Buscar este blog

viernes, 10 de junio de 2011

Ser piedras vivas


Escrito por P. José P. Benabarre Vigo
Miércoles, 01 de Junio de 2011 14:59

Cristo volverá a este mundo para recoger a sus seguidores, invitados a estar con Él en el Cielo por toda la eternidad (Jn 17, 24). Mientras, tienen que ayudar a edificar el cuerpo, templo del Espíritu, y ofrecer sacrificios agradables a Dios. La Iglesia, obra de Dios, no está formada por ángeles impecables, sino por hombres y mujeres pecadores, sujetos a todas las debilidades humanas, secuelas del pecado original.

No obstante, esas miserias y debilidades, el cristiano está llamado a ser santo (Lev 20, 26), a convertirse, en imitación de Cristo, en piedra viva para ayudar a construir el templo del Espíritu, en el cual se ofrezcan a Dios sacrificios espirituales (1 P 2, 5). La piedra angular, es decir, el fundamento sobre el cual se levanta ese templo fue, es y será siempre Jesús, rechazado por los hombres (1 P 2, 7), pero glorificado por Dios por su resurrección de entre los muertos.

Por el bautismo, todos los cristianos son constituidos en sacerdotes de Cristo (sacerdocio común); sacerdocio que no hay que confundir con el sacerdocio ministerial, que se confiere a los llamados (Heb 5, 4) mediante el sacramento del Orden (Código de Derecho Canónico, Cánones 1533 ss).

Santificación

El primer deber del cristiano como sacerdote es santificarse a sí mismo. Es tarea de toda la vida, y cuanto antes se consiga, tanto mejor.

Son muchos los que juzgan imposible ser santos. Difícil sí lo es, pero no imposible, si se aceptan los medios que Dios y su Iglesia generosamente nos ofrecen: oración humilde, frecuente y dirigida a Cristo (Jn 14, 13); frecuencia de los sacramentos de la Confesión y Comunión; huir de las ocasiones de pecar; ferviente y sincero deseo de agradar a Dios en todo; practicar las obras de misericordia. Convertirse en piedras vivas y conseguir la santificación consiste en hacer BIEN todo lo que debemos hacer.

Trabajar con Cristo

El cristiano, con los demás, forma un cuerpo cuya cabeza es Cristo (1 Co 10, 17; Col 1, 18, 24). Esta unidad exige que trabajemos con Cristo, en sus mismas cosas y para los mismos fines para los que vino a este mundo. “He venido para que tengan vida y la tengan en abundancia” (Jn 10, 10). No basta que seamos católicos; es preciso dar fruto, pues con él damos gloria al Padre celestial, según el buen Jesús. Ese fruto puede ser el “ciento por uno” (Mt 13, 8). No se nos exige lo mismo a todos; y en la santidad hay muchos grados.

A Dios, infinitamente perfecto, nada podemos hacer para darle más gloria de la que tiene, propiamente hablando. Pero, al hacer cualquier obra buena y mucho más, al santificarnos, manifestamos su bondad y poder. Pero, no podremos santificarnos ni dar gloria al Padre celestial si no trabajamos con Cristo. Nos lo advierte Él claramente: “Quien no está conmigo, está contra mí; el que no recoge conmigo, dispersa” (Mt 12, 30).

... y con su Iglesia

Cumplida su misión, Cristo subió triunfante y glorioso, a los Cielos, donde está sentado a la diestra de Dios Padre (Credo). Para continuar su misión, creó su Iglesia, a la que dio los mismos poderes que Él tenía de su Padre celestial: “Como el Padre me envió, así os envío a vosotros” (Jn 20, 21). Si a este texto unimos este otro: “Quien a vosotros escucha, a mí me escucha; y quien a vosotros rechaza, a mí me rechaza; y el que me rechaza a mí, rechaza al que me envió [el Padre]” (Lc 10, 16), entenderemos que hemos de trabajar para los fines que la Iglesia trabaja, seguros de que hacemos la voluntad del Padre celestial.

La Ascensión del Señor


Escrito por P. Ángel M. Santos Santos
Miércoles, 01 de Junio de 2011 15:00

Después de dos milenios, la Iglesia tiene las mismas debilidades humanas que en su inicio; pero también posee la fuerza de Cristo para cumplir su misión. Debilidad humana y potencia de Dios, pecado y gracia, trigo y cizaña están presentes en la Iglesia, en cada momento de su historia. El bautizado, miembro de la Iglesia que siempre necesita purificación, lucha por mantenerse en la amistad con Cristo para no perder la fortaleza de lo Alto.

La fuerza en la

debilidad

La duda de los 11, viendo a Jesús antes de su ascensión al Cielo, muestra la flaqueza de sus discípulos ya desde el principio. La grandeza de la Iglesia no se encuentra sólo en la virtud de sus fieles, que son siempre débiles y necesitados de asistencia. La fuerza de los cristianos está en Cristo y su Espíritu. Cuando la Iglesia acoge un nuevo creyente, éste sabe que no ingresa a un grupo de cristianos perfectos. Se hace discípulo de Jesús para ayudar a los otros en el camino hacia Dios viviendo la santidad.

Ante la vacilación y la duda de los 11, Jesús les asegura que ha recibido pleno poder en el Cielo y en la tierra. La presencia de Jesús concede a la Iglesia la fuerza para la misión. Como enseña el Papa: “Una vida santa no es fruto principalmente de nuestro esfuerzo, de nuestras acciones, porque es Dios, el tres veces santo, quien nos hace santos; es la acción del Espíritu Santo que nos anima desde nuestro interior; es la vida misma de Cristo resucitado la que se nos comunica y la que nos transforma” (Benedicto XVI, Audiencia general, 13 abril 2011).



Los pecados de hoy

Actualmente, en la Iglesia se encuentran muchos pecados que la afean y que le quitan su credibilidad ante un mundo descreído. El pecado es una realidad social y muchas veces está presente dentro de la Iglesia por sus miembros infieles a los mandamientos de Cristo. Pero la Iglesia, por la presencia de Cristo, libera del pecado ofreciendo el perdón a quien se arrepiente.

A veces, se podría pensar que una acusación de pecado contra algún miembro de la Iglesia es sólo una señal de persecución. Pero la imputación de pecado siempre es un llamado de conversión y una oportunidad de purificación. Ante el reproche por el pecado, la Iglesia sólo tiene una manera de defenderse: proclamando la verdad sobre el ser humano, Dios y la Iglesia.



El bautismo y la Palabra

La misión de la Iglesia es hacer discípulos de Cristo mediante el sacramento del Bautismo, y enseñar a cumplir todo lo que El mandó. Este sacramento requiere la observancia de dos promesas: renunciar al pecado y creer en Cristo Jesús. El pecado no pertenece a Cristo ni a su Iglesia. Ni siquiera es propio de la naturaleza humana. El pecado es la negación de Cristo, rechazo del amor de Dios y negación de la santidad de la Iglesia. El pecado deshumaniza y descristianiza.

A veces los padres pretenden que la Iglesia bautice a un niño sin la presencia de un compromiso auténtico con Cristo. Se olvidan que la Iglesia bautiza con la condición de que los padres enseñen a su hijo a guardar todo lo que Jesús mandó. La misión de la Iglesia es el anuncio y la práctica de este sencillo evangelio que hace libre al ser humano y lo conduce hacia Dios. La buena nueva de Jesucristo es la fuerza y la libertad de los hijos de Dios en la Iglesia, a pesar de su evidente debilidad humana.