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domingo, 14 de febrero de 2010

LA EUCARISTÍA 3ra Parte



La Presencia Real del Cuerpo y de la sangre de Cristo.


Tomado de José Antonio Sayés, "El Misterio Eucarístico", capítulo III.
BAC Madrid, 1986, pp. 111-255
Comenzamos el estudio de la Eucaristía en la tradición de la Iglesia. Siguiendo el método positivo o genético, tenemos que indagar paso a paso los datos de la fe. Hemos comenzado por la Sagrada Escritura y ahora entramos en la tradición de la Iglesia. El misterio eucarístico está ya básicamente descrito en la Biblia; pero, dada su enorme riqueza, se requerirá la continua reflexión de la Iglesia, conducida por el Espíritu Santo, para ahondar poco a poco en todas sus dimensiones. La Iglesia misma no podía sospechar en un principio que en un poco de pan y vino se hallase concentrado todo el miste­rio redentor de Cristo. Lo tuvo que ir descubriendo poco a poco bajo la iluminación del Espíritu Santo.

Los Padres, la liturgia, los concilios, la teología, el sentido de los fieles, irán desvelando la profundidad de un misterio que la Iglesia ha tenido siempre en la mano, sin conocer a veces del todo la riqueza del mayor don que Cristo, su es­poso, le dio. Si en algún misterio la iluminación del Espíritu Santo ha intervenido decisivamente para llevar a la Iglesia a la plenitud de conocimiento de lo que Cristo hizo y entregó, éste es la Eucaristía. La Iglesia descubrirá que la Eucaristía lo es todo: encarnación, sacrificio de Cristo en la cruz, fundamento de la Iglesia, prenda de la resurrección. Por ello, la Iglesia ha mimado la práctica y el estudio de la Eucaristía como el corazón de su misma vida.

Comenzamos el estudio de la Eucaristía en la tradición de la Iglesia abordando, en primer lugar, el tema de la presencia real del cuerpo y la sangre de Cristo en este sacramento, para pasar después a la Eucaristía como sacrificio y como ban­quete. Esta diferenciación de los diversos aspectos de la Euca­ristía comenzó a hacerse ya en los primeros siglos, en los mismos Padres, que estudiaron ya por separado la presencia real y su modo de realización y el tema sacrificial.

Cada una de estas dimensiones eucarísticas exigió tal dedi­cación de estudio y reflexión, que en muchas ocasiones se abordaban por separado. Como decíamos, la misma riqueza de la Eucaristía exigía esta consideración distinta de sus dife­rentes dimensiones; distinción que en modo alguno significaba separación.

Abordamos en primer lugar, como hemos dicho, el tema de la presencia real del cuerpo y sangre de Cristo, y lo ha­cemos no basados en una consideración abstracta o apriorística, sino en algo que ya hemos considerado al hablar de la Euca­ristía en la Sagrada Escritura: es la presencia de la víctima la que hace posible la presencia del sacrificio y lo que causa la unidad de la Iglesia. Es cierto que autores como K. Rahner han dicho al respecto que en la Eucaristía no ofrecemos a Cristo porque está presente, sino que está presente porque lo ofrecemos[2]. No son pocos los que pretenden explicar la pre­sencia de Cristo en este sacrificio como resultado de su en­trega sacrificial a la Iglesia[3]. Sin embargo, se impone comen­zar por el tema de la presencia real, como veremos.

No cabe duda de que Cristo se hace presente en medio de nosotros durante la celebración del sacrificio. Es en el marco de la celebración de la Eucaristía como se hace presente Cristo entre nosotros. Ahora bien, resulta difícil, incluso im­posible, explicar la presencia del cuerpo y de la sangre de Cristo en este sacramento a partir de su entrega sacrificial a la Iglesia en el pan y en el vino. Es ésta una presencia que se re­siste, como veremos, a ser entendida en términos de acción, como es la presencia de Cristo en los demás sacramentos, en los que también se entrega Cristo a la Iglesia. Es un hecho que los Padres han afirmado desde un primer momento que la Eucaristía es la carne de nuestro Señor y que esto ha provocado una reflexión especial que va más allá de la perspectiva de la acción. Ningún problema habría surgido de haber reducido las palabras de Cristo «esto es mi cuerpo, esto es mi sangre» a un signo eficaz de su entrega, como no habría sur­gido de haber reducido a Cristo a mero signo eficaz del amor de Dios a los hombres. La verdadera magnitud de los pri­meros concilios cristológicos, que culminan en Calcedonia en la confesión de las dos naturalezas unidas en la única persona, consiste precisamente en haberse enfrentado con todas las im­plicaciones que nacían de confesar que Jesús de Nazaret es Dios. Esta es la razón de una reflexión continua y difícil en torno al misterio de Cristo. Pues lo mismo ha ocurrido con la Eucaristía desde el primer momento: la Iglesia ha afirmado en el sentido más propio que la eucaristía es la carne del Señor, y esto le ha llevado a la confesión de la conversión del pan y del vino en el cuerpo y sangre de Cristo.

La Eucaristía tiene implicaciones que la vinculan estrecha­mente al misterio de la encarnación como prolongación sacra­mental de la misma, y por ello no puede ser entendida la pre­sencia de Cristo en este sacramento en términos de acción, sino en términos de ser. Es esto lo que la Iglesia vio desde un principio, y no es de extrañar que las palabras institucionales de Cristo «esto es mi cuerpo» hayan exigido una reflexión sólo comparable a la que exigió el misterio mismo de la encarna­ción.

La Iglesia dedicará la mejor y más profunda reflexión a la presencia real del cuerpo y de la sangre de Cristo, pues sabe también que sólo con la garantía de la presencia de la víctima se fundamentan las demás dimensiones de la Eucaristía. Como tendremos ocasión de ver más a fondo, el sacrificio eu­carístico, que no es otro que el de la cruz, requiere la presen­cia de Cristo entre nosotros como víctima. Asimismo, lo hemos visto ya en las palabras de Pablo, la Iglesia en su uni­dad tiene su base en la presencia misma del cuerpo y sangre del Señor: porque nos alimentamos de un mismo pan, for­mamos un mismo cuerpo. Estos serán, pues, los temas que abordemos en esta parte, dedicada a la Eucaristía en la tradi­ción de la Iglesia: a) la presencia real del cuerpo y la sangre de Cristo; b) la Eucaristía como sacrificio; c) la Eucaristía como banquete; d) elementos sacramentales de la Eucaristía.



I. LA PRESENCIA REAL EN LOS PADRES [4]



La doctrina de los Padres sobre la presencia real no está desarrollada sistemáticamente por ellos. Debemos tener en cuenta que en su época no hubo ningún ataque a la presencia real. No hay que olvidar tampoco que existió la disciplina del arcano, según la cual la Eucaristía se ocultaba a los no creyentes. A pesar de ello, la confesión de la presencia real del cuerpo y sangre de Cristo en la Eucaristía es continua, clara y decidida, al tiempo que comienza en ellos un intento de reflexión sobre cómo tiene lugar esta presencia. El lenguaje y la terminología se van depurando poco a poco, y se irá pre­parando el terreno para síntesis posteriores.



1) Padres antenicenos



Ignacio de Antioquia [5]

Ignacio de Antioquía escribe contra los docetas, los cuales no creen que Cristo haya tomado verdadera carne humana, y es en este contexto como escribe:

«De la Eucaristía y de la oración se apartan (los docetas), porque no confiesan que la Eucaristía es la carne de nuestro salvador Jesucristo, la que padeció por nuestros pecados, la que por su benignidad resucitó el Padre. Por lo tanto, los que contradicen al don de Dios litigando, se van muriendo. Mejor les fuera amar para que también resucitasen»[6].

Esta es la primera afirmación categórica de que la Eucaris­tía es la carne de nuestro Señor, la misma que murió por no­sotros y resucitó. Los docetas no pueden celebrar la Eucaris­tía, puesto que no creen en la carne de Cristo.

Dice también Ignacio que la Eucaristía es una, porque una es la carne de Cristo: «Procurad usar una misma Eucaristía. Porque una es la carne de nuestro Señor Jesucristo y uno el cáliz para unirnos con su sangre; un solo altar, como un solo obispo, junto con su presbiterio y con los diáconos, consiervos míos, a fin de que cuanto hagáis, todo lo hagáis según Dios»[7].

Aquí Ignacio exhorta a la unidad con el obispo; unidad que se manifiesta en la Eucaristía. Pero la Eucaristía es una, porque una es la carne de Cristo. La Eucaristía no es otra cosa que la carne de Cristo.



Justino [8]

Justino nos ofrece la primera descripción que tenemos de la Eucaristía. Aporta dos descripciones: la Eucaristía que si­gue al bautismo (Apol. I 65-66) y la que tiene lugar en la li­turgia del domingo (ibid., 67).

Es de notar en Justino que el verbo eucharisteîn, que en la Iglesia primitiva era el verbo que designaba a la Eucaristía toda, pasa con él a designar a los dones, a los elementos de pan y vino, «eucaristizados» por la oración. Este pan y este vino no son ya pan y vino normales, sino que son la carne y la sangre de Cristo. Dice así Justino en su Apología:

«Al terminar el presidente las oraciones y la acción de gracias, exclama todo el pueblo a una voz: ‘Amén, Amén’, palabra hebrea que significa ‘Así sea’. Después de que el que preside ha dado gracias y todo el pueblo ha aclamado, los que entre nosotros se llaman diáconos dan a cada uno de los pre­sentes a participar del pan y del vino y del agua eucaristi­zados que también llevan a los ausentes.

Este alimento se llama entre nosotros Eucaristía, del cual a ningún otro es lícito participar sino al que cree que nuestra doctrina es verdadera, y que ha sido purificado por el bau­tismo para perdón de los pecados y para regeneración, y que vive como Cristo enseñó. Porque estas cosas no las tomamos como pan ordinario ni bebida ordinaria, sino que así como por el Verbo de Dios, habiéndose encarnado nuestro Salva­dor, tomó carne y sangre para nuestra salvación, así también se nos ha enseñado que el alimento eucaristizado mediante la palabra de oración procedente de él (alimento con el que nuestra carne y nuestra sangre se nutren con arreglo a nuestra transformación) es la carne y la sangre de aquel Jesús que se encarnó»[9].

La afirmación de Ignacio se repite en Justino: la Eucaristía es la carne y la sangre de Cristo. Justino aporta aquí como testimonio las palabras institucionales de Cristo y apela ya a la transformación que experimentan el pan y el vino, que ya no son pan y vino ordinarios, sino que por las palabras de Cristo están eucaristizados, de modo que son ya su cuerpo y su sangre[10].



Ireneo [11]

Ireneo ofrece un testimonio de valor incalculable sobre la Eucaristía. Procedente de Oriente, discípulo de Policarpo, a vez discípulo de Juan, es también discípulo de Justino en Roma y finalmente es nombrado obispo de Lyón. Por ello su doctrina nos ofrece la fe eucarística tal como era confesada en su tiempo.

La doctrina que nos da sobre la Eucaristía es, más bien, directa, pues lo que Ireneo pretende es argumentar contra los errores de los gnósticos, basándose para ello en la Eucari­stía. Los gnósticos de tendencia marcionita que Ireneo com­bate defendían, basándose en la maldad intrínseca del mundo hecho por el demiurgo, que:

— Cristo, nuestro Salvador, no puede ser hijo del Creador del mundo, pues éste es un artífice malo de cosas también malas. Distinguen entre el Creador malo del Antiguo Testa­mento y el Dios bueno del Nuevo.

— La resurrección de la carne es imposible, porque ésta es mala[12].

Ireneo partirá de la doctrina sobre la Eucaristía, admitida por sus adversarios, con el fin de argumentarles en contra de los principios arriba descritos.

Cristo, dice Ireneo, toma en sus manos las criaturas, que son el pan y el vino, para convertirlas en su cuerpo y sangre, en lo cual creen también los gnósticos; pues bien, Cristo no habría tomado en sus manos tales criaturas si fuera enemigo del Creador del mundo, y argumenta así: «¿Cómo, pues, les constará que este pan, en el que han sido dadas las gracias, es el cuerpo del Señor y el cáliz de su sangre, si no dicen que él es Hijo del hacedor del mundo, esto es, su Verbo, por el cual el leño fructifica y las fuentes manan, y la tierra da pri­mero tallo, y después espiga y, finalmente, trigo pleno en la espiga?» [13]

Aquí Ireneo confiesa, pues, en línea con Ignacio y Justino, que la Eucaristía es la carne del Señor, algo que también creen los gnósticos y que le sirve para argumentar contra ellos.

Por fin, argumenta también contra el segundo principio gnóstico: ¿cómo dicen que no hay resurrección de la carne, si en la Eucaristía nos alimentamos con la carne resucitada de Cristo?:

«¿Y cómo dicen también que la carne se corrompe y no participa de la vida (la carne) que es alimentada por el cuerpo y la sangre del Señor? Por lo tanto, o cambian de parecer o dejan de ofrecer las cosas dichas. Para nosotros, en cambio, lo que creemos concuerda con la Eucaristía, y la Eucaristía, a su vez, confirma lo que creemos. Pues le ofrecemos a El sus propias cosas proclamando concordemente la comunión y unión de la carne y del espíritu. Porque así como el pan, que es de la tierra, re­cibiendo la invocación de Dios, ya no es pan ordinario, sino Eucaristía, constituida por dos elementos terreno y celestial, así también nuestros cuerpos, recibiendo la Eucaristía, no son corruptibles, sino que poseen la esperanza de la resurrección para siempre»[14].

«Y son vanos por completo los que desprecian todo el or­den divino y niegan la salvación de la carne y desdeñan su regeneración diciendo que no es capaz de incorruptibilidad. Pero si ésta no se salva, entonces ni el Señor nos ha redimido con su sangre ni el pan que partimos es participación de su cuerpo. Porque la sangre no procede sino de las venas y de la carne y de la restante sustancia humana, de la cual verdadera­mente hecho el Verbo de Dios, nos redimió con su sangre. Como lo dice también su apóstol: en el cual tenemos, por su sangre, redención y remisión de los pecados (Ef 1,7). Porque somos miembros suyos y alimentados por medio de la creación y nos brinda la creación haciendo salir su sol y llover como quiere, aseguró que aquel cáliz de la creación es su propia sangre y reafirmó que aquel pan de la creación es su cuerpo, con el cual incrementaba nuestros cuerpos. Cuando, pues, el cáliz mezclado y el que ha llegado a ser pan reciben el Verbo de Dios [15] y se hacen Eucaristía, cuerpo de Cristo, con las cuales la substancia de nuestra carne se au­menta y se va constituyendo, ¿cómo dicen que la carne no es capaz del don de Dios, que es la vida eterna; la carne alimen­tada con el cuerpo y la sangre del Señor y hecha miembro de El?» [16]

Ireneo toma aquí el procedimiento de argumentación de Pablo a los corintios que no creen en la resurrección de los muertos. Pablo dice: «Si no hay resurrección de los muertos, tampoco Cristo ha resucitado» (1 Cor 15,12); Ireneo: «Si no hay resurrección de la carne, tampoco la Eucaristía es la carne del Señor, tampoco Cristo nos ha redimido con su sangre, ni la Eucaristía es participación en su sangre». Se trata, por lo tanto, de la misma sangre con la que Cristo nos ha redimido.

Pero Ireneo da un paso más, no se limita a confesar que la Eucaristía es la carne del Señor, pues alude a la transforma­ción (gínetai) que el pan y el vino experimentan bajo la invoca­ción de la palabra de Dios [17]. Ya Justino había hablado del pan y del vino eucaristizados; Ireneo afirma que el pan y el vino se hacen (gínetai) cuerpo y sangre de Cristo. Se indica así la transformación que el pan y el vino experimentan al re­cibir la invocación.

En resumen, la doctrina de Ireneo es ésta: la Eucaristía es la carne de Cristo; carne vivificante del Dios Hijo de Dios, Creador y Padre, por la que nos hacemos partícipes del don de la resurrección. El pan y el vino llegan a ser el cuerpo y la sangre de Cristo mediante la invocación de su palabra. Su afirmación repetida es que la Eucaristía es la carne resucitada del Señor; sólo así puede ser carne vivificante. Comunica el don de la resurrección porque ella es carne resucitada y vivifi­cada por el Espíritu.



Tertuliano [18]

La Eucaristía es, para Tertuliano, algo que contiene la ver­dad del cuerpo y de la sangre de Cristo: «Por lo cual, por el sacramento del pan y del cáliz, ya hemos probado en el evan­gelio la verdad del cuerpo y la sangre del Señor en contra del fantasma (propagado) por Marción».[19] Siendo la Eucaristía algo sagrado, se tiene cuidado, dice, de que nada caiga por tierra: «Sufrimos ansiedad si cae al suelo algo de nuestro cáliz o también de nuestro pan». [20]

En su obra De oratione, Tertuliano es testigo de que en la Eucaristía se recibe el cuerpo del Señor. Para los cristianos, los días de estación eran días de ayuno y oración, y algunos pensaban que con la recepción del cuerpo del Señor se rom­pía el ayuno. Tertuliano les recomienda que asistan al sacrifi­cio y se lleven a casa el cuerpo del Señor para comerlo a la tarde. Así cumplen con los dos preceptos [21].

Encontramos también otro texto claro de Tertuliano en su De Idolatria [22]; pero quizás el texto más expresivo aparece en De resurrectione, en el que recuerda que entre el cuerpo y el alma hay una solidaridad y que en dicha unión es la carne la mediadora de la salvación. Lavada la carne por el bautismo, queda el alma limpia, se imponen las manos a la carne para que el alma sea iluminada. Es en este contexto donde dice que «la carne es alimentada con el cuerpo y la sangre de Cristo para que también el alma se harte de Dios» [23]

La presencia del cuerpo y de la sangre de Cristo en la Eu­caristía están, por lo tanto, categóricamente afirmadas por Tertuliano [24].



Cipriano [25]

En la Iglesia de Cartago encontramos a Cipriano, discí­pulo de Tertuliano. Para Cipriano, la Eucaristía es una cosa secreta y santificante, pero en grado superior a los demás sa­cramentos, pues la Eucaristía es el cuerpo y la sangre de Cristo. Lo afirma claramente en su relación a los herejes y los lapsos. Los herejes no pueden recibir la comunión sin haber recibido antes el bautismo católico. Y a los lapsos les exige la penitencia adecuada antes de recibir la Eucaristía, pues, de no ser así, se hace violencia al cuerpo y a la sangre de nuestro Señor: «Desdeñadas y despreciadas todas estas cosas antes de ex­piar los delitos, antes de hacer la confesión del crimen, antes de purificar la conciencia con el sacrificio y la mano del sacerdote, antes de aplacar la ofensa del Señor que está indig­nado y amenaza... se hace violencia a su cuerpo y sangre, y pecan ahora más contra el Señor con las manos y la boca que cuando le negaron» [26].

Sin embargo, ante la amenaza de una nueva persecución, Cipriano permite que los lapsos accedan a la Eucaristía para que no se vean separados de la fuerza del cuerpo y de la san­gre de Cristo [27].



Clemente de Alejandría [28]

Con los alejandrinos pasamos a un mundo diferente, dada la concepción platónica que en ellos domina, la tendencia constante a primar lo doctrinal sobre lo corporal y la prefe­rencia del sentido alegórico sobre el literal.

En Clemente encontramos una clara afirmación de la pre­sencia real. En círculos católicos se designaba la Eucaristía, en conexión con I Cor 3,2, como «leche». Por ello, los gnósticos se vanaglorían de que su propia Eucaristía es «carne y sangre» del Señor en comparación con la «leche» de los católicos. En este contexto, Clemente viene a decir que la leche de los cató­licos no es otra cosa que el Verbo, que es todo para el niño: padre, madre, pedagogo, nodriza: «Comed, dice el Señor, mi carne y bebed mi sangre. El Señor nos proporciona estos ali­mentos caseros y nos da la carne y derrama la sangre, y nada falta para el crecimiento a los niños pequeños. ¡Oh admira­bles misterios!» [29]

Usa también Clemente el lenguaje común de la Iglesia. Alude a los herejes, que, contrariamente a la regla de la Igle­sia, usan sólo agua, y es testigo del uso litúrgico de la comu­nión. En Stromata afirma que la Eucaristía fue figurada en el «alimento santificado» de vino y pan que dio Melquisedec. Y confiesa que hay un alimento de pan que es el mismo Jesús:

«Yo (el Salvador) soy tu sustentador, que me he dado a mí mismo (como pan), del cual quien ha gustado no hace ya más la experiencia de la muerte, y que me he dado a mí mismo como medicina de inmortalidad» [30]

Más difícil ha resultado siempre la interpretación de Paed. 2,2, que dice así: «Doble es la sangre del Señor: pues una es carnal, con la que fuimos redimidos de la muerte; otra espiri­tual, con la que fuimos ungidos. Y beber la sangre de Jesús es esto: ser hecho partícipe de la incorrupción del Señor. Pues la fuerza del Verbo es el Espíritu, como la sangre lo es de la carne. De donde así como el vino se mezcla con el agua, así el Espíritu con el hombre. Y aquello, a saber, la mezcla (de vino y agua), es un convite para la fe, y esto, a saber, el Espí­ritu, conduce a la incorrupción; y, a su vez, la mezcla de ambos, es decir, de la bebida y del Verbo, se llama Eucaristía, laudable y precaria gracia» [31].

Para Clemente, que trata de ensalzar el cristianismo como la verdadera gnosis recogiendo los elementos positivos de la filosofía contemporánea, el Logos tiene la función primordial de maestro, y, en consecuencia, la Eucaristía, íntimamente unida a la encarnación, no puede ser vista independiente­mente del Logos. Por ello, para él la carne y la sangre euca­rísticos son una objetivización del Logos, que es idéntico al Espíritu [32]. Para Clemente, la Eucaristía es una mezcla (krásis) del Logos/Pneuma y los elementos. Quizás, como dice Van Eynde, no satisfaga la perspectiva de Clemente, pero es claro que en todo caso no se puede poner en duda el realismo de su fe eucarística [33].



Orígenes[34]

Orígenes, a pesar de la ley del arcano y de que da por co­nocida la doctrina eucarística entre los iniciados, es un claro exponente del uso y de la tradición litúrgica en este punto.

Sostiene Orígenes que lo que el Señor da en la Eucaristía es su cuerpo y su sangre [35]. Contra Celso dice categórica­mente: «Nosotros, por el contrario, dando gracias al Señor de todo, comemos los panes ofrecidos por la acción de gracias y la oración (hecha) sobre los dones ofrecidos, que se hacen por la oración un cierto cuerpo santo y santificador» [36].

La comunión con el cuerpo de Cristo exige una concien­cia pura y, asimismo, una precaución extrema para que nada se pierda o caiga por el suelo:

«Conocéis vosotros, los que soléis asistir a los divinos misterios, cómo, cuando recibís el cuerpo del Señor, lo guar­dáis con toda cautela y veneración, para que no se caiga ni un poco de él, ni desaparezca algo del don consagrado. Pues os creéis reos, y rectamente por cierto, si se pierde algo de él por negligencia. Y si empleáis, y con razón, tanta cautela para conservar su cuerpo, ¿cómo juzgáis cosa menos impía haber descuidado su palabra que su cuerpo?» [37].

A propósito de la Eucaristía, explica también Orígenes que lo que sucedió en el Antiguo Testamento en enigma, se verifica ahora en la realidad de la carne de Cristo [38]. Esta es, pues, la doctrina de Orígenes sobre la presencia real [39].



Conclusión

Visto el período preniceno, podemos decir en resumen que la presencia real del cuerpo y de la sangre en la Eucaristía es afirmada de forma constante e ininterrumpida. De la Euca­ristía se dice que es la carne del Señor en un sentido literal y propio (Ignacio, Ireneo, Justino).

Con la doctrina eucarística se combate fundamentalmente la teología doceta y gnóstica. En este último caso es significa­tivo que se dé por supuesta la fe en la Eucaristía, para desde ella tratar de argumentar contra la doctrina de los gnósticos.

Esta presencia real está afirmada también por la escuela de Alejandría, a pesar de su tendencia a la alegoría y a ensalzar lo doctrinal sobre lo sacramental. Orígenes es testigo de la fe en la continuidad de la presencia real del cuerpo de Cristo después de la celebración.

Ireneo, sobre todo, comienza a hablar de la transforma­ción del pan y del vino, que se hacen (gínetai) cuerpo y san­gre de Cristo.





2) Padres griegos postnicenos



Atanasio

Comenzamos por la exposición de la doctrina de Atana­sio, hombre clave en la lucha cristológica contra el arria­nismo. Nos limitamos a traer un texto suyo de extraordinaria precisión, citado por Eutiquio, patriarca de Constantinopla, en el sermón De paschate:

«Verás a los levitas que llevan los panes y el cáliz con el vino y lo colocan sobre la mesa. Y mientras no terminan las preces e invocaciones, es pan solamente y cáliz; pero, una vez terminadas las grandes y admirables preces, entonces el pan se hace cuerpo, y el cáliz sangre de nuestro Señor Jesucristo. Y de nuevo vengamos a la realización de los misterios. Este pan y este cáliz, mientras todavía no se han hecho las preces e in­vocaciones, son sólo pan y cáliz; pero tan pronto como se emiten tan grandes preces y santas invocaciones, el Verbo desciende al pan y al cáliz y se hacen su cuerpo»[40]

Encontramos aquí una clara afirmación de la transforma­ción del pan y del vino (gínetai) por la recitación de las preces. La fórmula de invocación para que descienda el Verbo y transforme el pan y el vino recuerda la anáfora de Serapión, en concreto, la epíclesis: «Venga de verdad, tu Verbo santo sobre este pan, a fin de que el pan llegue a ser (génetai) el cuerpo del Verbo, y sobre el cáliz, a fin de que el cáliz llegue a ser sangre de la Verdad» [41].



Cirilo de Jerusalén [42]

Cirilo de Jerusalén expone su doctrina eucarística en sus famosas Catequesis mistagógicas. Es un testigo de la fe en la transformación que experimentan el pan y el vino, los cuales, bajo la invocación del Espíritu Santo, se convierten en el cuerpo y la sangre de Cristo:

«El pan y el vino de la Eucaristía eran sólo pan y vino antes de la santa invocación de la adorable Trinidad; pero, después de la invocación, el pan se hace (gínetai) cuerpo y el vino sangre de Cristo» [43]. En la catequesis cuarta apela a la conversión del agua en vino y habla del cambio (metabalón) del pan y del vino en el cuerpo y la sangre de Cristo [44].

Claramente enseña que no se ha de juzgar por lo que di­cen los sentidos, pues en este caso una cosa es lo que dicen los sentidos y otra la fe: «No los tengas, pues, por mero pan y mero vino, porque son cuerpo y sangre de Cristo, según la aseveración del Señor. Pues aunque lo sentidos te sugieran aquello, la fe debe convencerte. No juzgues en esto según el gusto, sino según la fe, que cree con firmeza, sin ninguna duda, que has sido hecho digno del cuerpo y de la sangre de Cristo» [45]. Es algo que repite frecuentemente [46].

Cirilo se hace exponente claro de la epíclesis, en virtud de la cual el pan y el vino son cambiados en el cuerpo y la san­gre de Cristo: «Después que nos hemos santificado a noso­tros mismos con estos himnos espirituales, invocamos al Dios amador de los hombres para que envíe su santo Espíritu so­bre la oblación, para que haga (poiése) a! pan cuerpo de Cristo, y al vino sangre de Cristo. Pues ciertamente cualquier cosa que tocare el Espíritu Santo queda santificada y cam­biada (metabébletai)» [47].



Gregorio de Nisa [48]

Gregorio de Nisa presenta una doctrina según la cual el hombre, compuesto de alma y cuerpo, debe alcanzar aquel que da la vida. El alma lo alcanza por la fe, pero el cuerpo la tiene que alcanzar por la comida y la bebida. Es recibiendo el cuerpo de Cristo, como la carne alcanza la medicina nece­saria.

Gregorio alude al pan que Cristo, Verbo divino, comió en la tierra, convirtiéndolo en la sustancia de su cuerpo. Ahora, en la Eucaristía, también el pan es transformado en el cuerpo de Cristo, si bien no se hace cuerpo por asimilación, sino por conversión inmediata: «Pues allí la gracia del Verbo santificó el cuerpo cuya consistencia provenía del pan; aquí, igual­mente, el pan, como dice el Apóstol, es santificado por el Verbo de Dios y por la oración (1 Tim 4,5), no metiéndose por vía de alimento para llegar a ser el cuerpo del Verbo, sino transformándose (metapoioúmenos) instantáneamente en el cuerpo por el Verbo, como dijo el Verbo: «Esto es mi cuerpo» [49].

El cuerpo de Cristo, que se alimentaba de pan, fue ele­vado a la dignidad divina mediante la inhabitación del Verbo de Dios. «Rectamente, por lo tanto, creemos que también ahora el pan, santificado por el Verbo de Dios, es transfor­mado (metapoieszai) en el cuerpo del Verbo de Dios» [50].



Juan Crisóstomo [51].

San Juan Crisóstomo se extiende hablando de la presencia real, de la conversión y de los efectos de la Eucaristía, por lo que se ha ganado el título de «doctor eucarístico». Puesto que no podemos recoger aquí toda su doctrina, nos limitamos a los párrafos más significativos. Su exposición, por otro lado, es tan clara que no exige ningún esfuerzo de interpretación.

Según Crisóstomo, Cristo se ha dado a los suyos de una forma integral. No sólo se ha ofrecido a la vista de los que le amaban, sino que se ha entregado a sus manos y a su boca [52].

La sangre que Cristo nos entrega es la misma que salió de su costado: «El cáliz de bendición que bendecimos, ¿no es comunión con la sangre de Cristo? Lo ha dicho (Pablo) con mucha fe y con temor. Porque esto es lo que quiere signifi­car: esto que está en el cáliz es aquello mismo que manó del costado y de que somos partícipes» [53]. El cuerpo que murió en la cruz y no lo llevó la muerte es el mismo que se nos da a comer [54]. El cuerpo que los magos adoraron en el pesebre está ahora en el altar; en brazos no de María, sino del sacer­dote. Ahora este cuerpo de Cristo lo vemos en la tierra, lo tocamos, lo comemos, lo llevamos a casa [55]; palabras estas de marcado realismo, no cafarnaítico, pues bien sabe Crisóstomo que a Cristo no le vemos en la Eucaristía, aunque diga que le vemos. Lo aclara cuando dice que a Cristo no lo contem­plamos con los sentidos, sino con los ojos de la inteligencia. Los sentidos nos dicen una cosa, pero la inteligencia, ilumi­nada por la fe, nos dice otra [56].

Así, pues, presencia real, pero no sensible; presencia úni­camente accesible a la fe. Pero ¿cómo tiene lugar esta presen­cia del cuerpo y de la sangre de Cristo? Por medio de la con­versión del pan y del vino:

«Cristo está presente, y el mismo que preparó la mesa, ahora la adorna. Porque no es el hombre el que hace que las ofrendas lleguen a ser (genészai) el cuerpo y la sangre de Cristo, sino el mismo Cristo crucificado por nosotros. El sacerdote asiste llenando la figura de Cristo, pronunciando aquellas palabras, pero la virtud y la gracia es de Dios, ‘Este es mi cuerpo’, dice. Esta palabra transforma (metarizmisei) las cosas ofrecidas» [57].

Es la conversión ya enseñada por sus antecesores y que afecta al ser mismo de los elementos eucarísticos.



Teodoro de Mopsuestia

Con Teodoro de Mopsuestia entramos en el clima de la escuela de Antioquía. En sus Homilías catequéticas usa con frecuencia la expresión de tipo o figura y viene a decir que la Eucaristía no es figura del cuerpo de Cristo, sino el propio cuerpo:

«Pero es notable que al dar el pan no dijera él: ‘Esto es la figura (týpos) de mi cuerpo’ (Mt 26,26); y de la misma ma­nera el cáliz, no dice: ‘Esto es la figura (týpos) de mi sangre’, sino: ‘Esto es mi sangre’ (Mt 26,28); porque quiso él que, ha­biendo recibido éstos (el pan y el cáliz) la gracia y la venida del Espíritu Santo, no miremos a su naturaleza, sino que los tomemos como el cuerpo y la sangre que son de nuestro

Se­ñor» [58]. Tenemos, pues, aquí un claro uso del verbo «ser» en su sentido literal. Esta presencia se debe a la transformación que experimentan el pan y el vino al convertirse en el cuerpo y la sangre de Cristo mediante la gracia del Espíritu Santo: «No miremos ya como pan y como cáliz lo que se nos presenta, sino que consideremos: que es el cuerpo y la sangre de Cristo, en que los transforma el descenso de la gracia del Es­píritu Santo» [59].



Cirilo de Alejandría [60]

En Cirilo de Alejandría encontramos al gran luchador de la cristología, al defensor de la unidad de Cristo frente a la es­cuela de Antioquía.

La problemática cristológica repercute directamente en el tema eucarístico, y así ocurre que mientras Cirilo, siguiendo el esquema unitario de Logos-sarx. (El Verbo se hace carne) insiste en que en la Eucaristía comemos la carne del Verbo. Nestorio con su esquema Logos-anthropos (el Verbo se hace hombre) insiste en que comemos la carne del hombre, diferenciando y separando la humanidad y divinidad en Cristo, hasta el punto de caer en la defensa de dos sujetos. «Nosotros no comemos la divinidad del Verbo, dice Nestorio, sino la carne del hombre; comemos el cuerpo de Cristo, no el cuerpo del Verbo» [61].

Nestorio quiere insistir en la humanidad de Cristo, recal­car que el cuerpo de Cristo en la Eucaristía tiene una ousía propia. Es claro que enseña que el pan se convierte en el cuerpo de Cristo, y no se le puede presentar como represen­tante del diofisismo (presencia del cuerpo de Cristo y del pan según el modelo de las dos naturalezas en Cristo) [62], propio de algunos autores de la escuela de Antioquía, como ten­dremos ocasión de ver.

Cirilo defiende la presencia real del cuerpo de Cristo y, asimismo, la conversión del pan y del vino en su cuerpo y sangre. Pero, para él, la Eucaristía es, ante todo, la carne del Verbo (Logos—sarx), de donde se sigue que sea una carne vivi­ficante. El debate contra Nestorio no está en la presencia real del cuerpo, que ambos admiten, sino en el aspecto cristoló­gìco en ella implicado: esa carne eucarística, ¿es o no es la carne del Verbo? Cirilo sostiene que, si no es la carne del Verbo, no puede ser una carne vivificante, y en esto lleva ra­zón.

Es la carne vivificante del Verbo la que comemos en la Eucaristía. El Verbo la vivificó con la encarnación y así vivifi­cará a los que la comen [63]. Esta es la idea que Cirilo repite constantemente [64].

Esta presencia del cuerpo de Cristo en la Eucaristía se ex­plica porque el pan y el vino han sido cambiados (metapoiés­zai) en el cuerpo y la sangre de Cristo [65].



Teodoreto de Ciro

Teodoreto de Ciro, sumergido en la controversia cristológica, es el que defenderá el diofisismo según la imagen de las dos naturalezas en Cristo.

Teodoreto tiene delante el monofisismo como doctrina a combatir y, por ello, al defender la unión sin confusión de las dos naturalezas en Cristo, recurre a la Eucaristía para probar el mantenimiento de ambas naturalezas. El eutiquiano que él combatía defendía que, tras la ascensión, la humanidad de Cristo había quedado absorbida, como ocurre con el pan eucarístico, que es transformado en el cuerpo de Cristo [66]. Teo­doreto, que nunca niega la presencia real del cuerpo de Cristo, acude, por su parte, también a la Eucaristía para sal­var la permanencia de las dos naturalezas y, en este contexto explica que en la Eucaristía se mantiene la naturaleza de pan junto con la del cuerpo de Cristo [67].

Teodoreto rompe, pues, la trayectoria seguida por los Pa­dres. Si bien, según Bareille, no cabe interpretar la doctrina de Teodoreto sobre la inmutabilidad del pan en el sentido de una inmutabilidad de los accidentes [68]‚ es preciso tener en cuenta el carácter circunstancial de sus escritos. Teodoreto está preocupado, sobre todo, por el mantenimiento de las dos naturalezas en Cristo. Esta es su finalidad primordial, a la cual ha subordinado la doctrina eucarística. De todos modos, esta perspectiva, presente en Teodoreto y en alguno más, no fue tal que impidiera la trayectoria de la doctrina tradicional, por lo que puede ser considerado como un intento aislado y de corto alcance [69].



Juan Damasceno

Traigamos también aquí el testimonio de San Juan Damas­ceno, que tanto habría de influir en la fe de la Iglesia orto­doxa sobre la Eucaristía.

San Juan Damasceno apela al poder creador de la palabra de Dios para justificar la conversión del pan y del vino en el cuerpo y sangre de Cristo, y trae también la comparación de la asimilación alimenticia, que vimos ya en Gregorio de Nisa:

«Si preguntas la manera como se realiza esto, contestaré con oír que se realiza por medio del Espíritu Santo; del mismo modo que el Señor, por medio del Espíritu Santo, tomó carne para sí y en sí de la santa Madre de Dios, y no podemos saber nada más sino que la palabra de Dios es ver­dadera, y eficaz (Heb 4,12), y omnipotente, pero la manera de realizarla no es posible conocerla. No es, sin embargo, peor decir esto, a saber: que así como naturalmente el pan, por la manducación, y el vino y el agua, por la bebida, se convierten (metaballontai) en el cuerpo y sangre del que come y bebe, así el pan de la oblación y el vino y el agua, por medio de la epíclesis y de la venida del Espíritu Santo, se cambian (rnetapoiountai), de modo sobrenatural, en el cuerpo y la sangre de Cristo, y no son dos (cuerpos), sino uno y el mismo» [70].

El pan y el vino no son figura del cuerpo y de la sangre de Cristo, sino el mismo cuerpo y sangre divinizados del Se­ñor [71].



3) Padres latinos postnicenos



Ambrosio [72]

Ambrosio de Milán presenta una doctrina nítida sobre la Eucaristía. Pastor y catequeta, apoyado en la práctica litúr­gica, nos enseña la doctrina de la Iglesia, lo que se predicaba y enseñaba en su tiempo, más que su propia opinión per­sonal.

En su obra De mysteriis nos ofrece una clara exposición de la fe en la Eucaristía, en la presencia real del cuerpo y de la sangre de Cristo, afirmando que el cuerpo que consagramos es el que nació de la Virgen[73].

