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sábado, 31 de julio de 2010

Limpiemos nuestras almas del mal


Escrito por Augusto G. García
Jueves, 22 de Julio de 2010 13:58

Los humanos tenemos a nuestra disposición algunas armas para combatir esa desesperanza; esas cargas inmensas que la vida coloca sobre nuestros hombros y son la causa de nuestro proceder errático, nuestras fricciones con la familia, el vecino y el compañero de trabajo.

Vivimos en un mundo tan cambiante, tan acelerado, tan cargado de cosas negativas que nuestra psiquis se lastima, se lacera, se desploma. Esto hace que nos sintamos atrapados, impotentes y maniatados para enfrentar esas situaciones estresantes que tanto nos agobian.



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La Iglesia, en el Bautismo, nos exorciza y nos limpia el alma del pecado original. Con los sacramentos, se fortalece nuestra alma y nos preparamos para poder luchar con éxito contra las vicisitudes de la vida. Pero muchas veces nos dejamos caer. Nuestra fe se estremece, y nos sentimos vencidos.

Es cuando echamos a Dios al olvido, cuando lo relegamos al plano de lo innecesario y hasta lo pensamos inexistente, que el maligno se afinca en su malévolo plan de posesionarse de nuestra alma. Puede ser algo tan sencillo como un completo abandono de todo lo que sea honesto, moral, lícito. Pero puede llegar el momento en que nos degeneremos tanto que nos dejemos poseer por algún ente diabólico. De ahí a convertirnos en monstruos es un paso.

Pero Dios no nos abandona aún sabiéndose abandonado por nosotros. Y ahí entra en juego la dirección espiritual intensa, las oraciones y, en casos extremos, el exorcismo. Un sacerdote entrenado para lidiar con estos entes maléficos, pone en juego su vida para tratar de salvar nuestra alma. Pero solamente puede lograrlo si todo el entorno familiar se une en oración para apoyarlo en su lucha titánica, ya que los entes que se posesionan de nuestra alma no ceden fácilmente su nuevo hogar. Muchas veces se logra salvar a esa alma descarriada. Otras veces no. Pero la Iglesia NUNCA cede, nunca se entrega en esta tarea de tratar de salvarnos.

Depositemos, pues, toda nuestra fe en Dios y su Santa Iglesia. Vale la pena intentarlo. Después de todo, es de nuestra alma que estamos hablando.

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