Jesús resumió su doctrina en
una sorprendente y nada ambigua llamada a sus seguidores: "Vosotros, pues,
sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto" (Mt 5,48).
Perfectos
en pureza, perfectos en compasión y amor, perfectos en obediencia, perfectos en
amoldarse a la voluntad del Padre, perfectos en santidad. Cuando oímos estas
palabras podemos, y es comprensible, ser tentados al desánimo, pensando que la
perfección es imposible para nosotros. Y verdaderamente lo es abandonado a
nuestros propios recursos, lo mismo que es imposible para los ricos entrar en
el cielo, o para un hombre y una mujer ser mutuamente fieles toda su vida de
matrimonio. Pero para Dios todas las cosas son posibles, incluso nuestra
transformación.
Juan Pablo
II —y puede que él mismo esté algún día entre los reconocidos como doctores—,
en su profética interpretación de los acontecimientos de la segunda mitad del
siglo XX y principios del XXI, Novo Milenio Ineuente, señala que el Espíritu
Santo está trayendo de nuevo al primer plano de la conciencia de la Iglesia la
convicción de que estas palabras de Jesús van dirigidas realmente a cada uno de
nosotros. Nos dice que el Jubileo del año 2000 era simplemente la última fase
de un período de preparación y renovación que había estado ocurriendo durante
cuarenta años a fin de equipar a la Iglesia para los desafíos del nuevo
milenio.
El papa
Juan Pablo II habla de tres redescubrimientos hacia los cuales ha llevado el
Espíritu Santo a la Iglesia, empezando por el Concilio Vaticano II, que
concluyó en 1965. Uno de estos redescubrimientos es el de la "llamada
universal a la santidad". [2]
Todos los
cristianos, de cualquier clase o condición, están llamados a la plenitud de la
vida cristiana y a la perfección del amor (NMI 30). [3]
Juan Pablo
vuelve a subrayar que está llamada a la plenitud de santidad es una parte
esencial de ser cristiano:
Preguntar a
un catecúmeno: "¿Quieres recibir el Bautismo?", significa al mismo
tiempo preguntarle: "¿Quieres ser santo?" Significa ponerle en el
camino del Sermón de la Montaña: "Sed perfectos como vuestro Padre
celestial es perfecto" (Mt 5,48) [...] Es el momento de proponer de nuevo
a todos con convicción este "alto grado" de la vida cristiana. La vida
entera de la comunidad cristiana y de las familias cristianas debe ir en esta
dirección (NMI 30, 31)
Antes de ir
mucho más allá en nuestro examen del camino espiritual, dirijamos una mirada
inicial a lo que realmente significa "santidad". En la Carta a los
Efesios leemos: "nos eligió en él antes de la fundación del mundo, para
que fuéramos santos e inmaculados ante él" (Ef 1,4). Ser santo no es
principalmente cuestión de cuántos rosarios rezamos o en cuántas actividades
cristianas estamos ocupados; es cuestión de que nuestros corazones sean
transformados en un corazón de amor. Es cuestión de cumplir los grandes
mandamientos que resumen toda la ley y los profetas: amar a Dios y a nuestro
prójimo de todo corazón. O como dice Teresa de Jesús, la santidad es cuestión
de llevar nuestra voluntad a la unión con la de Dios.
Teresa de
Lisieux lo expresa de manera muy similar: "La perfección consiste en hacer
su voluntad, en ser lo que Él quiere que seamos [...] el amor de Nuestro Señor
se revela lo mismo en el alma más sencilla, que no opone resistencia alguna a
su gracia, que en el alma más sublime". [4] Como dijo hacia el final de su
vida: "No es mayor en mí el deseo de morir que el de vivir [...] Me gusta
lo que él quiera". [5]
Juan Pablo
II hace más adelante una llamada a las parroquias del tercer milenio a ser
escuelas de oración y lugares donde se dé un "entrenamiento en
santidad":
Nuestras
comunidades cristianas deben llegar a ser auténticas “escuelas de
oración", donde el encuentro con Cristo no se exprese solamente en
petición de ayuda, sino también en acción de gracias, alabanza, adoración,
contemplación, escucha, y viveza de afecto hasta el "arrebato del
corazón" [...] se equivoca quien piense que el común de los cristianos se
puede conformar con una oración superficial, incapaz de llenar su vida (NMI 33,
34).
Juan Pablo
da varias razones por las que este cambio a la santidad de vida y a profundidad
en la oración son importantes. Aparte del hecho de que es simplemente parte del
mensaje del Evangelio, él señala que la cultura protectora de la
"cristiandad" ha desaparecido virtualmente y que hoy la vida cristiana
tiene que vivirse profundamente o puede no ser posible en absoluto vivirla.