Ambrosio se da cuenta de la dificultad que implica el que los sentidos perciban una cosa y la fe asegure otra, y lo ex­plica apelando al cambio de naturaleza:

«Demostremos que esto no es lo que formó la naturaleza, sino lo que la bendición consagró, y que es mayor la fuerza de la bendición que la de la naturaleza, porque por la bendición se cambia (mutatur) incluso la misma naturaleza» [74].

Pone los ejemplos de Moisés y Eliseo, que con su palabra cambiaron la naturaleza de las cosas, y añade que, «si tanto pudo la bendición de un hombre que llegó a cambiar la naturaleza, ¿qué diremos de la consagración divina misma donde son las mismas palabras de nuestro Señor las que obran? Pues este sacramento que recibes se hace con las palabras de Cristo. Y si tanto pudo la palabra de Moisés, que hizo bajar fuego del cielo, ¿no podrá la palabra de Cristo cambiar la na­turaleza de los elementos? De las obras del universo has oído que él dijo, y fueron creadas; él mandó, y fueron hechas (Sal 148,5). Pues la palabra de Cristo que pudo hacer de la nada lo que no era, ¿no puede cambiar las cosas que son en aque­llo que no eran? Ya que no es menor dar nueva naturaleza a las cosas que cambiar la misma naturaleza» [75].

Apela, pues, Ambrosio a la fuerza creadora de Cristo. ¿Qué inconveniente hay en admitir un cambio de naturaleza por parte del que es autor de la misma? ¿Para qué más argu­mentos?, se pregunta. El misterio de la encarnación, ¿no se ejerció de forma sobrenatural? Pues no busquemos tampoco el orden natural cuando nos preguntamos cómo es posible la Eucaristía: «¿A qué buscamos el orden natural en el cuerpo de Cristo, siendo así que el mismo Señor Jesús nació de la Virgen fuera del orden natural? Verdaderamente, carne de Cristo era la que fue crucificada, la que fue sepultada; por consiguiente, verdaderamente es el sacramento de aquella carne» [76].

Así, pues, después de la bendición podemos decir que la Eucaristía es, en verdad, el cuerpo de Cristo:

«El mismo Jesús clama: ‘Esto es mi cuerpo’. Antes de la bendición de las celestiales palabras, otra es la sustancia que se nombra; después de la consagración se significa el cuerpo. El mismo llama su sangre. Antes de la consagración, otra cosa es la que se dice; después de la consagración se llama sangre. Y tú dices: ‘Amén’, es decir, ‘Es verdad’. Lo que afirma la boca, confiéselo el entendimiento; lo que dice la palabra, siéntalo el afecto»[77].

Emplea, pues, aquí la palabra substancia para designar lo que existe antes de la consagración y cambia con ella. Des­pués de la consagración es, en verdad, el cuerpo de Cristo.

En su obra De fide aparece la misma doctrina, si bien puede cambiar la terminología: «Oyes carne, oyes sangre, co­noces los sacramentos de la muerte del Señor y ¿calumnias a la divinidad?... Nosotros, siempre que tomamos los sacra­mentos, que por el misterio de la oración sagrada se transfi­guran (transfigurantur) en la carne y en la sangre, anunciamos la muerte del Señor» [78].

Puede parecer impropio hablar de transfiguración después de haber hablado de cambio de naturaleza, pero el verbo «transfigurar» significa aquí lo mismo que cambio de natura­leza[79], pues es una transfiguración en virtud de la cual lo que era pan es ahora el cuerpo de Cristo. El lenguaje no ha sido todavía fijado.

La misma doctrina encontramos en su De sacramentis. Traigamos el texto más conocido: «Quizás me digas: ‘Mi pan es pan corriente’. Pero este pan es pan antes de las palabras sacramentales; mas, una vez que recibe la consagración, el pan se hace (fit) carne de Cristo. Vamos, pues, a demostrar esto. ¿Cómo puede el que es pan ser cuerpo de Cristo? Y la consagración, ¿con qué palabras se realiza y quién las dijo? Con las palabras que dijo el Señor Jesús. Porque todo lo que se hace antes son palabras del sacerdote, alabanzas a Dios, oraciones en las que se pide por el pueblo, por los reyes, por los demás; mas en cuanto llega el momento de que haga el sa­cramento venerable, ya el sacerdote no habla con sus pala­bras, sino que emplea las de Cristo. Luego es la palabra de Cristo la que hace este sacramento» [80].



Agustín [81]

La doctrina de Agustín sobre la Eucaristía fue calificada por algunos protestantes como una defensa del simbolismo frente al metabolismo, propio de Ambrosio. Según ellos, Agustín habría defendido la misma doctrina que Berengario de Tours. También en nuestros días se contrapone, a veces, el simbolismo o espiritualismo de Agustín al metabolismo de Ambrosio [82]. Esta interpretación se quiere basar en textos di­fíciles de Agustín. Sabido es que el Obispo de Hipona era amigo de la explicación alegórica, que le hacía pasar, sin tran­sición, del signo al significado, de la causa a los efectos. Aña­damos a esto la disciplina del arcano, a la que alude frecuentemente.

Creemos que en este punto se impone un método claro: presentar, en primer lugar, los textos inequívocos en los que Agustín trata de la presencia real. En ellos se afirma con tal contundencia el realismo de dicha presencia, que a su luz los textos difíciles no pueden ser ya interpretados como negación de la misma, sino explicados de otro modo.

Comencemos recordando la noción de sacramento en Agustín: el sacramento es un signo que al mismo tiempo en­cierra otra cosa, la gracia. En la Eucaristía, la consagración del pan y del vino hace de éstos una res sacra, un signo que encierra, a su vez, el cuerpo y la sangre de Cristo: «Este pan que veis en el altar santificado por la palabra de Dios, es el cuerpo de Cristo; ese cáliz, o más bien, lo que contiene ese cáliz, santificado por la palabra de Dios, es la sangre de Cristo» [83].

Hablando de la Eucaristía, dice que estas cosas se llaman sacramentos, porque «una cosa dicen a los ojos y otra a la in­teligencia» [84]. En efecto, para Agustín, una cosa es lo que se ve en la Eucaristía y otra lo que es: «Qué veis, pues? Pan y un cáliz, de lo cual salen fiadores vuestros mismos ojos. Em­pero, para ilustración de vuestra fe, os decimos que este pan es el cuerpo de Cristo y el cáliz su misma sangre» [85].

Esta presencia tiene lugar por la santificación de la palabra de Dios que se pronuncia sobre el pan y el vino. El pan que recibe la bendición, se hace (fit) cuerpo de Cristo [86]. Es algo que tiene lugar por la operación invisible del Espíritu Santo [87].

Esta doctrina, tan claramente afirmada por Agustín, la presupone constantemente. Así, a propósito del Sal 98,5 («adorad el escabel de sus pies, porque es santo»), y recor­dando que Dios llama a la tierra escabel de sus pies (Is 66,1), se pregunta Agustín cómo se puede adorar la tierra, y en­cuentra la solución recordando que Cristo es la tierra, es de­cir, la carne nacida de María: «Porque tomó de la tierra, tie­rra, y de la carne de María tomó carne. Y porque en esa misma carne anduvo abajo y esa misma carne os dio a comer para la salvación, y ninguno come esa carne sin que antes la adore, se ha encontrado el modo como se adore ese escabel de los pies del Señor, y no sólo no pequemos adorando, sino que pequemos no adorando» [88].

Otro tanto ocurre con la explicación de las palabras del salmista («y era llevado en sus manos»: Sal 33). Agustín no comprende cómo un hombre puede llevarse en sus propias manos y lo entiende en cuanto que Cristo mismo llevó en sus manos su cuerpo en la consagración del pan y del vino [89]. Asimismo, a propósito de la comunión de los impíos, dice que comen la carne y la sangre de Cristo, pero no reciben el fruto: la inmanencia de Cristo en ellos y de ellos en Cristo: «¿Acaso Judas, el que traicionó al maestro vendiéndolo, per­maneció en Cristo y fue merecedor de que Cristo permane­ciera en él, cuando le recibió en el sacramento, como los demás discípulos, de la misma mano del Señor? ¿Acaso per­manecen en Cristo y acaso permanece Cristo en aquellos que le reciben con un corazón fingido y con los que después de haberle recibido apostatan de él?» [90]. Dice Agustín que los que reciben indignamente el cuerpo de Cristo, mueren preci­samente por haberle recibido [91]. En el caso de Judas, lo que comió fue veneno para él. Todos reciben, pues, al Señor, pero unos lo reciben para su salvación y otros para su condena­ción.

Todos estos textos prueban, entre otros, la persistencia de la doctrina de Agustín sobre la presencia del cuerpo y la san­gre de Cristo. Veamos, pues, ahora aquellos en los que se ha querido ver la doctrina del mero simbolismo.

Un texto controvertido es aquel en el que Agustín dice que Cristo entregó a sus discípulos la figura de su cuerpo y sangre [92]. Ahora bien, dice Bareille, no podemos olvidar la noción de sacramento en Agustín [93]. Para él no existe nunca un mero signo, vacío de realidad. Si tenemos en cuenta lo di­cho por él del signo que se ve y del contenido invisible que la inteligencia, iluminada por la fe, capta en la Eucaristía, com­prenderemos que llamar a la Eucaristía figura de su cuerpo y sangre es llamarla figura que contiene su cuerpo y sangre [94].

También se alude, a veces, a que Agustín habla de mandu­cación espiritual a propósito de la Eucaristía. Así, por ejem­plo, en In Ioan. 26,11, dice: «Comed espiritualmente el pan celestial»; pero se entiende que aquí espiritualmente quiere decir dignamente, con una «conciencia pura», y no como Judas, del que acaba de hablar en este mismo texto. Cuando dice que el comulgante es el que «manducat in corde, non qui premit dente» (In Ioan. 26,12), hemos de entenderlo también en ese contexto. En efecto, está hablando aquí de los padres del desierto, que comieron el maná y bebieron de la roca, pero espiritualmente recibían lo mismo que nosotros, ya que la roca que les acompañaba era Cristo, dice. Pero especifica a continuación: la roca era el símbolo de Cristo; el verdadero Cristo está en el Verbo y en la carne, pan del cielo que baja para que el que lo coma no muera. Ahora bien, se entiende, dice, que no muere el que lo come «interiormente y no exte­riormente», el que comulga «en el corazón, no el que lo parte con los dientes». La prueba de que es éste el pensamiento de Agustín es que antes, a propósito de los padres que comieron en el desierto, dice que murieron «porque lo comieron con mala disposición» [95].



León Magno

Aportemos también un breve, pero interesante testimonio de León Magno, el defensor del misterio cristológico contra los monofisitas, contra los cuales argumenta precisamente partiendo de la Eucaristía: si negamos la verdadera humani­dad de Cristo, negamos la verdad de la carne y de la sangre de Cristo, presentes en la Eucaristía:

«Porque se ha de creer que están fuera del don de la di­vina gracia y del sacramento de la salvación humana quienes, al negar la naturaleza de nuestra carne en Cristo, contradicen al Evangelio y se oponen al símbolo. Ni se dan cuenta de que por su ceguera son llevados a este abismo, de manera que no están seguros ni de la pasión del Señor ni de la verdad de la resurrección, porque ambas cosas fallan en nuestro Salvador si no se admite en él la carne de nuestra naturaleza. En qué tinieblas de ignorancia, en qué letargo de desidia no han es­tado hasta ahora postrados, de manera que ni por el oído aprendieren ni por la lectura conocieren lo que en la Iglesia de Dios corre de boca en boca con tal unanimidad, que ni las lenguas de los niños callan la verdad del cuerpo y de la sangre de Cristo en el sacramento de la comunión; esto es lo que se reparte, esto es lo que se recibe en esta distribución mística del alimento espiritual, para que, recibiendo la virtud del manjar celestial, nos transformemos en la carne de aquel que se hizo carne nuestra... » [96]



Fausto de Riez [97]

Terminamos con la exposición de la homilía Magnitudo, de Fausto de Riez, que tanta repercusión habría de tener en la Edad Media y que ejerció un enorme influjo incluso en la terminología. Es del siglo V y está firmada con el nombre de Eusebio emiseno [98]. Es uno de los lazos de conexión de la época patrística con la Edad Media.

Esta homilía es citada en el siglo IX por Pascasio Rad­berto, en el XI por Guitmundo de Aversa y otros más; parte de ella está incluida en la colección canónica de Graciano y es enormemente alabada en la Sentencias de Pedro Lombardo. Por todo ello llegó a ser una autoridad para los teólogos es­colásticos. Cada vez se reconoce más el influjo de esta homilía en la teología posterior.

En la homilía se especifica con claridad que el pan y el vino se convierten en la sustancia del cuerpo y la sangre de Cristo. La terminología que usa, tomada, en parte, de Ambrosio, es más precisa que la de éste. Como Ambrosio, apela también al poder creador de Dios para explicar la conversión del pan y del vino. Y se puede decir que la terminología eu­carística adquiere, bajo la pluma de Fausto de Riez, los tér­minos definitivos, como confiesa Bareille [99].

Enseña Fausto de Riez que, puesto que el cuerpo de Cristo iba a ser apartado de nosotros por la ascensión, si ha­bía de ser adorado constantemente por nosotros, era necesa­rio que él nos consagrara el sacramento de su cuerpo y san­gre.

Nos pide Fausto que eliminemos toda duda, pues Cristo mismo es testigo de la verdad: «Pues como sacerdote visible, con su palabra convierte a criaturas visibles en la sustancia de su cuerpo y sangre con secreto poder, diciendo así: «Tomad y comed; esto es mi cuerpo» (Mt 26,26). Y, repitiendo la san­tificación, dice: «Tomad y bebed; ésta es mi sangre». Del mismo modo, pues, que a la señal de Dios, que mandaba, aparecieron de repente de la nada la altura de los cielos, la profundidad de las olas y la anchura de las tierras, así tam­bién la potencia otorga poder semejante a las palabras en los sacramentos espirituales y el efecto sirve a la realidad. Cuán grandes sean, pues, las cosas que produce la fuerza de la ben­dición divina y cuán dignas sean de ser ensalzadas y cómo no debe parecerte nuevo e imposible el que cosas mortales y te­rrenas se cambien (commutantur) en la sustancia de Cristo, pregúntatelo a ti mismo, que ya has sido regenerado en Cristo» [100].

Habla, pues, de conversión del pan y del vino en la sus­tancia del cuerpo y de la sangre de Cristo, y apela para ello al poder creador de la palabra de Dios, poniendo por ejemplo la regeneración que el fiel tiene por la gracia (el fiel, sin cambiar exteriormente, es regenerado interiormente), y, en consecuen­cia, manda que, «cuando te acercas al venerado altar para ser saciado con los celestiales manjares, mira la sangre y el cuerpo sacrosanto de tu Dios; hónralos, admíralos, tócalos con tu mente; cógelos con la mano de tu corazón y, sobre todo, tómalos con deglución espiritual» [101].

No puede expresarse con mayor claridad el realismo de la presencia del cuerpo y de la sangre de Cristo en este sacra­mento. Y al margen de toda concepción cafarnaítica, dice que hay que tocarlos con la mente, cogerlos con la mano del co­razón. Dice también que es todo el cuerpo de Cristo el que recibe cada uno en la Eucaristía, sean muchos o pocos los que lo reciben [102] en un texto que será tomado, como veremos, al pie de la letra por San Isidoro.

Habla también de la formación del cuerpo de la Iglesia a partir de la Eucaristía y, después de acudir al ejemplo de la regeneración por la gracia, añade:

«Cuando las criaturas son colocadas sobre los santos al­tares para ser bendecidas por las palabras celestiales, antes de que sean consagradas con la invocación de su nombre, está ahí la sustancia del pan y del vino; después de las palabras es­tán el cuerpo y la sangre de Cristo. ¿Qué tiene, pues, de ma­ravillar el que pueda convertir con la palabra las cosas creadas, cuando con la palabra las creó? Más aún, menor mi­lagro parece que lo que manifiestamente ha creado de la nada, una vez creado, pueda transformarlo en mejor. Imagina qué cosa le puede ser difícil a aquel a quien le fue fácil modelar de la materia el barro del hombre, revestirle además de la imagen de su divinidad; a quien es fácil volver de nuevo del reino de la muerte, rehabilitarle de su perdición, levantarle del polvo, de la tierra subirle hasta el cielo... » [103]

Vemos aquí resumida la doctrina de Ambrosio, apelando, como él, al poder de la palabra divina. Tenemos con Fausto de Riez una doctrina que resume con precisión enorme los conceptos y puntos fundamentales de la teología de los Pa­dres. Y como dijimos, Fausto de Riez, por el enorme influjo ejercido en la posteridad, es una piedra clave para entender la teología eucarística del Medievo.



Isidoro de Sevilla [104]

Hablemos también del gran Isidoro. Sus Etimologías fue­ron libro de consulta en la Edad Media, y su influjo, decisivo.

Presenta Isidoro una definición de sacramento parecida a la de Agustín y que habrá de tener una gran influencia en la Edad Media: sacramento es un hecho que significa algo que ha de ser recibido santamente; bajo el velo de cosas corpo­rales se esconde una virtud secreta o sagrada [105].

Isidoro es testigo tanto de la presencia real como de la conversión del pan y del vino en el cuerpo y la sangre de Cristo:

«Se llama sacrificio, dice, como hecho sagrado, porque se consagra con preces místicas en memoria para nosotros de la pasión del Señor; de donde, por mandato suyo, llamamos a esto cuerpo y sangre de Cristo. Siendo esto de los frutos de la tierra, se santifica y hace sacramento por medio de la ac­ción invisible del Espíritu de Dios; a este sacramento del pan y del vino llaman los griegos Eucaristía, que en latín quiere decir ‘buena gracia‘, pues ¿qué cosa mejor que el cuerpo y la sangre de Cristo?» [106]

Confiesa, pues, aquí la presencia del cuerpo y de la sangre de Cristo en virtud de la acción santificadora del Espíritu Santo.

También en su obra De ecclesiasticis officiis enseña la pre­sencia real del cuerpo y la sangre de Cristo, viendo, al mismo tiempo, el significado que tienen el pan y el vino como alimento [107].

Habla también explícitamente del cambio del pan y del vino en la sustancia de Cristo: «Y para que a ti no te parezca nuevo e imposible que se cambien en sustancia de Cristo cosas terrenas y mortales, pregúntate a ti mismo, que eres re­generado en Cristo» [108]; repetición textual de las palabras de Fausto de Riez, como podemos ver. Y asimismo aporta la doctrina de Fausto al decir: «De este pan, cuando lo to­mamos, no menos tiene cada uno que lo que tienen todos. Todo lo toma uno, sin disminuir; todo dos o muchos, porque la bendición de este sacramento sabe ser distribuido, no sabe ser consumido por distribución» [109]. Y, como Fausto, apela, para explicar el cambio, a la fuerza creadora de la palabra de Dios [110].



4) El testimonio de la liturgia antigua



Aportamos también el testimonio de la liturgia antigua, fiel reflejo de la doctrina de los Padres sobre la presencia real y expresión de la fe de toda la Iglesia, por lo que constituye un auténtico locus theologicus de la fe de la misma.



a) Las plegarias antiguas [111]

Las plegarias más antiguas que podemos encontrar en la liturgia de Adday Mari (llamada anáfora siria de los apóstoles, siglo III) y en la de Hipólito (también del siglo III) siguen el género bíblico de la berakkàh judía, bendición a Yahveh por sus beneficios. Siguen las tres bendiciones judías del final de la comida [112]. En ellas se alaba al Creador y al Redentor, pero pasando de la alabanza a la oración dentro del marco del me­morial: para que los altos gestos de Dios, representados de­lante de él, tengan en nosotros toda su realización escatoló­gica [113].

El tema del memorial, ajeno a la mentalidad griega, tenía que ser traducido, y por ello tenía que dar origen a fórmulas explícitamente sacrificiales con la introducción de la «obla­ción», de la que habla por primera vez la anámnesis de la li­turgia de Hipólito.

Al evocar las maravillas de Dios, se pide que nosotros to­memos parte en la consumación escatológica de su obra que es la Iglesia, obra del Espíritu Santo. Viene a continuación la epíclesis como segundo desarrollo. En una época en la que se cree necesario insistir en la divinidad del Espíritu Santo (si­glo IV), se le invoca para que consume en nosotros su gracia, realizando particularmente la unidad de la Iglesia [114].

Las anáforas primitivas son un testimonio claro de la fe de la Iglesia en la presencia real y en la transformación de los dones eucarísticos bajo la fuerza del Espíritu Santo.

En la anáfora de Adday Mari, que carece del relato de la institución, se pide el descenso del Espíritu Santo sobre la oblación, que la bendiga y santifique en orden a que se reali­cen los frutos del sacrificio:

«Y venga, Señor, tu Espíritu Santo y repose sobre esta oblación de tus siervos; bendígala y santifíquela, a fin de que sea para el perdón de las faltas y la remisión de los pecados, para la gran esperanza de la resurrección de tos muertos y la vida nueva en el reino de los cielos con todos los que fueron agradables a tus ojos» [115].

En la Tradición apostólica de Hipólito, en la que se da el relato de la institución, viene la epíclesis del Espíritu Santo sobre la oblación de la Iglesia con el fin de que se realice la unidad de la misma [116]. En esta epíclesis, al igual que en la de Adday Mari, no se pide tampoco por la conversión de los elementos; pero más adelante, cuando se trata de la cena en común, se habla del respeto que hay que tener con la Euca­ristía:

«Que se debe guardar diligentemente la Eucaristía. Cada uno tenga cuidado de que ningún infiel coma de la Eucaristía, ni tampoco un ratoncillo o cualquier animal; y que nada caiga de ella y se pierda. Es el cuerpo de Cristo, del que comen los creyentes y no debe ser menospreciado» [117].



b) Liturgias alejandrinas



Liturgia de San Marcos. — La liturgia de San Marcos fue la liturgia clásica de la Iglesia alejandrina [118]. En ella hay una primera epíclesis, que viene antes del relato de la institución, en la que se pide por la conversión de los dones eucarísticos, y otra segunda, después de dicho relato. La primera dice así:

«Llena, Señor, este sacrificio tuyo con la bendición que viene de ti, haciendo que descienda tu Espíritu Santo»; y en la segunda leemos: «El Espíritu Santo descienda sobre los dones venerables propuestos ante ti para su purificación y transformación» [119].

Liturgia Der Balizêh. — La epíclesis de la transformación de las ofrendas aparece en la liturgia alejandrina Der Balizêh. Encontrada en un papiro del siglo VI, tiene una laguna al final de la anámnesis y al principio de la epíclesis, pero puede ser completada, dice Bouyer [120], con otro papiro del siglo IV.

La epíclesis transformadora de los dones viene antes del relato de la institución y, después de éste, viene una petición del don del Espíritu, de la que no se sabe si es una segunda epíclesis o una mera petición de unidad. He aquí el texto de la primera:

«Llénanos también a nosotros de tu gloria y dígnate en­viar tu Espíritu Santo sobre estas ofrendas que tú creaste, y haz de este pan el cuerpo de nuestro Señor Jesucristo y de este cáliz la sangre de la Nueva Alianza de nuestro Señor y Salvador Jesucristo. Y como este pan, disperso en otro tiempo por las alturas, las colinas y los valles, fue recogido de modo que no formara más que un solo cuerpo, como tam­bién este vino, brotado de la santa vid de David, y esta agua, brotada del cordero inmaculado, mezclados, vinieran a ser un solo misterio, así también reúne a la Iglesia católica de Jesu­cristo» [121].

La epíclesis tiene el doble efecto de hacer del pan el cuerpo de Cristo, y del vino su sangre, al mismo modo que congrega a la Iglesia en la unidad.

Anáfora de Serapión. — Esta anáfora, de mediados del si­glo IV, es atribuida a Serapión de Thumis, obispo y amigo de San Atanasio. Ya al hablar de éste, hicimos alusión a la se­mejanza de su doctrina con la anáfora de Serapión. La epí­clesis va dirigida al Logos en estos términos:

«Dios de verdad, venga tu santo Logos sobre este pan, para que el pan se haga el cuerpo del Logos, y sobre este cá­liz, para que el cáliz se haga la sangre de la verdad. Y haz que todos los que participen de él reciban el remedio de la vida para la curación de toda enfermedad... » [122]



c) Liturgias antioquenas



«Constituciones apostólicas». — El libro octavo de las «Constituciones apostólicas» (año 380) es un fiel reflejo de la Iglesia antioquena en el siglo IV. Esta liturgia viene también descrita en las homilías catequéticas 15 y 16 de Teodoro de Mopsuestia, el cual profundiza en el contenido teológico de la liturgia de su tiempo.

En esta liturgia, la epíclesis viene inmediatamente después del relato de la institución y unida estrechamente a la anám­nesis:

Te pedimos, dice, «envíes a tu Espíritu Santo sobre este sacrificio, testimonio de los padecimientos del Señor Jesús, para que muestre (apoféne) este pan, cuerpo de tu Cristo, y este cáliz, también sangre de tu Cristo; a fin de que los que hayan participado de él se afirmen en la piedad, consigan el perdón de los pecados, se defiendan del diablo y del engaño, se llenen del Espíritu Santo, se hagan dignos de tu Cristo, consigan la vida eterna, habiéndose reconciliado con ellos, Se­ñor omnipotente» [123].

Liturgia de Santiago. — Esta liturgia, procedente de Jerusa­lén, se estableció también en Antioquía. Por su origen pales­tino fue comentada en las Catequesis mistagógicas de San Cirilo de Jerusalén, como ya aludimos anteriormente. En la epí­clesis se pide al Espíritu que santifique el pan y el vino y haga de ellos el cuerpo y la sangre de Cristo [124].



d) Liturgias antiqueno-constantinopolitanas



La liturgia de Santiago fue muy popular en Oriente, pero habría de ser completada con otras emparentadas con ella. Son, sobre todo, las liturgias atribuidas a San Juan Crisós­tomo y a San Basilio.

Liturgia de San Juan Crisóstomo. — Esta liturgia parece proceder de Antioquía, cuando San Juan ejerció allí su minis­terio, y es posible que la transportara consigo a Constantino­pla, de donde irradia a todo el mundo de lengua griega. No parece que fuera San Juan Crisóstomo el autor de la misma, sino su revisor [125]. Dice así la epíclesis:

«Te ofrecemos también este culto racional e incruento y te rogamos, te pedimos, te suplicamos, que envíes tu Espíritu Santo sobre nosotros y sobre estos dones propuestos; y hagas este pan el cuerpo precioso de Cristo, cambiándolo por tu santo Espíritu (Amén), y esta copa su sangre preciosa, cam­biándola por tu Santo Espíritu (Amén), de modo que sean, para los que comulgan de ellos para la sobriedad del alma, la remisión de los pecados, la comunión del Espíritu Santo, la plenitud del reino, el libre acceso cerca de ti y no para el jui­cio o la condenación» [126].

Liturgia de San Basilio. — Introducida en Constantinopla antes que la llamada de San Juan Crisóstomo, parece proce­dente de Antioquía y es atribuida a San Basilio de Antioquía.

También en la epíclesis se invoca al Espíritu Santo para que nos presente el cuerpo y la sangre preciosos de Cristo [127].



5) Conclusión



Una vez visto el testimonio de la época patrística, incluida la liturgia, podemos hacer una reflexión sobre la misma.

a) Hay en los Padres una progresiva reflexión sobre el misterio eucarístico. En un primer momento se limitan a afir­mar la presencia del cuerpo y de la sangre de Cristo. En los Padres prenicenos, en general, no se ha dado todavía el paso a la explicación de cómo se realiza la presencia, al menos de una forma explícita. Afirman sin ambages y en todo momento que la Eucaristía es la carne de nuestro Señor Jesucristo, dando a la cópula el sentido más pleno y literal. Cuando ha­blan de carne y sangre, los entienden en todo tiempo como elementos corporales del Señor y nunca como sinónimos de su persona.

Justino alude ya a que los elementos son eucaristizados por la palabra de oración, e Ireneo afirma que el pan se hace el cuerpo de Cristo.

Es, sobre todo, en el período postniceno cuando los Pa­dres afirman de forma explícita, lo mismo que la liturgia, que el pan y el vino se convierten en el cuerpo y la sangre de Cristo. En una clara evolución, pasan de la afirmación del he­cho de la presencia al modo como se realiza la misma. Por ha­ber afirmado que lo que parece pan es en realidad el cuerpo de Cristo, se han visto obligados a confesar un cambio en el pan y el vino operado por la palabra divina.

Este cambio es afirmado unánimamente tanto por los Pa­dres como por la liturgia, si exceptuamos el testimonio de Teodoreto de Ciro y alguno más que defendió el diofisismo, si bien este dato es aislado y circunstancial y no tuvo reper­cusión en la marcha posterior de la doctrina.

b) Este cambio lo expresan los Padres con una variada terminología (gignomai, poiein, metapoiein, metasqueuazein, methistanai, metaballein, metarizrmisein, fieri, convertere, mutare, cotransiri, transmutare, transfigurare, consecrare, etc.). La terminología no está todavía fijada, pero todos estos tér­minos tienen un mismo sentido. Lo que los Padres quieren decir con ellos es que el pan y el vino dejan de ser tales, pues son el cuerpo y la sangre de Cristo. Quieren expresar una transformación de tipo ontológico, sin que usen por ello una filosofía determinada. Se trata de una metafísica espontánea y de una primera y espontánea reflexión [128]. Lo que los Padres quieren decir y dicen constantemente es esto: mientras que lo que perciben los sentidos permanece inmutable, la inteligen­cia, iluminada por la fe, nos enseña que es una nueva reali­dad. Fausto de Riez usa el término de «sustancia», ya pre­sente en Ambrosio, y que habría de ser recogido por la tradi­ción posterior.

No encontramos, pues, aquí un concepto técnico de tran­sustanciación como el que utilizará el siglo XIII mediante el hilemorfismo. El hilemorfismo está todavía muy lejos; pero ya se afirma que mientras lo que perciben los sentidos perma­nece, hay una conversión imperceptible de la realidad del pan y del vino en la del cuerpo y sangre de Cristo, de manera que se puede decir con toda propiedad que lo que parece pan y vino es, en realidad, el cuerpo y la sangre de Cristo. Esto es lo que los Padres quieren decir por medio de su múltiple terminología [129].

Es curioso que la fe en la presencia real y el cambio del pan y del vino en el cuerpo y la sangre de Cristo no es con­trovertida, y es usada como arma contra el docetismo (Igna­cio de Antioquía), el gnosticismo (Ireneo), el nestorianismo (Cirilo de Alejandría) y el monofisismo (León Magno). La fe en la Eucaristía es tan inequívoca, que surge como argumento para afianzar la fe en los demás misterios.

c) Los Padres utilizan una variedad de imágenes y re­cursos para explicar la conversión eucarística. Aluden cons­tantemente al poder creador de Dios, al poder taumatúrgico de Cristo; ¿por qué no aceptar este cambio sobrenatural, cuando aceptamos el nacimiento virginal de Jesús? Aluden también los Padres, sobre todo, al milagro de la conversión del agua en vino. Usan comparaciones menos apropiadas, como la asimilación del alimento, que el hombre convierte así en su cuerpo. Pero es curioso que el mismo Gregorio de Nisa, que usa esta comparación, advierte de la diferencia que hay de hecho entre ella y la conversión eucarística. Se apela también a la transformación que experimenta el hombre por la gracia. Precisamente es Fausto de Riez el que utiliza esta comparación, siendo él, más que nadie, el que advierte del cambio de la sustancia del pan y del vino en la sustancia del cuerpo y de la sangre de Cristo, cuando la transformación por la gracia, lo sabemos, no elimina nunca la sustancia del hombre. No siempre son adecuadas las comparaciones, pero siempre es unánime la afirmación de que, con la conversión eucarística, el pan deja de ser tal, para convertirse en el cuerpo de Cristo.

d) Se ha hablado mucho de que los Padres se mueven en un mundo de pensamiento platónico, y se ha dicho que es desde ahí desde donde hay que comprender su pensamiento sobre la Eucaristía [130]. La idea platónica de símbolo es diferente de la escolástica, se dice. Para el mundo platónico, el símbolo encierra por participación (deficiente) la realidad pri­mordial, mientras que el signo escolástico remite a una reali­dad distinta y lejana. Según la concepción platónica, es Cristo glorificado (realidad primordial) el que se expresa en los dones de pan y vino al asumirlos con su poder. Gerken en concreto recuerda que los términos platónicos de imagen (ei­kón), símbolo (sýmbolon), figura (omoíoma) o copia (týpos, antýtipos) responden a la idea del símbolo platónico, que par­ticipa de la realidad que representa, de modo que, cuando los Padres hablan de símbolo, lo entienden en sentido pleno. Este concepto de símbolo, dice Gerken, se perdió en la Edad Me­dia y no se supo interpretar a los Padres [131].

Estas afirmaciones tienen que ser matizadas, pues puede ocurrir que los Padres, con una determinada terminología platónica, estén superando, sin decirlo, la misma concepción platónica de la realidad. Sencillamente, cuando los Padres di­cen que eso que parece pan es en realidad el cuerpo de Cristo, están superando su propio platonismo. La imagen pla­tónica es una realización imperfecta, débil y umbrátil de la realidad original. Por ello, ¿pueden ser platónicos los Padres cuando afirman que algo que es de este mundo, el pan y el vino que se ven materialmente, son en realidad la misma carne y la misma sangre que nació de María? ¿Cómo algo de este mundo puede encerrar la realidad original? Por supuesto que entienden el concepto de símbolo como algo en sentido pleno, pero pensamos que quizás es más pleno de lo que se piensa a primera vista, pues, en el sentido estrictamente plató­nico, no cabe decir que algo de este mundo, algo sensible, sea efectivamente la realidad original [132].

Sucede aquí que los Padres se superan a sí mismos, como ocurre en cristología. Cuando se llega a la afirmación de Ni­cea de que el Verbo es consustancial al Padre, difícilmente se puede entender dicha afirmación desde un esquema neoplató­nico, según el cual el nous es siempre una realidad de rango inferior. Con la afirmación de Nicea, lo que se hace es supe­rar el platonismo de Arrio. Lo mismo ocurre cuando en Cal­cedonia se afirma la autonomía de la naturaleza humana, tan difícil de mantener en la escuela de Alejandría, la cual, preci­samente por su inspiración platónica, tiende a supravalorar la naturaleza divina en detrimento de la humana, como se aprecia en el apolinarismo y en el monofisismo, provenientes de dicha escuela.

Existe la perspectiva (recordemos a Clemente de Alejan­dría) de que la persona del Verbo se hace presente mediante la reducción o asunción de los elementos eucarísticos a su persona, pero mayormente explican que la persona del Verbo se hace presente mediante su propia carne, como término di­recto de la conversión del pan en ella.

Cuando los Padres y la liturgia hablan de la intervención del Verbo o del Espíritu, no es en vistas a la encarnación de los mismos, sino para que transformen los dones eucarísticos (término a quo) en el cuerpo y la sangre de Cristo (término ad quem). En la epíclesis de Serapión, dirigida al Logos, se distingue el Logos, a quien va dirigida la oración, del cuerpo del Logos que se hace presente.

Los Padres afirman constantemente que se trata de la pre­sencia de la misma carne y sangre que nacieron de María. Este es el primer testimonio de Ignacio de Antioquía: la Eu­caristía «es la carne de nuestro Señor Jesucristo, la que pade­ció por nuestros pecados, la que por su benignidad resucitó el Padre». Es también el testimonio de Justino, Ireneo, Crisós­tomo, Ambrosio y Agustín, entre otros. Y es esta identidad (es) establecida entre el pan y el vino de un lado, y el cuerpo y la sangre de Cristo de otro, lo que nos da la clave de la transformación que los Padres enseñan respecto del pan y del vino. Es una conversión según la cual el pan y el vino dejan de ser lo que eran, para no ser en realidad sino el cuerpo la sangre de Cristo.



II. LA PRESENCIA REAL EN LA PREESCOLASTICA [133]



Entramos en la preescolástica, que va a tener una impor­tancia decisiva en lo que concierne a la evolución de la doc­trina eucarística [134]. Estamos en la época carolingia, que es un período de reforma litúrgica iniciada por Pipino el Breve, y que Carlomagno propugna con la ayuda de su teólogo Alcuino.

El material de reflexión es, sobre todo, la misma liturgia, de modo que en esta época aparecen comentarios litúrgicos como la Expositio missae Dominus vobiscum, que es considerada como el prototipo de las exposiciones carolingias sobre la misa, y que sigue al canon, dando una simple interpreta­ción literal [135].

Los escritores de esta época tienen ciertamente como he­rencia toda la doctrina patrística y presentan una riqueza de temática a veces no reconocida por los intérpretes de esta época (presencia real, sacrificio-memorial, cuerpo místico de Cristo), si bien la atención se centra, sobre todo, en el tema de la presencia real y de la conversión eucarística [136]. En esta época, un discípulo de Alcuino, Amalario de Metz, daría pie a toda una problemática posterior con su término de Corpus triforme.



Amalario de Metz

Hasta Amalario de Metz, el término de «cuerpo de Cristo» era el término con el que se designaba al cuerpo nacido de María, al cuerpo eucarístico y al cuerpo eclesial [137].

Amalario va a introducir una variante en la terminología.

En su obra De ecclesiasticis officiis (año 823) [138] habla del cuerpo triforme de Cristo a propósito de las tres partes en que queda dividida la hostia de Cristo en el rito de la misa: la parte que se hecha en el cáliz, la que se come el sacerdote o el pueblo y la que queda en el altar para llevar a los enfermos.

Ciertamente, no hay unanimidad a la hora de interpretar el pensamiento de Amalario. Mientras M. R. Heurtevent, Gaudel, F. Vernet (con alguna diferencia respecto de los ante­riores) y M. A. Michel [139] lo interpretan en un sentido indivi­dual —las tres partes de la hostia representarían, según Ama­lario, el cuerpo resucitado de Cristo, el que estuvo en Pales­tina y el que fue sepultado—, Don Ceillier y otros se inclinan por la interpretación colectiva: lo que Amalario quería dar a entender es que uno es el cuerpo natural de Cristo, otro el de la Iglesia militante y otro el de los muertos [140]. H. De Lubac se inclina por la interpretación colectiva [141]. Le induce a ello la relación que los autores del tiempo establecen entre el cuerpo de Cristo y el cuerpo eclesial, y argumentos de crítica literaria. Su juicio sobre Amalario es benigno cuando afirma que simplemente quiso usar del simbolismo para desarrollar la idea tradicional de la relación entre la Eucaristía y el cuerpo eclesial de Cristo. Lo cierto es que Floro, el diácono enfrentado a Amalario, lo entiende (De Lubac advierte de la mala intencionalidad de Floro [142] ) en sentido individual, acu­sándole de establecer en Cristo tres cuerpos [143].

