial, hay todavía hambre de sentido, de espiritualidad, a la que a veces se responde volviéndose hacia las religiones no cristianas. Es particularmente importante para los creyentes cristianos poder responder a esta hambre y "mostrar hasta qué profundidades puede conducir la relación con Cristo" (NMI 33, 40).

Reconociendo lo desafiante que es esta llamada, Juan Pablo deja claro que será difícil responder adecuadamente sin valernos de la sabiduría de la tradición mística de la Iglesia, ese conjunto de escritos y testimonios de vida centrado en el proceso de la oración y en las etapas de crecimiento en la vida espiritual. Nos dice por qué la tradición mística es importante y lo que podemos esperar que nos proporcione:

La gran tradición mística [...] Muestra cómo la oración puede avanzar, como verdadero y propio diálogo de amor, hasta hacer que la persona humana sea poseída totalmente por el divino Amado, sensible al impulso del Espíritu y abandonada filialmente en el corazón del Padre (NMI 33).

Hay únicamente dos destinos últimos, y si queremos entrar en el cielo debemos prepararnos para ver a Dios. Porque la santidad no es una "opción".

  
       Son verdaderamente extraordinarias estas palabras que utiliza aquí Juan Pablo, palabras a las que necesitaremos volver a lo largo de este libro. ¿Cómo es posible esta profundidad de unión con la Trinidad? Porque es ciertamente la respuesta a esta pregunta que nos da la tradición y que este libro intentará comunicar con claridad. Juan Pablo deja claro que esta profundidad de unión no es sólo para unas cuantas personas poco corrientes ("místicos"), sino que es la llamada que todo cristiano recibe de Cristo mismo: "Ésta es la experiencia vivida de la promesa de Cristo: "El que me ama será amado de mi Padre y yo le amaré y me manifestaré en él (Jn 14,21)"" (NMI 33).
A continuación Juan Pablo resume parte de la principal sabiduría que nos enseña la tradición mística acerca del camino espiritual, sabiduría a la que prestaremos mucha atención a lo largo de este libro:
Se trata de un camino sostenido enteramente por la gracia, el cual, sin embargo, requiere un intenso compromiso espiritual que encuentra también dolorosas purificaciones (la "noche oscura"), pero que llega, de tantas formas posibles, al indecible gozo vivido por los místicos como "unión esponsal". ¿Cómo no recordar aquí, entre otros tantos testimonios espléndidos, la doctrina de san Juan de la Cruz y de Santa Teresa de Jesús? (NMI 33).
Los cuatro principios que define Juan Pablo son básicos para una apropiada comprensión del camino espiritual.
1.  La unión con Dios en esta profundidad es totalmente inalcanzable con nuestros propios esfuerzos; es un don que sólo Dios puede dar, pues dependemos totalmente de su gracia para progresar en el camino espiritual. Y, sin embargo, sabemos también que Dios anhela dar esta gracias y llevarnos a la unión profunda.
Sin Él nada podemos hacer, pero con Él todo es posible (cf. Mt 19,26, Mc 10,27, Lc 18,27, Flp 4,13). Sin Dios es imposible completar el camino con éxito, pero, en cierto sentido, con Él estamos ya allí. Él es verdaderamente el Camino y el destino a la vez; y nuestras vidas ahora mismo están, ocultas con Cristo, en Dios (Col 3,3).
2.  Al mismo tiempo nuestro esfuerzo es indispensable. Nuestro esfuerzo no es suficiente para llevar a cabo esa unión, pero es necesario. Los santos hablan de disponernos para la unión. Los esfuerzos que hagamos nos ayudarán a disponernos para recibir los dones de Dios. Si realmente valoramos algo, debemos estar dispuestos a enfocar nuestra atención en las cosas que nos ayuden a alcanzar la meta. Y aun así, sin la gracia de Dios no podemos siquiera saber lo que es posible, ni desearlo, ni tener la fuerza para hacer esfuerzo alguno en ese sentido. Es la gracia de Dios lo que nos permite vivir el necesario "compromiso espiritual intenso".
"Buscaréis al Señor vuestro Dios y le encontraréis si le buscáis con vuestro corazón y con toda vuestra alma" (Dt 4,29).
3.  Como nos dice el Evangelio, es importante considerar lo que se requiere antes de emprender una tarea (antes de empezar a construir una torre o de entablar una batalla en una guerra) si queremos completarla con éxito. Mucho ha de cambiar en nosotros para hacernos capaces de una unión profunda con Dios. Las heridas del pecado original y de nuestros pecados personales son profundas y necesitan ser sanadas y transformadas a través de un proceso que tiene sus momentos necesariamente dolorosos. Al dolor de la purificación lo llama San Juan de la Cruz la "noche oscura". Es importante que no nos sorprendan los momentos dolorosos de nuestra transformación y que sepamos que son una parte necesaria y bendecida de todo el proceso.
"Hemos de pasar por muchas tribulaciones para entrar en el reino de Dios" (Hch 14,22).
4. Y, finalmente, sepamos que todos los esfuerzos y dolores ¡valen la pena! ¡Infinitamentela valen! Restrospectivamente, el dolor del camino nos parecerá que ha sido leve comparado con el peso de la gloria para la que nos estábamos preparando (ver 2 Co 4,16-18).
La unión profunda (la "unión esponsal" o "matrimonio espiritual") es posible incluso en esta vida. Teresa de Jesús nos dice que no hay razón para que alguien que ha alcanzado una estabilidad básica viviendo una vida católica (tercera "mansión" en su sistema de clasificación) no pueda proseguir hasta llegar al "matrimonio espiritual" en esta vida (séptima mansión). [6]
Todos estos principios los exploraremos en profundidad en los próximos capítulos. Ahora necesitamos reconocer la trascendencia de este "redescubrimiento" de la llamada universal a la santidad y determinar nuestra propia respuesta a esa llamada.
Todos probablemente sabemos de algún modo que estamos llamados a la santidad, pero tal vez nos resistamos a responder. Sintiendo el desafío de la llamada, pero viendo los obstáculos, es fácil tener razones para retrasarla o hacer concesiones y evitar una respuesta entusiasta e inmediata.

