LAS DIOSAS PAGANAS
Pastores
y teólogos de diferentes denominaciones cristianas acusan a la Iglesia Católica
de “Mariolatría”, es decir, un culto idolátrico a la Madre de Jesús. Para
justificar su tesis relacionan la veneración a María con la devoción que se
daba en la antigüedad a las diversas divinidades politeístas. En las Sagradas
Escrituras podemos destacar especialmente a la “diosa reina del cielo” (Regina
deam coeli) en Egipto (Jeremías 44,
16-19), al lado de Asera, deidad cananea de la fertilidad. Los israelitas practicaban
una mezcla de tributo en los llamados “lugares altos” (2 Reyes 23,5-8; Ezequiel
6,6), que consistían en santuarios con altares, estantes para incienso,
columnas sagradas de piedra y postes simbólicos de madera o troncos de árbol
esculpidos en forma femenina, conocidos como “el poste de Asera” (Deuteronomio
16,21). Igualmente, Los arqueólogos han encontrado cientos de estatuillas de
terracota en Jerusalén y Judá, sobre todo en las ruinas de los hogares
particulares. La mayoría son representaciones de una mujer desnuda con senos de
un tamaño exagerado. Los expertos opinan que las figuras eran “talismanes para
facilitar la concepción y el alumbramiento”.
En los
textos Neo Testamentarios se menciona a Artemisa, para los griegos, o Diana,
para los romanos, cuyo culto estaba muy arraigado en Éfeso (Turquía). Patrona
de la ciudad, y diosa de la caza, el nacimiento y la fertilidad. En esta
localidad se guardaba una estatua suya que supuestamente había caído “del
cielo”. Se suponía que Júpiter había arrojado a la tierra una imagen de madera
de esta diosa (Hechos 19,35). Con motivo de las fiestas en su honor, la
metrópoli se llenaba de visitantes todos los años entre marzo y abril. Los
peregrinos adquirían gran cantidad de artículos religiosos: recuerdos, amuletos,
imágenes para el culto familiar. Varias inscripciones antiguas de Éfeso hablan
de la fabricación de esfinges de Artemisa en oro y plata, y otras mencionan al
gremio de los plateros (Hechos 19, 24-25). Su templo estaba considerado una de
las siete maravillas del mundo antiguo. Era idolatrada en este lugar y en toda
Asia (Hechos 19,27).
LA
MATERNIDAD DIVINA
La
mitología pagana para los egipcios, babilónicos, griegos, romanos,
zoroastrianos o hindúes; está repletas de relatos sobre el advenimiento a la
tierra de sus “dioses” o de los “hijos de sus dioses”. A diferencia de estas
fábulas fantasiosas, la revelación divina nos explica que María fue la Madre
del Mesías prometido desde la antigüedad a los patriarcas y profetas de la
nación de Israel (Hechos 3,22-25). El término “encarnación” viene del latín
incarnare, y hace énfasis al hecho de que el Hijo de Dios sólo podía ser
verdaderamente el Salvador del género humano, si adoptaba enteramente un cuerpo
y un alma, con todo lo que implicaba haber tenido nuestra propia naturaleza
(Hebreos 2,14). La palabra “encarnación” no aparece en la Biblia, pero el
equivalente griego es sarki (en carne), lo que da a entender que Cristo Jesús
asumió la jomoíoma, que significa: “forma”, “semejanza”, “apariencia” o “parecido”
a cada uno de nosotros; en cuanto al haber nacido de una mujer (Gálatas 4,4;
Romanos 8,3; Filipenses 2,7). Sin embargo, por el mismo hecho de ser Dios, no
tuvo en su vida terrenal imperfección alguna: “Porque él también estuvo
sometido a las mismas pruebas que nosotros; sólo que él jamás pecó” (Hebreos 4,15), “nunca cometió ningún crimen,
ni hubo engaño en su boca” (Isaías 53,9; 1 Pedro 2,22), “Él es santo, sin
mancha, apartado de los pecadores” (Hebreos 7,26).
Es un
dogma de fe en el catolicismo creer que María Santísima en el momento mismo de
su concepción fue preservada del pecado original, tal cual como se encontraban
nuestros primeros padres, antes del pecado original. El apóstol Pablo en sus
cartas menciona a Jesús como el “nuevo Adán” (Romanos 5, 14; 1 Corintios 15,
45). Es por ello, que se relacionan a María como la “nueva Eva”, según la
descripción que encontramos en Génesis 3,15: “Haré que haya enemistad entre ti
y la mujer, entre tu descendencia y la suya. Ella te pisará la cabeza mientras
tú herirás su talón” (Biblia Latinoamericana).