Amalario se preocupa también sobre la digestión del cuerpo de Cristo por parte del comulgante [144], sin atreverse a responder. Plantea ya cuestiones sobre las propiedades el cuerpo eucarístico de Cristo. Pero la cuestión fundamental de esta época va a ser otra: el cuerpo eucarístico de Cristo, ¿e el mismo que nació de María, murió y resucitó? Esta es la cuestión que va a causar la primera polémica sobre la Eucaristía, la que tuvo lugar entre Pascasio Radberto y Ratramno.



1) Primera controversia sobre la eucaristía (siglo IX)



Pascasio Radberto

El abad de Corbie es el verdadero teólogo eucarístico de la época carolingia. Autor de la obra Liber de corpore et san­guine Christi (año 844), nos ofrece la primera síntesis sobre la Eucaristía.

Su pregunta fundamental es si en la Eucaristía se encuen­tra la «verdadera carne» de Cristo, la que «nació de María, padeció en la cruz y resucitó », y responde diciendo que cier­tamente no es otra carne que ésa, «no es otra que la que na­ció de María y padeció en la cruz y resucitó del sepulcro» [145]. Apela para probarlo al poder milagroso de Dios.

Aunque las species nos muestren una cosa, ciertamente por la fe creemos otra, dice el abad de Corbie [146]. Esta presencia tiene lugar en virtud de la mutación interior del pan y del vino [147], que se convierten (transferatur) en el cuerpo y la sangre de Cristo por la palabra [148]. Dice textualmente que «la sustancia del pan y del vino se cambia (commutatur) de forma eficaz interiormente en la carne y la sangre de Cristo, de tal modo que después de la consagración se cree que está pre­sente la verdadera carne y sangre de Cristo» [149].

Ahora bien, cuando Pascasio afirma que en la Eucaristía está presente la verdadera carne de Cristo, la que nació de María, padeció y resucitó, ¿lo entiende de forma cafarnaítica? Veamos, en primer lugar, lo que entiende por verdad y fi­gura.

Si figura, dice, es igual a sombra o falsedad, como las fi­guras del Antiguo Testamento, que no contenían propia­mente a Cristo entonces es claro que la Eucaristía posee la verdad del cuerpo de Cristo. Verdad es sinónimo de realidad [150]. Pero no toda figura es sombra, dice; la figura es también el signo que representa y contiene una realidad, y en este sen­tido podemos hablar de figura en la Eucaristía. Si pensamos bien, comenta, la Eucaristía es, a la vez, realidad y figura [151].

En consecuencia, en la Eucaristía se encuentra la misma carne que nació de María, pero in misterio, spiritualiter; es decir, no podemos comer a Cristo con los dientes [152]; su cuerpo está escondido bajo la figura de pan, de la misma ma­nera que la muerte de Cristo, que tuvo lugar una vez de forma visible, se renueva (iteratur) místicamente en la Euca­ristía [153]. Pascasio repite constantemente que en la Eucaristía se encuentra la vera et ipsa caro Christi, pero in mysterio. Re­pite que en la Eucaristía nos movemos en el plano de la fe y no en el de la visión. Si viéramos la carne de Cristo, ya no es­taríamos en el plano de la fe ni del misterio, sino del mila­gro [154].

No se le puede, pues, acusar a Pascasio de una fe cafarnaí­tica. Es cierto que en su obra trae ejemplos de milagros euca­rísticos de hostias sangrantes, que cree concedidos por la gra­cia divina para fortalecer la fe de los incrédulos [155]. En este tiempo son frecuentes tales relatos. Ahora bien, no se puede decir que tales relatos se apoyen en la teología de Pascasio en el sentido de que se deban a una concepción cafarnaítica de la presencia real por su parte.



Ratramno

La teología de Pascasio provocó la intervención de Ra­tramno, también monje de Corbie, que dedicó su obra De cor­pore et sanguine Christi (año 859) a Carlos el Calvo.

En su obra, Ratramno se hace una doble pregunta: a) En la Eucaristía, ¿ocurre todo abiertamente o bajo el velo de los signos? b) ¿Tenemos en la Eucaristía el mismo cuerpo que nació de María, murió y resucitó, o se trata de otro dife­rente? [156].

Para entender a Ratramno, al igual que hemos hecho con Pascasio, es preciso preguntarse qué es lo que entiende por verdad y por figura, y es decisivo observar que usa un con­cepto de verdad distinto del de Pascasio. Para él, verdad es si­nómino de «manifiesta demonstratio» o de «nuda et aperta significatio» [157]. Verdad es lo que perciben los sentidos, lo que no está cubierto por el velo.

Ahora bien, es claro que en la Eucaristía una cosa es lo que se ve (se ve la figura de pan) y otra el cuerpo de Cristo, que en ningún modo lo vemos. La fe versa precisamente so­bre lo que no se ve. Ni se ve el cuerpo ni se ve el cambio (permutatio) del pan y del vino en el cuerpo y la sangre de Cristo [158]. Admite el cambio eucarístico, pero advierte que éste no es sensible [159]. Se trata de un cambio (commutatio) hecho no corporalmente, sino espiritualmente (spiritualiter). Para él, el término spiritualiter es sinónimo de invisiblemente, místicamente. Es una conversión de la sustancia del pan y del vino [160] que nos trae la presencia de la carne de Cristo, pero no de modo cafarnaítico[161]. Lo mismo ocurre con la Eucaris­tía, en cuanto memoria de la pasión de Cristo, que ocurrió una vez en la cruz: la Eucaristía no es una representación cruda de la cruz, sino una representación in mysterio, sub fi­gura [162]. Cristo no padece físicamente de nuevo. Asimismo, el cuerpo de Cristo está en la Eucaristía sacramentalmente y no visiblemente.

Queda, pues, claro que Cristo está en la Eucaristía sub fi­gura, in mysterio, spiritualiter (invisibiliter). El cuerpo de Cristo en la Eucaristía es invisible y espiritual; el cuerpo de Cristo en la cruz fue visible:

«Hay una gran diferencia entre el cuerpo en el que pade­ció Cristo, y la sangre que derramó colgado de la cruz y este cuerpo, que, como misterio de la pasión de Cristo, es cele­brado a diario por los fieles, y asimismo la sangre, que los fieles comulgan como misterio de aquella sangre con la que se redimió el mundo todo. Pues este pan y esta bebida son el cuerpo y la sangre de Cristo no desde el punto de vista sensi­ble, sino en cuanto espiritualmente suministran la sustancia de la vida» [163]. Aquel cuerpo se manifiesta según su propia espe­cie, y lo mismo la sangre; ahora, en la Eucaristía, en cambio, el cuerpo y la sangre ya no se manifiestan en la propia espe­cie.

Ahora bien, dos cosas que difieren no son lo mismo, dice el monje de Corbie: «Las cosas que difieren entre sí no son lo mismo. El cuerpo de Cristo, que murió, y resucitó, y se hizo inmortal (no muere ya y la muerte no le domina: Rom 6,9) es eterno e impasible. El cuerpo, en cambio, que se cele­bra en la Iglesia es temporal y no eterno, corruptible y no in­corrupto, camino y no término. Difieren entre sí, por lo tanto, no son el mismo. ¿Cómo se le puede llamar, pues, ver­dadero cuerpo y verdadera sangre de Cristo?» [164]. Esto lo vuelve a repetir constantemente. La verdad sólo se da cuando aparece a los sentidos, cuando no tiene la mediación de la imagen [165]. Hay, por tanto, una enorme diferencia del cuerpo eucarístico respecto del que nació de María, fue sepultado y resucitó[166]. Por lo tanto, no es el mismo.



Eco y significado de una controversia

La controversia tendría un eco inmediato y enorme. Hich­mar de Reims y Haymon d‘Alberstadt, entre otros muchos, se colocaron del lado de Pascasio; Rabano Mauro, por el con­trario, se puso al lado de Ratramno [167]: una identidad pura y simple sería inaceptable e implicaría la reiteración de la muerte de Cristo, por lo que se puso decididamente en contra de tal identidad [168]. También Escoto Eriúgena se colocó en la misma línea [169]. Pero la influencia de Pascasio habría de ser enorme. La fundación de Cluny contribuyó a la divulgación de su pensamiento, y en él se inspirarían los futuros defen­sores de la ortodoxia contra la herejía de Berengario [170].

Pascasio, en su carta a Frudegardo, seguiría manteniendo la misma doctrina [171].

A decir verdad, esta controversia se originó, en gran parte, por la falta de una terminología depurada. En muchos casos, Pascasio y Ratramno están diciendo lo mismo: ninguno de los dos admite que el cuerpo y la sangre de Cristo puedan ser percibidos por los sentidos. Ambos confiesan que están pre­sentes en la Eucaristía in mysterio, invisibiliter, spiritualiter; lo que les separa es una diferente concepción de la verdad: mientras, para Pascasio, veritas es igual a realitas, para Ra­tramno veritas es sólo aquello que se percibe con los sen­tidos. Están, pues, de acuerdo en que Cristo está presente en la Eucaristía de forma invisible.

Donde falla Ratramno es en la conclusión que saca: el cuerpo de Cristo en la Eucaristía es invisible, luego es otro y no el mismo de Palestina. Es mucho más lógica la conclusión de Pascasio: es el mismo, pero en forma diferente. Por ello, Pascasio hace progresar la doctrina eucarística, ya que viene a sintetizar el realismo con el simbolismo. Dice a este respecto Neunheuser: «Esta nueva definición del carácter propio de la Eucaristía, considerada como realidad «verdadera» y, sin em­bargo, igualmente simbólica (más exactamente, figurativa), representa un esfuerzo de conciliación respecto a la parte ad­versa y constituye en sí misma un resultado importante de la controversia» [172].

Es más, al hablar de sustancia que cambia y entenderla en sentido no físico (pues se trata de un cambio no experimenta­ble), se está usando un concepto metafísico de sustancia. Y nótese también que se habla de species, como de aquello que se experimenta con los sentidos.

Por otra parte, pensamos que acusar a Pascasio y Ra­tramno de una concepción cosista de la realidad no se ajusta a la realidad de los hechos [173]. La pregunta por la identidad entre el cuerpo eucarístico de Cristo y el cuerpo histórico es tan legítima como la pregunta por la identidad entre el sacrificio eucarístico y el de la cruz. Y no podemos aceptar que se diga que esta última tenga sentido y se prive de él a la primera, tanto más que son los mismos Padres (Ignacio de Antioquía, Justino, Ireneo, Crisóstomo, Ambrosio y Agustín, entre otros) los que afirmaron la identidad del cuerpo eucarístico de Cristo con el que nació de María. Que esta identidad haga pensar al teólogo y que de una identidad afirmada se pase a una identidad explicada, es algo no sólo legítimo, sino necesa­rio en teología; de ahí que estemos con Neunheuser cuando dice que con Pascasio se da un auténtico paso en la teología eucarística al afirmar, a un tiempo, la realidad del mismo cuerpo bajo el símbolo del pan y del vino.

Cierto que Pascasio y Ratramno se centran, sobre todo, en el tema de la presencia real y en el problema de la identi­dad, pero no se olvide que son también exponente, como ve­remos más adelante, de una concepción del sacrificio eucarís­tico como actualización del de la cruz y, asimismo, desarro­llan también el tema del cuerpo eucarístico de Cristo como fuente del cuerpo místico.



2) Segunda controversia eucarística [174]



Berengario de Tours

Sería incorrecto acusar a Ratramno de puro simbolismo, pues jamás dice que en la Eucaristía encontremos una figura vacía, un signo que no contenga el cuerpo de Cristo. Sin embargo, al afirmar que el cuerpo eucarístico de Cristo no es el de María, abrió la vía para comprender en sentido meramente simbólico la presencia del cuerpo de Cristo en la Eucaristía.

Habría que esperar a que el problema se enconase. En ocasiones es así como progresa la teología, no sin pasar por momentos difíciles y por vacilaciones. Todo ocurrió cuando entró en escena Berengario, el canónigo de Tours.

Berengario presenta una mentalidad diferente a la de los monjes de Corbie. Aquellos reflexionaban sobre el dato de fe transmitido por los Padres y la liturgia. Berengario, en cam­bio, eleva la razón dialéctica a norma suprema. Dice clara­mente que la razón es la suprema guía en la percepción de la verdad [175]. Es de esto de lo que le acusará Lanfranco, de po­ner la razón por encima de la autoridad de los Padres [176].

Algo sumamente importante para la comprensión de su pensamiento es que reduce el conocimiento a la experiencia sensible, restringiendo la sustancia a algo sensible y percepti­ble por los sentidos [177]. Es también determinante el que vea en la localización de Cristo en el cielo una dificultad para la presencia de Cristo en la Eucaristía [178].

Lo que está fuera de duda en su pensamiento es que niega la conversión eucarística. En la lucha que mantiene con sus condiscípulos de la escuela de Chartres, en la que había te­nido como maestro a Fulberto, aparece su negación constante de la conversión. Así, Hugo de Langres le acusa de ello [179], y en los fragmentos que poseemos de la respuesta de Berenga­rio a la carta de Adelman [180] se percibe la defensa de una es­pecie de impanación: el pan permanece, sin que su sustancia se convierta o destruya, pues antes de la conversión de una cosa en otra es necesario que ésta no exista todavía, lo que no es el caso de la Eucaristía [181]. Esta concepción de la impana­ción la vemos expresada sin paliativos en su De sacra coena: «Consta que todo lo que es consagrado, todo lo que es ben­decido por Dios, no es deshecho, no es eliminado, no es des­truido, sino que permanece y es llevado a lo que no era» [182].

La negación clara de la transustanciación la encontramos también en su carta a Ascelino, en la que rechaza «que en el sacramento del cuerpo del Señor desaparezca por completo la sustancia de pan» [183].

Más complicado es conocer la verdadera postura de Be­rengario respecto a la presencia real. Lanfranco le acusó cier­tamente de negar la carne y la sangre de Cristo [184] y de redu­cir la presencia a mero símbolo [185]. También le acusa Lanfranco de defender que en la Eucaristía no se encuentra el mismo cuerpo histórico de Cristo [186]; pero, como dice Vernet, en la disputa se atribuían doctrinas que no respondían a la realidad histórica de los hechos y a veces no se compren­dían bien [187]. Parece que Berengario no rechazó la presencia del cuerpo de Cristo antes del año 1059; pero, a partir de esta fecha, su pensamiento tiende a negar que en la Eucaristía pueda estar presente el cuerpo histórico de Cristo [188]. Su pensamiento en este tiempo fue dubitativo, cambiante y contra­dictorio, y parece que no admitió más que una presencia di­námica y figurativa. En su De sacra coena existen pasajes en los que hace profesión de la presencia real y otros en los que parece inclinarse por una concepción espiritual.

De todos modos, partiendo de sus principios, resultaba difícil mantener la presencia real. Vernet expresa su juicio al respecto con estas palabras: «Trastornó el dogma de la pre­sencia real, sin que, sin embargo, le podamos colocar en el número de los que simplemente la han negado» [189].



Intervención del Magisterio

Durante la controversia, el Magisterio salió al paso con dos intervenciones principales, que son las de los concilios Romanos de 1059 y 1079. Berengario tuvo que firmar las dos confesiones de fe.

La primera fue redactada por el cardenal Humberto, can­ciller y bibliotecario de la Iglesia romana, y Berengario tuvo que firmarla en 1059:

«Yo Berengario... anatematizo toda herejía, principalmente aquella de que ahora se me acusa, que pretende que el pan y el vino que están sobre el altar son simplemente, después de la consagración, un signo y no el verdadero cuerpo y la ver­dadera sangre de nuestro Señor Jesucristo... Confieso, por el contrario, que el pan y el vino que están sobre el altar son, después de la consagración, no sólo sacramento, sino también el verdadero cuerpo y la verdadera sangre de nuestro Señor Jesucristo, y que sensiblemente, no ya sólo sacramentalmente, sino con toda verdad, este cuerpo y esta sangre son tocados por el sacerdote y rotos y triturados por los dientes de los fieles» [190].

La fórmula tiene un claro sabor cafarnaítico y exagera en su realismo, como reconoce Geiselmann [191]. Por el contrario, la fórmula que se le impondría en el concilio de 1079 está mucho mejor elaborada, y desaparece de ella toda connota­ción sensualista. Este concilio se hizo bajo el mandato de Gregorio VII, y dice así en lo tocante a la fórmula que Be­rengario tuvo que firmar:

«Yo Berengario creo sinceramente y confieso moralmente que el pan y el vino que están en el altar, por el misterio de la oración sagrada y las palabras de nuestro Redentor, se con­vierten sustancialmente (substantialiter converti) en la verda­dera, propia y vivificante carne de nuestro Señor Jesucristo, y que después de la consagración son el verdadero cuerpo de Cristo que nació de la Virgen y que, ofrecido por la salud del mundo, pendió de la cruz y está sentado a la derecha del Pa­dre, y la verdadera sangre de Cristo, que manó de su costado, no sólo en signo o por la virtud del sacramento, sino en la propiedad de la naturaleza y la verdad de la sustancia» [192].

Como vemos, se enseña aquí la identidad del cuerpo euca­rístico con el cuerpo histórico de Cristo, presente en la Euca­ristía no de forma sensible, sino en su propia naturaleza y en la verdad de su sustancia en virtud de una conversión sustan­cial del pan y del vino en el cuerpo y la sangre de Cristo. En­tra aquí por vez primera, en un concilio todavía no ecumé­nico, la terminología de la conversión sustancial (substantiali­ter converti). Ya Pascasio se había hecho eco de la terminolo­gía de Fausto de Riez con el converti ex substantia panis.

Fue Fulberto de Chartres el que utilizó la expresión de mutare in corporis substantiam, pero fueron, sobre todo, Lanfranco y Guitmundo de Aversa los que desarrollaron la ter­minología.

Berengario había puesto las cosas en un punto tal, que ha­bía que responder con sus mismas armas. No bastaba, como recuerda Geiselmann [193], una respuesta que se limitara mera­mente a repetir la fe, como pretendía Pedro Damián, antidia­léctico y no partidario del uso de la filosofía. De este modo, Lanfranco habla ya de un cambió sustancial: las sustancias terrenas se convierten en la esencia del cuerpo de Cristo [194], mientras que permanece la forma exterior, las especies [195]. Lanfranco nos conduce, por tanto, a la terminología substan­tia-species. Por su parte, Guitmundo de Aversa habla también de substantialiter transmutari, y distingue claramente entre la sustancia, que cambia, y los accidentes (accidentia), que per­manecen [196]. Dice Neunheuser que aquí se encuentra, por vez primera, el término de conversión sustancial, aunque Guit­mundo no lo habría conseguido sin el trabajo de Lanfranco [197]. Guitmundo defiende también la presencia de la sustancia del cuerpo de Cristo en cada parte de los accidentes y en cada uno de los lugares.

Todo este esfuerzo de comprensión fue el que hizo posi­ble el sínodo de Roma de 1079.

De este modo, las exigencias del metabolismo y del sim­bolismo quedan sintetizadas: la Eucaristía es signo, sacra­mento, figura, pero contiene en su sustancia el cuerpo histó­rico de Cristo. La presencia de Cristo en la Eucaristía es cor­poral, pero no en sentido cafarnaítico, sino en sentido sustan­cial; es también sacramental, pero no en sentido meramente simbólico, porque es sacramento de la sustancia del cuerpo de Cristo.

Se fija ya una terminología más precisa, que tiene mayor importancia, porque todavía estaba lejos el uso de las obras de Aristóteles. Como dice Chollet, fue la herejía de Berenga­rio la que suscitó el estudio profundo del misterio eucarístico y el punto de partida de un brillante período dogmático [198].



III. LA EUCARISTIA EN EL SIGLO XII [199]



El siglo xii fue un siglo de consolidación de la doctrina adquirida y preparación de la gran síntesis que se daría en el siglo xiii.

En esta época todos los teólogos tienen que escribir sobre la Eucaristía, respondiendo así a la herejía de Berengario. So­bresale Algerio de Lieja, con sus tres libros De sacramento corporis et sanguinis Domini; Gregorio de Bérgamo, con su tratado De veritate corporis Christi, y Gilberto de Nogent. Pero sobre todo hay que señalar las obras de sistematización de Hugo de San Víctor, Pedro Lombardo, Rolando Bandinel­li y los escritos de Lotario de Segni, futuro papa Inocen­cio III, que convoca el IV concilio de Letrán.

También las colecciones canónicas asumen la doctrina eu­carística, desde la de Burchard de Worms hasta el Decreto de Graciano [200].

Por su lado, la piedad popular se concentra en la presencia real del cuerpo y de la sangre de Cristo como reacción a las tesis de Berengario. En los monasterios de Bec y de Cluny, que habían tomado parte tan decisiva en la defensa de la Euca­ristía, se comienza a doblar la rodilla delante de la presencia eucarística de Cristo y a incensarle [201]. Se enciende también una lámpara ante las especies consagradas y a finales del siglo xii se comienza a elevar la hostia después de la consagra­ción [202]. Es la profundización del tema de la presencia real lo que causa esta devoción popular, alimentada también por el sentimiento de contemplación [203].

La doctrina de la transustanciación adquiere carta de ciu­dadanía en las grandes síntesis teológicas del tiempo. El tér­mino de «transustanciación» aparece por vez primera en la pluma de Rolando de Bandinelli (futuro papa Alejandro III), que la utiliza en sus Sententiae, y que a partir de entonces to­mará carta de ciudadanía entre los teólogos [204].

Pero veamos, al menos brevemente, la doctrina de la tran­sustanción en las grandes síntesis del tiempo.



Hugo de San Víctor

Hugo de San Víctor, que desarrolla la dimensión sacra­mental de la Eucaristía, combate, apoyado en Ambrosio y Pascasio, la concepción puramente simbólica de Berengario, combinando perfectamente la realidad y la significación sacra­mental de la Eucaristía:

«Aquí hay tres cosas en una; en la primera (la especie de pan) encontramos el signo de la segunda; en la segunda (el cuerpo real), la causa de la tercera (la virtud y la eficacia); en la tercera se manifiesta la virtud de la segunda; en la segunda, la verdad de la primera; y estas tres cosas son una y consti­tuyen un solo sacramento» [205]. Como vemos, encontramos ya aquí esbozada la distinción que se hará clásica de sacramen­tum (signo), res et sacramentum (cuerpo de Cristo) y res (efi­cacia o gracia del sacramento).

Sobre la transustanciación nos dice Hugo de San Víctor:

«Por las palabras de la santificación, la verdadera sustancia del pan y del vino se convierte (convertitur) en el cuerpo y la sangre de Cristo, quedando sólo las especies de pan y vino y pasando la sustancia a la otra sustancia. La conversión no hay que entenderla como unión, sino como transición» [206].



Pedro Lombardo

Pedro Lombardo, después de apelar a Ambrosio y al Pseudo-Eusebio Emiseno (Fausto de Riez), confiesa:

«Por éstos y otros muchos, consta que están en el altar el verdadero cuerpo y sangre de Cristo; aún más, está Cristo entero en cada una de las especies, y se convierte la sustancia del pan en el cuerpo, y la sustancia del vino en la sangre» [207].

Se pregunta si la conversión es sólo formal (accidental) o sustancial, y se inclina por la sustancial [208], al tiempo que dice que la transustanciación es el término más apropiado, pues en la Eucaristía se da un tránsito de sustancia a sustancia, mien­tras permanecen las mismas propiedades[209].



Lotario de Segni (Inocencio III)

Lotario de Segni trató de la Eucaristía en su obra De sacro altaris mysterio, en la que presenta una explicación de la litur­gia de la misa siguiendo la interpretación alegórica. Pero hagamos antes alusión a su carta Cum Marthae, dirigida en 1202 a Juan, obispo de Lyón, y en la que encontramos un texto de precisión innegable sobre la Eucaristía:

«Hay que distinguir tres cosas que son distintas en este sacramento, a saber, la forma visible, la verdad del cuerpo y la eficacia espiritual. La forma es la de pan y vino; la verdad, la de la carne y la sangre; la eficacia es la unidad y la caridad. La primera es sacramentum et non res. La segunda es sacra­mentum et res. La tercera es res et non sacramentum. El pri­mero es signo de una doble realidad. La segunda, signo res­pecto a uno y realidad respecto a otro. La tercera es realidad de un doble signo» [210].

Respecto de la transustanciación, recogemos las palabras de su obra principal: «La carne y la sangre no se forman ma­terialmente del pan y del vino, sino que la materia del pan y del vino se cambia en la sustancia de la carne y de la sangre; ni se añade nada al cuerpo, sino que se transustancia en el cuerpo» [211].



Conclusión

Se puede decir que, como fruto de esta sistematización del siglo XII y antes del desarrollo teológico del siglo xiii, se en­cuentran sentados los siguientes puntos relativos a la Eucaris­tía [212]:

— Que el cuerpo eucarístico de Cristo es su mismo cuerpo histórico.

—Se distingue entre las especies perceptibles por los sen­tidos y el cuerpo de Cristo presente bajo las mismas.

—Cristo está presente en la Eucaristía por la conversión del pan y del vino en su cuerpo y sangre.

—Esta conversión, llamada ya transustanciación, es el paso de la sustancia del pan y del vino a la sustancia del cuerpo y de la sangre de Cristo.

—La presencia de Cristo es, al mismo tiempo, corporal (no en sentido cafarnaítico) y sacramental (no en el sentido meramente simbólico).

—Cristo está presente bajo las especies y, por tanto, debe ser adorado.

Otras cuestiones, sin embargo, son objeto de discusión. Se pone la cuestión de la digestión del cuerpo de Cristo por parte del comulgante, de la duración de su presencia en el es­tómago, de la comunión por parte de los indignos, de la con­sagración por parte de sacerdotes indignos. Se da muchas veces, dentro del realismo de la presencia confesado en esta época, una tendencia a evitar a cualquier precio (recurriendo a milagros, si es preciso) que Cristo pueda ser de hecho profa­nado en el altar [213].

En cuanto a la duración de la presencia, resalta por su precisión la fórmula dada por Hugo de San Víctor: Cristo está corporalmente contigo; «pero, cuando los sentidos no distinguen ya (las especies), deja de existir la presencia corpo­ral, para mantener la espiritual» [214]; explicación que sigue Inocencio III.

Merece también la atención la solución de Rolando Bandi­nelli al problema de la comunión de los indignos: la mandu­cación corporal la tienen, pero carecen de manducación espi­ritual, no reciben beneficio alguno [215]; distinción que también se encuentra en Pedro Lombardo [216] y que en el fondo res­ponde a lo dicho por San Agustín.

En cuanto a la fracción del pan (¿se rompe Cristo con ella?), se encuentran ya soluciones que tendrán eco en épocas posteriores: el cuerpo se rompe sacramentalmente en la espe­cie (de pan y vino), pero no en la sustancia, dice Pedro Lom­bardo [217].



IV. LA EUCARISTÍA EN EL SIGLO XIII



1) Concilio Lateranense IV



Al inicio del siglo XIII encontramos el testimonio del con­cilio Lateranense IV, convocado por Inocencio III, y que viene a ser el coronamiento en cuanto a la doctrina eucarística de la época.

Concilio convocado fundamentalmente para promover la recuperación de Tierra Santa y la reforma de la Iglesia, tiene una constitución (De fide Catholica) que, provocada por las herejías del tiempo (albigenses, cátaros y valdenses), ha sido considerada por muchos como un cuarto símbolo de fe [218]. Las constituciones de dicho concilio fueron introducidas en las Decretales de Gregorio IX, en las que se concibe el capí­tulo Firmiter como cuarto símbolo de la Iglesia católica, y sus proposiciones como artículos de fe [219].

La conversión eucarística había entrado en crisis en ciertos grupos de cátaros y valdenses. Algunos cátaros sostienen que Cristo cambió el pan en su cuerpo, pero sólo él; otros dicen que la Eucaristía no es nada. Al parecer, los valdenses de Lombardía negaban la competencia exclusiva del sacerdote para confeccionar la Eucaristía. Por ello, el concilio quiere enseñar la realidad del cambio eucarístico y la competencia exclusiva del sacerdote. Es la primera vez que el Magisterio asume el término de «transustanciación» (el concilio romano de 1079 hablaba de substantialiter converti: conversión sus­tancial):

«Sólo hay una Iglesia universal de los fieles, fuera de la cual nadie se puede salvar. En ella es, a la vez, sacerdote y sa­crificio Jesucristo, cuyo cuerpo y sangre están verdadera­mente contenidos en el sacramento del altar bajo las especies de pan y vino, siendo el pan transustanciado en el cuerpo y el vino en la sangre por la potencia divina, a fin de que, para consumar el misterio de la unidad, nosotros recibamos de él lo que él recibió de nosotros. Y este sacramento nadie lo puede confeccionar sino el sacerdote debidamente ordenado según las llaves de la Iglesia, que Cristo concedió a sus após­toles y a sus sucesores» [220].

A la presentación de Cristo como sacerdote y sacrificio si­gue la afirmación del contenido de la Eucaristía, pasando así del sacrificio al sacramento y afirmando la presencia real del cuerpo y de la sangre de Cristo, que se hacen presentes en el altar mediante la transustanciación. Lo que el concilio quiere enseñar y que, por lo tanto, constituye un artículo de fe, no es el término de «transustanciación», introducido reciente­mente en la teología, sino la conversión sustancial del pan y del vino, negada por grupos determinados de cátaros y man­tenida en la fe de la Iglesia.



2) Hacia la gran síntesis: Santo Tomás [221]



En el siglo XIII se llega a una mayor sistematización de la presencia real. Los escolásticos del siglo XIII, aparte de sus re­cursos escriturísticos y patrísticos, poseen la filosofía aristo­télica, introducida ya en Occidente.

Aparecen las grandes obras de síntesis y de profundiza­ción teológica. Citemos a Guillermo de Auvergne, con su De sacramento Eucharistiae, la obra Liber de sacramento Eucharistiae de Alberto Magno; los Comentarios a las Sentencias de Pedro Lombardo, hechos por Buenaventura, Alberto Magno, Santo Tomás; la Summa theologica de Enrique de Gante; la Universae Theologiae Summa de Alejandro de Hales; la Summa Contra Gentiles de Santo Tomás, y su Summa Theolo­gica. Asimismo, recordemos los himnos eucarísticos que se componen en este tiempo.

Como ejemplo de síntesis, nos limitamos a exponer la de Santo Tomás.

Santo Tomás, partiendo de la verdad de la presencia real, «que no puede ser conocida ni por los sentidos ni por el inte­lecto, sino por la sola fe que se funda en la autoridad di­vina» [222], concluye que la única vía para llegar a esta presen­cia es la conversión, pues el único y verdadero cuerpo de Cristo, preexistente y perfecto, no puede ser creado de nuevo, ni podría tampoco, mientras permanece glorioso en el cielo, ser bajado a la tierra por una especie de movimiento lo­cal. Incluso, aunque dejara el cielo, no podría ser conducido a los diversos lugares [223] . No es, pues, por movimiento local como Cristo se hace presente en la Eucaristía.

En virtud de las palabras de la consagración, se hace pre­sente el mismo cuerpo que nació de María, sufrió en la cruz y está en el cielo, haciéndose presente en las especies de pan y vino, en las que antes no estaba. Ahora bien, esto ocurre o porque el cuerpo de Cristo recibe una nueva presencia por cambio de sí mismo, o por mutación del pan respecto de él. Puesto que por la consagración eucarística Cristo no se mueve ni se muda, no cabe otra posibilidad de hacerse sus­tancialmente presente en los diversos lugares de la tierra sino porque las diversas sustancias de los diferentes panes se con­vierten en el único cuerpo de Cristo, que tiene en el cielo su propia dimensión local. Y, por otra parte, se requiere que los accidentes de las diversas sustancias cambiadas, sustentados por la divina potencia, permanezcan en su lugar, de modo que, mediante la múltiple locación ajena, la única sustancia del cuerpo de Cristo, sin dejar su lugar propio en el cielo, se haga ahora presente en los diversos lugares de la tierra:

«El cuerpo de Cristo sólo existe en un lugar por sus pro­pias dimensiones, pero, mediante las dimensiones de pan, que se convierten en él, está en tantos lugares en cuantos se rea­liza tal conversión; no ciertamente dividido por partes, sino que está íntegro en cada lugar, pues cualquier cuerpo consa­grado se convierte en el cuerpo íntegro de Cristo» [224].

En la conversión eucarística podemos tener en cuenta el término a quo, que es la sustancia del pan y del vino. Natu­ralmente, esta sustancia cesa totalmente. Sólo así se puede de­cir con propiedad que lo que parece pan es el cuerpo de Cristo. Además, si quedase algo de la sustancia de pan que es criatura, no se podría adorar la Eucaristía [225].

Ahora bien, esta sustancia de pan no cesa por aniquila­ción, porque una exigencia de la conversión consiste en que el punto de partida, al dejar de ser lo que es, no caiga en la nada, sino que se convierta en otro término positivo. En esto se distingue la conversión de la aniquilación. Con la aniquila­ción del pan ya no se podría hablar propiamente de conver­sión [226]. La entidad del cuerpo de Cristo tiene ahora la fun­ción positiva que tenía la entidad del pan. Podríamos decir que hay una continuidad (en esto se diferencia la conversión de la aniquilación), en cuanto que sigue habiendo un ente, aunque de distinta naturaleza que el anterior. Ahora es la sus­tancia el cuerpo de Cristo.

Naturalmente, se trata de una conversión singular y miste­riosa. En las conversiones naturales de tipo sustancial cambia la forma sustancial, pero permanece idéntica la materia prima; aquí, por el contrario, toda la entidad del pan se convierte en toda la entidad del cuerpo de Cristo. Se trata del poder di­vino, que llega a todos los entresijos del ente:

«Con el poder del agente infinito que actúa sobre todo el ente, puede hacerse tal conversión; porque a ambas materias y a ambas formas les es común la naturaleza entitativa, y lo que hay de entidad en una, el autor del ente puede convertirla en lo que hay de entidad en la otra quitando aquello por lo que se distinguía de ella» [227].

Esto quiere decir que, tras la transustanciación, sigue habiendo un ente, aunque de distinta naturaleza que el que es­taba en el punto de partida.

Esta es una mutación misteriosa (mirabilis), porque es to­talmente sobrenatural, posible sólo a la potencia divina. Santo Tomás apela aquí a la autoridad de Ambrosio y Crisóstomo, conscientes ambos de la absoluta trascendencia de la acción eucarística. Por ello se trata de un misterio estrictamente tal, algo que supera la posibilidad cognoscitiva de la razón, pero al mismo tiempo posible para Dios, pues, como ser infinito que es, extiende su acción a todo lo que es.

En la transustanciación permanece todo lo que pertenece al campo de los accidentes. Estas dimensiones accidentales son lo que permite a la sustancia del cuerpo de Cristo una nueva locación no natural, sino sobrenatural. Cristo está en el sacramento, dice Santo Tomás, per modum substantiae, es de­cir, no locativamente, como está una cosa física en otra física; ni con presencia definitiva, como la que tiene el alma en el cuerpo, sino al modo como una sustancia está presente en sus dimensiones accidentales. De este modo, de la misma manera que la sustancia de pan estaba allí en virtud de los accidentes, ahora podemos decir que la sustancia del cuerpo de Cristo está en dicho lugar, pues tiene una relación con él mediante las dimensiones ajenas (del pan). La sustancia, aunque no ocupa lugar, dice relación con los accidentes que la localizan. Ahora es la sustancia del cuerpo de Cristo la que está ahí, donde están los accidentes de pan:

«El cuerpo de Cristo no está en este sacramento como en un lugar, sino per modum substantiae, de la manera como la sustancia está en sus dimensiones. Pues en este sacramento la sustancia del cuerpo de Cristo sucede a la sustancia de pan, y así como la sustancia de pan no estaba en sus dimensiones ocupando un lugar (localiter), sino per modum substantiae, así tampoco la sustancia del cuerpo de Cristo.

Pero la sustancia del cuerpo de Cristo no es sujeto de in­hesión de tales dimensiones como lo era la sustancia de pan. Y así la sustancia de pan, en virtud de sus dimensiones, estaba allí, puesto que decía relación al lugar mediante sus propias dimensiones, mientras que la sustancia del cuerpo de Cristo dice relación al lugar mediante las dimensiones ajenas» [228].

Así, pues, la sustancia del cuerpo de Cristo está ahí, por­que dice relación a las dimensiones de pan, pero no está ahí ocupando un lugar ni sufre la acción o la pasión que propor­cionan los accidentes. La sustancia del cuerpo de Cristo está ahí mientras duran los accidentes de pan; cuando éstos se co­rrompen, deja de estar presente la sustancia del cuerpo de Cristo, sin que por ello sufra menoscabo alguno.

Pero es el caso que los accidentes de pan permanecen ahora sin sujeto de inhesión, porque el cuerpo de Cristo no está sujeto a mutación alguna ni sustancial ni accidental, y no puede ser afectado de modo alguno. El cuerpo glorioso e im­pasible de Cristo no puede ser alterado por la recepción de otras cualidades y dimensiones. En este caso es Dios mismo el que mantiene milagrosamente a los accidentes, supliendo la acción de las causas segundas [229].

En la presencia del cuerpo de Cristo en la Eucaristía dis­tingue también Santo Tomás el modo de presencia en virtud de la conversión y el modo de presencia en virtud de la concomitancia: por la fuerza de la conversión, bajo las especies de pan, se hace directamente presente la sustancia del cuerpo de Cristo; pero, por la fuerza de la concomitancia natural (Cristo glorioso es uno e indiviso), se hace también presente su sangre, alma y divinidad. Lo mismo ocurre en la consagra­ción de la sangre [230]. Asimismo, la cuantidad propia del cuerpo de Cristo (sus dimensiones corporales) está también presente en este sacramento ex vi concomitantiae y no ex vi consecrationis [231].

La sustancia del cuerpo de Cristo está entera en cada una de las dimensiones del pan. Cristo entero está presente en cada una de las especies y en cada una de sus partes.

Todos, dignos e indignos, reciben el cuerpo del Señor, si bien estos últimos lo reciben para su condenación [232].