      Las heridas del pecado original y de nuestros pecados personales son profundas y necesitan ser sanadas y transformadas a través de un proceso que tiene sus momentos necesariamente dolorosos.
   No es infrecuente, por ejemplo, pasar la responsabilidad a otros a quienes consideramos con mejores condiciones para responder con entusiasmo. Los que somos laicos católicos miramos a menudo nuestras vidas tan ocupadas y nuestros corazones indolentes y suponemos que los sacerdotes y las monjas están en mejores condiciones para responder a la llamada. Después de todo, podemos pensar para nuestros adentros, ¡para eso les pagamos! Podemos pensar que cuando nuestros niños se hagan mayores, o cuando nos jubilemos, o después de que haya pasado una crisis en el negocio, o cuando nos casemos, o..., que entonces estaremos en mejores condiciones para responder.
Desgraciadamente, ser sacerdote o monja tampoco elimina esa tentación a pasar la responsabilidad a otros. Al reducirse el número de sacerdotes es comprensiblemente fácil que los curas y las monjas se sientan agobiados por sus responsabilidades; y llevan un ritmo de vida tan ocupado que ellos mismos pueden suponer que son las órdenes de clausura las que están en mejor posición para responder con entusiasmo a la llamada a la santidad.
Pero incluso en las órdenes de clausura pueden encontrarse razones para cargarles la responsabilidad a otros. Y, además, teniendo que atender a los huéspedes, supervisar obras de renovación, asistir a asambleas monásticas o hacer queso, pan o mermeladas, es posible suponer que quien realmente puede responder a la llamada con entusiasmo es el ermitaño.
Claro que aun el ser ermitaño no garantiza tal respuesta. Después de todo, los ermitaños necesitan trazarse una regla de vida, tener encuentros con los superiores para revisarla, asegurarse de que su seguro médico los cubre apropiadamente, enfrentarse con distracciones y tentaciones externas e internas, ¡y tal vez hasta contribuir a un boletín para ermitaños!
Lo que realmente nos frena para dar una entusiasta respuesta a la llamada de Jesús, del Vaticano II, de los repetidos apremios del Espíritu, no son realmente las circunstancias externas de nuestras vidas, sino la indolencia interior de nuestros corazones. Tenemos que tener claro que nunca habrá un momento mejor, ni un mejor conjunto de circunstancias, que ahora para responder con todo nuestro corazón a la llamada a la santidad. ¿Quién sabe cuánto tiempo más vamos a estar vivos en la tierra? No sabemos cuánto viviremos o lo que el futuro nos deparará. Ahora es el tiempo aceptable. Las mismas cosas que nos parecen obstáculos son precisamente los medios que Dios nos está dando para llevarnos a depender más profundamente de Él.
Claro que algunas veces lo que nos impide responder sin reservas en nuestras circunstancias presentes es el creer que no tenemos que concentrarnos demasiado en eso ahora mismo porque más tarde o más temprano cualquier purificación que podamos necesitar se hará en el purgatorio. Pero este modo de pensar presenta algunos problemas.
Es cierto que a veces no llegamos a la meta a que apuntamos, y es bueno tener una alternativa. Si apuntamos al cielo en el momento de nuestra muerte y realmente morimos en amistad con Cristo, pero no hemos sido suficientemente transformados para estar preparados para ver a Dios, el purgatorio es una bendición maravillosa. Pero si apuntamos hacia el purgatorio y no acertamos, entonces no hay realmente una buena alternativa disponible.
La fuente de toda nuestra infelicidad y miseria es el pecado y sus efectos, y cuanto antes tenga lugar la purificación del pecado y sus efectos en nuestras vidas, más felices seremos y mejor capacitados estaremos para verdaderamente amar a otros. Sólo entonces podremos entrar en el propósito que Dios tiene para nuestras vidas. Y, la verdad, en este caso, más vale antes que después.