También hace notar que en medio de este proceso de secularización a nivel
mundial, hay todavía hambre de sentido, de espiritualidad, a la que a veces se
responde volviéndose hacia las religiones no cristianas. Es particularmente
importante para los creyentes cristianos poder responder a esta hambre y
"mostrar hasta qué profundidades puede conducir la relación con
Cristo" (NMI 33, 40).
Reconociendo
lo desafiante que es esta llamada, Juan Pablo deja claro que será difícil
responder adecuadamente sin valernos de la sabiduría de la tradición mística de
la Iglesia, ese conjunto de escritos y testimonios de vida centrado en el
proceso de la oración y en las etapas de crecimiento en la vida espiritual. Nos
dice por qué la tradición mística es importante y lo que podemos esperar que
nos proporcione:
La gran
tradición mística [...] Muestra cómo la oración puede avanzar, como verdadero y
propio diálogo de amor, hasta hacer que la persona humana sea poseída
totalmente por el divino Amado, sensible al impulso del Espíritu y abandonada
filialmente en el corazón del Padre (NMI 33).
Hay únicamente dos destinos últimos, y si
queremos entrar en el cielo debemos prepararnos para ver a Dios. Porque la
santidad no es una "opción".
Son verdaderamente extraordinarias estas
palabras que utiliza aquí Juan Pablo, palabras a las que necesitaremos volver a
lo largo de este libro. ¿Cómo es posible esta profundidad de unión con la
Trinidad? Porque es ciertamente la respuesta a esta pregunta que nos da la
tradición y que este libro intentará comunicar con claridad. Juan Pablo deja
claro que esta profundidad de unión no es sólo para unas cuantas personas poco
corrientes ("místicos"), sino que es la llamada que todo cristiano
recibe de Cristo mismo: "Ésta es la experiencia vivida de la promesa de
Cristo: "El que me ama será amado de mi Padre y yo le amaré y me
manifestaré en él (Jn 14,21)"" (NMI 33).
A
continuación Juan Pablo resume parte de la principal sabiduría que nos enseña
la tradición mística acerca del camino espiritual, sabiduría a la que
prestaremos mucha atención a lo largo de este libro:
Se trata de
un camino sostenido enteramente por la gracia, el cual, sin embargo, requiere
un intenso compromiso espiritual que encuentra también dolorosas purificaciones
(la "noche oscura"), pero que llega, de tantas formas posibles, al
indecible gozo vivido por los místicos como "unión esponsal". ¿Cómo
no recordar aquí, entre otros tantos testimonios espléndidos, la doctrina de
san Juan de la Cruz y de Santa Teresa de Jesús? (NMI 33).
Los cuatro
principios que define Juan Pablo son básicos para una apropiada comprensión del
camino espiritual.
1. La
unión con Dios en esta profundidad es totalmente inalcanzable con nuestros
propios esfuerzos; es un don que sólo Dios puede dar, pues dependemos
totalmente de su gracia para progresar en el camino espiritual. Y, sin embargo,
sabemos también que Dios anhela dar esta gracias y llevarnos a la unión
profunda.
Sin Él nada
podemos hacer, pero con Él todo es posible (cf. Mt 19,26, Mc 10,27, Lc 18,27,
Flp 4,13). Sin Dios es imposible completar el camino con éxito, pero, en cierto
sentido, con Él estamos ya allí. Él es verdaderamente el Camino y el destino a
la vez; y nuestras vidas ahora mismo están, ocultas con Cristo, en Dios (Col
3,3).
2. Al
mismo tiempo nuestro esfuerzo es indispensable. Nuestro esfuerzo no es
suficiente para llevar a cabo esa unión, pero es necesario. Los santos hablan
de disponernos para la unión. Los esfuerzos que hagamos nos ayudarán a
disponernos para recibir los dones de Dios. Si realmente valoramos algo,
debemos estar dispuestos a enfocar nuestra atención en las cosas que nos ayuden
a alcanzar la meta. Y aun así, sin la gracia de Dios no podemos siquiera saber
lo que es posible, ni desearlo, ni tener la fuerza para hacer esfuerzo alguno
en ese sentido. Es la gracia de Dios lo que nos permite vivir el necesario
"compromiso espiritual intenso".
"Buscaréis
al Señor vuestro Dios y le encontraréis si le buscáis con vuestro corazón y con
toda vuestra alma" (Dt 4,29).
3.
Como nos dice el Evangelio, es importante considerar lo que se requiere antes
de emprender una tarea (antes de empezar a construir una torre o de entablar
una batalla en una guerra) si queremos completarla con éxito. Mucho ha de
cambiar en nosotros para hacernos capaces de una unión profunda con Dios. Las
heridas del pecado original y de nuestros pecados personales son profundas y
necesitan ser sanadas y transformadas a través de un proceso que tiene sus
momentos necesariamente dolorosos. Al dolor de la purificación lo llama San
Juan de la Cruz la "noche oscura". Es importante que no nos
sorprendan los momentos dolorosos de nuestra transformación y que sepamos que
son una parte necesaria y bendecida de todo el proceso.