Santo Tomás contribuye así a profundizar en la doctrina eucarística. Su mayor aportación es la calificación de la pre­sencia real como presencia per modum substantiae. Estaba di­cho en realidad, pero queda más precisado y se satisfacen me­jor las exigencias del realismo y del simbolismo. La presencia per modum substantiae contribuye a la depuración de toda concepción cafarnaítica y sensual de la presencia. La sustancia no ocupa lugar, no está presente como una cosa física en otra física de modo circunscriptivo, sino que está presente de ma­nera metafísica. La corrupción de las especies no significa, por tanto, corrupción del cuerpo de Cristo, si bien éste deja de estar presente cuando las especies no son ya perceptibles. Al mismo tiempo, esta sustancia del cuerpo de Cristo tiene una relación con las dimensiones físicas de pan como la tenía su propia sustancia, de modo que podemos decir que la única sustancia del cuerpo de Cristo está entera en todas las dimen­siones físicas de pan que hayan experimentado el cambio de sus propias sustancias. Todos los accidentes de los diferentes panes convertidos contienen la única sustancia metafísica del cuerpo de Cristo.

Se ha respetado así la exigencia del realismo y del simbo­lismo, explicando la múltiple presencia del cuerpo de Cristo (la multiplicidad viene del lado de los múltiples accidentes que quedan de los múltiples panes convertidos), sin que el cuerpo en sí mismo se multiplique.



3) Escoto [233]



Escoto presenta algunas variantes respecto a la doctrina tomista de la transustanciación. Coincide con Santo Tomás en que la transustanciación es un misterio que trasciende las muta­ciones que conocemos en este mundo. Dios solo la puede realizar [234]. A diferencia de Santo Tomás, dice que la transus­tanciación no se puede deducir sin más de las palabras de Cristo, independientemente de la tradición y de la enseñanza de la Iglesia [235]. Resulta significativo que, para Escoto, la consustanciación sea, de suyo, más razonable [236], de modo que sólo por la autoridad de la Iglesia se ha de rechazar [237].

Sobre el contenido de la transustanciación, Escoto dudó en sus Comentarios de Oxford en apelar a la aniquilación para explicar la desaparición de la sustancia de pan, si bien se declara netamente contra la aniquilación en Reportata Pari­siensia [238].

Escoto difiere también de Santo Tomás en su concepción de la presencia de la cuantidad, propia del cuerpo de Cristo en la Eucaristía. Cristo está presente en la hostia con la cuan­tidad interna de su cuerpo (ordo partium in toto), pero sin ex­tensión local (ordo partium ad locum), debido a una interven­ción de Dios [239], con lo cual nos alejamos de la solución me­tafísica dada por Santo Tomás a este problema: el cuerpo está per modum substantiae, y la cuantidad por concomitancia. Escoto recurre, pues, a la intervención de Dios, que impide la extensión actual, y reconoce también que Dios puede hacer que un cuerpo con su extensión actual esté presente a la vez en lugares diversos [240].

Con Escoto, ciertamente se inicia una minusvaloración de la razón filosófica, que tendrá su repercusión en el siglo XIV.



4) La fiesta del Corpus Christi



La liturgia del Corpus Christi es una consecuencia del flo­recimiento del pensamiento eucarístico en el siglo XIII. Di­jimos ya que en el siglo XII se introdujo la elevación de la hostia en el momento de la consagración. En el XIII comienza la adoración fuera de la misa, a partir, sobre todo, de la ins­tauración de la fiesta del Corpus Christi, celebrada -por vez primera por la diócesis de Lieja e instituida para la Iglesia univesal por Urbano IV en su bula Transsiturus, del 11-10-1264 [241]. Surge también en este tiempo la costumbre de la procesión eucarística, y en el siglo XIV comenzará también la costumbre de la exposición sacramental.

Nacen en esta época los himnos a la Eucaristía, que tanto habrían de fomentar la piedad popular. A Santo Tomás se atribuyen la secuencia Lauda Sion y el himno Pange lingua. Neunheuser hace mención también del Adoro te devote, di­ciendo que ha contribuido, mucho más que muchos libros, a la formación de la piedad católica sobre la Eucaristía [242].



5) Concilio II de Lyon (1274)



Pertenece también al siglo XIII la celebración del II Conci­lio de Lyon, convocado por Gregorio X con el fin de conse­guir la unidad con la Iglesia griega, promocionar la cruzada y establecer la reforma de la Iglesia. Tomás de Aquino, como se sabe, murió en camino hacia dicho concilio.

En la sesión IV fue leída ante el Papa la profesión de fe de Miguel Paleólogo, emperador de Oriente, que le había sido propuesta para firmar en 1267 por Clemente IV. Por lo que se refiere a la transustanciación, se dice de ella que la Iglesia mantiene y enseña que en «este sacramento el pan se transus­tancia verdaderamente en el cuerpo, y el vino en la sangre de nuestro Señor Jesucristo» [243].



V. FIN DE LA EDAD MEDIA



1) El nominalismo [244]



A las síntesis alcanzadas en el siglo XIII va a suceder con el nominalismo una concepción de la Eucaristía que no guarda la coherencia conocida, aunque se mantengan los datos de la fe de la Iglesia.

El nominalismo se centra, sobre todo, en la transustancia­ción y en los problemas específicos de la cuantidad del cuerpo de Cristo. Todo se concentra en una explicación que no sólo olvida las implicaciones metafísicas de la doctrina es­colástica, sino que estudia la Eucaristía al margen de su signi­ficación salvífica. No se aborda el tema sacrificial. Se publican explicaciones detalladas de la misa, pero siguiendo todas ellas el método alegórico [245] y perdiendo la verdadera perspectiva teológica. La predicación se resiente también de ser demasiado escolar y da pie a opiniones supersticiosas. La misa se convierte en la panacea para todas las necesidades del alma y del cuerpo y se insiste, sobre todo, en los frutos de la misma. La Eucaristía deja de ser tratada en su totalidad, para insistir en temas periféricos.

Por lo que hace al problema de la presencia real y transus­tanciación, se acude, más que a las razones intrínsecas de las cosas, al recurso fácil de la omnipotencia absoluta de Dios y de su voluntad.



Ockham

Dentro de la perspectiva nominalista, Ockham mantiene la doctrina de la transustanciación por la autoridad de la Iglesia, si bien está convencido de que la consustanciación es más razonable[246].

Ockham no admite la distinción real entre la sustancia y la cuantidad. Esta distinción, según él, no puede ser probada ni por la razón [247] ni por los principios de la fe [248]. Cristo está en el cielo de manera circunscriptiva, según su propia cuantidad; pero en la Eucaristía no está según su propia cuan­tidad, sino de manera definitiva, como el alma en el cuerpo [249]. El cuerpo de Cristo puede estar en todas partes, como lo está Dios.

En Ockham se puede ver ya una preparación de la doc­trina de Lutero sobre la Eucaristía. El mero hecho de que la teoría de la consustanciación le parezca a Ockham más razo­nable, de modo que sólo la autoridad jurídica de la Iglesia le impida el aceptarla, es una preparación a la doctrina luterana. De hecho, Lutero apelará a la doctrina de Pedro d’Ailly, car­denal de Cambrai, nominalista, que en el libro IV de sus Sen­tencias había defendido, al igual que Ockham, que la consus­tanciación es mucho más lógica y fácil de explicar que la tran­sustanciación, pero tiene en contra la determinación de la Iglesia [250].

Ockham representa una ruptura de método con el si­glo XIII. Por lo que se refiere a la conversión eucarística, no la entiende como una implicación del verbo ser (esto es mi cuerpo). Para Ockham, el problema fundamental es el de la localización de Cristo en la Eucaristía. Como dice Jansen [251], la obra de Ockham De sacramento altaris no es otra cosa que el nominalismo de la cuantidad aplicado al dogma.



Durando de San Porciano

Durando de San Porciano se separa de la doctrina escolás­tica de la conversión total de la sustancia del pan en la sustan­cia del cuerpo de Cristo. Dentro del esquema hilemórfico, afirma que la forma del pan cambia en la forma del cuerpo, mientras que permanece la materia prima del pan [252], como ocurre en el alimento que asimilamos en la comida. Durando pretendía así descartar la teoría de la aniquilación y explicar mejor la conversión, pero su teoría no va más allá de una transformación sustancial como las que ocurren en la natura­leza.



2) Wiclef



Si los nominalistas mantienen todavía el dato de la fe eu­carística a pesar de su especulación peculiar, Wiclef lo pondrá en cuestión, llevando al extremo planteamientos de su época.

Los primeros ataques de Wiclef a la doctrina tradicional aparecen en 1379 [253]. Lo que Wiclef no puede aceptar es la desaparición (sea por aniquilación, sea por transustanciación) de la sustancia del pan y del vino, ni la permanencia de los accidentes sin sujeto ni inhesión. La razón de ello, dice Cris­tiani, radica en su concepción filosófica. Para él, los univer­sales y los individuos son ideas de Dios y participan de la realidad absoluta que es Dios. Dios no puede, pues, negar nada, porque sería destruirse a sí mismo [254]. Mantiene así la persistencia de la sustancia del pan y del vino.

En su obra De Eucharistia, publicada probablemente en 1379, rechaza la teoría de los accidentes sine subiecto de Santo Tomás, afirmando ser metafísicamente imposible, y llega incluso a decir, por respeto al Aquinate, que está convencido que tal teoría no proviene de él, sino de interpolaciones pos­teriores [255].

Si a la defensa de la persistencia de la sustancia de pan añadimos que sostiene que Cristo está en el cielo sustancial, corporal y dimensionalmente, la presencia de Cristo en la Eu­caristía se reduce a una presencia sacramental y en signo. Se­gún su sustancia, Cristo está en el cielo, dice; en la Eucaristía no está de tal forma, sino sólo «sacramentalmente o en signo», o de una manera virtual [256]. Como dice Neunheuser, no sólo niega la transustanciación, sino que pone en peligro el mismo dogma de la presencia real [257].

La doctrina de Wiclef fue condenada por los concilios de Oxford, Canterbury y Londres de 1382. Este condena tres proposiciones atribuidas a Wiclef, que serían condenadas tam­bién más tarde por el concilio de Constanza.



3) Hus



Juan Hus no fue defensor de las ideas de Wiclef sobre la Eucaristía, si bien su nombre se puso en relación con él por la difusión de las ideas de Wiclef en Bohemia. Hus se hizo defensor del cáliz para los laicos, basándose en la Escritura y en la Tradición primitiva de la Iglesia (sólo en el siglo XIII dejó de existir el cáliz para los laicos no sólo en virtud de la doctrina de la presencia de Cristo entero en cada especie, sino por razones prácticas) [258].

Esta cuestión meramente disciplinar se convirtió, por el ardor de la polémica, en una cuestión fundamental, a la que respondería el concilio de Constanza.



4) El concilio de Constanza



En la sesión VIII (mayo de 1415) asume Constanza las conclusiones del concilio de Londres sobre Wiclef. Tres son las proposiciones de Wiclef que son condenadas:

— La sustancia del pan material e, igualmente, la sustancia del vino material permanece en el sacramento del altar.

— Los accidentes del pan no permanecen sin sujeto en este sacramento.

— Cristo no está en este sacramento idéntica y realmente con su propia presencia corporal [259].

Junto a la presencia real y la transustanciación, se enseña, pues, la doctrina de los accidentes sine subiecto. En otras pa­labras, a la doctrina tradicional de la presencia real y de la transustanciación parece añadirse la doctrina escolástica de los accidentes sine subiecto.

Las tres proposiciones, así como su terminología, están tomadas de Wiclef y quieren ser una cita de su doctrina, mientras que en la sesión XIII [260] se emplea la terminología tradicional de species.

Por lo que respecta a la doctrina de las proposiciones con­denadas, hemos de advertir que no todas son calificadas de heréticas, pues se las califica de heréticas, erróneas y escanda­losas, sin especificar qué nota corresponde a cada proposi­ción [261].

En la sesión XIII responde el concilio a la problemática de Hus. El concilio defiende la introducción de la costumbre de la comunión de los laicos bajo una especie como una costumbre laudable por razones de tipo práctico (evitar peligros, etc.) y mantiene que en cada una de las especies se encuentra íntegramente el cuerpo y la sangre de Cristo [262]. En otros tér­minos, la doctrina de la Iglesia es que Cristo entero está en cada especie. Mantenido esto, cabe la introducción de la prác­tica de las dos especies, pero bajo la autoridad de la Iglesia.



5) El concilio de Florencia



El concilio de Ferrara-Florencia tuvo que plantearse de nuevo el problema de la unión. El intento con los griegos en el II concilio de Lyon no alcanzó los efectos previstos.

De los decretos del concilio de Florencia nos interesa, so­bre todo, el Decreto pro armenis (1439).

El Decreto pro armenis no es una definición de todas las proposiciones que contiene, pero indica lo que los armenios deben creer y practicar para estar en comunión con la Igle­sia [263].

La relación sobre los sacramentos está prácticamente to­mada de Santo Tomás, de su opúsculo De articulis fidei et ec­clesiae sacramentis [264], pero es significativo que no vengan las palabras de Santo Tomás sub speciebus quae remanent sine subiecto, sino simplemente sub specie panis.

Dice así el concilio sobre la presencia real y la transustan­ciación:

«Pues, en virtud de la mismas palabras, la sustancia de pan se convierte en el cuerpo de Cristo, y la sustancia de vino en su sangre, de modo que Cristo entero se contiene bajo la especie de pan y bajo la especie de vino. Bajo cualquier parte de la hostia consagrada y del vino consagrado, después de la separación, se halla Cristo entero» [265].



VI. LA EUCARISTIA EN LA REFORMA Y TRENTO



1) La posición de la Reforma [266]



Vista la teología de la época nominalista, conocemos ya, en parte, los antecedentes de la reforma protestante por lo que se refiere a la doctrina eucarística. Con el nominalismo se ha perdido ya la visión integral de la Eucaristía. Por otra parte, el clima de la práctica religiosa no es tampoco edifi­cante. De todos modos, serán sobre todo los principios espe­cíficos de la teología de la Reforma los que van a propiciar una crisis profunda de la fe tradicional sobre la presencia real y el sacrificio. Como tendremos ocasión de ver, aún admi­tidos los abusos que sobre la celebración de la misa tenían lu­gar en esta época, el determinante fundamental de la crisis tiene su raíz en los principios fundamentales de la Reforma.



Lutero

Lutero comenzó confesando la fe tradicional en la Euca­ristía. En su Sermón sobre la digna preparación para recibir el sacramento eucarístico (1518) y en su Sermón sobre el sacra­mento sublime del santo y verdadero cuerpo de Cristo y sobre las cofradías (1559) mantiene la doctrina tradicional.

Es a partir de 1520, en su Sermón sobre el Nuevo Testa­mento y, sobre todo, en su De captivitate babylonica, cuando se separa de la doctrina hasta entonces profesada. Se encon­trará entre dos frentes: entre el frente católico y el de los sa­cramentarios. Contra los primeros va a impugnar la transus­tanciación y contra los segundos defenderá ardientemente la presencia real.

En su De captivitate habla de las tres cautividades de Ba­bilonia: —el rechazo de la comunión bajo las dos especies a los laicos, —la doctrina de la transustanciación y permanencia de los accidentes sine subiecto, —y la mayor de todas las cau­tividades, que es considerar a la misa como una obra buena, como un sacrificio.

Respecto al primer punto, da la razón a los bohemios y defiende que todos los laicos tienen derecho a la integridad de la Eucaristía, prohibida no por la Iglesia, sino por los tiranos de la Iglesia [267].

Respecto al segundo punto, la doctrina de la transustan­ciación, se declara abiertamente a favor de la doctrina de Wi­clef y de los que defienden la permanencia de la sustancia del pan y del vino después de la consagración junto con el cuerpo y la sangre de Cristo. Refiere la postura del nomina­lista Pedro de Ailly, el cual, como decíamos, mantenía la transustanciación sólo por la autoridad de la Iglesia, argu­mento que ya no vale para Lutero [268].

«Cuando me di cuenta, dice, de que la Iglesia, que en rea­lidad había determinado eso, había sido la Iglesia tomista, es decir, la aristotélica, mi audacia tomó aliento, y viéndome en­tre Scila y Caribdis, mi conciencia se afirmó en la primera sentencia: que subsistían el pan y el vino verdaderos, sin que por ello disminuyesen o se alterasen la carne y la sangre más que en esos accidentes que ellos aducen» [269].

En aras a la persistencia de la sustancia de pan, aduce Lu­tero que es preciso tomar las palabras de Cristo en su sentido obvio: Cristo tomó pan en sus manos [270]. Además, la doc­trina de la transustanciación fue introducida en la Iglesia tar­díamente [271]. La distinción entre sustancia y accidentes le pa­rece a Lutero inapropiada y no acepta el argumento de Santo Tomás, según el cual la permanencia de la sustancia del pan haría ilegítima la adoración, pues también los accidentes pue­den ser adorados [272]. Apela también Lutero al misterio de la encarnación, en el que se mantienen juntas la divinidad y la humanidad de Cristo: de la misma manera que puedo decir «este hombre es Dios», sin que transustancie la humanidad, cabe decir «este pan es Cristo», sin que cambie nada del pan [273].

En la controversia contra los sacramentarios defiende la presencia real, verdadera y sustancial del cuerpo de Cristo en la Eucaristía, particularmente contra Karldstadt, Ecolampadio y Zuinglio, que defendían una presencia meramente simbó­lica [274]. Los sacramentarios se apoyaban frecuentemente en una dificultad de orden especulativo: Cristo no puede estar a la vez en diferentes lugares, en el cielo y en el altar. Lutero responde diciendo que Dios tiene la posibilidad de dar al cuerpo de Cristo una presencia diferente de la local. Además, la naturaleza divina de Cristo comunica (según una incorrecta aplicación del principio de comunicación de idiomas) su ubi­cuidad a la naturaleza humana. Cristo, presente en todas partes, nos está presente en la Eucaristía como alimento y be­bida. Esta presencia dura cuanto la acción eucarística (in usu).

En realidad, la idea del in usu, más que de Lutero, es de Melanchton [275].

La Confesión de Augsburgo (1530) mantendrá la presencia real en su artículo 10, diciendo que el cuerpo y la sangre es­tán verdaderamente presentes. En la apología de la Confesión de Augsburgo, redactada por Melanchton (1531), se dirá tam­bién que el cuerpo y la sangre de Cristo están presentes ver­dadera y sustancialmente.

Por su parte, los artículos de Esmalcalda (1537-1538), pre­parados por Lutero para que los protestantes supieran a qué atenerse en caso de asistir al concilio convocado por Paulo III, dicen así: «Sostenemos que en la cena el pan y el vino son el verdadero cuerpo y la verdadera sangre de Cristo, y que se administran y reciben no sólo por los cristianos pia­dosos, sino también por los malos» [276]. En cuanto a la tran­sustanciación, dicen lo siguiente: «Por lo que se refiere a la transustanciación, tenemos por nada las sofisticadas especula­ciones con las que enseñan que el pan y el vino dejan y pier­den su sustancia natural, que sólo permanece la forma y el color, pero no el pan verdadero. Y decimos esto porque con­cuerda mejor con la Escritura el afirmar que también está presente y permanece el pan; así lo dice Pablo: «el pan que partimos», «coma así de este pan» [277].

No hay, pues, duda alguna de que Lutero mantiene la presencia real. ¿Por qué rechaza, en cambio, la transustancia­ción?

Lutero, defensor de la fe en detrimento de la razón, piensa que la doctrina de la transustanciación es una intromi­sión de la filosofía en el campo de la fe. Admite la presencia real, porque está claramente afirmada en la Eucaristía; en cambio, la transustanciación ha sido introducida por la Iglesia de Santo Tomás y de Aristóteles. Mantenida sólo por la auto­ridad de la Iglesia, cae cuando ésta se desmorona.

El caso es que Lutero no puede abandonar una filosofía sin aceptar otra, y en este punto no hizo sino prolongar la perspectiva nominalista. Pero con ella se pierde la verdadera sacramentalidad: la unidad que se mantiene entre el signo y la realidad en la doctrina de la transustanciación queda rota en una teoría (consustanciación) en la que se yuxtaponen dos realidades ajenas entre sí. En el fondo, en la teoría de la consustanciación se expresa también el principio fundamental lu­terano que exalta la acción trascendente de Dios y de la gra­cia, sin saber insertarla en el fondo mismo de las realidades creadas.



Zuinglio

Zuinglio representa la concepción meramente simbólica de la presencia real.

Hasta 1522 mantuvo la doctrina tradicional, pero a partir de esta fecha comienza a atacar a la Eucaristía como sacrificio y a la práctica de la comunión bajo una especie. Es en 1524 cuando comienza su ataque a la doctrina de la presencia real.

Como dice Cristiani [278], cuatro fueron los factores que le inclinaron a esa toma de posición: la carta del holandés C. Hoen, la entrada en escena de Karlstadt, la acentuación de la presencia real por Lutero y la ruptura con Erasmo. De estos factores, el principal fue la carta de Hoen, como confiesa el mismo Zuinglio [279]. Hoen le había hecho caer en la cuenta de que el verbo es de las palabras institucionales de Cristo es equivalente a representa o significa («La piedra era Cristo»: I Cor 10,4).

La docttrina de Zuinglio se forma también, en parte, por su oposición a Lutero.

Es, sobre todo, en sus Comentarios sobre la verdadera y falsa religión (1525) donde expone su doctrina eucarística. Cristo está en el cielo y no volverá hasta el fin del mundo. Otro argumento suyo está en la interpretación, basada en el sueño tenido a propósito de Ex 12,11 («es la pascua del Se­ñor»), que se dice del cordero, y que, en consecuencia, no puede tener otro sentido que el de «significa» (el cordero significa el tránsito del Señor). Pues esto mismo hay que enten­der de las palabras institucionales de Cristo. Finalmente, la frase de Juan: «La carne no aprovecha nada, es el espíritu el que vivifica» (Jn 6,63), le conduce también a una concepción netamente simbólica de la presencia.

La Eucaristía para Zuinglio es un signo vacío, sin conte­nido real, que da la gracia en cuanto estimula la fe; no es sino una nutrición meramente espiritual del alma.



Calvino

Calvino viene a representar una vía media entre Lutero y Zuinglio. Rechaza el ubicuismo del primero y el puro simbo­lismo del segundo. Sus obras al respecto son el Catecismo de Ginebra, el Tratado de la santa cena y su Institución de la re­ligión cristiana.

Viene a decir Calvino que la Eucaristía pone al alcance del creyente la promesa de la salvación; y no sólo eso, sino que nos hace partícipes del cuerpo y de la sangre de Cristo. Llegó a decir, incluso, que «negar la verdadera comunicación de Cristo que nos es presentada en la cena es hacer este sacra­mento frívolo e inútil, lo cual es una blasfemia execrable» [280]. También en la Institución afirma que la verdad (del cuerpo de Cristo) nos debe ser dada con los signos, que bajo estos signos recibimos verdaderamente el cuerpo y la sangre de Cristo [281]. Afirma, pues, la presencia real.

Ahora bien, Calvino niega tanto la transustanciación cató­lica como la consustanciación luterana. La transustanciación no tiene fundamento en la Escritura e implica, para él, la aniquilación del pan [282]. Rechaza, asimismo, la consustanciación luterana.

El problema fundamental para Calvino es que Cristo, des­pués de la resurrección, está localizado en el cielo, de modo que es imposible que lo liguemos a las criaturas terrestres:

«No permitamos que se derogue a la gloria celeste de nuestro Señor Jesús, lo que se hace cuando se le trae aquí abajo por la imaginación o cuando se le liga a las criaturas te­rrestres. Tampoco permitamos que se atribuya nada a su cuerpo que repugne a su naturaleza humana, lo cual se hace cuando se dice que es infinito o se le coloca en diversos lu­gares» [283].

La conclusión que se podría sacar de esta dificultad es afirmar una presencia meramente simbólica, como hace Zuinglio; pero Calvino quiere mantener un término medio entre Zuinglio y Lutero en una comprensión de la presencia que podríamos llamar virtual. Cristo, presente localmente en el cielo, gobierna el cielo y la tierra potentia et virtute, mostrán­dose también en la Eucaristía potentia et virtute [284]. Po­dríamos hacer nuestra la interpretación que hace Baciocchi de la posición de Calvino: «El cuerpo de Cristo no está mate­rialmente ligado al pan; pero, al comer éste con fe, se recibe aquél en alimento. La acción material es signo e instrumento de un don espiritual» [285].

Quizás, para resumir, podríamos calificar la doctrina de Lutero, Zuinglio y Calvino de este modo: según Lutero, el cuerpo de Cristo está en la Eucaristía; para Zuinglio, la Euca­ristía significa el cuerpo de Cristo; para Calvino, Cristo actúa en la Eucaristía. Por su parte, el concilio de Trento va a repe­tir la vieja tradición de los Padres: la Eucaristía es la carne de Cristo.



2) El concilio de Trento [286]



La reacción a la doctrina protestante no se hizo esperar. Hasta 1525, la teología católica se había ocupado casi exclusi­vamente de la defensa de la misa como sacrificio. Había co­menzado Th. Murner en 1520. Los teólogos alemanes G. Schatzgeyer y J. Eck habían publicado sendas monografías sobre el sacrificio de la misa. Pero fue la actitud de Zuinglio, sobre todo, la que hizo entrar a la teología católica en la de­fensa de la presencia real. Cayetano, en su Instructio nuntii circa errores libelli de coena Domini (1525), contesta a la doc­trina de Zuinglio. En Italia intervino también el dominico Gi­rolamo de Monopoli (1528), y contra la doctrina de Ecolam­padio escribiría J. Fisher. La reacción fue unánime.

Las diferencias de escuela en la edad nominalista no aten­taban para nada a la unanimidad en la confesión de la presen­cia real y de la conversión eucarística, amenazadas ahora gravemente por los reformadores.



a) Historia del decreto sobre la presencia real

La elaboración del decreto sobre la Eucaristía fue cierta­mente trabajosa por las circunstancias históricas por las que hubo de pasar. El concilio de Trento se abre el 13 de diciem­bre de 1545. El 3 de febrero de 1547 comienza el debate so­bre la Eucaristía con la presentación de una lista de 10 ar­tículos, correspondiendo a otros tantos errores protestantes, tomados de 13 artículos que Seripando, general de los agus­tinos, había entresacado de la doctrina protestante. He aquí el contenido de los mismos:

«1. En la Eucaristía no están realmente el cuerpo y la sangre de nuestro Señor Jesucristo, sino sólo el signo, como se dice que el vino está en el rótulo de un albergue. 2. En la Eucaristía se nos da Cristo, pero no puede ser comido más que espiritualmente por la fe. 3. En la Eucaristía está el cuerpo y la sangre de nuestro Señor Jesucristo, al mismo tiempo que la sustancia del pan y del vino; así no hay tran­sustanciación, sino unión hipostática de la humanidad de Cristo con la sustancia de pan y de vino. 4. No se puede ado­rar a Cristo en la Eucaristía, ni honrarle en fiestas o pasearle en procesiones, ni llevarle a los enfermos; los que le adoran son verdaderos idólatras. 5. No hay que conservar la Eucaris­tía en el sagrario, sino consumirla inmediatamente y darla a los presentes; obrar de otra manera es abusar del sacramento. 6. En las hostias o partículas consagradas que queden después de la comunión no está el cuerpo del Señor; está sólo cuando se le recibe, no antes ni después. 7. Es una ley divina que el pueblo comulgue bajo las dos especies; se peca, pues, cuando se fuerza al pueblo a servirse sólo de una. 8. No se contiene lo mismo bajo una especie que bajo las dos y el que comulga bajo una especie no recibe tanto como el que comulga bajo las dos. 9. Sólo la fe basta como preparación suficiente para la Eucaristía. 10. No se permite a nadie darse a sí mismo de co­mulgar» [287].

Podríamos resumir estos 10 artículos en cuatro puntos fundamentales: 1) Defensa de la presencia real, en contra de los sacramentarios. 2) Defensa de la transustanciación, contra los luteranos. 3) Defensa del culto eucarístico fuera de la misa. 4) El problema de la comunión bajo las dos especies.

¿Cómo se desarrolló el debate? Un dato a tener en cuenta fue la separación, desde un principio, de la Eucaristía como sacrificio y como sacramento. Fue decisivo para ello la intervención del cardenal Cervino el 7-3-1547 [288], el cual reco­mendó que no se tocara el tema del sacrificio hasta que se agotara el relativo al sacramento. Se ganaba en comodidad práctica, pero de hecho se mezclarían temas que sólo podrían ser solventados desde el tratamiento del sacrificio.

Como hemos dicho, el 3 de febrero de 1547 comienza el debate de los teólogos. Y comienza ya a percibirse que mien­tras la presencia real y la transustanciación no presentan mayor problema [289], la disparidad de criterios nace cuando se trata de saber si se recibe o no mayor gracia cuando se toman las dos especies. Asimismo, se pide que se añadan artículos que condenen, por ejemplo, el error de que la Eucaristía no ha sido instituida más que para la remisión de los pecados [290]. Esto será una constante del debate en sus diferentes fases (Trento-Bolonia-Trento): unanimidad en la presencia real y transustanciación y disparidad en los otros puntos [291].

De este modo, al término del debate teológico, el secreta­rio del concilio, Massarelli, el 18 de febrero de 1547, afirmó en su sumario que había acuerdo en la presencia real y en la transustanciación y el culto eucarístico, debiéndose precisar más sobre los artículos 2, 8, 9 y 10 [292].

El 7 de marzo comienza la congregación general de los Padres, que no se prosiguió hasta el fin por la situación polí­tica y la peste que se declaró en Trento, lo cual motivó el traslado a Bolonia.

El 9 de mayo comienza la discusión sobre la Eucaristía en Bolonia. El cardenal Del Monte, delegado papal (y futuro Ju­lio III), anunció a los Padres que se habían redactado siete cá­nones, sobre los que se trataría en adelante. Se había supri­mido lo relativo a si se recibe más o menos gracia en una o dos especies, debido a que sobre ello no había unanimidad, aunque esto no fue óbice para que se tratara este punto de nuevo [293]. Se habla de la «conversión, la cual, de modo apro­piado (aptissime), ha sido llamada transustanciación por nues­tros Padres» [294], distinción que sería mantenida en la redac­ción definitiva, como veremos.

Señalaremos que el obispo de Aquino pidió que se quitase el término de «conversión» y se hablara simplemente de tran­sustanciación, suprimiendo así la distinción entre el concepto (conversión) y el término (transustanciación) [295]. Su petición no sería aceptada.

Jedin califica esta labor de Bolonia como una etapa funda­mentalmente redaccional, en la que se procuró ajustar los textos a las definiciones de los concilios anteriores (Latera­nense IV, Constancia, Florencia) delimitando claramente lo que es doctrina católica y reformada y dejando abiertas las controversias de escuela [296].

El 31 de mayo, en una congregación general presidida por los cardenales Del Monte y Sainte Croix, se aprobaron los cá­nones, pero no se llegó a una definición solemne debido al escaso número de Padres presentes y a la volundad del Papa de diferir la definición.

La discusión se reanudaría cuatro años más tarde, en 1551, en Trento, el 3 de septiembre, y se comenzó no sobre los cá­nones de Bolonia, sino sobre 10 artículos casi idénticos a los del comienzo de la discusión en la primera etapa de Trento. En el artículo 4 se salía al paso sobre el error de que la Euca­ristía hubiera sido solamente instituida para el perdón de los pecados [297].

En la discusión teológica de esta nueva etapa sobresalió la intervención de los españoles, interviniendo 16, entre ellos Laínez y Salmerón, delegados del Papa; Arce, Melchor Cano y J. Ortega, como teólogos del emperador.

De nuevo surge la disparidad sobre los temas conocidos. Tampoco hay unanimidad sobre la necesidad de la confesión de los pecados mortales antes de la recepción de la Eucaristía. Según Cayetano en su Summa de peccatis, bastaba sólo la contrición. Melchor Cano no está de acuerdo con esto y piensa que hay que encontrar una fórmula que condene la doctrina protestante de que basta sólo la fe, pero sin que ello afecte a Cayetano [298]. Opina también que el concilio tiene la facultad de declarar obligatoria la confesión. La mayoría de los Padres se inclina en favor de la intervención de Melchor Cano: la segunda parte del artículo 10 (no se requiere la con­fesión, que queda libre, sobre todo, para los doctos) no puede condenarse como herética, pero sí como errónea, escandalosa y claramente perniciosa [299]. Todos están también de acuerdo en que la Eucaristía no ha sido instituida solamente para el perdón de los pecados; no agrada el adverbio «solamente».

Sobre la presencia real y la transustanciación fue decisiva la intervención de Cano. Se hace eco de la objeción protes­tante de que el término de «transustanciación» es nuevo, pero su contenido, dice, corresponde a la fe constante de la Iglesia. El término de «transustanciación» no pertenece a la fe, aun­que fue utilizado por el Lateranense IV; en cambio, es hereje el que niegue la conversión del pan y del vino en el cuerpo y sangre de Cristo [300].

La unanimidad era total también sobre el culto eucarís­tico.

Massarelli puede decir como resultado que los artículos 1, 3, 5, 6, 7, 8 son condenados por todos como heréticos, es decir, la negación de la presencia real, la defensa de la permanencia de la sustancia del pan y del vino, la negación de la reserva euca­rística, la presencia de Cristo en las partículas y la defensa de que sea de ley divina la comunión bajo las dos especies.

La congregación general de los Padres comienza el 21 de septiembre, y Crescenzi, delegado papal, hace en ella una aclaración de suma importancia: los Padres se deben limitar a condenar la doctrina de los herejes y no entrar en discusiones de escuela. Por ello habría que dejar de discutir sobre la mayor o menor gracia que se recibe de las dos especies y se deberá condenar también la proposición de que la confesión no es necesaria para la Eucaristía no como herética, pero sí como escandalosa [301].

Los Padres, en cambio, discutieron sobre el tema prohi­bido y se inclinaron por la recepción de la igualdad de gracia en una o dos especies [302] y por considerar como escandalosa la doctrina que deja libre la confesión [303].

La influencia de Madruzzo, obispo de Trento, cambió la orientación del debate hacia la cuestión disciplinar de la prác­tica de las dos especies, pidiendo dicha práctica para Alema­nia. Los obispos de Viena y de Zagreb irían en la misma lí­nea, viendo incluso la práctica de las dos especies como algo exigido por el mismo Cristo. No lo vieron así ni el obispo de Maguncia ni el de Tréveris. Con éstos se colocó también el obispo Guerrero, y el obispo de Castellamare, el español Fonseca, puso como condición para que se concediesen las dos especies a los laicos que se confesara que en cada una de ellas estaba Cristo entero y que se recibe lo mismo bajo una especie que bajo las dos y que se admitiera que la Iglesia no se había equivocado con la introducción de la única espe­cie [304]. De todos modos, esta cuestión sería aplazada y los cá­nones sobre la comunión serían dejados para más tarde por la conveniencia de que fueran redactados cuando estuvieran pre­sentes los delegados protestantes que se esperaban [305].

Al final, la redacción de los cánones sobre la presencia real sería encargada a los obispos de Maguncia, Sassari, Gra­nada, Astorga, Badajoz, Bitonto, Guadix, Módena y Zagreb, que fueron redactados, a propuesta de Crescenzi, no sobre los 10 artículos discutidos ahora, sino sobre los 8 cánones de la época de Bolonia. Se redactaron así 13 cánones, que fueron distribuidos en la congregación general.

La redacción de los capítulos fue encargada a los obispos de Guadix y Módena, pero su redacción no fue aceptada, mientras que se aceptó la que fue encargada a un grupo de obispos y teólogos bajo la dirección del obispo de Verona. Se les había pedido que no entrasen en discusiones de escuela [306].

En estas últimas redacciones se suprimió el término de impanatum (ya que Lutero no había usado este término), se precisó que el perdón de los pecados no es el fruto principal de la Eucaristía (la cuestión en el fondo quedaba dejada para más tarde, cuando se hablara del sacrificio) [307] y se mandaba positivamente la confesión de los pecados mortales antes de la comunión. La definición tuvo lugar el 11-10-1551.

El núcleo de la definición va en los cánones, ya que sobre ellos versó la discusión de los debates; los capítulos son un desarrollo y no una profesión de fe, como en un principio se pensaba [308]. Por ello en nuestra exposición comenzamos por los cánones, explicitando su doctrina por los capítulos.



b) Texto conciliar

Cuando examinamos de cerca el texto tridentino, llama la atención la posición metodológica que toma desde un princi­pio. El concilio no pretende entrar en discusiones de escuela ni hacer una exégesis histórico-crítica del fundamento bíblico. Desde un principio se sitúa en el marco de la fe de la Iglesia, que, conducida por el Espíritu Santo, llega a penetrar el sen­tido verdadero y total del misterio eucarístico. En este sen­tido, nos dice en la introducción al decreto que «trata de en­señar la sana y sincera doctrina acerca de este venerable y di­vino sacramento de la Eucaristía, que siempre mantuvo y hasta el fin de los siglos conservará la Iglesia católica, enseñada por el mismo Jesucristo Señor nuestro y amaestrada por el Espíritu Santo, que de día en día le inspira toda la ver­dad» [309].

Esta posición metodológica es particularmente significativa si tenemos en cuenta la pretensión luterana de retornar al es­tricto marco institucional de las palabras de Cristo, rechazando lo que él califica de posterior dominio de la filosofía sobre la fe (transustanciación) y reduciendo la presencia real al ámbito de la celebración eucarística (intra usum). Por el contrario, el concilio no separa las palabras de Cristo de la fe de la Iglesia, la cual las acogió primero y las consignó después por escrito y las ha ido profundizando cada vez más bajo la asistencia del Espíritu Santo.



Presencia real del cuerpo y sangre de Cristo—El concilio define en el canon 1.° la presencia real del cuerpo y de la san­gre de Cristo en la Eucaristía, así como de la persona entera de Cristo:

«Si alguno negare que en el santísimo sacramento de la Eucaristía se contiene real, verdadera y sustancialmente el cuerpo y la sangre, juntamente con el alma y la divinidad, de nuestro Señor Jesucristo y, por tanto, Cristo entero, sino que dijere que sólo está en él como en señal y en figura o por su eficacia, sea anatema» [310].

Se condena aquí la doctrina de los sacramentarios, que re­ducen la presencia a mero símbolo o figura. «En señal, en fi­gura, por su eficacia», son una manera de abarcar las posi­ciones de los sacramentarios, incluso la del mismo Calvino (in virtute). No parece que haya que entenderlas como una co­rrespondencia exacta de «real, verdadera y sustancialmente». Se trata, simplemente, de calificar como herética la reducción de la presencia real a una presencia meramente simbólica o virtual. A este canon corresponden los capítulos 1 y 3.