Y, finalmente, es importante darse cuenta de que hay sólo una opción: o pasar por una completa transformación y entrar en el cielo o estar eternamente separados de Dios en el infierno. Hay únicamente dos destinos últimos, y si queremos entrar en el cielo debemos prepararnos para ver a Dios. Porque la santidad no es una "opción". En el cielo sólo hay santos; la transformación total no es una "opción" para los que están interesados en ese tipo de cosas, sino esencial para los que quieren pasar la eternidad con Dios.
Procurad la paz con todos, y la santidad, sin la cual nadie verá al Señor (Hb 12,14)
El único propósito de la creación, el único propósito de nuestra redención es que podamos estar totalmente unidos a Dios en todos los aspectos de nuestro ser. Existimos para la unión; fuimos creados para la unión; fuimos redimidos para la unión eterna. Cuanto antes nos transformemos, más felices y más "cumplidos" estaremos. El único camino hacia "el cumplimiento de todo deseo" es emprender y completar el camino hacia Dios.
En el Antiguo Testamento estaba bien claro que ver realmente a Dios en nuestra condición humana no transformada significaba ser destruido.
Entonces Moisés le dijo [a Yaveh]: "Déjame ver tu gloria" Él le contestó: "Yo haré pasar ante ti toda mi bondad y en tu presencia pronunciaré mi nombre, "SEÑOR"; yo concedo mi gracia a quien quiero y tengo misericordia de quien quiero. Pero mi rostro no puedes verlo, pues ningún hombre puede verme y vivir" (Ex 33,18-20).
Es únicamente Jesús quien ve el rostro del Padre, y es a través de Jesús como podemos prepararnos para compartir su visión del Padre. Es a través de nuestra unión con Jesús, de nuestra contemplación de su "rostro", como somos transformados poco a poco y preparados para la visión beatífica, que es tanto más de lo que comúnmente entendemos por "ver"; es verdaderamente una participación en el conocer y amar a la Trinidad extáticamente, una participación en el Amor mismo.
Cuando el papa Juan Pablo II consideraba qué era el legado más importante que del Año Jubilar 2000 debería transmitirse al nuevo milenio, esto es lo que dijo: "Pero si quisiéramos individuar el núcleo esencial de la gran herencia que nos deja, no dudaría en concretarlo en la contemplación del rostro de Dios" (NMI 15).
Bernardo de Claraval expande nuestra visión de lo que significa contemplar el rostro de Cristo, "poder contemplar al Padre en el Hijo y al Hijo en el Padre" (CC, 76.6). Y nos anima con todo entusiasmo a emprender el camino:
Adonde él está tú no puedes venir ahora; vendrás más tarde. Sin embargo, trabaja, síguelo, búscalo; y que aquella innacesible claridad y sublimidad no te desvíe de buscarlo, ni te haga perder la esperanza de encontrarlo. "Si puedes creer, todo es posible para el que tiene fe" (Mt 9,22). "A tu alcance está la palabra, dice, en tus labios y en tu corazón" (Ro 10,8). Cree, y has encontrado, porque creer es haber encontrado. Saben los fieles que Cristo habita por la fe en sus corazones (Ef 3,17). ¿Hay algo que sea más propio? Búscalo, pues, con confianza; búscalo con devoción. "El Señor es bueno para el alma que lo busca" (Lam 3,25). Búscalo con los deseos, síguelo con las obras, encuéntralo con la fe (CC, 76.6).
Y, naturalmente, este entusiasmado buscar a Dios, esta contemplación de Cristo, es una parte central del mensaje de la Escritura:
Mas todos nosotros, con el rostro descubierto, contemplando la gloria del Señor, nos vamos transformando en su imagen de gloria en gloria por grados; pues esto viene del Señor, que es el Espíritu (2 Co 3,18).
Este texto de la Escritura es un poderoso resumen del proceso de transformación que ahora empezaremos a examinar en más detalle.