Por
otra parte, aunque el salmista proclama: “En pecado me concibió mi madre”
(51,5). No obstante, el ángel Gabriel alude a María como la siempre “llena de
gracia” (Lucas 1, 28), por un privilegio único y especial otorgado por el Padre
Eterno desde el cielo, en atención a los méritos de su Unigénito. La carne y la
sangre de Cristo, son carne y sangre que le vienen de Ella. Sobre este punto podemos
analizar cuatro factores:
El
Espíritu de Dios confiesa que Jesucristo ha venido en carne (1 Juan 4,2). Y
todo aquel que lo niegue es el anticristo
(2 Juan 1,7).
Durante
el embarazo la madre alimenta a su hijo por nacer de su sangre a través de la
placenta que se encuentra unida a la pared del útero, y se conecta con el feto
por el cordón umbilical.
Gracias
a “la sangre preciosa de Cristo, el Cordero sin mancha ni defecto.” (1 Pedro
1,19), se realiza un nuevo pacto (Mateo 26,26-28; 1 Corintios 11,23-26), para
la redención y el perdón de los pecados (Efesios 1,7; 1 Juan 1,7).
Análisis
de laboratorio han comprobado que la sangre detectada tanto en la sábana que se
cree cubrió el cuerpo de Cristo después de haber sido bajado de la cruz y que
se conserva en Turín (Italia), es la misma del sudario de Oviedo (España), que
es un pequeño paño que se presume envolvió el rostro del Señor. Ambos
corresponden al tipo AB. Un 16 % de la población semítica o hebrea posee este
tipo de sangre.
Si
decimos que María no tuvo pecado alguno, esto no la exime de las consecuencias
que trae la misma falta en los seres humanos, como son los padecimientos y la
propia muerte. Su Hijo Jesucristo se describe como “un hombre lleno de dolor,
acostumbrado al sufrimiento” (Isaías 53,3; 1 Pedro 2, 21). “El mismo tomó
nuestras enfermedades, y llevó nuestras dolencias’” (Isaías 53,4; Mateo 8,
16-17). En la cruz del Calvario grita y muere con dolor (Mateo 27,50).
Siguiendo
esta línea, el evangelista y médico Lucas anota que cuando se encontraba en
Belén “llegó para María el momento del parto y dio a luz a su hijo primogénito”
(Lucas 2,6-7). Esto es una referencia a los síntomas que siente toda mujer en
este estado. En la etapa de la gestación, algunas madres experimentan cólicos
similares a los dolores del ciclo menstrual. En el parto las contracciones son
prolongadas, intensas y frecuentes. El apóstol Juan en una visión en el libro
del Apocalipsis agrega: “Apareció en el cielo una señal grandiosa: una mujer
vestida del sol, con la luna bajo sus pies y una corona de doce estrellas sobre
su cabeza. Está embarazada y grita de dolor, porque le ha llegado la hora de
dar a luz” (12,1-2).
Algunos
místicos y revelaciones particulares, afirman que el alumbramiento de María fue
algo especial como un rayo atravesando un cristal. Pero más bien, podemos estar
inclinados a creer que fue un procedimiento normal, con rompimiento de fuente y
expulsión de la criatura a través de la vagina. En este proceso bien pudo haber
intervenido su esposo José, porque la palabra de Dios no especifica que haya
habido ninguna otra persona en este momento crucial en la historia de la
salvación.
Después
del desembarazo, ella siguió siendo la “siempre y bienaventurada Virgen María”,
ya que la Maternidad Divina no puede explicarse desde un plano solamente
fisiológico, sino que está enmarcado en lo sobrenatural, “porque ninguna cosa
es imposible para Dios” (Lucas 1, 37).
Como
toda Madre, María nutrió al Emmanuel con su leche materna. San Agustín, afirma
que “María fue la Mujer que dio leche a aquel que nos dio el pan de vida
eterna”. En la misma localidad de Belén se puede visitar la llamada “Gruta de
la Leche”, donde según una piadosa leyenda la Virgen Santísima mientras
amamantaba al Niño Dios dejó caer una gotas de su calostro, al instante las rocas
se tornaron blancas y blandas. Desde entonces este lugar es objeto de
veneración por los cristianos y musulmanes, sobre todo por las mujeres
estériles o lactantes que le piden por estos dos favores a la progenitora del
Mesías.