"Hemos
de pasar por muchas tribulaciones para entrar en el reino de Dios" (Hch
14,22).
4. Y,
finalmente, sepamos que todos los esfuerzos y dolores ¡valen la pena! ¡Infinitamentela
valen! Restrospectivamente, el dolor del camino nos parecerá que ha sido leve
comparado con el peso de la gloria para la que nos estábamos preparando (ver 2
Co 4,16-18).
La unión
profunda (la "unión esponsal" o "matrimonio espiritual") es
posible incluso en esta vida. Teresa de Jesús nos dice que no hay razón para
que alguien que ha alcanzado una estabilidad básica viviendo una vida católica
(tercera "mansión" en su sistema de clasificación) no pueda proseguir
hasta llegar al "matrimonio espiritual" en esta vida (séptima
mansión). [6]
Todos estos
principios los exploraremos en profundidad en los próximos capítulos. Ahora
necesitamos reconocer la trascendencia de este "redescubrimiento" de
la llamada universal a la santidad y determinar nuestra propia respuesta a esa
llamada.
Todos
probablemente sabemos de algún modo que estamos llamados a la santidad, pero
tal vez nos resistamos a responder. Sintiendo el desafío de la llamada, pero
viendo los obstáculos, es fácil tener razones para retrasarla o hacer
concesiones y evitar una respuesta entusiasta e inmediata.
Las heridas del pecado original y de
nuestros pecados personales son profundas y necesitan ser sanadas y
transformadas a través de un proceso que tiene sus momentos necesariamente
dolorosos.
No es infrecuente, por ejemplo, pasar la
responsabilidad a otros a quienes consideramos con mejores condiciones para
responder con entusiasmo. Los que somos laicos católicos miramos a menudo
nuestras vidas tan ocupadas y nuestros corazones indolentes y suponemos que los
sacerdotes y las monjas están en mejores condiciones para responder a la
llamada. Después de todo, podemos pensar para nuestros adentros, ¡para eso les
pagamos! Podemos pensar que cuando nuestros niños se hagan mayores, o cuando
nos jubilemos, o después de que haya pasado una crisis en el negocio, o cuando
nos casemos, o..., que entonces estaremos en mejores
condiciones para responder.
Desgraciadamente,
ser sacerdote o monja tampoco elimina esa tentación a pasar la responsabilidad
a otros. Al reducirse el número de sacerdotes es comprensiblemente fácil que
los curas y las monjas se sientan agobiados por sus responsabilidades; y llevan
un ritmo de vida tan ocupado que ellos mismos pueden suponer que son las
órdenes de clausura las que están en mejor posición para responder con
entusiasmo a la llamada a la santidad.
Pero
incluso en las órdenes de clausura pueden encontrarse razones para cargarles la
responsabilidad a otros. Y, además, teniendo que atender a los huéspedes, supervisar
obras de renovación, asistir a asambleas monásticas o hacer queso, pan o
mermeladas, es posible suponer que quien realmente puede responder a la llamada
con entusiasmo es el ermitaño.
Claro que
aun el ser ermitaño no garantiza tal respuesta. Después de todo, los ermitaños
necesitan trazarse una regla de vida, tener encuentros con los superiores para
revisarla, asegurarse de que su seguro médico los cubre apropiadamente,
enfrentarse con distracciones y tentaciones externas e internas, ¡y tal vez hasta
contribuir a un boletín para ermitaños!
Lo que
realmente nos frena para dar una entusiasta respuesta a la llamada de Jesús,
del Vaticano II, de los repetidos apremios del Espíritu, no son realmente las
circunstancias externas de nuestras vidas, sino la indolencia interior de
nuestros corazones. Tenemos que tener claro que nunca habrá un momento mejor,
ni un mejor conjunto de circunstancias, que ahora para responder con todo
nuestro corazón a la llamada a la santidad. ¿Quién sabe cuánto tiempo más vamos
a estar vivos en la tierra? No sabemos cuánto viviremos o lo que el futuro nos
deparará. Ahora es el tiempo aceptable. Las mismas cosas que nos parecen
obstáculos son precisamente los medios que Dios nos está dando para llevarnos a
depender más profundamente de Él.
Claro que
algunas veces lo que nos impide responder sin reservas en nuestras
circunstancias presentes es el creer que no tenemos que concentrarnos demasiado
en eso ahora mismo porque más tarde o más temprano cualquier purificación que
podamos necesitar se hará en el purgatorio. Pero este modo de pensar presenta
algunos problemas.
