Jesús dijo:"Como tú,Padre, en mi y Yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado. Yo en ellos y tú en mí, para que sean perfectactamente uno, y que el mundo conozca que tú me has enviado." Juan 17, 20-24
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domingo, 17 de marzo de 2013
DISCURSO DEL SANTO PADRE FRANCISCO
ENCUENTRO CON LOS REPRESENTANTES DE LOS MEDIOS DE COMUNICACIÓN
Queridos amigos
Al comienzo de mi ministerio en la Sede de Pedro, me alegra encontrarme con vosotros, que habéis trabajado aquí en Roma en este momento tan intenso, que comenzó con el anuncio sorprendente de mi venerado predecesor, Benedicto XVI, el pasado 11 de febrero. Os saludo cordialmente a todos vosotros.
El papel de los medios de comunicación ha ido creciendo cada vez más en los últimos tiempos, hasta el punto de que se hecho imprescindible para relatar al mundo los acontecimientos de la historia contemporánea. Expreso, pues, un agradecimiento especial a vosotros por vuestro competente servicio durante los días pasados – habéis trabajado ¡eh!, habéis trabajado – en los que el mundo católico, y no sólo el católico, ha puesto sus ojos en la Ciudad Eterna, y particularmente en este territorio cuyo «centro de gravedad» es la tumba de San Pedro. En estas semanas, habéis tenido ocasión de hablar de la Santa Sede, de la Iglesia, de sus ritos y tradiciones, de su fe y, sobre todo, del papel del Papa y de su ministerio.
Doy gracias de corazón especialmente a quienes han sabido observar y presentar estos acontecimientos de la historia de la Iglesia, teniendo en cuenta la justa perspectiva desde la que han de ser leídos, la de la fe. Los acontecimientos de la historia requieren casi siempre una lectura compleja, que a veces puede incluir también la dimensión de la fe. Los acontecimientos eclesiales no son ciertamente más complejos de los políticos o económicos. Pero tienen una característica de fondo peculiar: responden a una lógica que no es principalmente la de las categorías, por así decirlo, mundanas; y precisamente por eso, no son fáciles de interpretar y comunicar a un público amplio y diversificado. En efecto, aunque es ciertamente una institución también humana, histórica, con todo lo que ello comporta, la Iglesia no es de naturaleza política, sino esencialmente espiritual: es el Pueblo de Dios. El santo Pueblo de Dios que camina hacia el encuentro con Jesucristo. Únicamente desde esta perspectiva se puede dar plenamente razón de lo que hace la Iglesia Católica.
Cristo es el Pastor de la Iglesia, pero su presencia en la historia pasa a través de la libertad de los hombres: uno de ellos es elegido para servir como su Vicario, Sucesor del apóstol Pedro; pero Cristo es el centro, no el Sucesor de Pedro: Cristo. Cristo es el centro. Cristo es la referencia fundamental, el corazón de la Iglesia. Sin él, ni Pedro ni la Iglesia existirían ni tendrían razón de ser. Como ha repetido tantas veces Benedicto XVI, Cristo está presente y guía a su Iglesia. En todo lo acaecido, el protagonista, en última instancia, es el Espíritu Santo. Él ha inspirado la decisión de Benedicto XVI por el bien de la Iglesia. Él ha orientado en la oración y la elección a los cardenales.
Es importante, queridos amigos, tener debidamente en cuenta este horizonte interpretativo, esta hermenéutica, para enfocar el corazón de los acontecimientos de estos días.
De aquí nace ante todo un renovado y sincero agradecimiento por los esfuerzos de estos días especialmente fatigosos, pero también una invitación a tratar de conocer cada vez mejor la verdadera naturaleza de la Iglesia, y también su caminar por el mundo, con sus virtudes y sus pecados, y conocer las motivaciones espirituales que la guían, y que son las más auténticas para comprenderla. Tened la seguridad de que la Iglesia, por su parte, dedica una gran atención a vuestro precioso cometido; tenéis la capacidad de recoger y expresar las expectativas y exigencias de nuestro tiempo, de ofrecer los elementos para una lectura de la realidad. Vuestro trabajo requiere estudio, sensibilidad y experiencia, como en tantas otras profesiones, pero implica una atención especial respecto a la verdad, la bondad y la belleza; y esto nos hace particularmente cercanos, porque la Iglesia existe precisamente para comunicar esto: la Verdad, la Bondad y la Belleza «en persona». Debería quedar muy claro que todos estamos llamados, no a mostrarnos a nosotros mismos, sino a comunicar esta tríada existencial que conforman la verdad, la bondad y la belleza.