En el capítulo 1 dice el concilio que nuestros predece­sores, que han disertado sobre este sacramento y que han permanecido en la fe verdadera, han mantenido la institución de este sacramento por parte de Cristo como entrega de su propio cuerpo y de su propia sangre [311]. El concilio interpreta en sentido real las palabras institucionales de Cristo, pues «como quiera que (ellas mismas) ostentan aquella propia y clarísima significación según la cual han sido entendidas por los Padres», no pueden ser reducidas a un sentido meramente figurado, en contra del «universal sentir de la Iglesia, que «como columna y sostén de la verdad» (1 Tim 3,15), ha re­chazado siempre una falsa interpretación de las mismas [312].

Así, pues, el concilio reconoce un sentido real a las mismas palabras de Cristo en comunión con los Padres y el universal sentir de la Iglesia. La calificación de la Iglesia como «columna y sostén de la verdad» es una clara apelación a la infalibilidad (inerrancia para aquel tiempo) de la Iglesia.

El concilio expone la doctrina de la presencia real, al tiempo que alude ya al modo como Cristo está presente en este sacramento:

«Primeramente, enseña el santo concilio y abierta y senci­llamente confiesa que en el augusto sacramento de la Eucaris­tía, después de la consagración del pan y del vino, se contiene verdadera, real y sustancialmente (can.1) nuestro Señor Jesu­cristo, verdadero Dios y hombre, bajo la apariencia de aque­llas cosas sensibles. Porque no son cosas que repugnen entre sí que el mismo Salvador nuestro esté siempre sentado a la diestra de Dios Padre según su modo natural de existir y que en muchos otros lugares esté para nosotros sacramentalmente presente en su sustancia por aquel modo de existencia que si bien apenas podemos expresarla con palabras, por el pensa­miento ilustrado por la fe, podemos alcanzar ser posible a Dios y debemos constantísimamente creerlo» [313].

Se habla, pues, de presencia real, verdadera y sustancial de Cristo, verdadero Dios y verdadero hombre, bajo la aparien­cia sensible del sacramento. Por otra parte, el concilio se plantea la misma dificultad que los sacramentarios y el mismo Calvino se habían planteado al sostener que el cuerpo natural de Cristo, presente en el cielo, no puede estar al mismo tiempo presente en varios lugares, lo que les inducía a la con­fesión de una presencia meramente simbólica de Cristo en la Eucaristía.

Por su parte, el concilio, sin aludir directamente a estos reformadores y sin negar el misterio que implica la presencia real de Cristo en la Eucaristía, sostiene la compatibilidad en­tre la existencia natural del cuerpo de Cristo en el cielo y el modo sacramental por el que nos está presente en su sustan­cia a través de los signos eucarísticos. Incluso la afirmación conciliar de que «Cristo nos está presente para nosotros en su sustancia», nos hace entrever un paralelismo interesante con la doctrina de Calvino, el cual sostiene que Cristo nos está presente por su poder y eficacia («potentia et virtute»), ne­gando su presencia sustancial.

Presencia de Cristo entero en cada una de las especies y partes y no sólo durante el uso.—El concilio había definido en el canon 1.° la presencia de Cristo entero en este sacramento. En el canon 3.° define la presencia de Cristo entero en cada una de las especies y en cada una de sus partes:

«Si alguno negara que en el venerable sacramento de la Eucaristía se contiene Cristo entero bajo cada una de las es­pecies y, hecha la separación, bajo cada una de las partes de cada especie, sea anatema» [314].

Define también el concilio que la presencia de Cristo no se limita a ser una presencia in usu, poniendo así las bases de la reserva y de la adoración eucarística después de la misa:

«Si alguno dijere que en el admirable sacramento de la Eucaristía, hecha la consagración, no se encuentra el cuerpo y la sangre de nuestro Señor Jesucristo, sino durante el uso, mientras se toma, pero no antes ni después, y que en las hos­tias o partículas consagradas que se reservan después de la co­munión o que sobran no permanece el verdadero cuerpo del Señor, sea anatema» [315].

La presencia de Cristo entero en cada una de las especies y en cada una de sus partes, así como su permanencia más allá de la celebración eucarística, la explica el concilio en el capítulo 3, donde resalta, a su vez, la excelencia de este sacra­mento sobre los demás:

«Tiene, cierto, la santísima Eucaristía de común con los demás sacramentos ser símbolo de una cosa sagrada y forma visible de la gracia invisible; mas se halla en ella algo de exce­lente y singular: que los demás sacramentos tienen entonces, por vez primera, virtud de santificar cuando se hace uso de ellos; pero en la Eucaristía, antes de todo uso, está el autor mismo de la santidad (can.4). Todavía, en efecto, no habían los apóstoles recibido la Eucaristía de la mano del Señor (Mt 26,26; Mc 14,22), cuando El, sin embargo, afirmó ser verda­deramente su cuerpo lo que les ofrecía; y ésta fue siempre la fe de la Iglesia de Dios: que inmediatamente después de la consagración está el verdadero cuerpo de nuestro Señor y su verdadera sangre, juntamente con el alma y la divinidad, bajo la apariencia de pan y de vino; ciertamente el cuerpo, bajo la apariencia de pan, y la sangre, bajo la apariencia de vino, en virtud de las palabras; pero el cuerpo mismo, bajo la aparien­cia de vino, y la sangre, bajo la apariencia de pan, y el alma, bajo ambas, en virtud de aquella natural conexión y concomi­tancia por la que se unen entre sí las partes de Cristo Señor, que resucitó de entre los muertos para no morir más (Rom 6,5); la divinidad, en fin, a causa de aquella su maravillosa unión hipostática con el alma y con el cuerpo (can.1 y 3). Por lo cual es de toda verdad que lo mismo se contiene bajo una de las especies que bajo ambas especies. Porque Cristo, todo e íntegro, está bajo la especie de pan y bajo cualquier parte de la misma especie, y todo, igualmente, está bajo la especie de vino y bajo las partes de ella (can.3)» [316].

Está definido que Cristo entero se encuentra en cada una de las especies. Lo está a través de su cuerpo y sangre, que se encuentran directamente presentes bajo las especies de pan y vino. Con otras palabras, la presencia de la persona entera de Cristo es consecuencia de la presencia de su cuerpo y sangre, con los que se halla unida. Que el concilio entienda el cuerpo y la sangre como elementos corporales de Cristo, se ve clara­mente, porque ya en el canon 1.° distingue entre el cuerpo la sangre, y entre el alma y la divinidad. Cuando habla de cuerpo y sangre, no entiende, de modo alguno, la persona. Esta presencia de Cristo entero en cada una de las especies la explica el concilio, sin que por ello lo defina, recurriendo a la concomitancia natural.

La transustanciación.—El canon 2.° aborda directamente la doctrina de Lutero:

«Si alguno dijere que en el sacrosanto sacramento de la Eucaristía permanece la sustancia del pan y vino juntamente con el cuerpo y la sangre de nuestro Señor Jesucristo y ne­gare aquella y maravillosa singular conversión de toda la sus­tancia del pan en el cuerpo y de toda la sustancia del vino en la sangre, permaneciendo sólo las especies de pan y de vino, conversión que la Iglesia católica aptísimamante llama tran­sustanciación, sea anatema» [317].

Se ve con claridad que el canon va dirigido a la doctrina de Lutero, y, de acuerdo con el desarrollo de la discusión del decreto, el concilio hace una distinción entre el contenido (conversión sustancial), que entra dentro de su intención defi­nitoria, y el término (transustanciación), del que se limita a decir que es empleado aptísimamente. Ahora podemos ver que la intervención de Melchor Cano en este punto fue deci­siva. Para el concilio es herético mantener la sustancia del pan y del vino después de la consagración. Del pan no quedan más que las especies, de las que no se dice, por otro lado, que permanezcan sine subiecto.

El capítulo 4 trata de explicar esta doctrina y, pensando en Lutero sin duda, tiene interés en mostrar que la conver­sión sustancial procede de las mismas palabras institucionales de Cristo como una implicación de las mismas:

«Porque Cristo, redentor nuestro, dijo ser verdaderamente su cuerpo lo que ofrecía bajo la apariencia de pan (Mt 26,26ss; Mc 14,22ss; Lc 22,19ss; 1 Cor 11,24ss); por eso la Iglesia tuvo siempre la persuasión, y ahora nuevamente lo de­clara en este santo concilio, que por la consagración del pan y del vino se realiza la conversión de toda la sustancia del pan en la sustancia del cuerpo de Cristo nuestro Señor y de toda la sustancia del vino en la sustancia de su sangre. La cual con­versión, propia y convenientemente, fue llamada transustan­ciación por la santa Iglesia católica» (can.2) [318].

El capítulo vuelve a mantener, como vemos, la distinción entre el concepto de conversión sustancial y el término de «transustanciación». Al concilio le interesa el concepto más que el término [319].

Adoración y reserva. Remisión de los pecados.—El concilio define también en el canon 6 la legitimidad de la adoración y de las procesiones:

«Si alguno negara que, en el santo sacramento de la Euca­ristía, Cristo, Hijo unigénito de Dios, no debe ser adorado con culto de latría incluso externo, ni que, por lo tanto, deba ser adorado en una fiesta particular, ni que deba ser paseado en procesiones, según el rito y la costumbre laudable y uni­versal de la Iglesia, o que no deba ser expuesto públicamente al pueblo para que sea adorado o que sus adoradores sean idólatras, sea anatema» [320].

En el capítulo correspondiente, el V, dice el concilio que «no es razón para que se le deba adorar menos el hecho de que fue instituido por Cristo Señor nuestro, para ser reci­bido» [321], con lo cual responde a la dificultad de los reforma­dores.

Sobre la remisión de los pecados, el concilio enseña en el canon 5 que la remisión de los mismos no es el fruto princi­pal de la Eucaristía, punto sobre el que el concilio se exten­derá al hablar del sacrificio. En el canon 11 establece el conci­lio que los que tengan conciencia de pecado mortal, «por muy contritos que les parezca estar, teniendo suficientes con­fesores, tienen que confesarse antes de comulgar» [322]. Esto se vuelve a repetir en el capítulo VII, donde se establece también que si el sacerdote, consciente de pecado mortal, tiene que ce­lebrar urgentemente, se confiese cuando antes después de la misa [323].

Vimos cómo, en este punto de la confesión, los Padres no quisieron declarar hereje la doctrina de la confesión libre, sino como «errónea, escandalosa y claramente perniciosa», al tiempo que se le reconocía al concilio la facultad de exigir la confesión como obligatoria antes de la misa; facultad que aquí emplea de hecho. Será al hablar del sacrificio cuando el problema de la remisión de los pecados vuelva a ser tratado más ampliamente.



Conclusión

Hemos expuesto la fe de Trento sobre la presencia real. El concilio quiso condenar los errores de los reformadores y precisar la doctrina católica al margen de toda disputa escolar y de acuerdo con la Tradición y la fe recibidas. Como dice Neunheuser, el concilio no dijo nada nuevo, sino que se li­mitó a expresar con una claridad mayor la doctrina que poco a poco se había impuesto en la Tradición por medio de un es­fuerzo común [324]. Cierto que su primer esfuerzo se centró en la presencia real, dejando para más adelante la cuestión del sa­crificio, lo cual no carecería de dificultades, pero no se puede acusar al concilio de haber perdido la riqueza del misterio eu­carístico. Basta leer el capítulo II del mismo para encontrar una síntesis magistral de todos los aspectos de la Eucaristía:

Cristo, nos dice, nos mandó celebrar este sacramento en su memoria y anunciar su muerte hasta que venga. Quiso que comiéramos este sacramento como alimento espiritual de nuestras almas y antídoto de nuestros pecados. La Eucaristía es prenda de la gloria futura y símbolo de su cuerpo, del que él mismo es cabeza y al que nosotros nos incorporamos superando toda disensión o cisma [325]. Aquí encontramos sinteti­zados la finalidad de la Eucaristía, su carácter de memorial, su valor escatológico, su sentido eclesial e incluso sus implica­ciones ecuménicas.



c) Dos interpretaciones de Trento

Han sido varias las interpretaciones que se han dado en la actualidad sobre Trento a la hora de precisar el alcance exacto de su doctrina [326]. Nosotros juzgamos oportuno exponer las dos más importantes, porque, aparte de que han tenido un cierto influjo en la teología del siglo XX, nos ofrecen la oca­sión de profundizar más en el sentido que Trento dio a sus palabras. Estas dos interpretaciones corresponden a K. Rah­ner y E. Schillebeeckx.



K. Rahner [327]

El punto clave de la interpretación rahneriana de Trento es la distinción de lo que él llama explicación lógica y explica­ción ontológica. La primera trata de explicar un hecho o un dato, sin indagar la causa ni el modo del mismo; la segunda, por el contrario, es aquella explicación que nos ofrece la causa. Según esto, la transustanciación sería una explicación lógica y no ontológica de las palabras de Cristo «esto es mi cuerpo, esto es mi sangre», es decir, vendrían a decir lo mismo que ellas; no nos dirían como (wie) tiene lugar la pre­sencia real, sino simplemente el hecho de la misma (dass). Sería una explicitación en la misma línea del hecho, sin entrar en la causa o el modo como este hecho tiene lugar.

Es claro que esta explicación no se ajusta a los hechos. Trento distingue entre presencia real y transustanciación y a ambas dedica sendos cánones y capítulos, sabiendo que se puede afirmar la una y negar la otra, como es el caso de Lu­tero. Pero en la mentalidad del concilio está claro que la con­versión sustancial es la causa de la presencia real. Con toda la tradición de la Iglesia, podríamos decir que gracias a que hay conversión sustancial, se puede decir con toda propiedad:

«esto es mi cuerpo, esto es mi sangre». Es este cambio sustan­cial la condición ontológica de tal afirmación, el modo intrín­seco que posibilita la peculiaridad de esta presencia, consis­tente en que el pan y el vino no contengan otra sustancia que la del cuerpo y la sangre de Cristo.



E. Schillebeeckx [328]

Schillebeeckx distingue tres planos en el concilio de Trento:

— Presencia real, específicamente eucarística, del cuerpo y de la sangre de Cristo bajo las especies de pan y vino.

— Conversión ontológica, que hace posible dicha presencia real.

— Conversión que es llamada, adecuadamente, transustan­ciación.

El dogma incluye los dos primeros niveles, en cuanto que trata de salvar la peculiaridad de la presencia eucarística. El tercer nivel corresponde, dice, al nivel aristotélico de expre­sión, inevitable para los Padres conciliares. El dogma se pensó y expresó en categorías aristotélicas, pero lo exactamente aris­totélico quedó al margen de lo que se pretendía expresar dogmáticamente, pues el concilio no quería expresar otra cosa que lo que la Iglesia poseía ya en la Tradición. Con otras pa­labras: utilizando una terminología escolástica, Trento quería transmitir el contenido de fe que siempre tuvo la Iglesia.

Indudablemente, la triple distinción de niveles que hace Schillebeeckx es aceptable. Los dos niveles definidos son el primero y el segundo, no el tercero.

Sin embargo, no es cierto que el concilio utilice termino­logía aristotélica. Los Padres expresaron continuamente su in­tención de atenerse a la fe de la Iglesia, expresada durante siglos en una terminología que es anterior a la llegada del hile­morfismo. El término de «sustancia», por ejemplo, opera ya en la Tradición de la Iglesia desde Ambrosio y Fausto de Riez y es usado por el Magisterio antes de la llegada del hile­morfismo. Hay un dato de especial interés: se habla de espe­cies y no de accidentes, en un intento de atenerse a una ter­minología que, en la Tradición de la Iglesia, tenía una existen­cia más enraizada que la de accidentes, propia del hilemor­fismo.

De todos modos, no es ésta una cuestión tan definitiva, ya que, sea cual sea el origen histórico de una determinada ter­minología, cuando la Iglesia la asume, la asimila y la entiende no según el alcance específico de su escuela de origen, sino desde un valor básico y fundamental, accesible a toda menta­lidad humana.

En este sentido y, aun prescindiendo de la cuestión histó­rica de si Trento se sirvió de la terminología tradicional, de la que disponía, y aun en la hipótesis de que no hubiera otro modo de expresión que el aristotélico-tomista, diríamos in­cluso con Schillebeeckx que la Iglesia quiso entender con el término de «sustancia» no el contenido específico de la es­cuela hilemórfica (sustancia como materia prima y forma sus­tancial), sino el valor simple de realidad fundamental; con­cepto éste que existía ya en la Tradición antes de la llegada del hilemorfismo. La Iglesia, cuando utiliza la terminología de un contexto determinado, le da siempre un alcance básico y fundamental más allá del contenido técnico de su origen. Dice a este respecto Godefroy: «En esta palabra de ‘sustancia’ uno no debe ver más que lo que ve en ella el sentido común, es decir, el fondo inaferrable de todo, que la ciencia no alcanza, que los sentidos no perciben, y que, sin embargo, la razón nos dice que existe en todas las cosas como punto de sujeción y razón de ser de todos los fenómenos y propiedades; es, en una palabra, la realidad en tanto en cuanto se distingue de las apariencias» [329].



VII. DE TRENTO A NUESTROS DÍAS: PROBLEMÁTICA MODERNA



La doctrina de Trento sobre la presencia real y la transus­tanciación es un hito en la fe de la Iglesia. Sin identificarse con ninguna escuela concreta de pensamiento, supone un punto de partida para la especulación. En este sentido, la es­peculación tomista es la más usada en este tiempo, si bien po­demos recordar, ya desde Escoto, diferentes enfoques especu­lativos dentro del hilemorfismo [330].

La distinta perspectiva de escuela se deja sentir después de Trento. En cuanto aparece un nuevo enfoque filosófico, se siente la necesidad de repensar el dogma eucarístico. Este es el caso de Descartes. Pero sin llegar a una posición tan origi­nal como la cartesiana, tenemos posiciones peculiares como las de Belarmino y Suárez. En estos casos, legítimos en su intencionalidad teológica y consecuentes con el dato de la fe, la sobriedad metafísica cede lugar a la abstracción y la sutileza de la imaginación [331]. Juzgamos mucho más interesante la problemática que se suscita en el siglo xx con el nacimiento de la física atómica y la llegada de la filosofía moderna. El dogma eucarístico no podía ser ajeno a las nuevas instancias del pensamiento.

El siglo xx ha sido una época rica en aportaciones a la com­prensión de la presencia eucarística. Ha sido un siglo pródigo en cambios de signo filosófico, y todo ello repercutiría, tarde o temprano, en la concepción de la presencia eucarística.

Ha habido, fundamentalmente, dos focos de reflexión so­bre la presencia real: uno propiciado por la crisis que sufre el hilemorfismo a principios de siglo con la llegada de la física moderna y que llega hasta la polémica que tuvo lugar entre Selvaggi y Colombo. El segundo foco aparece al terminar la II Guerra Mundial, bajo el influjo de la llamada Nouvelle Théologie, y dura hasta finales de la década de los sesenta. Este se caracteriza por el uso de la fenomenología existencial, que es una de las filosofías que más han influido en la refor­mulación del dogma católico en nuestros días, y por la intro­ducción de una metodología teológica que quiere presentar el misterio eucarístico en conexión directa con otras dimen­siones de nuestra fe: Iglesia, escatología, etc. La literatura que ha surgido tanto en torno al primer movimiento como al se­gundo ha sido inmensa [332]. Trataremos de sintetizarlos y de analizar sus principios y sus consecuencias.



1) Física moderna e hilemorfismo



En torno a los años veinte comienza en Europa una discu­sión sobre la entraña filosófica del hilemorfismo. La ciencia atómica había comenzado ya a dar sus resultados y cada vez más se conocía a fondo la compleja composición de la mate­ria. Los entes materiales, compuestos, según el hilemorfismo, de materia prima y de forma sustancial, se revelan en la física moderna como un conglomerado de elementos: átomos, divi­didos en neutrones, positrones, electrones, etc. La materia aparece mucho más compleja de lo que se había pensado.



Origen de una polémica

Esto da lugar a una división de opiniones sobre la esencia misma del hilemorfismo. Según unos, el hilemorfismo es de rango metafísico y su explicación sobre la composición de los cuerpos está por encima de toda consideración física. Tanto la materia prima como la forma sustancial son coprincipios me­tafísicos que no deben confundirse con elementos concretos experimentables por la observación. Otros, en cambio, no tu­vieron dificultad en traducir la sustancia hilemórfica en tér­minos de indudable sabor cosmológico y físico [333].

Así ocurrió que los descubrimientos científicos causaron una profunda convulsión en los pensadores del tiempo, hasta el punto de remover las tranquilas aguas de la especulación tradicional. Y esta convulsión afectó también al dogma euca­rístico.

Ante los datos de la ciencia, una serie de filósofos, cosmó­logos y teólogos reaccionaron en la primera mitad de siglo con interés, preocupación y no poca precipitación, tratando de explicar el cambio eucarístico a tono con las exigencias de los tiempos. Eran los que atisbaban los signos de los tiempos y los que no dudaban en acomodar el misterio eucarístico a los nuevos logros de la física moderna, de modo que llegaron a afirmar que lo cambiante en la conversión eucarística habría que buscarlo en los nuevos elementos encontrados, mientras que otros más periféricos quedaban sin cambiar. Oigamos como ejemplo las palabras del P. Selvaggi, cosmólogo de la Gregoriana:

«Aplicando estos conceptos al dogma eucarístico, de­bemos afirmar que, cuando en la transustanciación, por las palabras de Cristo, toda la sustancia del pan y del vino se convierten en su cuerpo y en su sangre divinos, entonces los protones y electrones en acto, que pertenecen a la materia de la masa consagrada, átomos, moléculas, iones, complejos moleculares, microcristales, en una palabra, todo el conjunto de las sustancias que constituyen el pan y el vino, deja de existir y se convierte en el cuerpo y en la sangre de Cristo. Permanecen, en cambio, los accidentes pertenecientes a todas aque­llas sustancias, extensión, masa, cargas eléctricas, cinéticas, que de ellas se derivan y, por tanto, todos los efectos ópticos, acústicos, termodinámicos, electromagnéticos, que aquellas fuerzas pueden introducir; todos éstos constituyen, conjunta­mente, las especies eucarísticas, es decir, el conjunto de fenómenos directamente experimentables» [334].

Es claro que, de aceptar esta explicación, la transustancia­ción sería algo experimentable, cuando el dogma nos dice que lo experimentable (las especies) queda sin cambiar. Esta fue la objeción que Colombo presentó a Selvaggi, originándose en­tre ambos una polémica que duró hasta 1960 [335].

El caso es que la mayoría de los autores fue tomando par­tido por uno u otro lado. Unterkircher (anterior a los escritos de Selvaggi), Baudiment, Maltha, J. T. Clark, Piolanti, Due, Colomina Torner, Büchel y otros se inclinaron por una inter­pretación física del cambio eucarístico [336]. Otros, en cambio, optaron por una interpretación metafísica: M. de Munnynck, Krempel, Ternus (anteriores a los escritos de Colombo), Journet, Fellermeier, Héris, Coppens, Cuervo [337].

La polémica tenía un contexto preciso:

— De un lado, unos pretendían que la teología tiene que adaptarse a la ciencia. Por lo tanto, había que determinar qué elementos son los que cambian en la transustanciación. Estos autores tenían una concepción física del hilemorfismo: el hile­morfismo es cuestión de ciencia y no de metafísica.

— De otro lado, los otros partían del dato de la fe: en la transustanciación nada de lo perceptible cambia; por lo tanto, lo que cambia en ella es un plano metafísico e invisible. Asimismo, el hilemorfismo, según estos autores, es de carácter metafísico: parte de los cambios sensibles, pero llega a un ni­vel ontológico de la sustancia, la cual pertenece a un nivel metafísico. Sólo los accidentes son visibles y experimentables.

La metodología teológica era la más segura sin duda: par­tiendo de la fe, se sabe que nada de lo perceptible cambia, por lo tanto hay que admitir en la realidad un nivel metafí­sico e invisible, que es el que cambia. Se impondría, desde luego, el empleo de la metodología teológica. Pero no cabe duda de que, a la hora de buscar en el hilemorfismo, como instrumento filosófico, una neta diferenciación entre los acci­dentes y el núcleo sustancial, uno se encuentra con serias difi­cultades.

La ambigüedad entre física y metafísica que aparece en el contexto hilemórfico se hace patente cuando Selvaggi y Masi afirman, citando a Santo Tomás, que la distinción entre ambos niveles es sólo posible en el terreno de lo abstracto, lo que sugiere que metafísica y física no gozan de una respectiva autonomía en el orden real. Ambas se relacionan como po­tencia-acto, por lo que el núcleo de la sustancia material es sólo definible con relación a los accidentes [338]. La sustancia real es material, lo que hace que en su realidad concreta no pueda ser objeto sólo del entendimiento. El conocimiento abstracto nos proporciona, por tanto, una distinción entre fí­sica y metafísica, accidente y núcleo sustancial, que no se da en la realidad.

Uno se pregunta de dónde nace esta ambigüedad de la sustancia hilemórfica entre el mundo metafísico y el físico y cómo sería posible establecer la intrínseca unidad de ambas, salvando al mismo tiempo su respectiva autonomía. ¿Es ésta una ambigüedad congénita al hilemorfismo?

La sustancia hilemórfica (compuesta de materia prima y forma sustancial) no dice por sí misma determinación numé­rica alguna, ya que la materia prima, concebida como poten­cia, es sólo principio ontológico de cuantidad, de espacio-temporalidad, y para causar de hecho la distinción numérica, debe ser concebida en estrecha vinculación con la cuantidad; en el hilemorfismo, por consiguiente, ontología y cosmología (metafísica y física) se relacionan en una intercausalidad dia­léctica de potencia-acto accidental que hace imposible encon­trar la respectiva autonomía de ambas. La relación entre ma­teria prima y forma sustancial y la que existe entre la sustan­cia y sus accidentes es siempre una relación de potencia-acto, en virtud de la cual ambos elementos se definen en una recí­proca correlación que hace imposible la neta diferenciación de sus respectivas autonomías.



El problema de la cuantidad

A este tiempo pertenece también, como a toda la escolás­tica, la aquilatación del término de «cuantidad» aplicado a la Eucaristía, dando lugar a unas distinciones sutiles en los con­ceptos y en la terminología.

Según Trento, Cristo entero se encuentra presente en la Eucaristía; por lo tanto, se encuentra en ella con su propia cuantidad (dimensiones corporales).

Santo Tomás tuvo en este punto una finura metafísica que escolásticos posteriores, ya desde Escoto, no supieron mante­ner. Para Santo Tomás, la cuantidad no está presente en la Eucaristía como término directo de la transustanciación, sino por modo de concomitancia [339]. La sustancia del cuerpo y de la sangre de Cristo es el único término directo de la conver­sión eucarística, de modo que la cuantidad (que nosotros, por otra parte, no podemos olvidar que es una cuantidad glorifi­cada) está presente por concomitancia, como accidente que si­gue a su propia sustancia.

Esta fina solución tomista no fue mantenida por muchos escolásticos de la posteridad, los cuales se vieron obligados, ya desde Escoto, a inventar las distinciones de cuantidad ne­cesarias para salir del paso de un problema mal planteado. Olvidaban, por otro lado, que la cuantidad del cuerpo de Cristo presente en la Eucaristía es la cuantidad de un cuerpo glorificado.

Como ejemplo de la solución más corriente veamos la de O. Hugon, autor de un manual que tendría amplia difusión:

— La cuantidad del cuerpo de Cristo no está suprimida en la Eucaristía, sino el efecto secundario de la misma, que es su extensión actual en un lugar.

— La esencia de la cuantidad es tener partes distintas (la cabeza no es el pie), y la consecuencia de ello es que cada parte ocupe un lugar distinto; pero Dios puede suprimir esta consecuencia natural haciendo que haya cuantidad (distinción de unas partes de otras), pero sin extensión local, sin impene­trabilidad [340].

Esta fue la solución más frecuente, como decimos; pero la sutileza de los escolásticos fue mucho más prolija [341].



Conclusión

De todos modos, cabe destacar algunos elementos posi­tivos en esta época. Si se mira con un poco de perspectiva, se observa que las especulaciones de tipo cosmológico tenían pocas esperanzas de subsistir. El desafío de la física había conducido a algunos a colocarse en el mismo terreno que ella, yendo demasiado lejos. Fue caro el precio que en algunos casos se tuvo que pagar. Ampararse en el hilemorfismo era dudoso por otra parte, ya que conducía a una ambigua posi­ción entre la metafísica y la física, con el peligro de desembo­car en soluciones de sabor cosmológico. Era más seguro el método estrictamente teológico: la Tradición nos obliga a aceptar un cambio operado más allá de lo sensible, en el nivel ontológico. De esto no se dudará en adelante. Ahora bien, ¿dónde y cómo encontrar una filosofía que distinga la per­fecta autonomía del nivel físico de las especies y del nivel me­tafísico de la sustancia, uniéndolos al mismo tiempo de tal modo que se evite todo dualismo?

Teológicamente, se siente cada vez más la necesidad de considerar el misterio eucarístico a la luz de los otros miste­rios de la fe con los que guarda una estrecha relación.

Se impone también desligar al misterio eucarístico de toda connotación fisicista, resaltando, frente a las categorías cos­mológicas de cierta teología, las implicaciones personalistas y salvíficas del misterio eucarístico. Toda esta nueva sensibili­dad se abrirá paso a partir de la II Guerra Mundial.



2) Una nueva perspectiva



a) Las nuevas formulaciones

Fue un anónimo ciclostilado aparecido en 1945 con el tí­tulo de La présence réelle, y atribuido más tarde a I. De Montcheuil, el que inició el cambio de la nueva formulación del dogma eucarístico. Venía a decir lo siguiente: el ser del pan y del vino no es un significado científico o filosófico (lo que un no-creyente puede experimentar de ellos), sino su sig­nificado religioso, es decir, lo que significan ese pan y ese vino para un creyente, que los mira desde la fe, viendo en ellos un signo de la paternal providencia de Dios que cuida de los hombres. Pues bien, Cristo, en virtud de su ofrenda sacrificial, cambia el significado religioso del pan y del vino eucarísticos, convirtiéndolos en el signo y medio de su amor personal [342].

En una línea parecida se movieron el calvinista Leenhardt y el católico De Baciocchi.

Para Leenhardt [343], una es la metafísica griega, lógica y clasificadora, la cual expresa la realidad objetivamente dada, y otra la metafísica hebrea, que, desde una perspectiva más relacional y subjetiva, mira las cosas desde la fe, captando en ellas su significado religioso; significado que constituye la autén­tica realidad de las cosas.

Pues bien, en la transustanciación es este significado religioso, esta finalidad religiosa dada por Dios a las cosas, la que cambia. Si el ser de las cosas depende de la significación que Dios les da en beneficio del hombre, se comprende que, cuando Cristo confiere a ese pan la significación fundamental de su entrega, el pan queda transformado en su ser funda­mental y religioso. Esta transformación es sólo asequible a los ojos de la fe, que es la que capta el significado último de las cosas.

De Baciocchi, con alguna diferencia respecto de Leen­hardt, seguirá, a pesar de todo, una línea similar [344]. Cristo resucitado, dice, es el eje de toda realidad. Las cosas son, en último término, lo que son para Cristo. Uno es el sentido profano de las cosas que capta el incrédulo, y otro el sentido cristológico que capta el creyente. En la Eucaristía, Cristo cambia el significado del pan y del vino para hacerlos signo e instrumento de su donación a la Iglesia.

Estos fueron los inicios de la moderna formulación del cambio eucarístico. Más adelante, autores como Welte, Mö­ller, Schoonenberg, Smits, Davis, Schillebeeckx y otros entra­rían en escena provistos de la fenomenología existencial [345]. Es imposible dar la doctrina de cada uno de ellos [346]; por ello preferimos sintetizar las líneas fundamentales de todo el mo­vimiento.



b) Del hilemorfismo a la fenomenología existencial

Los modernos formuladores del dogma eucarístico han mantenido que es exigencia del dogma el cambio ontológico del pan y del vino en el cuerpo y la sangre de Cristo. Ahora bien, este cambio, dicen, ha sido expresado hasta hoy con las categorías hilemórficas de sustancia y accidente; categorías que han entrado en crisis tanto por el desarrollo de la física moderna como por el nacimiento de la fenomenología exis­tencial.

En primer lugar, la física moderna ha señalado la existen­cia de un conglomerado de elementos en lo que consideramos pan y vino. Por otra parte, se impone destacar la riqueza teo­lógica de la presencia real, estudiándola en relación con los demás misterios de nuestra fe.

Fue precisamente con la intención de resaltar el aspecto personalista y salvífico de la Eucaristía por lo que se acude a la fenomenología existencial, buscando un concepto de reali­dad más dinámico y más acorde con la riqueza salvífica del misterio eucarístico.

Fenomenología existencial. — Si hubiéramos de resumir te­legráficamente la tesis fundamental de la fenomenología exis­tencial, habríamos de decir que mientras Aristóteles entiende el ser como sustancia, la fenomenología existencial (Husserl, Scheler, Hartmann, Stein, Conrad-Martius, Reinach, Heideg­ger, Merleau-Ponty) [347] lo entiende como sentido.

No quiere esto decir que nuestros teólogos conciban el ser de un modo radicalmente subjetivo. Muchos de ellos, al acu­dir a la fenomenología, recuerdan que no es el hombre el que crea la realidad material, aunque sostienen que el ser de las cosas radica fundamentalmente en su significación; significa­ción que el hombre quizás descubre, pero que es, por otra parte, incomprensible sin él, sin su vinculación al sujeto per­ceptor. La realidad de las cosas es inimaginable como realidad independiente del hombre, incomprensible en una especie de independencia propia que la mantuviera sin relación alguna con el hombre. La relación sujeto-objeto no admite una separación radical que confiera a ambos términos una autonomía respectiva. Sólo dentro de la relación con el sujeto perceptor encuentran las cosas su significación fundamental, que es lo mismo que su ser.

Según esto, la realidad material en tanto es en cuanto que significa algo para el hombre. Su razón de ser está en su sig­nificación antropológica. Decir, por tanto, «esto es pan», es decir que esto significa pan para mí, es decir, que me sirvo de ello como alimento corporal.

La realidad material es, por tanto, no una realidad estática e independiente, sino relacional y antropológica. Es un con­glomerado de elementos físicos, pero que en realidad son en cuanto que significan algo para mí. Y no llamemos a este sig­nificado accidental, pues precisamente este significado es el verdadero núcleo de la materia.

Desarrollo de la antropología unitaria. — De estos presu­puestos nace la moderna antropología y simbología. De­cíamos que la fenomenología no tolera la autonomía ontoló­gica de las cosas, sino que viene a afirmar que éstas poseen un valor ontológico en la medida en que significan algo para el sujeto perceptor. No se admite la separación sujeto-objeto. Pues bien, con una lógica consecuente, la fenomenología no soportará la concepción del hombre como un compuesto de alma y cuerpo, sino que entenderá al hombre de manera dife­rente. El hombre es espíritu que se expresa exteriormente, de modo que el cuerpo no tiene una autonomía ontológica frente al espíritu, sino que es la automanifestación sensible del mismo espíritu. El espíritu se hace presente en el mundo a través del cuerpo; el cuerpo es el mismo espíritu en cuanto que se relaciona con el mundo, y el cuerpo en tanto es cuerpo en cuanto que está asumido por el espíritu que lo hu­maniza, dándole una significación ontológica. El cuerpo no tiene una autonomía propia, es simplemente la autoexpresión sensible del espíritu. El cadáver, que goza de autonomía pro­pia, no es ya el cuerpo humano.

Entendemos ahora la moderna simbología. Hemos visto que la fenomenología tiene alergia a todo tipo de dualismo. Pues bien, la moderna simbología repudia todo dualismo en­tre signo y realidad. Se rechaza el concepto de señal como algo que nos remite a una realidad ajena y se aboga por el concepto de símbolo como un signo que implica la realidad significada. El signo es la autoexpresión, la epifanía misma de la realidad.

Por otra parte, la simbología es reivindicada por la teolo­gía eucarística como el campo propio de su realización. Toda la teología sacramental es teología simbólica. El simbolismo es el ámbito que configura toda la realidad sacramental; por lo tanto, no cabe hablar de la realidad eucarística indepen­dientemente de su significación simbólica. Debemos pregun­tarnos, por tanto, si la teología anterior no se dedicaba a sal­vaguardar la presencia real de Cristo, se nos dice, al margen de su significado teológico.

Las nuevas instancias de la teología. — Llevados de una preocupación pastoral, los teólogos de la nueva formulación del dogma eucarístico presentan la presencia real en conexión con los otros misterios de nuestra fe. De esta forma aparecerá más claramente el significado salvífico del misterio eucarís­tico.

En este sentido se estudia la presencia real en conexión con el sacrificio eucarístico, la Iglesia, la encarnación y la es­catología. Todas estas perspectivas vienen a resaltar el aspecto salvífico de la Eucaristía.

También se estudia la presencia real de Cristo en la Euca­ristía en el contexto de las otras presencias, también reales, de Cristo en la Iglesia.

El problema hermenéutico. — El misterio eucarístico ha sido también ocasión de reinterpretar los datos dogmáticos con la mentalidad y el horizonte intelectual de nuestra época. Era preciso hacer una reinterpretación del dogma eucarístico, puesto que éste se encuentra formulado por la tradición de la Iglesia en categorías aristotélico-tomistas que no van con la mentalidad personalista del hombre de hoy.

La moderna hermenéutica tiene en este sentido unas pre­tensiones de amplias consecuencias. Si hemos dicho que la fe­nomenología no tolera la separación sujeto-objeto, lógica­mente se debe afirmar también que toda plasmación de nues­tra fe en determinadas categorías se halla intrínsecamente con­dicionada por la proyección subjetiva de la época, por lo que no podemos encontrar la verdad en un pretendido núcleo ab­soluto y válido para todas las épocas. Cuando nuestros antepasados concibieron una verdad de fe, la concibieron desde el horizonte intelectual de su tiempo, de modo que podemos hablar de condicionamiento intrínseco de la verdad por parte de la visión histórica de cada época.

Es, por tanto, ilusorio pretender conocer la verdad de un modo absoluto y pensar que nuestra reinterpretación se limita a revestir con ropaje nuevo un núcleo químicamente puro. No, la tarea auténtica de la hermenéutica consiste en repensar la Tradición desde dentro y desde el horizonte intelectual de nuestra época. Nuestro conocimiento de la verdad no es ab­soluto. Más que poseer la verdad, tendemos a ella desde la perspectiva de nuestro tiempo. En el pasado se pensó desde una mentalidad determinada; en la actualidad se debe pensar desde el horizonte moderno de nuestra comprensión.

En consecuencia, es preciso desligarse del concepto de transustanciación en cuanto ligado a categorías aristotélicas y repensarlo desde el horizonte actual de nuestro pensamiento.

Con estas premisas estamos ya en condiciones de com­prender la moderna formulación de la transignificación y transfinalización.

