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domingo, 21 de junio de 2009

Los Cristianos y la Eucaristía.


Los cristianos y la Eucaristía

Padre José Pascual Benabarre
benigno_benabarre@yahoo.com
Para El Visitante

En este artículo me propongo hacer algunas reflexiones sobre los cristianos y la diaria celebración de la Eucaristía, que todos los sacerdotes practicamos y en la que tantos cristianos participan.

Las genuinas celebraciones, sean litúrgicas, como la misa, o comidas comunitarias, deben nacer de la vida y ayudar a sus participantes a volver a las mismas, renovadas y transformadas. Si la vida cristiana es auténtica, lejos de llevarnos al narcisismo, nos cuestiona y nos hace repensar los valores de nuestra vida personal y los de la comunidad cristiana, como tal.

La vida cristiana nos obliga a mucho

La vida cristiana no tiene por objeto ofrecernos una escapatoria para librarnos de las implicaciones de la encarnación de Jesucristo y de nuestra responsabilidad de entrar de lleno en las actividades tendientes a la transformación del mundo, de acuerdo con nuestro talento y otras posibilidades. Todo lo contrario. La encarnación de Cristo nos obliga a luchar contra toda falsedad y a promover el Reino de Cristo en todas las esferas de la vida humana. Por tanto, podemos preguntarnos, ¿en qué nos ayuda la celebración diaria de la Eucaristía en nuestras relaciones con Dios, con los hermanos y con nosotros mismos?

La Eucaristía nos diviniza

Nuestra apreciación de la Eucaristía debe estar enraizada en el reconocimiento y aceptación del inmenso amor que la Santísima Trinidad nos tiene, especialmente manifestado en la encarnación del Hijo y en la plena donación del Espíritu Santo. Del mismo modo que la comida y bebida vienen a ser parte del que las toma, así, al celebrar la Eucaristía y al recibir las especies sacramentales de pan y vino, nos hacemos unos con Cristo y, por tanto, nos divinizamos. ¡Qué grandiosa e insondable es la bondad y magnanimidad del Señor Jesús!

Es curioso y significativo anotar que Jesús no se limitó a bendecir y consagrar el pan en la Última Cena, sino que también lo partió y distribuyó, oficios propios estos de las madres y de los esclavos en el Antiguo Testamento. Con un sólo gesto, Jesús se nos presenta como esclavo y madre, concepto este último del que ya escribieron la gran santa benedictina Gertrudis de Helfta (1256-1302), y Santa Juliana de Norwich (1342+1416-1423).

Gestos que nos obligan

Esos gestos de Jesús nos indican hasta dónde debe llevarnos la recepción diaria de la Eucaristía, y el espíritu comunitario que ella debe inspirar y fortalecer. Nos llamamos hermanos, pero no siempre nos portamos como tales, incluso los que celebramos la santa Misa y comulgamos diariamente. Y no es tanto cuestión de dar y aun de repartir, sino de darnos, exactamente como hace Cristo en la Eucaristía. No es tan difícil dar una limosna; pero ya nos resulta más cuesta arriba visitar en el hospital a los enfermos en los que deberíamos ver al mismo Cristo en persona (Mt 23: 40; 25, 43).

Y los gestos de Cristo invitan tanto al individuo como a la comunidad cristiana, pues ambos lo reciben en la Eucaristía, formando así un sólo cuerpo. Se lo recordó San Pablo a sus cristianos de Corinto, y continúa recordándonoslo a nosotros (1, 10, 16-17).

Comunidad y Eucaristía

No es fácil explicar en qué consiste la vida comunitaria; podemos, sin embargo, afirmar que su elemento principal es la participación efectiva en las vidas de unos y otros. Y por vida entendemos aquí el esfuerzo que debemos hacer para conocernos y amarnos unos a otros, y así facilitarnos unos a otros la existencia a todos los niveles.

Desgraciadamente, este esfuerzo se ve, en parte, neutralizado por el temor a que los demás nos dominen, y así perdamos nuestra libertad; y también a que nos encontremos a nosotros mismos, y nos veamos obligados a mejorar nuestras vidas, a diluirnos dentro de la comunidad.

Para facilitar efectivamente la vida comunitaria, es necesario que permitamos a Cristo entrar de lleno en nuestras vidas para que nos modele a su gusto; evitar que nos encerremos en nosotros mismos, el creernos suficientes, en buscar sólo nuestro interés, y en preocuparnos sólo de nosotros mismos. En la Eucaristía, bien preparada y bien recibida, encontraremos la fuerza para construir la comunidad cristiana de tal modo que tenga una sola alma, y los bienes de todos se pongan al servicio de la comunidad justa y caritativamente (ver He 4: 32). Este debería ser el gran fruto de la diaria celebración de la Eucaristía