Algunos no sabían por qué el Obispo de Roma ha querido llamarse Francisco. Algunos pensaban en Francisco Javier, en Francisco de Sales, también en Francisco de Asís. Les contaré la historia. Durante las elecciones, tenía al lado al arzobispo emérito de San Pablo, y también prefecto emérito de la Congregación para el clero, el cardenal Claudio Hummes: un gran amigo, un gran amigo. Cuando la cosa se ponía un poco peligrosa, él me confortaba. Y cuando los votos subieron a los dos tercios, hubo el acostumbrado aplauso, porque había sido elegido. Y él me abrazó, me besó, y me dijo: «No te olvides de los pobres». Y esta palabra ha entrado aquí: los pobres, los pobres. De inmediato, en relación con los pobres, he pensado en Francisco de Asís. Después he pensado en las guerras, mientras proseguía el escrutinio hasta terminar todos los votos. Y Francisco es el hombre de la paz. Y así, el nombre ha entrado en mi corazón: Francisco de Asís. Para mí es el hombre de la pobreza, el hombre de la paz, el hombre que ama y custodia la creación; en este momento, también nosotros mantenemos con la creación una relación no tan buena, ¿no? Es el hombre que nos da este espíritu de paz, el hombre pobre... ¡Ah, cómo quisiera una Iglesia pobre y para los pobres! Después, algunos hicieron diversos chistes: «Pero tú deberías llamarte Adriano, porque Adriano VI fue el reformador, y hace falta reformar...». Y otro me decía: «No, no, tu nombre debería ser Clemente». «Y ¿por qué?». «Clemente XV: así te vengas de Clemente XIV, que suprimió la Compañía de Jesús». Son bromas... Os quiero mucho. Os doy las gracias por todo lo que habéis hecho. Y pienso en vuestro trabajo: os deseo que trabajéis con serenidad y con fruto, y que conozcáis cada vez mejor el Evangelio de Jesucristo y la realidad de la Iglesia. Os encomiendo a la intercesión de la Santísima Virgen María, Estrella de la Evangelización, a la vez que os expreso los mejores deseos para vosotros y vuestras familias, a cada una de vuestras familias, e imparto de corazón a todos mi Bendición.
(Palabras en español)
Les dije que les daba de corazón la bendición. Como muchos de ustedes no pertenecen a la Iglesia católica, otros no son creyentes, de corazón doy esta bendición en silencio a cada uno de ustedes, respetando la conciencia de cada uno, pero sabiendo que cada uno de ustedes es hijo de Dios. Que Dios los bendiga.
© Copyright 2013 - Libreria Editrice Vaticana
DISCURSO DEL SANTO PADRE FRANCISCO
Hermanos Cardenales,
Este periodo dedicado al Cónclave ha estado cargado de significado, no sólo para el Colegio Cardenalicio, sino también para todos los fieles. En estos días hemos sentido casi de manera tangible el afecto y la solidaridad de la Iglesia universal, así como la atención de tantas personas que, aun sin compartir nuestra fe, miran con respeto y admiración a la Iglesia y a la Santa Sede. Desde todos los rincones de la tierra se ha elevado la oración ferviente y unísona del pueblo cristiano por el nuevo Papa; y también ha sido muy emotivo mi primer encuentro con la multitud apiñada en la Plaza de San Pedro. Con la sugestiva imagen del pueblo alegre y en oración todavía grabada en mi mente, quiero expresar mi más sincero agradecimiento a los obispos, sacerdotes y personas consagradas, a los jóvenes, las familias y los ancianos por su cercanía espiritual, tan efusiva y conmovedora.
Siento la necesidad de expresaros a todos mi más viva y profunda gratitud, venerados y queridos hermanos Cardenales, por la solícita colaboración en la guía de la Iglesia durante la Sede Vacante. Dirijo un cordial saludo a cada uno, empezando por el Decano del Colegio Cardenalicio, el Señor Cardenal Angelo Sodano, a quien agradezco las expresiones de devoción y felicitación que me ha dirigido en nombre de todos. Y, junto a él, agradezco al Señor Cardenal Tarcisio Bertone, Camarlengo de la Santa Iglesia Romana, su trabajo diligente en esta delicada fase de transición; y también al querido Cardenal Giovanni Battista Re, que nos ha hecho de jefe en el Cónclave. Y pienso con particular afecto en los venerados Cardenales que, por razones de edad o enfermedad, han asegurado su participación y su amor a la Iglesia a través del ofrecimiento de las dolencias y la oración. Y quisiera deciros que el Cardenal Mejía ha sufrido anteayer un infarto cardiaco: está hospitalizado en la clínica Pío XI. Pero se cree que su salud es estable, y nos ha enviado sus saludos.