La moderna formulación. — Si hubiéramos de resumir el pensamiento de todos estos autores, diríamos que todos ellos admiten la presencia real de Cristo en la Eucaristía y sostie­nen el cambio ontológico del pan y del vino como una impli­cación del dogma eucarístico. Ahora bien, este cambio onto­lógico, según ellos, fue expresado en el concilio de Trento desde las categorías aristotélico-tomistas de sustancia y acci­dentes, llegando así a la transustanciación. Pues bien, esto mismo puede expresarse desde la fenomenología existencial.

Según la fenomenología existencial, la realidad del pan es su significado antropológico: pan es aquello que en último término significa para el hombre alimento natural. El pan en tanto es en cuanto que tiene para el hombre este significado natural de alimento. Pues bien, Cristo confiere a este pan y a este vino un nuevo significado y una nueva finalidad: de ser alimento natural del hombre, los convierte en alimento de vida eterna, en alimento sobrenatural, haciéndolos instru­mentos de su amor. Así les confiere un nuevo significado y, por consiguiente, un nuevo ser. De ahí la transignificación o transfinalización.

No podemos detenernos aquí en los matices que cada au­tor da a su explicación, y, en particular, Schillebeeckx, el cual trata impotentemente de mediar entre la transignificación y la transustanciación con una explicación ambigua que nace de su misma concepción de la realidad [348]. Solamente insistimos en algunas notas comunes a la mayoría de los autores de la mo­derna formulación:

—El cambio del pan y del vino tiene lugar como conse­cuencia del cambio del significado de los mismos.

—La presencia de Cristo en la Eucaristía no es una pre­sencia absoluta (Schillebeeckx dirá que Cristo está presente sólo para el que cree y no para el incrédulo [349]), sino una pre­sencia relacional, que llega a su realización cuando es acep­tada por la fe. Es, más bien, una presencia ofrecida, una “pre­sencia para”, una presencia inacabada hasta que no es aceptada por la fe.

—La presencia real ha de entenderse, más bien, en sen­tido personalista. Ha de ser entendida más en categorías de acción y de entrega que en categorías de localización estática en las especies.

—Esta presencia está constituida por la entrega personal de Cristo y ha de ser vista en conexión con las otras presen­cias, también reales, de Cristo en medio e su Iglesia.



c) De la filosofía a la teología

Ya la obra de Schillebeeckx, aparecida después de la encí­clica Mysterium fidei, tenía una intención sintética, en cuanto que quería equilibrar las diferentes perspectivas del nuevo planteamiento y trataba de consolidar los flancos débiles de las aportaciones habidas hasta entonces. En una línea parecida surgieron otros trabajos, como el de Gerken [350]. Pero, una vez pasado el momento cumbre de las nuevas formulaciones, se percibe no sólo una tendencia hacia la síntesis, sino el de­seo de prescindir de la filosofía para profundizar en la Euca­ristía desde el marco exclusivamente teológico. Es como si, conscientes de los flancos débiles de la fenomenología exis­tencial, así como del hilemorfismo, se quisiera prescindir de toda filosofía, para profundizar sólo en lo teológico.

Como representante de esta nueva tendencia podríamos presentar a Durrwell.

Para Durrwell [351], tanto la perspectiva clásica como la mo­derna parten de realidades terrestres, como son el pan y el vino o el simbolismo del banquete o de las realidades hu­manas. Pero las realidades terrestres son incapaces de darnos la explicación del misterio eucarístico, que es escatológico.

La Eucaristía hay que comprenderla desde el Cristo pas­cual que viene a su Iglesia, del Cristo que en el misterio de su resurrección queda glorificado y viene como salvador a su Iglesia. La acción por la que el Padre resucita a Cristo con­cede a éste el poder cósmico de hacerse presente en el mundo sometiendo las cosas a sus fines.

Pues bien, la conversión eucarística debe ser mantenida dentro de la ley general del misterio cristiano: «Dios salva transformando y transforma realzando». La salvación se im­pone a la creación sin negarla, ya que más bien la enriquece. La comunidad cristiana es transformada por la santificación del Espíritu (1 Cor 10,17), sin ser destruida su identidad per­sonal. Algo análogo ocurre también con la transformación que experimentan el pan y el vino.

El éschaton no tiene necesidad de despojar al ser primero (el de la creación), precisamente porque pertenece a otro or­den. El Espíritu santifica los elementos abriéndolos a la esca­tología, modificando sus relaciones con la plenitud final. Todo está finalizado en Cristo glorioso, y el pan eucarístico lo está de forma especial, pues sólo el pan eucarístico está santificado en Cristo por una total concentración en él y está asumido en el eschaton en una proximidad tal, que Cristo re­sulta su sustancia inmediata, la realidad profunda en la que este pan subsiste.

La Eucaristía es la plena realización del cristocentrismo, el efecto de una reducción absoluta al centro, la anticipación en nuestro mundo de lo que es propio de las realidades del reino, en el que Cristo es todo en todas las cosas.



3) Intervención del Magisterio



Indudablemente, todas estas teorías, atrayentes, en cierto sentido, por el carácter personalista que dan a la presencia de Cristo en la Eucaristía, dejaban a no pocos perplejos, y eran muchos los que se preguntaban si en esta nueva perspectiva se mantenía la presencia objetiva del cuerpo de Cristo. La inter­vención del Magisterio comenzó ya en tiempos de Pío XII.



a) Pío XII

La primera intervención de Pío XII está motivada por la aparición del ciclostilado atribuido a I. De Montcheuil. Mu­chos de los puntos presentados por la Nouvelle Théologie fueron abordados por la encíclica Humani generis de 1950, entre ellos, el de la Eucaristía:

«Ni faltan quienes sostienen que la doctrina de la transus­tanciación, basada como está sobre un concepto filosófico de sustancia ya anticuado, debe ser corregida, de manera que la presencia real de Cristo en la Eucaristía se reduzca a un sim­bolismo en el que las especies consagradas no son más que signos eficaces de la presencia espiritual de Cristo y de su unión íntima con los fieles, miembros suyos, en el cuerpo místico» [352].

Como se ve, el Papa parece tomar términos parecidos a los del anónimo: símbolo eficaz de una presencia espiritual, lo que equivaldría, según la encíclica, a reducir la presencia real a un mero simbolismo.

En la misma encíclica, el Papa sostiene que la Iglesia en sus formulaciones no se liga a determinadas filosofías de un tiempo, sino que las fórmulas que la Iglesia emplea «se fun­dan realmente en principios y nociones deducidos del verda­dero conocimiento de las cosas creadas; deducción realizada a la luz de la verdad revelada, que, por medio de la Iglesia, ilu­minaba como una estrella la mente humana» [353].

En otras palabras, el Papa viene a decir que la Iglesia no utiliza las categorías de un tiempo determinado, sino con­ceptos de valor universal.

Otra intervención importante la tuvo el Papa en el Con­greso Pastoral de Liturgia de Asís, el 22-10-1956 [354].



b) Pablo VI

El pontificado de Pablo VI tuvo una dedicación especial al tema de la presencia real de Cristo en la Eucaristía; dedica­ción que culmina en la encíclica Mysterium fidei y en el Credo del Pueblo de Dios.

Ya el 15 de abril de 1965, en una homilía del Jueves Santo en San Juan de Letrán, había afirmado el Papa:

«Hay quienes tratan de reducir la amplitud de las palabras divinas: se trata de una simple cena ritual o se trata no de una presencia real, sino sólo simbólica; o también, de una eleva­ción de cosas familiares a significados superiores. El misterio, en el sentido de la oscuridad a comprender, permanece así y crece; el misterio, en el sentido de la realidad divina presente y escondida, se diluye de esta forma. Y se diluye y desvirtúa la palabra de Cristo» [355].

El mismo año, el 12 de junio de 1965, tiene el Papa una homilía en el Congreso Eucarístico internacional de Pisa, en la que dice entre otras cosas:

«¡Dios está con nostros! Porque Cristo está con nosotros. Porque los signos sacrosantos de la Eucaristía no son sólo símbolos o figuras de Cristo, o modos manifestadores de su amor o acción suyos respecto de los comensales en su cena, sino que contienen a Cristo vivo y verdadero, lo muestran presente como Cristo está en la gloria eterna, pero represen­tado aquí en el acto de sacrificio...» [356].

Encíclica «Mysterium fidei». — Conocemos las motiva­ciones de la encíclica Mysterium fidei. Los años 64-65 son los años de mayor cantidad de publicaciones en la línea de la nueva formulación. Por ello, el Papa interviene el 3-10-1965, en tiempos todavía del concilio Vaticano II.

Respecto al tema que nos ocupa, dice el Papa que no se puede tomar el aspecto sacramental, perteneciente, sin duda, a la Eucaristía, como explicación exhaustiva del misterio euca­rístico y pensar que se puede prescindir de la conversión sus­tancial [357].

El Papa reconoce y aprueba el esfuerzo que la teología hace en investigar y proponer inteligentemente el contenido de la fe eucarística, pero siente el deber de avisar del gran pe­ligro que esas opiniones constituyen.

La sagrada Eucaristía es un misterio de fe, continúa el Papa, que exige una reverencia humilde, como testimonian los Padres y Doctores de la Iglesia. Por ello es lógico que en este misterio sigamos al magisterio de la Iglesia, adhiriéndonos fir­memente a la divina revelación.

Salvada la integridad de la fe, hemos de salvar también, dice la encíclica, el modo de expresión que la Iglesia, bajo la guía del Espíritu Santo, ha establecido, confirmándolo con la autoridad de los concilios, de modo que nadie por su propio arbitrio puede cambiarlo [358].

Dice el Papa a continuación que las fórmulas que la Igle­sia emplea son aptas para el tiempo actual, pues en ellas la Iglesia emplea conceptos que no tienen el valor determinado de una escuela, sino el valor universal del conocimiento natu­ral:

«Puesto que estas fórmulas, como las demás de que la Iglesia se sirve para proteger los dogmas de la fe, expresan conceptos que no están ligados a una determinada forma de cultura, ni a una determinada fase del progreso científico, ni a una u otra escuela teológica, sino que manifiestan lo que la mente humana percibe de la realidad en la universal y necesa­ria experiencia, y lo expresan con adecuadas y determinadas palabras tomadas del lenguaje popular o del lenguaje culto. Por eso resultan acomodadas a los hombres de todo tiempo y lugar» [359].

La encíclica afirma, por lo tanto, que con las fórmulas de fe se expresan conceptos de valor universal y natural. Esto no cierra la fórmula a un legítimo progreso, pues las fórmulas pueden ser explicadas de forma más clara y amplia, pero nunca en sentido diferente del que fueron usadas.

El Papa se hace eco de las diferentes presencias que Cristo tiene en su Iglesia y, en el contexto de éstas, resalta la pecu­liaridad de la presencia eucarística. Cristo está presente en la Iglesia orante, en la Iglesia que ejerce las obras de misericor­dia, en nuestros corazones mediante la fe, en la Iglesia que predica, en la Iglesia que en su nombre ofrece el sacrificio y administra los sacramentos. Finalmente hay una presencia verdaderamente sublime, por la que Cristo está presente en su Iglesia en el sacramento de la Eucaristía. Las otras presencias son reales, pero la eucarística es real «por antonomasia, ya que es sustancial, ya que por ella se hace ciertamente presente Cristo, Dios y hombre, entero e íntegro». Falsamente explica­ría esta manera de presencia quien se imaginara una natura­leza, como dicen, «pneumática» del cuerpo glorioso de Cristo, presente en todas partes; o se la redujera a los límites de un simbolismo, como si este augustísimo sacramento no consistiera más que en un signo eficaz «de la presencia espiri­tual de Cristo y de su íntima unión con los fieles miembros de su cuerpo místico» [360].

El simbolismo, que el Papa acepta como un elemento in­tegrante de la presencia eucarística de Cristo, sobre todo res­pecto a los efectos de la misma, no es apto para explicar ple­namente la naturaleza específica de esta misma presencia:

«Pero el simbolismo eucarístico, si nos hace comprender bien el efecto propio de este sacramento que es la unidad del Cuerpo místico, no explica, sin embargo, ni expresa la naturaleza del sacramento. Porque la perpetua instrucción impar­tida por la Iglesia a los catecúmenos, el sentido del pueblo cristiano, la doctrina definida por el concilio de Trento y las mismas palabras de Cristo al instituir la Eucaristía nos obli­gan a profesar que la Eucaristía es la carne de nuestro Salva­dor Jesucristo que padeció por nuestro pecados y a la que el Padre, por su bondad, ha resucitado» [361].

El Papa resalta la peculiaridad de la presencia de Cristo en la Eucaristía, diciendo que ésta es (esse) el cuerpo de Cristo; peculiaridad difícilmente expresable en categorías simbólicas. Siguiendo la tradición de la Iglesia, afirma la encíclica que sólo en virtud del cambio sustancial del pan y del vino po­demos decir que los elementos eucarísticos son el cuerpo y la sangre de Cristo:

«Cristo no se hace presente en este sacramento sino por la conversión de toda la sustancia del pan en su cuerpo, y de toda la sustancia del vino en su sangre; conversión admirable y singular a la que la Iglesia católica, justamente y con pro­piedad, llama transustanciación» [362].

Dicho esto, la encíclica llega a hacer una precisión de ca­pital importancia: una vez que ha tenido lugar la conversión sustancial de la realidad profunda del pan y del vino en el cuerpo y sangre de Cristo, podemos decir que las especies de pan y vino adquieren un nuevo significado, porque contienen una nueva realidad. En este sentido, la transignificación, refe­rida a las especies, es complementaria de la transustanciación, pero nunca sustitutiva de la misma:

«Realizada la transustanciación, las especies de pan y vino adquieren, sin duda, un nuevo significado y un nuevo fin, puesto que ya no son el pan ordinario y la ordinaria bebida, sino el signo de una cosa sagrada, signo de un alimento espi­ritual; pero en tanto adquieren un nuevo significado y un nuevo fin en cuanto contienen "una realidad" que con razón denominamos ontológica. Porque bajo dichas especies ya no existe lo que había antes, sino una cosa completamente di­versa; y esto no únicamente por el juicio de la Iglesia, sino por la realidad objetiva, puesto que, convertida la sustancia o naturaleza del pan y del vino en el cuerpo y la sangre de Cristo, no queda ya nada del pan y del vino, sino las solas es­pecies; bajo ellas, Cristo todo entero está presente en su "rea­lidad física" aun corporalmente, aunque no del mismo modo como los cuerpos están en un lugar» [363].

Esta presencia tiene lugar en la realidad objetiva, indepen­dientemente de la fe de la Iglesia.

El «Credo del Pueblo de Dios» [364]. — El Estudio del Credo del Pueblo de Dios no se puede desligar del Catecismo holandés y de sus vicisitudes, pues es llamativo que apareciese a veinte días exactos de la ruptura del diálogo con Roma de los representantes del Catecismo holandés y tocase de manera sig­nificativa los puntos discutidos [365].

El Credo del Pueblo de Dios representa la intervención más autorizada del magisterio ordinario del Papa en lo que se refiere a la presencia eucarística. El Papa, cumpliendo el mandato, confiado por Cristo a Pedro, de confirmar a los her­manos en la fe, hace una profesión de fe y pronuncia una fór­mula que comienza con la palabra «creo» [366].

No se trata, dice el mismo Papa, de una propia y verda­dera definición dogmática. Ahora bien, el Papa se dirige a la Iglesia universal para satisfacer la necesidad de luz que sienten tantos fieles, y para ello presenta una «profesión de fe» como sustancialmente reiteradora del credo de Nicea (repite sustan­cialmente la fórmula nicena) e intercala explicaciones aptas para dar luz en la situación actual.

Por otra parte, insiste el Papa en que habla «en nombre del Pueblo de Dios» y «en nombre de todos los sagrados pas­tores y fieles cristianos». El Papa habla, por tanto, en nombre de toda la Iglesia, declarando el sentir del episcopado y de los fieles, de modo que esta representación de la Iglesia universal, docente y discente, es asumida «para dar testimonio firmí­simo a la Verdad divina». Es una profesión de fe que el Papa hace en comunión con toda la Iglesia y que el pueblo hace suya al asumirla.

Dice el texto sobre la presencia eucarística:

«Nosotros creemos que como el pan y el vino consa­grados por el Señor en la última cena se convirtieron en su cuerpo y sangre, que en seguida iban a ser ofrecidos por no­sotros en la cruz, así también el pan y el vino consagrados por el sacerdote se convierten en el cuerpo y sangre de Cristo, sentado gloriosamente en los cielos; y creemos que la presencia misteriosa del Señor, bajo la apariencia de aquellas cosas que continúan apareciendo a nuestros sentidos en la misma manera que antes, es verdadera, real y sustancial» [367].

Tenemos, pues, aquí la presencia real de Cristo, lograda en el altar en virtud de la conversión del pan y del vino. La conexión entre la presencia real y la transustanciación queda todavía más resaltada que en la Mysterium fidei, ya que dice que Cristo «no puede» hacerse presente de otra manera que por la conversión sustancial:

«En este sacramento, Cristo no puede hacerse presente de otra manera que por la conversión de toda la sustancia de pan en su cuerpo y la conversión de toda la sustancia de vino en su sangre, permaneciendo solamente íntegras las propiedades del pan y del vino que percibimos con nuestros sentidos. La cual conversión misteriosa es llamada por la santa Iglesia, conveniente y propiamente, transustanciación» [368].

El Papa a continuación precisa el cambio eucarístico, afir­mando el sentido absoluto e independiente del espíritu hu­mano que tiene la presencia real:

«Cualquier interpretación de teólogos que busca alguna inteligencia de este misterio, para que concuerde con la fe ca­tólica debe poner a salvo que en la misma naturaleza de las cosas, independientemente de nuestro espíritu, el pan y el vino, realizada la consagración, han dejado de existir, de modo que el adorable cuerpo y sangre de Cristo, después de ella, están verdaderamente presentes delante de nosotros bajo las especies sacramentales de pan y vino, como el mismo Se­ñor quiso para dársenos en alimento y unirnos en la unidad de su cuerpo místico» [369].

El Papa ha querido así precisar un punto de suma impor­tancia, resaltando de nuevo el carácter absoluto del cambio sustancial. Ha de explicarse que el cambio tiene lugar «en la misma naturaleza de las cosas», «independientemente del co­nocimiento del creyente». Y esto para que concuerde con la fe católica.



c) Síntesis doctrinal del Magisterio actual

Reduciendo a síntesis la doctrina de los Papas en estos úl­timos años, podríamos resumirla así:

— La Iglesia católica confiesa que lo que aparece como pan y vino es, en realidad, el cuerpo y sangre de Cristo. La tradición de la Iglesia nos manda afirmar que la Eucaristía es la carne de nuestro salvador Jesucristo. No basta el simbo­lismo eficaz como el de los otros sacramentos, pues mientras se dice de éstos que Cristo actúa eficazmente en ellos, de los elementos eucarísticos se dice que son el cuerpo y la sangre de Cristo. La peculiaridad de la Eucaristía consiste, por tanto, no en ser un signo eficaz de la gracia, sino en contener a nuestro Señor Jesucristo bajo las apariencias de pan y vino, de modo que decimos con toda propiedad: «Esto es mi cuerpo, esto es mi sangre».

— La Iglesia ha tenido conciencia de que esta peculiar presencia no se da sino por la conversión sustancial. Confiesa que lo que aparece como pan y vino es en realidad el cuerpo y la sangre de Cristo en virtud de la conversión sustancial, la cual es una implicación ontológica de la afirmación «Esto es mi cuerpo». Es la causa, la condición ontológica que la hace posible.

En consecuencia, a partir de la consagración, el pan y el vino pierden su sustancia, para ser signo mediador de una nueva realidad, la del cuerpo y sangre de Cristo. Del pan y del vino no quedan más que las meras apariencias, sus dimen­siones visibles, ya que no tienen su propia sustancia.

Esta conversión sustancial u ontológica está definida en la Iglesia como implicación que hace posible la presencia real y tiene lugar en la realidad objetiva de las cosas, independientemente de nuestra fe.

— Los conceptos de sustancia y especies los entiende la Iglesia en el sentido de realidad fundamental y apariencias de la misma. Tienen el alcance necesario para afirmar que lo que aparece como pan y vino es en realidad el cuerpo y la sangre de Cristo. En otras palabras: tales conceptos no tienen, en el dogma de la Iglesia, el sentido preciso del hilemorfismo, sino el sentido, más básico y universal, de realidad profunda y apariencia de algo. La misma Iglesia tiene una variada termi­nología para expresar esto: realidad fundamental, ontológica, especies, apariencias, etc.

— Se permite una ulterior profundización del misterio eu­carístico, siempre y cuando se mantenga el sentido que la Iglesia ha dado a sus fórmulas.



VIII. REFLEXION TEOLOGICA



Presentamos ahora una reflexión personal y sistemática sobre la teología de la presencia real a la luz del Magisterio y en atención, sobre todo, a la problemática que se ha suscitado en el siglo XX.

No cabe duda de que todo intento de presentar y acercar la Eucaristía a la comprensión de los fieles es positivo en sí mismo. Es laudable el deseo de resaltar el aspecto salvífico de la Eucaristía y, con ello, el intento de relacionarla con los otros misterios de nuestra fe. La conexión de la presencia eu­carística con las otras presencias también reales de Cristo no sólo es un proceso legítimo, sino que cuenta incluso con el refrendo de Magisterio. No cabe duda tampoco de que el as­pecto eclesial y escatológico de la Eucaristía ha quedado bien resaltado. En una palabra, toda la riqueza del misterio euca­rístico ha sido puesta en evidencia.

Con todo, hay algunos aspectos que requieren una mayor precisión, pues se trata de ver si en el nuevo intento, de suyo laudable, de acercar el misterio eucarístico a los fieles se con­sigue mantener la peculiaridad de la presencia real.



1) La transustanciación, causa de la presencia real



Recordemos cómo Rahner defendía que Trento quería ofrecernos, con el concepto de transustanciación, una explica­ción lógica y no ontológica de la presencia real. A este res­pecto hemos de recordar que Schillebeeckx difiere totalmente de Rahner, pues ve en el cambio de los elementos eucarísticos no una repetición de la presencia real, sino una implicación ontológica de la misma.

Pues bien, ¿basta el hecho de la presencia y basta afirmar un cierto cambio de los elementos eucarísticos, sin especificar el modo como tiene lugar dicho cambio? Con otras palabras, ¿es indiferente cualquier tipo de cambio?

La fe de la Iglesia es clara en este sentido: no basta cual­quier tipo de cambio; se requiere una conversión tal de los elementos eucarísticos, que de éstos no permanezca realidad alguna, sino las solas apariencias o especies, de suerte que po­damos decir con toda propiedad que lo que aparece como pan y vino es en realidad el cuerpo y la sangre de Cristo. La Iglesia ha afirmado con toda propiedad que lo que aparece como pan y vino es en realidad el cuerpo y la sangre de Cristo. Y esta afirmación implica como causa la transustancia­ción o conversión de toda la realidad del pan y del vino en la realidad del cuerpo y de la sangre de Cristo.

Contra Lutero, que sostiene la presencia real, verdadera y sustancial del cuerpo de Cristo en la Eucaristía, afirma Trento que porque Cristo dijo que lo que ofrecía bajo la apariencia de pan era realmente su cuerpo, por eso la Iglesia mantiene la conversión del pan y del vino en el cuerpo y la sangre de Cristo [370]. Sólo por la conversión sustancial se puede afirmar con toda propiedad: «Esto es mi cuerpo». La transustancia­ción es, por lo tanto, la condición ontológica de tal afirma­ción, el medio o causa intrínseca que posibilita la peculiaridad de esta presencia, la cual implica que las apariencias de pan y vino no contengan otra realidad que la del cuerpo y la sangre de Cristo.

Esta es la fe de Trento, ratificada por la Mysterium fidei y por el Credo del Pueblo de Dios. Presencia real y transustan­ciación son dos afirmaciones de fe distintas, pero mutuamente relacionadas, por cuanto la transustanciación va implicada como causa en la afirmación de la presencia real.

Ahora bien, se ha dicho que la transustanciación es una teoría aislada de los demás misterios de la fe, algo que no se puede mantener por la analogia fidei y que habría que reformular en la línea ya conocida.

Pues bien, a esto habría que decir que la transustanciación tiene en el dogma de la encarnación un analogatum princeps. La Iglesia ha afirmado sin ambages que Jesús de Nazaret es Dios, de la misma manera que ha afirmado que la Eucaristía es la carne de nuestro Señor. Y no deja de ser sintomático que de la primera afirmación (Jesús es Dios) se ha llegado al término de «consustancial», análogo al de transustancia­ción [371]. Si afirmamos sin vacilación que Jesús es Dios, lle­gamos al consustancial de Nicea; si afirmamos que lo que pa­rece pan y vino es el cuerpo y la sangre de Cristo, llegamos a la transustanciación de Trento. Ambos términos, «consustan­cial» y «transustanciación», implican un concepto de sustancia equivalente, que es el de realidad fundamental, y no hay ra­zón para rechazar la terminología de Trento y mantener la de Nicea.

¿Qué ocurre, en cambio, cuando se olvidan las implica­ciones ontológicas del misterio de la encarnación y de la Eu­caristía, expresados en términos como «consustancial» y «transustanciación»? Que entonces no se sabe ya con exacti­tud lo que significa el verbo ser cuando lo aplicamos a Cristo (es Dios) o a la Eucaristía (es la carne de Cristo); la afirma­ción queda insegura y vacilante. Es lo que ocurre actualmente con las llamadas cristologías no calcedónicas, que terminan por reducir la presencia de Dios en Cristo a una actuación, definitiva, pero mera actuación. Se prescinde de un concepto metafísico de persona para aceptar otro fenomenológico: per­sona como conciencia. Dado que en Cristo hay conciencia humana, se concluye que es persona humana, si bien está llena de la presencia de Dios. Por ello habría que decir que en Cristo actúa Dios decisiva y salvíficamente, pero no se podrá decir ya con propiedad que es Dios.

El olvido de la filosofía nos hace retroceder hasta Lutero. Para él, la transustanciación era una injerencia de la razón y de la filosofía en el ámbito de la fe. Pero el caso es que no se rechaza una filosofía sin caer en otra, dado que nuestro pen­sar se refiere siempre a lo real. Y por ello en el fondo se si­guió otra perspectiva, la nominalista, que, por medio de la consustanciación, deja insatisfechas las exigencias sacramen­tales de la Eucaristía. El pan no puede ser signo de una reali­dad que le es externamente yuxtapuesta en la teoría de la consustanciación.[372]

La Iglesia católica ha defendido siempre que la fe implica la razón y la filosofía, al defender que la salvación sobrenatu­ral implica y atañe a la creación y a la naturaleza humana. Por ello, defendiendo la transustanciación, está defendiendo que el cuerpo de Cristo penetra en la entraña misma de la realidad creada. De la misma manera que por la encarnación el Verbo en persona se hace hombre, por la transustanciación esta misma humanidad de Cristo sigue en el mundo y por la mediación de las especies eucarísticas se localiza en nuestro espacio y en nuestro tiempo. La transustanciación hace que la Eucaristía sea la prolongación sacramental de la Encarnación. La consustanciación, por el contrario, responde al dualismo protestante del simul iustus et peccator y representa la nega­ción misma de la ley de la encarnación y de la sacramentali­dad. Con la consustanciación se desvirtúa la dinámica de la encarnación, haciendo del cuerpo de Cristo un cuerpo desvin­culado del sacramento y de la historia.

Naturalmente, si Cristo no se encarna de nuevo ni se hace hipostáticamente pan, la transustanciación se presenta como el camino que permite que la encarnación perdure entre noso­tros mediante las especies eucarísticas, en cuanto símbolo y mediación del cuerpo y de la sangre de Cristo.

Creemos sinceramente que el dogma de la transustancia­ción no sólo salva el contenido de nuestra fe eucarística, sino que por sus implicaciones ontológicas nos enraiza en el rea­lismo y nos libera del nominalismo, en el que se termina pa­rando cuando se tiene miedo de usar el verbo ser con todas sus implicaciones.

Hoy en día hay una alergia al verbo ser debido tanto al influjo de la teología protestante, con su marcado acento fideísta, como al escepticismo metafísico de nuestra época. Ello conduce frecuentemente a un tipo de fe que cree, pero que no afirma, con todas las consecuencias. El fideísmo respecto a la existencia de Dios, la reticencia a afirmar que Cristo es Dios, y, en consecuencia, un mismo ser con el Padre, y el miedo a la transustanciación proceden de una misma raíz: una fe en­ferma por miedo al verbo ser, el retorno del nominalismo. En cuanto a nuestro tema, se puede decir que, quitando la tran­sustanciación, cada uno entenderá la presencia real de una manera distinta.

Pero la transustanciación tiene, incluso, consecuencias para la misma antropología. Decíamos, al hablar de la antro­pología fenomenológica, que el cuerpo quedaba reducido a mera autoexpresión del espíritu, automanifestación sensible del mismo, en lo que se ha venido a llamar antropología uni­taria.

No cabe duda de que todo dualismo antropológico es inaceptable, pero el problema se complica por el otro extremo cuando se priva al cuerpo de su propia subsistencia para ha­cerle símbolo ciertamente, pero de una realidad que no es otra que la del espíritu. ¿No estaremos, por tanto, retornando a una antropología platónica, incapaz de dar al cuerpo su propia subsistencia? [373].

La transustanciación, en cambio, mantiene la subsistencia propia de la materia y del cuerpo, al decir que el cuerpo de Cristo se hace presente mediante su propia sustancia, su propia entidad subsistente.

Habrá que buscar, ciertamente, una antropología que supere el dualismo, pero creemos que no es camino acertado tratar de conseguir la unidad a base de eliminar uno de los términos: la subsistencia propia del cuerpo. Es curioso que en el fondo haya sido la fe cristiana la que, en contra de una fi­losofía platónica del pasado y una fenomenología actual, sal­vaguarde siempre el valor ontológico del cuerpo y de la ma­teria.



2) El concepto dogmático de transustanciación y la terminología aristotélica



Hemos tenido ya ocasión de presentar la interpretación de Schillebeeckx sobre Trento, diciendo por nuestra parte que Trento disponía ya de una terminología hecha antes incluso de la llegada del hilemorfismo, pues toda la tradición había usado ya términos como «sustancia» y «especies» en cuanto sinónimos de realidad fundamental y apariencias de la misma. Decíamos también que, aunque Trento hubiese usado una terminología tomista, no existiría tampoco problema, dado que la Iglesia, incluso cuando toma términos de filosofías de­terminadas, los usa siempre en un sentido básico y universal, válido para todas las mentalidades. Esto es lo que viene a afir­mar Pío XII en la Humani generis al negar que la Iglesia se apoye en una determinada noción filosófica de sustancia y distinguiendo entre concepto dogmático y especulación de es­cuela. Lo mismo confiesa Pablo VI en la Mysterium fidei al decir que las fórmulas de la Iglesia corresponden a conceptos que no están ligados a determinadas escuelas, sino que mani­fiestan lo que la mente humana percibe de la realidad en su experiencia común.

En nuestro caso no cabe decir, pues, que los conceptos de especies y sustancia sean, en el campo del dogma, conceptos aristotélico-tomistas. Hay que distinguir entre conceptos to­mistas y conceptos dogmáticos. El concepto dogmático de sustancia es sinónimo, en el uso mismo del Magisterio, de «realidad fundamental», «naturaleza, realidad ontológica»; el concepto de especies es sinónimo de «propiedades, aparien­cias, realidad fenoménica». Los conceptos dogmáticos no van más allá.



3) ¿La transignificación en lugar de la transustanciación?



Llegamos aquí al punto fundamental de la problemática moderna: el concepto de transignificación, ¿es alternativo del de transustanciación? ¿Supone sólo un cambio de lenguaje o altera el contenido mismo de nuestra fe eucarística?

Pablo VI afirmó en la Mysterium fidei que es insuficiente la sola transignificación o la sola transfinalización para expli­car la peculiaridad de la presencia eucarística. Ciertamente, admite la encíclica un cambio de significación y finalidad de las especies eucarísticas, pero como consecuencia del cambio sustancial operado en profundidad y en la misma naturaleza de las cosas. Porque hay una nueva realidad ontológica de­bajo de las especies, adquieren éstas una nueva significación. Observemos que el sujeto de la transignificación son las espe­cies eucarísticas y que la transignificación o cambio de sen­tido en las especies, es subsiguiente a la transustanciación o conversión de la realidad fundamental del pan y del vino.

Siguiendo la misma línea de la encíclica, no es difícil, a mi modo de ver, demostrar la fragilidad de la transignificación. Decíamos que, para la fenomenología existencial, el ser del pan es su significación antropológica y que Cristo transforma esta significación antropológica al convertir el significado na­tural del pan y del vino como alimento natural en un signifi­cado sobrenatural y hacer de estos elementos signo y medio de su entrega personal.

Pues bien, cualquiera puede constatar que con esta expli­cación no se consigue cambio alguno en el pan y en el vino en el sentido que exige nuestra fe, puesto que el pan y el vino consagrados siguen manteniendo su significado primitivo como alimento natural. Por consiguiente, con esta explicación habríamos conseguido añadir un significado sobrenatural a otro natural que no desaparece. Nos encontraríamos en una especie de consustanciación «dinámica». Permanecería todo el valor de realidad que tiene el pan y el vino antes de la consagración, puesto que permanecería todo su significado natural, y éste, no lo olvidemos, tiene en la fenomenología existencial valor de realidad fundamental.

Además, esta transignificación es algo que también tiene lugar en los demás sacramentos. También el agua bautismal tiene un significado como instrumento de limpieza. Cristo le confiere una nueva significación real y sobrenatural al conver­tirla en instrumento de limpieza de nuestro pecado, pero en ningún caso el agua deja de ser agua, por muy real que sea la nueva significación que Cristo le confiere. Nunca afirmamos que el agua bautismal pierda su realidad fundamental, su radi­cal identidad de criatura. Solamente afirmamos que Cristo ac­túa a través de ella; de aquí que con la teoría de la transignifi­cación no consigamos superar el nivel de presencia de Cristo en los demás sacramentos. Se trataría, como ocurre en éstos, de una presencia de Cristo por su acción.

Ahora bien, no podemos reducir la presencia real de Cristo en la Eucaristía a una presencia por su acción, a una presencia ofrecida, a una «presencia-para», una presencia que no queda acabada sino con la acogida fiel por parte del creyente. La peculiaridad del res et sacramentum eucarístico no es una realidad relacional y no plenamente acabada en sí misma; es la realidad absoluta del cuerpo y sangre de Cristo que afirmamos como único contenido fundamental de las es­pecies de pan y vino. Una teología válida para explicar la ac­ción de Cristo en los demás sacramentos es insuficiente para expresar y dar cuenta de la conversión del pan y del vino en el cuerpo y la sangre de Cristo.

En este sentido, afirma claramente el Credo del Pueblo de Dios que todo el que quiera estar conforme con la fe católica debe mantener la presencia real de Cristo en la Eucaristía en la objetividad misma de las cosas, independientemente de nuestro espíritu.



4) Una presencia sustancial



Entiéndase que este estar del cuerpo de Cristo allí donde están las especies no multiplica la sustancia del cuerpo de Cristo en sí misma. No es así, sino que la única, indivisible e inespacial sustancia del cuerpo de Cristo se hace presente entre nosotros a través de la múltiple y verdadera mediación de las especies eucarísticas. Lo que se multiplica son las especies eucarísticas, no el cuerpo de Cristo, único y común denomina­dor de todas ellas en virtud de la transustanciación. Todas las conversiones eucarísticas tienen como término a quo panes diferentes, pero todas ellas tienen el mismo término ad quem, el cuerpo de Cristo. Divididas las especies, no se divide la sustancia del cuerpo de Cristo. La multiplicidad corresponde a las especies y a sus partes, no a la indivisible e inespacial sustancia del cuerpo de Cristo.

Aunque podamos decir que el cuerpo de Cristo está en el sagrario, aquí y allí, mediante la verdadera mediación de las especies, no imaginemos nunca la presencia de Cristo en la Eucaristía en términos físicos. Aparte de que la presencia de Cristo en este sacramento es sustancial, es decir, que el tér­mino directo de la conversión eucarística es la sustancia ines­pacial y metafísica del cuerpo de Cristo y no sus dimensiones cuantitativas, no podemos olvidar que éstas están glorificadas.

Mediante esta presencia sustancial del cuerpo y sangre de Cristo, es Cristo entero el que está presente en cada una de las especies y en cada una de sus partes, como define el con­cilio de Trento.

Finalmente, respecto a la duración de la presencia eucarís­tica, recordemos la práctica de la Iglesia de que la presencia de Cristo en este sacramento permanece mientras duran las especies eucarísticas. El criterio de la duración no es nunca un criterio químico. La Iglesia, por exigencias sacramentales, sos­tiene que las partículas de pan, para ser consideradas como signo real y verdadero de la presencia del cuerpo de Cristo, han de ser tales que puedan ser estimadas como partículas o migas del pan por el sentido común y no por un punto de vista químico (el polvo químico de pan no sería signo sufi­ciente). La Iglesia mantiene el respeto y veneración por todas aquellas partes de pan que quedan en el altar y que todavía pueden ser consideradas como partículas de pan por el sen­tido común y vulgar.



5) Transustanciación, un concepto asequible



Una vez distinguidos los conceptos dogmáticos de sustan­cia y especies de los propiamente hilemórficos, queda por preguntarnos cómo entender esa sustancia en cuanto realidad fundamental y, consecuentemente, cómo entender la transus­tanciación.

Es muy frecuente que, cuando hablamos de sustancia, nos dejemos llevar por la imaginación espacial, pensando que la sustancia, quizás por su derivación etimológica de substare, es algo que podríamos localizar «debajo» o «detrás» de las es­pecies eucarísticas. Cuando pensamos, trabajamos siempre con la imaginación, y ésta puede jugar un papel decisivo y desorientador.

Ahora bien, el concepto de sustancia no tiene nada que ver con la localización espacial; es el concepto de sustancia como ser en sí, como realidad objetiva, como aquello que subsiste en sí mismo (ens in se). Es el concepto primitivo de subsistencia, aunque este concepto, en virtud del dogma cris­tológico, asumió con el tiempo la significación de sustancia completa, independiente y racional, identificándose con el concepto de persona. Con todo, en su primera acepción (acepción que asumimos aquí), subsistencia significa la reali­dad objetiva, lo que existe en sí mismo, lo que puede ser sujeto de diversos predicados, pero no admite ser predicado de ningún otro sujeto.

