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domingo, 8 de mayo de 2011

El poder de perdonar los pecados en la Iglesia de Jesús


Escrito por P. José P. Benabarre Vigo
Miércoles, 04 de Mayo de 2011 16:39

Al dar a sus apóstoles el poder de perdonar los pecados (Jn 20,21-23) Jesús no dio indicación alguna de cómo debían hacerlo. La forma podría ser determinada por ellos, pues les había dado otros amplios poderes (Lc10, 16). Quiero indicar aquí que esos poderes son amplísimos, si es que interpreto bien las palabras de Jesús “COMO EL PADRE ME ENVIÓ, ASÍ OS ENVÍO YO A VOSOTROS” (Jn 20, 21). O sea, es como decir: ¡Os transfiero mi misión y mis poderes para llevarla a cabo!

El sacerdote sabe de lo que se trata la confesión. Tiene dos buenas razones: indicar al penitente lo que debe hacer para no volver a pecar, y darle la penitencia consiguiente. Esta confesión puede hacerse de viva voz, por escrito o por señales, si no puede hacerse de otro modo.

Confesión secreta

La forma ordinaria de confesar hoy nuestros pecados es mediante la manifestación secreta de los mismos al legítimamente ordenado sacerdote de la Iglesia. La absolución general sólo está permitida en casos de emergencia.

No está del todo claro cuándo comenzó a generalizarse esta forma de confesión, pues consta que no siempre fue así. Mientras Orígenes (184 ó 185+253 ó 254), sacerdote alejandrino, y san Ireneo (c.140-160+c.202), obispo de Lión, Francia, exigían que fuera pública, el papa san León I Magno (440-461) condenó enérgicamente que en algunas partes se obligara a confesar públicamente los pecados. Parece que en el siglo VI entre los monjes irlandeses la confesión privada era lo común. Aunque tarde, la Iglesia se dio cuenta de los inconvenientes de la confesión pública, especialmente tratándose de ciertas personas y pecados.

Condiciones de la buena confesión

Es muy serio ofender a Dios y a los hermanos. Y la única forma de obtener su perdón es humillarnos y decirles que estamos bien arrepentidos de haberles ofendido. Dios perdona siempre que estemos debidamente preparados, no así los hombres, no obstante el mandato divino de perdonar “hasta setenta veces siete”, es decir, siempre (Mt 18, 22); peor para ellos si no lo hacen.

Los no católicos u ortodoxos pueden obtener de Dios el perdón de sus pecados mediante un profundo arrepentimiento por haber ofendido a la Majestad de Dios, y con el propósito firme y eficaz de no volver a ofenderle más. Los católicos, por el contrario, sólo mediante el sacramento de la Confesión, si lo tienen a su alcance. Aunque parezca lo contrario a primera vista, los católicos tenemos la ventaja, pues podemos oír de un representante de Dios las consoladoras palabras: “Hijo, tus pecados te son perdonados”, obteniendo así la certeza de que también nos ha perdonado Dios. Esta certeza no pueden tenerla los protestantes ni evangélicos.

Para que la confesión sea buena, ha de estar precedida de un serio examen de conciencia, tanto más exhausto cuanto más tiempo haya pasado desde la última confesión bien hecha. Las otras condiciones son las siguientes:

Completa. El penitente debe confesar todos los pecados mortales cometidos desde la última confesión u olvidados en anteriores confesiones que haya encontrado durante el examen. Si, por vergüenza o por otra cualquier causa, deja de confesar algún pecado mortal, la confesión no es buena, es decir, los pecados no quedan perdonados, aunque el sacerdote haya pronunciado las palabras de la absolución.

Sincero arrepentimiento. Dios puede descubrirlo; el sacerdote, no. Por eso tiene que fiarse del penitente cuando le manifiesta que está dolido de haber ofendido a Dios o, al menos, por haber merecido el infierno. Sin este dolor, no puede haber perdón.

Firme propósito de la enmienda. Este propósito de la enmienda requiere que el penitente ponga todos los medios a su alcance (oraciones más frecuentes y mejores, confesarse de cuando en cuando; evitar las ocasiones de pecado, hacer alguna penitencia, etc.) para no volver a pecar. Sin este propósito firme y eficaz, la confesión no es buena.

Cumplir la penitencia. Para satisfacer de algún modo por los pecados cometidos y como medida medicinal para no volver a cometerlos, el sacerdote impone al penitente alguna penitencia al final de la confesión.

Estas condiciones para una buena confesión son una necesidad para obtener de Dios el perdón de nuestros pecados, pues con Él no podemos jugar. Es inadmisible que le pidamos perdón hoy y le volvamos a ofender mañana. Claro que somos flacos y que, no obstante las buenas confesiones, aún volvemos a pecar. No debemos desesperarnos, pues no son santos sólo los que nunca han pecado, sino también los que siempre se han levantado. O como he leído en estos días, todo ser humano tiene un porvenir, y todo santo ha tenido un pasado.