No puede faltar mi agradecimiento a quienes, en sus respectivos cometidos, han trabajado activamente en la preparación y desarrollo del Cónclave, favoreciendo la seguridad y tranquilidad de los Cardenales en estos momentos tan importantes de la vida de la Iglesia.
Y pienso con gran afecto y profunda gratitud en mi venerado Predecesor, el Papa Benedicto XVI, que durante estos años de pontificado ha enriquecido y fortalecido a la Iglesia con su magisterio, su bondad, su dirección, su fe, su humildad y su mansedumbre. Seguirán siendo un patrimonio espiritual para todos. El ministerio petrino, vivido con total dedicación, ha tenido en él un intérprete sabio y humilde, con los ojos siempre fijos en Cristo, Cristo resucitado, presente y vivo en la Eucaristía. Le acompañarán siempre nuestras fervientes plegarias, nuestro recuerdo incesante, nuestro imperecedero y afectuoso reconocimiento. Sentimos que Benedicto XVI ha encendido una llama en el fondo de nuestros corazones: ella continuará ardiendo, porque estará alimentada por su oración, que sustentará todavía a la Iglesia en su camino espiritual y misionero.
Queridos hermanos Cardenales, este encuentro nuestro quiere ser casi una prolongación de la intensa comunión eclesial experimentada en estos días. Animados por un profundo sentido de responsabilidad, y apoyados por un gran amor por Cristo y por la Iglesia, hemos rezado juntos, compartiendo fraternalmente nuestros sentimientos, nuestras experiencias y reflexiones. Así, en este clima de gran cordialidad, ha crecido el conocimiento recíproco y la mutua apertura; y esto es bueno, porque somos hermanos. Alguno me decía: los Cardenales son los presbíteros del Santo Padre. Esta comunidad, esta amistad y esta cercanía nos harán bien a todos. Y este conocimiento y esta apertura nos han facilitado la docilidad a la acción del Espíritu Santo. Él, el Paráclito, es el protagonista supremo de toda iniciativa y manifestación de fe. Es curioso. A mí me hace pensar esto: el Paráclito crea todas las diferencias en la Iglesia, y parece que fuera un apóstol de Babel. Pero, por otro lado, es quien mantiene la unidad de estas diferencias, no en la «igualdad», sino en la armonía. Recuerdo aquel Padre de la Iglesia que lo definía así: «Ipse harmonia est». El Paráclito, que da a cada uno carismas diferentes, nos une en esta comunidad de Iglesia, que adora al Padre, al Hijo y a él, el Espíritu Santo.
A partir precisamente del auténtico afecto colegial que une el Colegio Cardenalicio, expreso mi voluntad de servir al Evangelio con renovado amor, ayudando a la Iglesia a ser cada vez más, en Cristo y con Cristo, la vid fecunda del Señor. Impulsados también por la celebración del Año de la fe, todos juntos, pastores y fieles, nos esforzaremos por responder fielmente a la misión de siempre: llevar a Jesucristo al hombre, y conducir al hombre al encuentro con Jesucristo, Camino, Verdad y Vida, realmente presente en la Iglesia y contemporáneo en cada hombre. Este encuentro lleva a convertirse en hombres nuevos en el misterio de la gracia, suscitando en el alma esa alegría cristiana que es aquel céntuplo que Cristo da a quienes le acogen en su vida.
Como nos ha recordado tantas veces el Papa Benedicto XVI en sus enseñanzas, y al final con ese gesto valeroso y humilde, es Cristo quien guía a la Iglesia por medio de su Espíritu. El Espíritu Santo es el alma de la Iglesia, con su fuerza vivificadora y unificadora: de muchos, hace un solo cuerpo, el Cuerpo místico de Cristo. Nunca nos dejemos vencer por el pesimismo, por esa amargura que el diablo nos ofrece cada día; no caigamos en el pesimismo y el desánimo: tengamos la firme convicción de que, con su aliento poderoso, el Espíritu Santo da a la Iglesia el valor de perseverar y también de buscar nuevos métodos de evangelización, para llevar el Evangelio hasta los extremos confines de la tierra (cf. Hch 1,8). La verdad cristiana es atrayente y persuasiva porque responde a la necesidad profunda de la existencia humana, al anunciar de manera convincente que Cristo es el único Salvador de todo el hombre y de todos los hombres. Este anuncio sigue siendo válido hoy, como lo fue en los comienzos del cristianismo, cuando se produjo la primera gran expansión misionera del Evangelio.