Las cosas materiales, el pan y el vino entre ellas, tienen múltiples manifestaciones sensibles; pero, independientemente de ellas, serán siempre algo que subsiste en sí mismo. Una cosa es su experimentabilidad y otra su subsistencia. Un ani­mal puede captar todo lo que en el pan y en el vino es expe­rimentable, pero no puede captarlos como objetos distintos de él mismo, como lo que está frente a él (ob-iectum), porque no capta su ser propio y objetivo, no los capta como subsis­tentes; percibe todas las notas sensibles del pan y del vino, pero no esta otra de valor metasensible y metafísico, propia, sin embargo, de las cosas materiales. Y no somos nosotros los que conferimos a las cosas esta su propia subsistencia. Por encima de todas las significaciones que el hombre quiera dar a la materia, ésta posee una subsistencia propia, independiente del conocimiento humano, recibida de Dios por creación. Por la creación, las cosas han venido a la existencia, han recibido una subsistencia propia, una autonomía ontológica. Es sobre esta autonomía ontológica de las cosas recibida de Dios por creación sobre la que el hombre puede poner todos los signi­ficados que quiera, subsiguientes siempre al ser fundamental que Dios da a las cosas al crearlas.

Hace años tuve un profesor de fenomenología fuertemente imbuido de la fenomenología existencial, el cual, para demos­trarnos que las cosas materiales carecen de significación ontológica cuando se las priva de su relación al hombre, nos pro­ponía imaginarnos que una novela famosa —por ejemplo, el Quijote— hubiese sido encerrada desde un principio en una cámara, de tal modo que nadie hubiese tenido contacto con ella. En este caso preguntaba el profesor: ¿podríamos seguir hablando de una novela? ¿Qué existencia y que significación habría tenido? No cabe duda de que la novela así encerrada habría perdido su significación; pero tampoco hay duda (pen­saba yo) de que en la cámara mencionada subsistiría algo. No somos nosotros los que conferimos la subsistencia propia a la materia, ya que ésta la posee independientemente de nuestro conocimiento.

Así, pues, la materia tiene un ser propio y objetivo, una subsistencia de valor metasensible y metafísico independiente de nuestro conocimiento. Esta subsistencia no está ni detrás ni debajo de lo que podamos percibir por los sentidos. Está íntimamente ligada a lo sensible y es, sin embargo, distinta de ello, pues es de valor metasensible y metafísico. Y no somos nosotros los que la conferimos, sino Dios creador, que ha dado ser propio y subsistencia a todas las cosas.

Según esto, cuando la fe nos dice que cambia la sustancia del pan y del vino en la del cuerpo y la sangre de Cristo, se pretende decir que del pan y del vino no queda sino las solas apariencias. El pan y el vino no tienen ya su ser propio, su identidad real. No subsisten ya en sí mismos, a pesar de que físicamente nada haya cambiado. Después de la consagración no existe otra realidad fundamental o subsistencia (las to­mamos como sinónimas) que la del cuerpo de Cristo, que, como criatura, posee también valor de realidad y propia sub­sistencia en sí mismo. El Verbo creador, en virtud del cual todas las cosas tienen su propia subsistencia (Col 1,15-18), convierte la realidad creatural o subsistencia del pan y del vino en la de su cuerpo y sangre. Del pan y vino no queda más que la figura exterior o física como signo y mediación de la nueva realidad. Podríamos decir que las especies eucarís­ticas han perdido su propia autonomía ontológica, para no ser sino signo mediador de una nueva realidad, la del cuerpo y sangre de Cristo [374].



6) Transustanciación y misterio



De todos modos, cuando hablamos de conversión sustan­cial, de ninguna manera queremos suprimir el misterio.

Las formulaciones de fe no son una pretensión raciona­lista, sino el intento de situar el misterio en su verdadera di­mensión y en sus obvias implicaciones. Se trata de determinar los límites más allá de los cuales se desvanece la peculiaridad de nuestra fe. Cuando el concilio de Nicea usa la fórmula de «consustancial» para expresar la unidad de ser que reina entre Jesús de Nazaret y Dios Padre, no pretende con ello dominar el inmenso horizonte de la esencia divina, sino, eso sí, salvar la naturaleza divina de Cristo en la confesión de un solo Dios. De modo semejante, la acción transustanciadora de Dios en la Eucaristía es una acción de la que sólo conocemos el efecto (conversión de los elementos eucarísticos) y que en sí misma nos resulta totalmente misteriosa, ya que es paran­gonable a la acción trascendente de Dios en la creación. Solo sabemos que Dios es el dueño de la creación y que ésta se en­cuentra en sus manos, como el barro en las manos del alfa­rero.

Sin embargo, con la fórmula de la transustanciación confe­samos no sólo que nuestra fe eucarística no es imposible, a pesar de lo que nos dicen los sentidos sobre los elementos eucarísticos, sino incluso que lo que parece pan y vino es en realidad el cuerpo y la sangre de Cristo, con un valor abso­luto para todos los hombres. No podemos creer sin saber lo que creemos, porque el creer implica siempre un saber. No podemos creer sin un contenido y una cierta explicitación de nuestra fe. La fe o nos hace creer en cosas que son reales, o es una fe sin contenido. Ante lo que la fe nos dice de lo que aparece a nuestros sentidos como pan y vino, no podemos re­primir en nuestro interior la pregunta inevitable y espontánea: ¿qué son en realidad?, como tampoco podemos evitarla pregunta ante Jesús de Nazaret: ¿quién es en realidad? Si afir­mamos que Jesús es Dios, llegamos al «consustancial» de Ni­cea. Si afirmamos en serio «esto es mi cuerpo», llegamos a la transustanciación. Olvidemos la transustanciación y ya no sa­bremos cuál es el alcance de ese es.

Esto no significa que se defienda una objetivización en el sentido de que se cosifique la presencia real, porque es obvio que no podemos entender esta presencia en términos físicos; pero sí se defiende una objetividad de esta presencia, la obje­tividad de unas palabras que la Iglesia ha entendido siempre en sentido real: «esto es mi cuerpo».



7) Transustanciación y teología



No cabe duda de que, a lo largo de los esfuerzos hechos por presentar el misterio eucarístico en toda su riqueza y en forma acorde a la mentalidad de hoy, se han recuperado ciertos aspectos marginados en la teología anterior y se ha contribuido a presentar de forma integral la riqueza toda de este misterio central de nuestra fe. En este sentido, la analogía de la fe no puede sino enriquecer el misterio eucarístico.



En el contexto de las diversas presencias de Cristo

De legítimo podemos calificar el estudio de la presencia real de Cristo en la Eucaristía en conexión con las otras pre­sencias, también reales, de Cristo en su Iglesia. Cristo, en su solicitud por su esposa, todavía en camino hacia la patria, continúa presente entre los suyos en una rica gama de presen­cias que culminan en la eucarística.

Esta tendencia a considerar la presencia eucarística en el marco de las otras presencias reales es algo no sólo propio de teólogos como Schoonenberg, Davis, Schillebeeckx y otros, sino que existía ya en el magisterio de la Iglesia. Es una pers­pectiva que había adquirido carta de ciudadanía: aparece ya en la encíclica Mediator Dei [375] se perfecciona en la constitu­ción del Vaticano II sobre la liturgia [376] y encuentra toda una elaboración aún más detallada en la encíclica Mysterium fidei, de Pablo VI [377].

De este modo se consideran conjuntamente los diversos modos de presencia de Cristo, lo cual resulta enriquecedor, porque unos iluminan a otros. De todas formas, hay que te­ner en cuenta que cada uno de estos modos, en su inseparable conexión con los demás, encierra una peculiaridad de realiza­ción que lo diferencia y distingue. También aquí entra la ana­logía. En este sentido, la encíclica Mediator Dei y la constitu­ción sobre la liturgia afirman que la presencia de Cristo al­canza el culmen de su realización en la eucarística. Más aún, la Mysterium fidei califica a esta presencia de real «por anto­nomasia», puesto que es «sustancial», y por ella se hace pre­sente Cristo, Dios y hombre, todo e íntegro.



En el marco de la Iglesia y la escatología

Hoy en día se va tomando cada vez más conciencia de la relación de la Eucaristía con la Iglesia. Al comprender la ac­ción eucarística como una entrega de Cristo a la Iglesia, se ha visto esta relación íntima con el cuerpo místico de Cristo. La legitimidad de esta perspectiva se desprende del hecho de que el cuerpo místico de Cristo nace de su cuerpo personal. Este es el núcleo y el fundamento del que nace la Iglesia.

En esta línea de pensamiento, Schillebeeckx llega a la con­clusión de que la Eucaristía es la forma sacramental de la en­trega de Cristo a la Iglesia, de tal modo que el pan y el vino se convierten en signos realizadores de tal entrega. Pero, se­gún él, los elementos eucarísticos vehiculan tanto la entrega de Cristo a la Iglesia como la de la Iglesia a Cristo: son signo y realización de la recíproca entrega de ambos [378]. No sólo Cristo está presente en los elementos eucarísticos entregán­dose a su Iglesia, también ésta está presente en ellos entregán­dose a Cristo [379].

No podemos dejar de estar de acuerdo con la perspectiva eclesial de la Eucaristía: la Iglesia nace y se nutre de la en­trega de Cristo en este sacramento. De todos modos, es pre­ciso hacer una matización: la entrega de Cristo a la Iglesia se realiza mediante la mediación de su propio cuerpo personal que se afirma como único contenido de las especies de pan y vino. En la Eucaristía la entrega de Cristo a la Iglesia sigue la ley de la encarnación, en virtud de la cual el cuerpo humano de Cristo, permaneciendo en su autonomía, se constituye en fuente de gracia para la Iglesia. Cristo se entrega a través de su propio cuerpo, única realidad bajo las especies de pan y vino, de modo que la Iglesia se hace presente a Cristo en la medida en que se apropia este cuerpo personal de Cristo y nace como consecuencia de esta apropiación.

No es que la Iglesia esté presente en la Eucaristía como lo está el cuerpo de Cristo, sino que la Iglesia nace de la Euca­ristía como nace de la encarnación. La Iglesia no está presente en la Eucaristía al mismo nivel que Cristo, sino que lo está porque encuentra en ella su fuente y fundamento. Hay una jerarquía clara. Cristo está presente en primer lugar y la Igle­sia lo está en consecuencia. Es la misma jerarquía que hay en­tre la encarnación y la Iglesia. Si la Eucaristía es un convite en el que la Iglesia se hace presente a Cristo, ello se debe a que la Iglesia se alimenta del cuerpo personal de Cristo, único contenido de las especies eucarísticas.

Asimismo, es imprescindible estudiar la Eucaristía en rela­ción con la escatología. El cuerpo de Cristo que se hace pre­sente en la Eucaristía es su cuerpo glorificado. Por ello, la Eucaristía es la prenda de la gloria futura, perspectiva tan se­ñalada en los Padres y en el mismo concilio de Trento. Po­demos decir con verdad que la Eucaristía es el triunfo de Cristo establecido ya en el seno de la Iglesia. No necesita, pues, credenciales el intento de relacionar la Eucaristía con la escatología.

Ahora bien, cuando se trata de estudiar la conversión eu­carística a la luz de la transformación escatológica de la mate­ria, como es el caso de Durrwell, no podemos olvidar que en­tre ambas hay una clara diferencia. Los cuerpos no pierden en la gloria su condición fundamental de criaturas. En la salva­ción del hombre, ni el conocimiento de fe ni la visión con la transformación misteriosa de la carne eliminan el carácter de criatura del cuerpo humano ni su propia subsistencia, porque ni la fe ni la visión suprimen la naturaleza humana. La eleva­ción gratuita instaurada por Cristo y que llegará a su consu­mación en la gloria, no sustituye a la naturaleza, ya que la eternidad viene siempre a nosotros como gracia, y la gracia no suprime nunca la naturaleza. Por ello, si el cuerpo hu­mano ha de ser salvado, también él mantendrá en el cielo su identidad de criatura a pesar de la transformación misteriosa que experimente.

De todos modos (y esto es lo que se debe resaltar), en la transustanciación no tenemos una transformación de este tipo. El pan y el vino consagrados no se convierten, en modo alguno, en pan y vino gloriosos, sino que pierden su ser fun­damental y su radical identidad de criaturas al convertirse en el ser creatural del cuerpo y de la sangre de Cristo. ­No podemos olvidar que la peculiaridad de la presencia eucarística no es que en estos signos de pan y vino se haga presente Cristo glorioso por medio de su acción. No sería ne­cesaria la conversión sustancial si se tratase de una elevación sobrenatural por la que Cristo glorioso, entregándose a través de los signos eucarísticos, nos hiciera partícipes de su vida es­catológica. Esto también ocurre en los demás sacramentos, que poseen elementos que no pierden su identidad básica. Por eso, una relación estrecha del pan y del vino con un eschaton que no puede ser incluido en términos terrestres, conduce a una relación de gracia y a una instrumentalización que no priva a los elementos interesados de su radical identidad. Sería una elevación que deja intacto el nivel creatural del pan y del vino, pues ni la gracia ni la escatología (gracia consumada) eliminan jamás el ser natural de las criaturas. Para poder decir que lo que parece pan no tiene otra realidad que la del cuerpo de Cristo, se requiere un cambio ontológico. La Eucaristía no puede olvidar las exigencias de la ontología.

No basta decir que es la persona del Verbo la que se hace presente en la Eucaristía por la asunción de los dones de pan y vino en virtud de la fuerza de Cristo resucitado. La fe de la Iglesia nos exige confesar que la persona del Verbo se hace presente mediante la realidad de su cuerpo, al que no po­demos despojar nunca de su identidad creatural so pena de volatilizar la encarnación. El cuerpo de Cristo sigue exis­tiendo en el cielo en su identidad de criatura, de modo que Cristo continúa intercediendo por nosotros ante el Padre de una forma genuinamente humana. Si en la encarnación hizo suya nuestra propia carne para redimirnos por ella, este instrumento de redención que es la carne sigue ejerciendo su función salvífica en la intercesión celeste de Cristo por su Iglesia. La encarnación continúa en el cielo, y Cristo sigue poseyendo en él su propio cuerpo humano, pues la transfor­mación que éste ha experimentado con la glorificación no eli­mina su condición de criatura.

La carne gloriosa de Cristo no está sujeta a las leyes fí­sicas, pero se inscribe, como toda criatura, dentro de los lí­mites ontológicos del ser creado. Podemos decir con toda propiedad que el cuerpo creado de Cristo, nacido de María y crucificado por los hombres, continúa en el cielo en su identidad fundamental de criatura, y con Pablo VI podemos decir también que el cuerpo glorioso de Cristo se hace presente en la Eucaristía no en virtud de una pretendida naturaleza pneu­mática presente en todas partes, sino por medio de su sustan­cia [380].

Hay que seguir distinguiendo las dos naturalezas de Cristo en el cielo, porque en él perdura la encarnación, mien­tras que privar al cuerpo resucitado de Cristo de su identidad creatural es volatilizar la encarnación y volver a las posiciones gnósticas combatidas por San Ireneo. Justamente es la Euca­ristía la que nos hace conscientes de que la encarnación per­dura en el cielo, pues no confesamos que en ella esté presente la persona de Cristo de una forma indeterminada, sino que decimos que en ella perdura el cuerpo nacido de María y re­sucitado, este instrumento humano de salvación. De nuevo, como en tiempos de San Ireneo, tenemos que volver a confe­sar la presencia de esta realidad humana y humilde que es la carne de Cristo frente a concepciones platonizantes que vola­tilizan el realismo de la encarnación y en las que caen, sin sa­berlo, los mayores enemigos de Platón.



IX. RESERVA Y CULTO EUCARÍSTICO [381]



1) Prolongación sacramental de la encarnación



La presencia de Cristo en la Eucaristía es una presencia que, según la tradición de la Iglesia, desborda los límites de la celebración. Al confesar que la Eucaristía es la carne de nuestro Señor Jesucristo, ha visto en ella una prolongación sacra­mental de la encarnación. En efecto, en los demás sacra­mentos está Cristo presente por medio de su acción, y su presencia dura tanto cuanto la acción sacramental que se cele­bra; pero en la Eucaristía es la encarnación misma lo que se hace presente.

La Iglesia ha afirmado que la Eucaristía es la carne de nuestro Señor con la misma fuerza con la que afirma que Jesús de Nazaret es Dios. Por la Eucaristía puede decir la Iglesia que Cristo está entre nosotros y no sólo que actúa. Por ello, el concilio de Trento afirmó que Cristo está pre­sente en la Eucaristía no sólo durante la comunión, sino antes y después‚ [382] pues en este sacramento no deja de estar pre­sente el Señor, digno de toda adoración, por el hecho de ha­ber sido instituido para ser comido y bebido [383]. Por eso, la Eucaristía es la perenne Navidad, el Emmanuel eterno, la prolongación sacramental de la encarnación.

Ya en el Antiguo Testamento había mostrado Dios la in­tención de habitar permanentemente entre su pueblo. A pro­pósito de la tienda de reunión había declarado: «Habitaré en medio de los hijos de Israel y seré su Dios» (Ex 29,45). Aparte de la asistencia general con la que Dios cuida y con­duce a su pueblo, quiere adaptarse también a la existencia de los hombres, habitando en una tienda análoga a las tiendas nómadas. En ella se reunirá Dios con su pueblo y se encon­trará con Moisés (Ex 30,6).

Más tarde, el templo de Jerusalén sería el lugar en el que los israelitas irían a «ver el rostro» de Dios (Is 1,12; Ex 23,15-17; 34,20-24; Dt 16,16; 31,11). Era el lugar por el que suspiraba el levita, recordando el tiempo cuando iba a la casa de Dios con cantos de alegría y alabanza: «Mi alma tiene sed de Dios, del Dios viviente; ¿cuándo iré a ver el rostro de Dios?»(Sal 42,3). Dice el P. Galot comentando este pasaje:

"Estar lejos del santuario y no poder acercarse a él significaba estar privado de Dios mismo, privado de la contemplación de su rostro. Si la felicidad del cielo se define por la visión de Dios cara a cara, la presencia de Dios en el templo es una imagen de la presencia dada a los elegidos en el cielo, y el acto de culto que consiste en ir a ver el rostro de Dios es pre­ludio de la vida eterna» [384].

Con todo, esta presencia de Dios culminaría, de forma in­sospechada para los judíos, en el misterio de la encarnación, por el que «el Verbo se ha hecho carne y ha habitado entre nosotros» (Jn 1,14). El Verbo que emplea San Juan, skenoûn, significa «vivir bajo la tienda», evocando con ello la tienda en la que habitaba Yahveh en medio de su pueblo. Por la encarnación, Dios habita verdaderamente entre nosotros, y lo que ofrecía Dios a los hebreos, lo ofrece ahora Cristo de una forma superior. Es San Juan el que resalta como nadie este aspecto: el pan que baja del cielo es Cristo mismo que se da a comer en la Eucaristía. En el evangelio de Juan, la encarna­ción culmina en la Eucaristía.

Por otra parte, la encarnación no es un hecho transitorio, pues sigue siendo en el cielo la base permanente de la interce­sión humana de Cristo por su Iglesia, y es justo pensar que esta función salvífica y perenne de la encarnación encontrara en la tierra no sólo una correspondencia análoga, como es la condición humana y externa de la Iglesia, sino una real y ver­dadera continuación en el hoy y aquí de la Iglesia. La Iglesia no sólo está asistida por el influjo continuo del Espíritu Santo o acompañada por la fuerza de la gracia, de la palabra de Dios y de los sacramentos, sino que posee en su seno a Cristo mismo en persona, fuente y origen de toda gracia.

La encarnación constituyó a Cristo en sacramento origi­nal, en acceso único a Dios, de tal manera que el encuentro con Jesús es el encuentro con Dios; pero este misterio de sal­vación, que encuentra la plenitud de su eficacia cuando la hu­manidad de Cristo es glorificada por la resurrección y cuando Cristo, como hombre, se convierte en fuente perenne de la efusión del Espíritu Santo, sigue presente entre nosotros, pues Cristo en persona continúa entre nosotros al tomar la figura sacramental del pan y del vino. Cristo, pues, como sacra­mento original, ha mantenido su condición terrestre y sacra­mental, continuando presente entre nosotros como acceso cualificado al Padre bajo la forma exterior de pan. Cristo continúa entre nosotros como cumbre de la economía sacra­mental, como autor de la gracia y causa perenne de nuestra santificación.



2) La reserva eucarística



La Iglesia ha legitimado la práctica de la reserva eucarís­tica como consecuencia lógica de la fe en la presencia del todo singular que Cristo realiza en este sacramento.

En clara correspondencia a las palabras de Cristo, la Igle­sia primitiva solicitaba a los fieles a conservar con suma dili­gencia la Eucaristía que llevaban a los enfermos. Existía tam­bién la costumbre de llevarse a casa la Eucaristía para comul­gar en los días en los que no se podía asistir a la celebración eucarística. Consta que los fieles creían, como recuerda Orí­genes, que pecaban si algún fragmento caía por negligen­cia [385], y Novaciano reprueba al que, «saliendo de la celebra­ción dominical y llevando aún consigo, como se suele, la Eu­caristía..., lleva el cuerpo santo del Señor de aquí para allá» corriendo a los espectáculos y no a casa [386]. Esta costumbre de llevarse la Eucaristía a casa estaba justificada aún más en tiempos de persecución o en caso de vida monástica [387].

Asimismo, los residuos que quedaban de la Eucaristía para el día siguiente eran considerados como fuente de santifica­ción. Cirilo de Alejandría sostiene que en este caso «ni se al­tera Cristo..., ni se muda su sagrado cuerpo, sino que persevera en él la fuerza, la potencia y la gracia vivificante» [388].

Cristo está presente en el tabernáculo con una eficacia superior a la que tuvo en Palestina, pues mientras en Palestina «aún no había espíritu, pues todavía Jesús no había sido glo­rificado» (Jn 7,39), el Cristo del tabernáculo es la víctima glo­riosa que se ofrece continuamente ante el Padre enviándonos al Espíritu Santo.

La oración ante el tabernáculo quiere identificamos con esa víctima gloriosa que nos quiere incorporar continuamente a su estado pascual. Por ello el diálogo con Cristo presente en el tabernáculo es una motivación continua a la participación sacramental de Cristo que es la misa y que se realiza especial­mente por la comunión. De ahí que la instrucción Eucharisti­cum Mysterium nos recuerda que no debemos olvidar que el encuentro con Cristo en el tabernáculo es algo que no sólo proviene de la celebración eucarística, sino que conduce a ella, de modo que el sacrificio eucarístico es fuente y culmi­nación de todo el culto de la Iglesia y de toda la vida cris­tiana [389].

Cristo en el tabernáculo sigue presentándose como ali­mento espiritual, como una llamada continua al encuentro personal, como una invitación a reproducir en nosotros sus mismos sentimientos (Flp 2,5). Es preciso tener en cuenta de una forma particular esta dimensión del encuentro y del diá­logo personales con Cristo en el tabernáculo.

¿Cómo olvidar a Cristo presente en el tabernáculo? Si Cristo ha querido darnos esta presencia suya tan cualificada, ¿no será que a través de ella ha querido darnos las gracias que necesitamos para la vida cristiana? ¡Cuánto deben a esta pre­sencia los santos, sacerdotes y fieles que se han sentido sedu­cidos por ella! A veces tiene uno la impresión de que la gran diferencia entre un sacerdote y otro, entre un seglar y otro seglar, está en esto, en el simple trato con Cristo sacramen­tado, que unos practican sin poder prescindir de ello y otros olvidan inexplicablemente. La vida cristiana se encierra en una sola palabra: Cristo, ¡y Cristo está ahí! ¡Cristo está ahí! Esto explica la alegría de unos y la tristeza de otros. Es así de sim­ple y así de sencillo.

De aquí que Pablo VI nos haya dicho: «Durante el día, los fieles no omitan el hacer la visita al Santísimo Sacramento, que debe estar reservado en un sitio dignísimo, con el máximo honor en las iglesias, conforme a las leyes litúrgicas, puesto que la visita es prueba de gratitud, signo de amor y deber de adoración a Cristo nuestro Señor allí presente..., pues (Cristo) día y noche está en medio de nosotros, habita con nosotros, lleno de gracia y de verdad (cf. Jn 1,14); ordena las costumbres, alimenta las virtudes, consuela a los afligidos, fortalece a los débiles, invita a su imitación a todos los que se acercan a él, a fin de que con su ejemplo aprendan a ser mansos y humildes de corazón y a buscar no las propias cosas, sino las de Dios. Cualquiera, pues, que se dirige al au­gusto sacramento eucarístico con particular devoción y se es­fuerza en amar, a su vez, con prontitud y generosidad a Cristo, que nos ama infinitamente, experimenta y comprende a fondo, no sin grande gozo y aprovechamiento de espíritu, cuán preciosa sea la vida escondida con Cristo en Dios (cf. Col 3,3) y cuánto valga entablar conversaciones con Cristo; no hay cosa más suave que ésta, nada más eficaz para recorrer el camino de la santidad» [390].

Pero este contacto con Cristo en el tabernáculo no es algo meramente individual. Uno no puede identificarse con Cristo sin hacer propia la causa de la Iglesia y la causa de todos los hombres que no le conocen. El contacto con Cristo en el ta­bernáculo necesariamente será también un contacto con su Iglesia, pues Cristo está presente en él como eje perenne de su cuerpo místico. Dice así Pablo VI:

«La Eucaristía es conservada en los templos y oratorios como centro espiritual de la comunidad religiosa y parro­quial; más aún, de la Iglesia universal y de toda la comuni­dad, puesto que bajo el velo de las sagradas especies contiene a Cristo, cabeza invisible de la Iglesia, Redentor del mundo, centro de todos los corazones, "por quien son todas las cosas, y nosotros por él" (1 Cor 8,6)» [391].

La presencia de Cristo en el tabernáculo tiene necesaria­mente esta función eclesial; por ello Pablo VI exhorta a los pastores:

«No ceséis de persuadir a vuestros fieles que, acercándose al misterio eucarístico, aprendan a hacer propia la causa de la Iglesia, a orar a Dios sin interrupción, a ofrecerse a sí mismos al Señor como agradable sacrificio por la paz y la unidad de la Iglesia, a fin de que todos los hijos de la Iglesia sean una sola cosa y tengan el mismo sentimiento; ni haya entre ellos víctimas, sino que sean perfectos en una misma manera de sentir y de pensar, como manda el Apóstol (cf. I Cor 1,10)» [392].



3) El culto de adoración



Ha sido también una constante de la Iglesia la práctica de adorar a Cristo presente en el tabernáculo. La adoración de Cristo en la Eucaristía es consecuencia ineludible de su pre­sencia real. Es un deber y obligación de la Iglesia, que quiere agradecer la condescendencia de Dios al estar presente entre nosotros. San Agustín expresa de forma cabal este senti­miento cuando dice que no sólo no pecamos adorando la carne que Cristo nos da a comer, sino que pecamos no ado­rando [393].

En la Iglesia primitiva, la Eucaristía era públicamente ado­rada, pero únicamente en el marco de la misa y la comunión. En el siglo XII, como tuvimos ocasión de ver, se introdujo en Occidente la elevación de la hostia en el momento de la con­sagración, y en el XIII comenzó la práctica de la adoración fuera de la misa, a partir, sobre todo, de la instauración de la fiesta del Corpus Christi. Ya en el siglo XIV surgió la exposi­ción sacramental y, en el Renacimiento, se erigió el taberná­culo sobre el altar.

El concilio de Trento ratifica la legitimidad de la adora­ción eucarística diciendo que nadie debe dudar de que «los cristianos tributan a este santísimo sacramento, al adorarlo, el culto de latría que se debe a Dios verdadero, según la cos­tumbre, siempre aceptada, de la Iglesia católica. Porque no debe dejar de ser adorado por el hecho de haber sido insti­tuido por Cristo, el Señor, para ser comido».

Por su parte, Pablo VI, en el Credo del Pueblo de Dios, califica la adoración de verdadera obligación: «Estamos obli­gados, por obligación ciertamente suavísima, a honrar y ado­rar la hostia santa que nuestros ojos ven, al mismo Verbo en­carnado que éstos no pueden ver y que, sin embargo, se ha hecho presente delante de nosotros sin haber dejado los cielos» [394].

Este culto, recuerda Juan Pablo II [395], debe manifestarse en todo encuentro nuestro con el santísimo sacramento, tanto cuando visitamos las iglesias como cuando las sagradas espe­cies son llevadas o administradas a los enfermos. Son muy di­versas las formas como se expresa este culto a Cristo sacra­mentado: plegarias personales ante el Santísimo, horas de adoración, exposiciones breves o solemnes, bendiciones euca­rísticas, congresos. En particular, la procesión del Corpus Christi, de tanta raigambre en nuestra patria, quiere ser un acto de culto público tributado a Cristo, presente en la Euca­ristía.

En este sentido, recuerda el Papa actual que la «animación y robustecimiento del culto eucarístico son una prueba de esa auténtica renovación que el concilio se ha propuesto y de la que es el punto central... La Iglesia y el mundo tienen una gran necesidad del culto eucarístico. Jesús nos espera en este sacramento del amor. No escatimemos tiempo para ir a encontrarlo en la adoración, en la contemplación llena de fe y abierta a reparar las graves faltas y delitos del mundo. No cese nunca nuestra adoración» [396].
En verdad, el culto de adoración a Cristo en la Eucaristía, más que una obligación, es una necesidad. La adoración euca­rística nace del sentimiento profundo y desinteresado de reconocimiento y de acción de gracias porque Cristo, Dios y hombre, está entre nosotros. La presencia personal de Cristo entre nosotros justifica por sí misma nuestra gratitud y nues­tra adoración. Si no se adora, es que no se cree que Cristo está ahí. Preferimos que Dios esté lejos, en la nube de su tras­cendencia, porque de esa manera nosotros nos sentimos pro­tagonistas únicos de nuestra vida y no nos sentimos interpe­lados por el amor a Dios, que



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[2] K. Rahner, Escritos de teología IV (Madrid 1964) 294-395.

[3] Así de Baciocchi, Möller, Schoonenberg, Davis, Schillerbeeckx, entre otros (cf. J. Sayés, La presencia real de Cristo en la Eucaristía [BAC, Madrid 1976] 42-47; 56-59; 64-73; 73-79; 79-83; 90-110; 233-226).

[4] G. Bareille, L‘Eucharistie d‘après les Pères: DTC 5,1122-1183; P. Batiffol, L‘Eucharistie. La présence réelle et la transsubstantiation. Études d‘histoire et de théologie positive (Paris 91930); J. Betz, Die Eucharistie in der Zeit der griechischen Vätern I/1 (Freiburg 1955); Id., Die Eucharistie in der Schrift und Patristik, en M. Schamus-A. Grillmeier-L. Scheffczyk, Handbuch der Dogmengeschichte (Freiburg 1979); R. S. Bour, Eucharistie d‘après les monuments de l‘antiquité chrétienne: DTC 5,1183-1210; G. Rauschen, Eucharistie und Bussakrament in den ersten sechs Jahrhunderten der Kirche (Freiburg 1910); J. Solano, Textos eucarísticos primitivos I (BAC, Madrid 1952); II (BAC, Madrid 1954); A. Struckmann, Die Gegenwart Christi in der heiligen Eucharistie nach den schriftlichen Quellen der vornicä­nischen Zeit (Wien 1905); D. van der eynde, L‘Eucaristia in S. Ignazio, S. Giustino, S. Ireneo, en A. Piolanti, Eucaristia. Il mistero... 115-127; TH. Camelot, L‘Eucaristia nella Scuola Alessandriana: ibid., 129-145; J. Lecuyer, L‘Eucaristia nella Scuola d’Antiochia: ibid., 147-163; Ch. Boyer, L‘Eucaristia e i Padri africani: ibid., 165-171; L. Bouyer, Eucaristía, Teolo­gía y espiritualidad de la oración eucarística (Barcelona 1969); L. Maldonado, La plegaria eucarística. Estudio de teología bíblica y litúrgica sobre la misa (Madrid 1967); J. M. Sánchez Caro, Eucaristía e historia de salvación. Estudio sobre la plegaria eucarística oriental (BAC, Madrid 1983); L. Ligier, De la cène de Jésus à la anaphore de l‘Église: Mais. Dieu 87 (1966) 7-51; W. Goossens, La doctrine de l‘Eucharistie à la fin de l‘antiquité et à l‘aube du haut Moyen-Âge: Eph. Théol. Lov. 11(1954) 610-616; F. Beguinot, La très sainte eucharistie. Exposition de la foi des douze premiers siècles de l‘Église 1,II (Paris 1902); J. Quasten, Monumenta eucharistica et liturgica vetustis­sima (Bonn 1935-1937); F. E. Brigtmann, Liturgies Eastern and Western I (Oxford 1898); P. J. Moreau, Les liturgies eucharistiques (Bruxelles 1924).

[5] D. van der Eynde, o.c., 115-116; R. Johanny, Ignace d‘Antioche, en AA.VV., L‘Eucharistie des premiers chrétiens (Paris 1976) 53-74.

[6] Ad Smirn. c.7 n.1; PG 5,713; Solano, 1 74.

[7] Ad Philad. 3,4; PG 5,700; Solano, I 72.

[8] M. J. Lagrange, Saint Justin (Paris 1914); M. Jourjon, L ‘Eucharistie des premiers chrétiens (Paris 1976) 75-88; D. van der Eynde, o.c., 116-121; S. Salaville, La liturgie décrite par S. Justin et l‘épiclèse: Echos d‘Orient 12 (1909) 129ss; O. Perler, Logos und Eucharistie nach Justinus I Apol. c.66: Div. Thom. 18 (1940) 296-316.



[9] Apol. 1,65ss; PG 6,428; Solano, I 91-92.

[10] Las palabras de Justino «mediante la palabra de oración procedente de él» (que también pueden ser traducidas por «la oración de la palabra que viene de él») han sido entendidas de diferentes modos. Unos han visto en ellas las palabras de la institución, todo el conjunto de oraciones y acciones que se emplean en la anáfora; otros han visto la epíclesis por la que se pide al Logos que descienda sobre el pan y el vino (cf. J. Betz, Die Eucharistie in der Schrift... 34), fundándose en la comparación que establece entre la encarna­ción y la Eucaristía. Por el contrario, Van der Eynde rechaza esta opinión, porque anticipa a los textos del siglo II una concepción que es propia de la li­turgia a partir del siglo IV (D. van der Eynde, oc., 119). Logos, además, va sin artículo, por lo que se refiere a la oración pronunciada, no al Logos en persona.

[11] D. van der Eynde, o.c., 121-127; Id., Eucharistia ex duabus rebus constans: Ant. 15 (1940) 13-28; A. D’Alès, La doctrine eucharistique de St. Irénée Adv. haer. IV, 18, 5: Ant. 15 (1940) 13-28: P. Simonin, A propos du te eucharistique de St. Irénée: Rev. Scien. Phil. Théol. 23 (1934) 281-292; R.Hitchcock, The doctrine of the Holy Communion in Irenaeus: Church Quart. Rev. 129 (1939-1940) 206-225; V. Couckle, Doctrina eucharistiica apud S. Irenaeum: Coll. Brug. (1929) 163-170; A. Hamann, Irénée de Lyon, en L‘Eucharistie des premiers chrétiens (Paris 1976) 89-99; D. Unger, The Holy Eucharist according to St. Irenaeus: Laur. 20 (1979) 103-164.

[12] Cf. A. Piolanti, Il mistero eucaristico 159ss.

[13] Adv. haer. 4,18 PG 7,1027ss; Solano, I 114. También contra el primer argumento de los gnósticos recurre Ireneo al tema de la Eucaristía como sacrificio: si el creador y Padre del N. T. son distintos, no se debe usar pan y vino, criaturas como son, en el sacrificio ofrecido al Padre.

[14] Adv. haer. 4,18: PG 7,1027ss; Solano, I 115. Se ha discutido la interpretación del texto «Eucaristía constituida por dos elementos: terreno y celestial». Batiffol (o.c., 176-179) defendió que el elemento terreno era el cuerpo de Cristo, y el celeste la divinidad; pero la tradición no ha llamado cuerpo terrestre al cuerpo eucarístico de Cristo, que concede la inmortalidad (Cf. J. Filograssi, De santissima Eucharistia [Roma 21965] 116). D'Alès (o.c.32-42) defiende que lo terreno se refiere a las especies eucarísticas, pues piensa que, aunque Ireneo no tuviese la concepción escolástica, percibe que perdura algo terreno en el pan y el vino consagrados. P. Simonin propuso la tesis de que el elemento terreno es el pan, y el celeste el cuerpo de Cristo (o.c. 281-292). Más convincente parece la explicación de Van der Eynde (Eucaristía ex duabus... 13-28) de que Ireneo mira aquí la composición del rito eucarístico. La Eucaristía llega a constituirse por dos elementos: el pan, que es de la tierra, y el elemento celeste, que es la invocación (epíclesis) de Dios. Es la opinión que hace suya Solano (cf. o.c. I 76 nt.51).

[15] Ireneo tiene diversas expresiones: el pan sobre el que se dan las gra­cias, palabra de oración que viene de Cristo, invocación de Dios, etc. Como en el caso de Justino, unos ven las palabras de institución, otros la epíclesis. Al propósito dice Van der Eynde: «Nada permite concluir que Ireneo atri­buya a las palabras cl sentido específico de invocación de la bajada del Logos o del Espíritu Santo sobre las oblatas. El no se preocupa de la cuestión de sa­ber por medio de qué palabras exactamente reciben la consagración los ele­mentos» (D. van der Eynde EYNDE, L‘Eucaristia, en A. Piolanti, o.c., 123).

[16] Adv. haer. 5,2: PG 7,1124-1127; Solano, I 117-118.

[17] Ibid.

[18] Ch. Boyer, o.c., 165-166; A. Casamassa, Tertuliano (Roma 1936); V. Saxer, Tertulien, en AA. VV., L'Eucharistie des premiers... 129-150.

[19] Adv. Marcionem 5, 8: PL 2, 489; Solano, I 144.

[20] De corona 3: PL 2, 80.

[21] De oratione 19: PL 1, 1181.

[22] De idolatria 7: PL 1, 669.

[23] De resurrectione 8: PL 2,806.

[24] Con todo, hay en Tertuliano textos difíciles, como «habiendo tomado el pan y distribuido a los discípulos, lo hizo su cuerpo, diciendo: “Este es mi cuerpo”, es decir, “figura de mi cuerpo”. Pero no habría sido figura si no fuera cuerpo verdadero» (Adv. Marcionem 4,40; PL 2,460; Solano, 1,143).