Es cierto
que a veces no llegamos a la meta a que apuntamos, y es bueno tener una
alternativa. Si apuntamos al cielo en el momento de nuestra muerte y realmente
morimos en amistad con Cristo, pero no hemos sido suficientemente transformados
para estar preparados para ver a Dios, el purgatorio es una bendición
maravillosa. Pero si apuntamos hacia el purgatorio y no acertamos, entonces no
hay realmente una buena alternativa disponible.
La fuente
de toda nuestra infelicidad y miseria es el pecado y sus efectos, y cuanto
antes tenga lugar la purificación del pecado y sus efectos en nuestras vidas,
más felices seremos y mejor capacitados estaremos para verdaderamente amar a
otros. Sólo entonces podremos entrar en el propósito que Dios tiene para
nuestras vidas. Y, la verdad, en este caso, más vale antes que después.
Y,
finalmente, es importante darse cuenta de que hay sólo una opción: o pasar por
una completa transformación y entrar en el cielo o estar eternamente separados
de Dios en el infierno. Hay únicamente dos destinos últimos, y si queremos
entrar en el cielo debemos prepararnos para ver a Dios. Porque la santidad no
es una "opción". En el cielo sólo hay santos; la transformación total
no es una "opción" para los que están interesados en ese tipo de
cosas, sino esencial para los que quieren pasar la eternidad con Dios.
Procurad la
paz con todos, y la santidad, sin la cual nadie verá al Señor (Hb 12,14)
El único
propósito de la creación, el único propósito de nuestra redención es que
podamos estar totalmente unidos a Dios en todos los aspectos de nuestro ser.
Existimos para la unión; fuimos creados para la unión; fuimos redimidos para la
unión eterna. Cuanto antes nos transformemos, más felices y más
"cumplidos" estaremos. El único camino hacia "el cumplimiento de
todo deseo" es emprender y completar el camino hacia Dios.
En el
Antiguo Testamento estaba bien claro que ver realmente a Dios en nuestra
condición humana no transformada significaba ser destruido.
Entonces
Moisés le dijo [a Yaveh]: "Déjame ver tu gloria" Él le contestó:
"Yo haré pasar ante ti toda mi bondad y en tu presencia pronunciaré mi
nombre, "SEÑOR"; yo concedo mi gracia a quien quiero y tengo
misericordia de quien quiero. Pero mi rostro no puedes verlo, pues ningún
hombre puede verme y vivir" (Ex 33,18-20).
Es
únicamente Jesús quien ve el rostro del Padre, y es a través de Jesús como
podemos prepararnos para compartir su visión del Padre. Es a través de nuestra
unión con Jesús, de nuestra contemplación de su "rostro", como somos
transformados poco a poco y preparados para la visión beatífica, que es tanto
más de lo que comúnmente entendemos por "ver"; es verdaderamente una
participación en el conocer y amar a la Trinidad extáticamente, una
participación en el Amor mismo.
Cuando el
papa Juan Pablo II consideraba qué era el legado más importante que del Año
Jubilar 2000 debería transmitirse al nuevo milenio, esto es lo que dijo:
"Pero si quisiéramos individuar el núcleo esencial de la gran herencia que
nos deja, no dudaría en concretarlo en la contemplación del rostro de
Dios" (NMI 15).
Bernardo de
Claraval expande nuestra visión de lo que significa contemplar el rostro de
Cristo, "poder contemplar al Padre en el Hijo y al Hijo en el Padre"
(CC, 76.6). Y nos anima con todo entusiasmo a emprender el camino:
Adonde él
está tú no puedes venir ahora; vendrás más tarde. Sin embargo, trabaja,
síguelo, búscalo; y que aquella innacesible claridad y sublimidad no te desvíe
de buscarlo, ni te haga perder la esperanza de encontrarlo. "Si puedes
creer, todo es posible para el que tiene fe" (Mt 9,22). "A tu alcance
está la palabra, dice, en tus labios y en tu corazón" (Ro 10,8). Cree, y
has encontrado, porque creer es haber encontrado. Saben los fieles que Cristo
habita por la fe en sus corazones (Ef 3,17). ¿Hay algo que sea más propio? Búscalo,
pues, con confianza; búscalo con devoción. "El Señor es bueno para el alma
que lo busca" (Lam 3,25). Búscalo con los deseos, síguelo con las obras,
encuéntralo con la fe (CC, 76.6).
Y,
naturalmente, este entusiasmado buscar a Dios, esta contemplación de Cristo, es
una parte central del mensaje de la Escritura:
Mas todos
nosotros, con el rostro descubierto, contemplando la gloria del Señor, nos
vamos transformando en su imagen de gloria en gloria por grados; pues esto
viene del Señor, que es el Espíritu (2 Co 3,18).
Este texto
de la Escritura es un poderoso resumen del proceso de transformación que ahora
empezaremos a examinar en más detalle.