Queridos Hermanos: ¡Ánimo! La mitad de nosotros tenemos una edad avanzada: la vejez es – me gusta decirlo así – la sede de la sabiduría de la vida. Los viejos tienen la sabiduría de haber caminado en la vida, como el anciano Simeón, la anciana Ana en el Templo. Y justamente esta sabiduría les ha hecho reconocer a Jesús. Ofrezcamos esta sabiduría a los jóvenes: como el vino bueno, que mejora con los años, ofrezcamos esta sabiduría de la vida. Me viene a la mente aquello que decía un poeta alemán sobre la vejez: «Es ist ruhig, das Alter, und fromm»; es el tiempo de la tranquilidad y de la plegaria. Y también de brindar esta sabiduría a los jóvenes. Ahora volveréis a las respectivas sedes para continuar vuestro ministerio, enriquecidos por la experiencia de estos días, tan llenos de fe y de comunión eclesial. Esta experiencia única e incomparable nos ha permitido comprender en profundidad la belleza de la realidad eclesial, que es un reflejo del fulgor de Cristo resucitado. Un día contemplaremos ese rostro bellísimo de Cristo resucitado.
A la poderosa intercesión de María, nuestra Madre, Madre de la Iglesia, encomiendo mi ministerio y el vuestro. Que cada uno de vosotros, bajo su amparo maternal, camine alegre y con docilidad a la voz de su divino Hijo, fortaleciendo la unidad, perseverando concordemente en la oración y dando testimonio de la fe genuina en la continua presencia del Señor. Con estos sentimientos –que son auténticos–, con estos sentimientos, os imparto de corazón la Bendición Apostólica, que hago extensiva a vuestros colaboradores y cuantos están confiados a vuestro cuidado pastoral.
© Copyright 2013 - Libreria Editrice Vaticana
HOMILÍA DEL SANTO PADRE FRANCISCO
En estas tres lecturas veo que hay algo en común: es el movimiento. En la primera lectura, el movimiento en el camino; en la segunda lectura, el movimiento en la edificación de la Iglesia; en la tercera, en el Evangelio, el movimiento en la confesión. Caminar, edificar, confesar.
Caminar. «Casa de Jacob, venid; caminemos a la luz del Señor» (Is 2,5). Ésta es la primera cosa que Dios ha dicho a Abrahán: Camina en mi presencia y sé irreprochable. Caminar: nuestra vida es un camino y cuando nos paramos, algo no funciona. Caminar siempre, en presencia del Señor, a la luz del Señor, intentando vivir con aquella honradez que Dios pedía a Abrahán, en su promesa.
Edificar. Edificar la Iglesia. Se habla de piedras: las piedras son consistentes; pero piedras vivas, piedras ungidas por el Espíritu Santo. Edificar la Iglesia, la Esposa de Cristo, sobre la piedra angular que es el mismo Señor. He aquí otro movimiento de nuestra vida: edificar.
Tercero, confesar. Podemos caminar cuanto queramos, podemos edificar muchas cosas, pero si no confesamos a Jesucristo, algo no funciona. Acabaremos siendo una ONG asistencial, pero no la Iglesia, Esposa del Señor. Cuando no se camina, se está parado. ¿Qué ocurre cuando no se edifica sobre piedras? Sucede lo que ocurre a los niños en la playa cuando construyen castillos de arena. Todo se viene abajo. No es consistente. Cuando no se confiesa a Jesucristo, me viene a la memoria la frase de Léon Bloy: «Quien no reza al Señor, reza al diablo». Cuando no se confiesa a Jesucristo, se confiesa la mundanidad del diablo, la mundanidad del demonio.
Caminar, edificar, construir, confesar. Pero la cosa no es tan fácil, porque en el caminar, en el construir, en el confesar, a veces hay temblores, existen movimientos que no son precisamente movimientos del camino: son movimientos que nos hacen retroceder.
Este Evangelio prosigue con una situación especial. El mismo Pedro que ha confesado a Jesucristo, le dice: Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo. Te sigo, pero no hablemos de cruz. Esto no tiene nada que ver. Te sigo de otra manera, sin la cruz. Cuando caminamos sin la cruz, cuando edificamos sin la cruz y cuando confesamos un Cristo sin cruz, no somos discípulos del Señor: somos mundanos, somos obispos, sacerdotes, cardenales, papas, pero no discípulos del Señor.
Quisiera que todos, después de estos días de gracia, tengamos el valor, precisamente el valor, de caminar en presencia del Señor, con la cruz del Señor; de edificar la Iglesia sobre la sangre del Señor, derramada en la cruz; y de confesar la única gloria: Cristo crucificado. Y así la Iglesia avanzará.
Deseo que el Espíritu Santo, por la plegaria de la Virgen, nuestra Madre, nos conceda a todos nosotros esta gracia: caminar, edificar, confesar a Jesucristo crucificado. Que así sea.
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