Aquí, «figura» no podemos entenderla como mero símbolo, porque en el mismo texto dice que Cristo hizo el pan cuerpo suyo. Podemos, además, en­tender el sentido del texto mencionado. La designación del cuerpo como pan la encuentra Tertuliano en el Antiguo Testamento, a saber, en Jer 11,19 («Ve­nid y pongamos leña a su pan»). Por ello ve en el pan una figura del cuerpo de Cristo, y afirma que, cuando Cristo tomó en la cena el pan, tomó la fi­gura de su cuerpo y la llevó, además, a su cumplimiento, haciendo el pan cuerpo suyo (cf. J. Betz, o.c., 143; J. Solano, o.c., I 96 nt.92; G. Bareille, o.c., 1131). Por ello dice Betz: «La denominación del pan como figura del cuerpo del Señor no quiere, de ningún modo, ser una volatilización, vacia­miento o mera señal del cuerpo, sino, al contrario, quiere reforzar la realidad del cuerpo». (J. Betz, ibid.).

También dice Tertuliano en otro lugar (cf. Adv. Marc. 1,14; PL 2,489) que el pan eucarístico «representa su cuerpo», pero el verbo representar, re­cuerda D'Alès, tiene en Tertuliano el significado de hacer presente. En Adv. Marcionem aparece 14 veces, y siempre con dicho significado (cf. A. D‘alès, La théologie de Tertulien [Paris 1905] 359).

[25] A. D‘alès, La théologie de S. Cyprian (Paris 1922) 249-271; R. Johanny, Cyprian de Carthage, en AA. VV., L'Eucharistie des premiers... 151-175.

[26] De lapsis 16: PL 4,479; Solano, I 241.

[27] En su carta a Cecilio, que es un pequeño tratado sobre la Eucaristía, aborda Cipriano, más bien, el aspecto sacrificial. Responde a la cuestión de si la Eucaristía debe celebrarse con agua y vino o sólo agua, conforme a una ex­traña costumbre que se daba en Africa por una ascesis mal entendida. En este contexto, Cipriano viene a hablar de la presencia real: en un cáliz sin vino no puede darse la sangre de Cristo, que la representa, y también se necesita el agua, que representa al pueblo (Carta 63,2; PL 4,373-389; Solano, I 241).

En vano se puede intentar entender estas palabras en sentido simbólico. Cipriano se dirige aquí contra los que por ignorancia no usan más que agua y se apartan de la tradición litúrgica de la Iglesia. Si se suprime el vino, se suprime la relación indispensable con la sangre, dice, pues el agua no repre­senta la sangre, mientras que en toda la Escritura el vino representa la sangre. San Cipriano quiere decir que es el vino el que representa a la sangre, y en ese contexto viene a decir que en un cáliz sin vino no se da la sangre de Cristo.

[28] P. Batiffol, o.c., 248-271; O. Faller, Griechische Vergottung und christliche Vergöttlichung, Greg. 6 (1925) 430-434; G. Bareille, o.c., 1135-1137; A. Mehat, Clément d‘Alexandrie, en AA. VV., L‘Eucharistie des pre­miers 101-127; Th. Camelot, o.c., 5ss.

[29] Paed. 1,6: PG 8,300.

[30] ¿Qué rico se salvará? n.23: PG 9,628; Solano, I 160.

[31] Paed. 2,2: PG 8,409; Solano, I 159.

[32] Cf. J. Betz, o.c., 45.

[33] G. Bareille, o.c., 1136.

[34] P. Batiffol, o.c., 262-284; Th. Camelot, o.c., 130ss; F. R. M.

Hitchcock, Origen's Theory on the Holy Communion and its influence in The Church: Church. Quart. Rey. (1941) 216-239; G. Bareille, oc., 1137­-1139; L. Grimmelt, Die Eucharistiefeier bei Origenes (Münster 1942); J. Daniélou, Origène (Paris 1948) 74-79; P. Jacquemont, Origène, en AA.VV., L‘Eucharistíe des premiers... 179-186; L. Lies, Wort und Eucharistie bei Origenes (Innsbruck 1978); H. J. Vogt, Eucharistielehre des Origenes: Freib.Zeit.Phil.Theol. (1978) 424-442.

[35] In Jer. homilia 18,13: PG 13,489.

[36] Contra Celsum 8,33: PG 11,1566; Solano, I 195.

[37] Hom. 13,3: PG 12,391; Solano, I 180.

[38] Hom. 7,2: PG 12,613.

[39] Aparte de los textos en los que habla de la Eucaristía en la línea de la tradición, Orígenes, de acuerdo con la inspiración de su escuela, habla en otros de una comida más profunda y divina, que es la palabra de Dios (In Mat. Comment. 85: PG 13,1735). En este texto, al igual que en otros, alego­riza y toma el pan y el vino como figura de la palabra divina (cf. G. Bareille, o,c., 1139; P. Batiffol, o.c., 189). En estos casos no habla, pues, de la Eucaristía, sino de la doctrina del Verbo, que la escuela de Alejandría privile­gia siempre como elemento de primer orden.



[40] De paschate et de sacrosancta eucharistia: PG 26,1325; Solano, I 313.

[41] Cf. L. Bouyer, Eucaristía. Teología y espiritualidad de la oración eu­carística (Barcelona 1969) 211.

[42] P. Batiffol, oc., 371-381; G. Bareille, o.c., 1143-1144; J. Marquardt, S. Cyrillus Hierosolimitanus, Baptismi, Chrismatis, Eucharistiae mysteriorum interpres (Leipzig 1882).

[43] Catech. 9 (Mystag. 1) 7: PG 33,1072.

[44] Catech. 22 (Mystag. 4) 2: PG 33,1097.

[45] Catech. 22 (Mystag. 4) 6: PG 33,1101.

[46] Cf. Catech. 22 (Mystag. 4) 9: PG 33,1104.

[47] Catech. 23 (Mystag. 5) 7: PG 33,1113.

[48] J. Maier, Die Eucharistielebre der drei grossen Kappadozier (Freiburg 1915).

[49] Orat. Catech. 37,10: PG 45,97; Solano, I 651.

[50] Orat. Catech. 37,9: PG 45,96; Solano, I 650.

[51] A. Naegle, Die Lehre des heiligen Chrysostomus des Doctor Eucha­ristiae (Freiburg 1900); P. Batiffol, o.c., 408-421; A. D'alès, Un texte eu­charistique de St. Jean Chrysostome: Rech. Scienc. Rel. 23 (1933) 451-462; Y. Pelvi, Linee di teologia eucaristica in S. G. Crisostomo: Riv. Lett. Stor. Eccl. 10 (1979) 137-148.

[52] In Ioann. 46,3: PL 59,260; Solano, I 820.

[53] In epist. I ad Cor. 24,1: PG 61,199.

[54] Ibid., 24,4: PG 61,203.

[55] Ibid., 24,5; PG 61,205.

[56] In Mat. 82,4: PG 58,743; Solano I 799.

[57] Homilía de perditione Iudae 1,6: PG 49,380; Solano, I 705.

[58] Hom. cat. 15,10; Solano, II 148.



[59] Ibid., 11; Solano, II 150.

[60] J. Maré, L‘Eucharjstje selon S. Cyrille d̉' Alexandrie: Rev. Hist. Eccl. 8 (1907) 677-696; A. Struckmann, Die Eucharistielehre des heiligen Cyrili von Alexandrien (Paderborn 1910); H. du manoir de Juaye, Dogme et spi­ritualité chez S. Cyrille d̉'Alexandrie (Paris 1944) 185-218.

[61] Cf. G. Bareille, o.c., 1162ss.

[62] Ibid., 1162.

[63] In Joann. 4,2: PG 73,577.

[64] Adv. Nest. 4,5: PG 76,197.

[65] In Mat. 26,26: PG 57,452.

[66] G. Bareille, oc., 1167; J. Betz, o.c., 121.

[67] Cf. Eranistes 1: PG 83,56; Solano, II 827.

[68] Cf. oc., 1119

[69] Ibid., 1169.

[70] De fide orthodoxa 4,13: PG 94, 1144; Solano, II 1330.

[71] Ibid., PG 84,148; Solano, II 1332.

[72] S. Lisiecki, Quid S. Ambrosius de S. Eucharistia docuerit (Breslau 1910); P. Batiffol, o.c., 335-349; G. Segalla, La conversione eucaristica in S. Ambrogio (Padova 1967); R. Johanny, L‘Eucharistie centre de salut chez S. Ambroise de Milan (Paris 1968); F. R. M. Hitchcok, The Holy Com­munion in Abrose of Milan: Church. Quart. Rey. (1941) 127-153.

[73] De mysteriis 9,50: PL 16,405.

[74] Ibid., 9,50: PL 16,405; Solano, II 580.

[75] Ibid., 9,52: PL 16,406-7: Solano, II 582.

[76] Ibid., 9,53: PL 16,407; Solano, II 583.

[77] Ibid., 9,54: PL 16,407; Solano, II 584.

[78] De fide 4,10,124: PL 16,141.

[79] Cf. G. Bareille, o.c., 1156.

[80] De sacramentis 4,4,14; PL 16,405; Solano, I 541.

[81] Th. Camelot, Réalisme et symbolisme dans la doctrina eucharistique de S. Agustín: Rev. Scien. Phil. Theol. 31(1947) 394-410; K. Adam, Die Eucharistielehre des h. Augustinus (Paderborn 1908); P. Bertocchi, Il sim­bolismo ecclesiológico dell’Eucaristia in S. Agostino (Bergamo 1937); G. Lecordier, La doctrine de l’Eucharistie chez S. Augustin (Paris 1930); P. Batiffol, o.c., 422-453; G. Bareille, o.c., 1173-1179; J. Riviére, L‘Eucharistie et S. Augustin: Rev. Apol. (1930) 513-531; Ch. Boyer, o.c., 165-171; J. L. Van der lof , Eucharístie et présence réelle selon S. Augustin: Rey. Etud. Aug. 10 (1964) 289-294; M. F. Berrouard, L’être sacramental de l‘Eucharis­tie selon S. Augustin: Nouv. Rev. Theol. 109 (1977) 702-721; A. Garrido Sanz, Realismo y simbolismo eucarístico agustiniano: Est. Agust. (1979) 521-540; A. Sage, L‘Eucharistie dans la pensée de S. Augustin: Rev. Etud. Aug. 15 (1969) 209-240.

[82] Cf. H. B. Green, The eucharistic presence change and/or significa­tion: Down. Rev. 83 (1965) 32-46.

[83] Sermo 227: PL 38,1099.

[84] Sermo 272: PL 38,1246ss; Solano, II 325.

[85] Ibid.; Solano, II 325.

[86] Sermo 234,2: PL 38,1116.

[87] De Trinitate 3,4,10: PL 42, 873-874.

[88] In Ps. 98,9: PL 37,126; Solano II 179.

[89] In Ps. 33,10: PL 36,306.

[90] Sermo 71 c.11 n.17: PL 38,453; Solano II 292.

[91] In Joann. 26,11: PL 35,1611; Solano, II 225.

[92] In Ps. 3,1: PL 36,73.

[93] G. Bareille, o.c., 1176.

[94] Pero en otro lugar (cf. Epist. 98,9: PL 33,364) habla de la costumbre según la cual decimos «mañana celebraremos la pasión o la resurrección del Señor», cuando sabemos que éstas tuvieron lugar una sola vez y no se repi­ten, y dice que los sacramentos por eso son sacramentos, porque guardan cierta semejanza con la realidad de la que son sacramentos. Es en este con­texto cuando dice que así como el sacramento del cuerpo es el cuerpo de Cristo según cierta semejanza y el sacramento de la sangre es la sangre de Cristo, así el sacramento de la fe es la fe.

Indudablemente, si nos colocamos en el orden del signo, la Eucaristía tiene analogías con los demás sacramentos. En el orden del signo, la Eucaris­tía, ciertamente, evoca también el cuerpo y la sangre de Cristo: que el pan y el vino evoquen y signifiquen por semejanza el cuerpo y la sangre de Cristo no quiere decir que en Agustín sean modelos vacíos de contenido. Sería no entender a Agustín, pues él hace la distinción entre el signo, que se ve, y en nuestro caso, el cuerpo de Cristo, que no se ve, y que captamos por la fe. Agustín en este caso (cf. G. Bareille, o.c., 1177) que se ha colocado en el orden sacramental, en el que la Eucaristía tiene, indudablemente, analogías con los demás sacramentos.

[95] In Ioann. 26,11: PL 35,1611; Solano, II 226. En otro texto (In Ps. 98,9), Agustín defiende que las palabras de Cristo en el sermón de Juan no han de ser entendidas carnalmente, sino espiritualmente; pero explica Agus­tín: «Entended espiritualmente lo que he hablado: no habéis de comer este cuerpo que veis, ni habéis de beber esta sangre que han de derramar los que me crucifiquen. Un sacramento os he encomendado; entendido espiritual­mente, os vivificará. Y, aunque es necesario celebrarlo visiblemente, conviene entenderlo invisiblemente» (In Ps. 98,9: PL 37,1264). Por lo tanto, lo que quiere decir es que no se come su carne de forma visible.

Hay también en Agustín otro texto (Sermo 272: PL 38,1247) en el que dice:

«Si queréis entender lo que es el cuerpo de Cristo, escuchad al Apóstol; ved lo que les dice a los fieles: ‘vosotros sois el cuerpo de Cristo y sus miembros’ (1 Cor 12,27)». Este texto ha sido frecuentemente citado para negar la pre­sencia real, pero el que Agustín vea en la Eucaristía el símbolo del cuerpo de Cristo no excluye la presencia real. Este texto aparece en un sermón en el que Agustín ha afirmado categóricamente que el pan es el cuerpo de Cristo, y el cáliz su misma sangre; y, ante la dificultad que supone el que el cuerpo de Cristo esté sentado ahora en cl cielo, contesta diciendo que estas cosas se dicen sacramentos precisamente porque una cosa dicen a los ojos y otra a la inteligencia.

Así, pues, el que Agustín desarrolle el aspecto de signo de la Eucaristía o vea en ella el símbolo del cuerpo místico de Cristo, no contradice en nada su clara afirmación de la presencia real del cuerpo y de la sangre de Cristo en la Eucaristía. Agustín dedicó muchos años a la lucha contra los donatistas, se­parados de la comunión eclesial, y por ello se concentra a veces en el carácter eclesial de la Eucaristía, de modo que viene a decir que los donatistas, al se­pararse de la Iglesia, se separan de la comunión eucarística.

[96] Epist. 59,2: PL 54,808; Solano II 845.

[97] G. Bareille, oc., 1180; R. Masi-D. Castello, La conversione euca­ristica nell‘omilia «Magnitudo» del secolo V. Euntes Docete 12 (1959) 289-310; G. Morin, La collection gallicane dite d‘Eusebe d‘Emèse et les pro­blèmes qui s‘y rattachent: Zeit. Neut. Wiss. 34 (1935) 92-115.

[98]Sobre la autenticidad literaria véase G. Morin, o.c.

[99] G. Bareille, o.c., 1180.

[100] Homilia de paschate 2: PL 30,272; Solano, II 862.

[101] Ibid., 3: PL 30,272; Solano, II 863.

[102] Ibid. 5: PL 30,273.

[103] Ibid., 12: PL 30,275-276; Solano, II 973.

[104] J. A. Geiselmann, Isidor von Sevilla und das Sakrament der Eucha­ristie (München 1933); J. Guillén, La Eucaristía en los Padres y escritores españoles, en España eucarística (Salamanca 1952) 23-39.

[105] Etymol. 6,19,38: PL 82,255; Solano, II 1209.

[106] Ibid.

[107] De Eccl. offic. 1,18,3: PL 83,755; Solano, II 1230.

[108] Sermo 4,4: PL 83,1225.

[109] Sermo 4,9: PL 83,1226.

[110] Isidoro interpreta también la cuarta petición del Padre nuestro, «el pan nuestro de cada día dánosle hoy», en sentido eucarístico (cf. De Eccl. of­fic. 1,18,7: PL 83,757).

[111] V. Martín-Pintado, J. M. Sánchez Caro, La gran oración eucarís­tica (Madrid 1969); J. M. Sánchez Caro, Eucaristía e historia de salvación. Estudio sobre la plegaria eucarística oriental (Madrid 1983); B. Botte, Pro­blèmes de l‘anaphore syrienne des apôtres Addai et Mari: L‘Orient Syrien 10 (1965) 89ss; E. C. Ratcliff, The Original Form of the Anaphora of Addai and Mari: Journ. Theol. Stud. 30 (1929) 23ss; J. M. Hanssens, La liturgie d‘Hippolyte (Roma 1959);C. H. Roberts-B. Capelle, An early Euchologion. The der Balizeh papyrus erlarged and reedited (Louvain 1949), F. E. Brightmann, Eastern Liturgies (Oxford 1896); E. Renaudot, Liturgiarum Orienta­lium Collectio I (Frankfurt 1897); F. X. Funk, Didascalia et Constitutjones Apostolorum (Torino 1962); B. ch. Mercier, La liturgie de S. Jacques (París 1948); A. Raes. Anaphorae syriacae (Roma 1940); H. Engberding, Das eu­charistische Hochgebet der Basileosliturgie (Münster 1933). Gr. Dix, The Sbape of the liturgy (Westminster~41949); L. Maldonado, La plegaria euca­rística (BAC, Madrid 1967); L. Bouyer, Eucaristía. Teología y espiritualidad de la oración eucarística (Barcelona 1969).

[112] L. Bouyer, o.c., 189-191.

[113] Ibid., 190.

[114] Ibid., 191.

[115] Ibid., 157.

[116] Ibid. 177.

[117] Cf. B Botte, o.c., 120 ss.

[118] Cf. L. Bouyer, o.c., 201.

[119] Ibid., 201-207.

[120] Ibid., 207.

[121] Ibid., 208.

[122] Ibid., 211. Esta liturgia, que expresa firmemente la presencia real del cuerpo y de la sangre de Cristo, llama también al pan y al vino consagrados figura del cuerpo y de la sangre de Cristo (cf. o.c., 210-211); pero, natural­mente, no podemos entender esta figura en sentido meramente simbólico en una anáfora en la que se pide al Logos que haga del pan su cuerpo y del vino su sangre.

[123] L. Bouyer, o.c., 265.

[124] Ibid., 273.

[125] Ibid., 281.

[126] Ibid., 287.

[127] Ibid., 294.



[128] C. Colombo, Ancora sulla dottrina della transustanziazione a la fi­sica moderna: Scuol. Cat. 84 (1956) 274.

[129] Ya en 1855, Pusey (cf. E. Pusey, The doctrine of the Real Presence as contained in the Fathers, Oxford 1855) objetó que verbos como transmutare, transferre, transelementare, los utilizan los Padres también para hablar de cambios accidentales y que, por lo tanto, cae el argumento patrístico de la conversión ontológica. Ciertamente, no podemos negar los ejemplos que aduce, pero en ellos el término ad quem es una cualidad o perfección acci­dental, mientras que en la conversión eucarística el término a quo y el tér­mino ad quem son dos realidades concretas que cambian, hasta el punto de que hay que decir que después de la conversión no existe la realidad del pan, sino otra distinta.

El mismo Ambrosio, que constantemente habla de cambio de naturaleza y apela al poder creativo de Dios, utiliza el término de transfigurar, que pa­rece un vocablo más apropiado para designar un cambio de figura externa. En Ambrosio, en cambio, dicho verbo implica un cambio de la realidad. El mismo término de consagrar tiene un contenido ontológico en los Padres.

[130] Gerken (cf. Theologie der Euchartstie, München 1973), basándose en los estudios de Betz, aborda cl concepto de realidad-imagen, propio del pla­tonismo, pues, según él, se emplea en la doctrina eucarística de los Padres. Para el mundo platónico, la verdadera realidad es la idea, respecto de la cual la imagen es una realización imperfecta. Nace así la idea de símbolo no como lo que remite a algo diferente de sí, sino como aquello que participa, aunque de forma deficiente, en la realidad original (o.c., 67-68). Esta concepción de símbolo se perdió en la Edad Media mediante la introducción de un concepto de signo que nos remite a una realidad diferente.

Gerken es consciente de que los Padres, al aplicar estos conceptos a la Eucaristía como memorial del sacrificio de Cristo, transforman la mentalidad platónica, pues entienden el binomio realidad-imagen en sentido dinámico y no estático: el sacrificio de Cristo es un hecho histórico que se actualiza en la imagen, que es la celebración eucarística en el hoy y aquí de la Iglesia.

Sin embargo, Gerken no ha sido suficientemente consciente de que tam­bién la presencia del cuerpo y de la sangre de Cristo en el pan y en el vino rompe el esquema platónico. Gerken entiende esta presencia como un acto de autopresentación por parte de Cristo glorioso en los dones de pan y vino, es Cristo glorioso que se expresa en ellos asumiéndolos (o.c., 74). Pero los Pa­dres dicen algo más que esto: dicen que la Eucaristía es la carne de Cristo, y esto es afirmar la identidad de la realidad primordial con algo terreno.

A decir verdad, ya Gerken es consciente de que Cirilo de Alejandría tiene que enfrentarse con interpretaciones de un simbolismo vacío existente en su tiempo, de que Teodoro de Mopsuestia tiene otro concepto de símbolo al de­cir que Cristo no dijo: «Esto es símbolo de mi cuerpo», sino «mi cuerpo», y asimismo acusa a Ambrosio de haber perdido cl concepto platónico de ima­gen. Y sabe también que Agustín tiene una idea de signo como algo que en­cierra una realidad distinta e invisible (oc., 92-93).

[131] O.c., 72ss.

[132]Martelet resalta que San Agustín entiende la presencia de Cristo como localizada en el cielo, rechazando la ubicuidad de su cuerpo, so pena de comprometer la verdad del mismo y afirmando que Cristo vendrá en su parusía en la misma sustancia de su cuerpo (cf. G. Martelet, Résurrection, Eucharistie et Génèse de l‘homme [Paris 1972] 133ss.). J. H. Jorissen (cf. Die entfaltung der Transsubstantiationelehre bis zum Beginn der Hochscholastik [Münster 1965] 4-6) se ha preguntado a este respecto si la visión eucarística de Agustín no responde al modelo platónico de la participación del mundo sensible en la idea, con una presencia débil del cuerpo en el sacramento: Pues bien, el mismo Martelet sostiene que, de hecho, Agustín supera su propio platonismo al afirmar, de acuerdo con la Sagrada Escritura, que Cristo está verdaderamente en la Eucaristía (cf. o.c., 137).

Afirma también Martelet que esta localización de Cristo en el cielo será el obstáculo que impedirá a Ratramno, Berengario y otros afirmar la presencia de Cristo en la Eucaristía; pero de esto tendremos ocasión de hablar más adelante.



[133] J. R. Geiselmann, Die Eucharistielehre der Vorscholastik (Pader­born 1926); Id., Abendmahlsstreit: LThK 1,33ss; H. Jorissen, Die Entfal­tung der Transsubstantiationlehre bis zum Beginn der Hochscholastik (Müns­ter 1965); B. Neunheuser, L‘Eucharistie. Au moyen âge et à l‘époque mo­derne: H. Schamaus-A. Grillmeier-L. Scheffczyk, Histoire des dogmes (Paris 1966); W. Goossens, La doctrine de l‘Eucharistie à la fin de l‘anti­quité et à l‘aube du haut Moyen-Âge: Eph. Theol. Lov. 11(1954) 610-616; F. Vernet, L‘Eucharistie de IX à la fin de XI siècle: DTC 5,1210-1233; J. Betz, Die Dogmengeschichte der Eucharistielehre: LThK 3,1149ss; G. Gliozzo, La dottrina della conversione eucaristica in Pascasio Radberto e Ratramno, monaci di Corbie (Palermo 1945); G. Zimara, Zur vorscholastis chen Anschauungen über die Eucharistie: Div. Thom. 19 (1941) 440-446; H. de Lubac, Corpus Mysticum. L ‘Eucharistie et l‘Église au Moyen Âge (Paris 21949).



[134] B. Neunheuser, o.c., 32.

[135] Ibid., 34.

[136] Ibid., 33.

[137] F. Vernet, oc., 1211.

[138] De Eccl. Offic., 3,35: PL 105; 1154-1155.

[139] Cf. H. de Lubac, o.c., 301ss.

[140] R. Ceillier, Histoire générale des auteurs sacrés et ecclésiastiques, XVIII (Paris 1752) 571.

[141] Cf. o.c., 303.

[142] Ibid., 304.

[143] Adversus Amalarium 2,5: PL 119,81.

[144] Epist. ad Guntardum: PL 105,1336-1339.

[145] Liber de corpore et sanguine Christi 1,2: PL 120,1269.

[146] La noción de sacramento que usa coincide con la de Isidoro y San Agustín. Sacramento es un signo visible que nos da otra cosa invisible, como escondida en ella y secreta (2,1: PL 120,1275).

[147] 1,5; 120,1271.

[148] 2,2; 120,1274.

[149] 8,2; 120,1287.

[150] 4,1; 120,1278.

[151] 4,2; 120,1279.

[152] 4,1; 120,1277.

[153] 9,1; 120,1293.

[154] 8,1; 120,1346.

[155] 14,120,1316ss.

[156] De corpore et sanguine Christi 5: PL 121.129-130.

[157] 8; 121,130.

[158] 12; 121,132.

[159] 13; 121,133

[160] 28; 121,139.

[161] 29; 121,140.

[162] 33ss; 121, 141ss.

[163] 71; 121,155.

[164] 76; 121,160.

[165] 87;121,163-164.

[166] 89; 121,165.

[167] Dicta cuiusdam sapientis de corpore et sanguine Domini adversus Radbertum: PL 112,1510-1518.

[168] Paenitentiale 33; PL 110,493.

[169] Expositio Super ierarchiam caelestem 1: PL 122,140.

[170] F. Bernet, o.c., 1217-1218.

[171] Epist. de corpore et sanguine Domini ad Frudegardum: PL 120,1351-1356.

[172] B. Neunheuser, o.c., 45.

[173] Gerken ha mantenido que la problemática de esta controversia res­ponde a una concepción cosista de la Eucaristía, propia de los pueblos ger­mánicos y bárbaros, desconocedores de la filosofía patrística y de su perspec­tiva (o.c., 97ss). Es el realismo cosificante contra el realismo simbólico de los Padres. Gerken acusa a Pascasio y Ratramno de no tener el sentido histórico del acontecimiento, de haber perdido el concepto de anámnesis y el verda­dero concepto patrístico de imagen y de introducir un concepto de signo que no participa ya de la realidad, sino que hace referencia a una realidad dife­rente.

Pensamos sinceramente que la valoración de Gerken no es justa y que responde a una generalización. Recordemos en primer lugar que Pascasio, en su distinción de signo que encierra una realidad diferente, está usando el con­cepto de sacramento de Agustín. Al igual que Ratramno, como veremos más adelante, mantiene el concepto de memorial en sentido pleno y entiende, además, el cuerpo eucarístico de Cristo como origen del cuerpo que es la Iglesia. En él aparece el mismo simbolismo eclesial que en Agustín.

Ahora bien, no se puede acusar a Pascasio de perder el concepto plató­nico de imagen, cuando los mismos Padres lo superaron al afirmar que algo visible y terreno es el cuerpo de Cristo, el mismo cuerpo que nació de María; cosa que no se puede decir de una imagen platónica, realización inferior y débil de la realidad primordial. Es por la fuerza de esa identificación por lo que los Padres han advertido que mientras lo que perciben los sentidos sigue igual, la inteligencia, iluminada por la fe, nos habla de otra realidad: el cuerpo de Cristo. Así, pues, la contraposición de signo y realidad la realizan los mismos Padres. Es la peculiaridad de este sacramento lo que les obliga a distinguir el signo de la realidad.

Otra interpretación inadecuada de la controversia es la presentada por Martelet. Dice que la distinción de Ratramno entre cuerpo histórico de Cristo y cuerpo espiritual eucarístico se debe a la dificultad de que el cuerpo histórico de Cristo, localizado en el cielo por la ascensión, no puede entrar en la Eucaristía (cf. o.c., 139). Por nuestra parte, podemos decir que en nin­guna parte del texto hemos encontrado esta problemática. Ratramno, al igual que Radberto, se pregunta si en la Eucaristía está presente el mismo cuerpo que nació de María, murió y resucitó, y, puesto que con su concepto empí­rico de verdad constata que el cuerpo de Cristo en la Eucaristía no se ve, de­duce que en la Eucaristía hay otro cuerpo. Esto es todo. La resurrección no juega un papel clave.

[174] F. Vernet, Bérenger de Tours: DTC 2,729ss; Id., L‘Eucharistie à la fin de XI siècle: DTC 5,1209-1233; B. Neunheuser, o.c., 46-55; P. Batiffol, o.c.; R. Heurtevent, Durand de Troarn (París 1912); A. J. McDonald, Berengar and the Reform of Eucharistic Doctrine (London 1930); L. C. Ramirez, La controversia eucarística en el siglo XI: Berengario de Tours a la luz de los contemporáneos (Bogotá 1940); C. E. Sheedy, The eucharistic contro­versy of the eleventh century (Washington 1947); L. Höld, Die Confessio Berengarii von 1059: Schol. 37 (1962) 370-394; J. M. McCue, The doctrine of transsubstantiation from Berengar through Trent. The point at issue: Harv. Theol. Rey. 61(1968) 385-430.

[175] De sacra Coena (ed. Vischer, Hildesheim-New York 1975) 100.

[176] Lanfranco, De corpore et sanguine Domini adversus Berengarium 7: PL 150,416-417.

[177] Cf. F. Vernet, oc., 729; L. Höld, oc., 380ss.

[178] Así dice en De sacra Coena: «Afirmamos que una parte de la carne de Cristo (Berengario atribuye a sus enemigos esta doctrina de una «parte de la carne») está en el altar, lo cual no puede ser, a no ser que el cuerpo de Cristo sea partido en el cielo y una partícula de él sea llevada al altar» (cf. De sacra Coena 200).

[179] PL 142,1327.

[180] Cf. F. Vernet, o.c., 73 1-732.

[181] Ibid., 732.

[182] De sacra Coena 248.

[183] Epist. ad Ascelinuns: PL 150,66.

[184] Lanfranco, De corpore et sanguine Domini 6 y 7: PL 150,416.418.

[185] Ibid.

[186] Ibid., 21: PL 150,439.

[187] Cf. F. Vernet, oc., 735.

[188] Ibid., 732.

[189] Ibid., 736.

[190] D 690.

[191] R. Geiselmann, oc., 331 nt.1.

[192] D 700.

[193] R. Geiselmann, o.c., 364ss.

[194] Lanfranco, De corpore et sanguine... 10; PL 150,430.

[195] Ibid.; PL 150,420.

[196] De corporis et sanguinis Christi ventate in Eucharistia 2: PL 149,1450; 3; PL 149,1467; 3; PL 149,1481.

[197] B. Neunheuser, oc., 52.

[198] J. A. Chollet, La doctrine de l‘Eucharistie chez les scolastiques (París 1905) 32.

[199] J. DE Ghellinck, L‘Eucharistie du XII siècle en Occident: DTC 5/2, 1233-1302; B. Neunheuser, o.c., 57-81; J. R. Geiselmann, Zur Eucharistie­lehre der Frühscholastik: Theol. Rev. 29 (1930) 1-12; D. Dumoutet, La théologie de l‘Eucharistie à la fin du XII siècle. Le témoignage de Pierre le Chantre d‘après la Summa de sacramentis: Arch. Hist. Doctr. Lit. Moy. 14 (1943-1945) 181-262; D. van der Eynde, Le tractatus de sacramento altaris faussement attribué à Etienne de Bange: Rech. Théol. Anc. Méd. 191 (1952) 225-243; P. Browe, Die Verehrung der Eucharistie im Mittelalter (München 1933).

[200] J. De Ghellinck, oc., 129ss.

[201] P. Browe, O.C., 17.

[202] Ibid., 28-29.

[203] B. Neunheuser, o.c., 81.

[204] G. de Ghellinck lo atribuía a Étienne de Bangé (cf. oc., 1290); pero Van der Eynde (cf. o.c., 225-243) ha demostrado que no pertenece a este au­tor la obra que se le atribuía, Tractatus de sacramento altaris.

[205] De sacramentis christhianae fidei 2,8: PL 176,467.

[206] 2,9: PL 176,468.

[207] In Sent. IV d.10,4: PL 192,861.

[208] In Sent. IV d.11,1: PL 192,862.

[209] «Si autem quaeritur de accidentibus quae remanent, id est, de spe­ciebus et sapore et pondere, in quo subiecto fundentur, potius mihi videtur fatendum existere sine subiecto, quam esse in subiecto, quia ibi non est sub­stantia, nisi corporis et sanguinis domini, quae non afficitur illis accidentibus. Non enim corpus Christi talem habet in se formam, sed qualis in iudicio aparebit. (In Sent. IV d.12,1: PL 192,864).

[210] D 783.

[211] De sacro altaris mysterio 4,7: PL 217,860-861.

[212] F. Clark, De sacrificio eucharistico (Romae 1964-65) 86.

[213] Cf. B. Neunheuser, o.c., 61ss; J. de Ghellinck, oc., 1271ss.

[214] De sacramentis fidei christianae 2,8: PL 176,470-471.

[215] Sententiae (Ed. A. Gietz, 1891) 229-230.

[216] In Sent. IV d.9: PL 192,858.

[217] In Sent. IV d.12,5: PL 192,865.

[218] Conciliorum oecumenicorumdecreta (Bologna 31973) 228.

[219] E. Friedbeg, Corpus zuris canonici II (Leipzig 21955) 5.

[220] D 802.

[221] B. Augier, La transsubstantiation selon S. Thomas d‘Aquin: Rey. Scienc. Phil. Théol. 17 (1938) 427-459; A. Bassani, De transsubstantiatione ad mentem S. Thomae Aquinatis (Firenze 1913); L. Billot, De Ecclesiae sa­cramentis I (Roma 61924); V. M. Cachia, De natura transsubstantiationis iuxta S. Thoman et Scotum (Romae 1929); M. de la Taille, Mysterium fi­del (Paris 1921) 13 c.4; E. Mangenot, Eucharistie du XIII au XV siècle: DTC 5,1302-1320; F Orozco, La explicación de Santo Tomás sobre la pre­sencia del cuerpo de Cristo en la Eucaristía «per modum substantiae» (Romae 1943); A. Piolanti, Il mistero eucaristico (Vaticano 31983) 241-250; A. Zychlinski, Sincera doctrina de conceptu transsubstantiationis iuxta principia S. Thomae Aquinatis: Cienc. Tom. (1924) 28-65,222-244; 3. Puig de la Bellacasa, De Transubstantiatione secundum S. Thomam (Barcelona 1926); A. Bertuletti, La presenza di Cristo nel sacramento dell‘Eucaristia (Roma 1969) 133-185; M. Cuervo, La transustanciailón según Santo Tomás y las nuevas teorías físicas: Cienc. Tom. 84 (1957) 2183-344; H. Meyer, Die Wis­senschaftlehre des Thomas von Aquin (Fulda 1934); B. Neunheuser, o.c., 81ss; A. Verhamme, Doctrina S. Thomae de transsubstantiatione: Col. Brug.

32 (1935) 269-276.

[222] III q.75 a.1.

[223] q.75 a.2.

[224] Contra Gent. 4,64.

[225] III q.75 a.2.

[226] III q.75 a.3.

[227] III q. 75 a.4 ad 3.

[228] III q.76 a.5.

[229] «Et ideo relinquitur quod accidentia in hoc sacramento manent sine subiecto. Quod quidem virtute divina fieri potest. Cum enim effectus magis dependeat a causa prima quam a causa secunda, potest Deus, qui est prima causa substantiae et accidentis, per suam infinitam virtutem conservare in esse accidens substracta substantia, per quam conservatur in esse sicut per pro­priam causam...» (III q.77 a.1).

[230] Contr. gent. 4,64.

[231] «Ex vi sacramenti huius est in altari substantia corporis Christi, quantitas autem dimensiva eius est ibi concomitanter et quasi per accidens, ideo quantitas dimensiva corporis Christi est in hoc sacramento, non secun­dum proprium modum, ut scilicet partibus; sed per modum substantiae, cuius natura est tota in toto et tota in qualibet parte» (III q.76 a.4).

[232] II q.80 a.4.

[233] W. Lampen, La dottrina della transubstanziazione secondo D. Scoto: Stud. Franc. 10 (1924) 127-132; A. Vellico, De transsubstantiatione iuxta D. Scoturn: Ant. 5 (1930) 301-332; V. Stroff, De natura transsubstantia tionis iuxta D. Scotum (Quaracchi 1936).

[234] In Sent. IV d.11 q.1 n.4.

[235] In Sent. IV d.1 q.3 n.10.

[236] Desmonta las dificultades de Santo Tomás contra la consustanciación (In Sent. IV d.1 q.3 n.9) y responde a Santo Tomás, diciendo que, filológi­camente hablando, el hoc no designa necesariamente a los accidentes (cf. ibid., n.13). Y dice sobre la consustanciación que es más razonable «quia po­nenda sunt pauciora miracula, quantum possibile est, sed ponendo panem manere suis accidentibus et corpus Christi ibi esse, pauciora ponuntur mira­cula quam ponendo panem ibi non esse, nam tunc non poneretur aliquod ac­cidens sine subjecto» (In Sent, IV d.1 q.3 n.3).

[237] In Sent. IV d.1 q.3 n.3.9.13-15.

[238] Reportata parisiensia 4 d.11 q.10 n.6.

[239] In Sent. IV d.10 q.1 n.12-15.

[240] In Sent. IV d.10 q.3 n.2 y 7.

[241] D 846-847.

[242] Cf. B. Neunheuser, oc., 93.

[243] D 860.

[244] B. Neunheuser, o.c., 95ss; E. Iserloh, Gnade und Eucharistie in der philosophischen Theologie des W. von Ockham (Wien 1959); E. Mange­not, Eucharistie du XIII au XV siècle: DTC 5/2, 1303-1326; F. Jansen, Eucharistiques accidents: DTC 5/2,1394-1416; G. N. Buescher, The Eucharistic Teaching of W. Ockham (Washington 1950); L. Cristiani, Wyclif: DTC 15,3601-3605.

[245] B. Neunheuser, o.c., 101.

[246] In Sent. IV q.6. «Primus modus potest teneri, quia non repugnat ra­tioni nec alicui auctoritati bibliae et est rationabilior et facilior et tenendum inter omnes modos, quia pauciora inconvenientia sequuntur ex eo quam ex aliquo alio modo. Quod patet quia inter omnia inconvenientia, quae ponun­tur sequi ex illo sacramento, maius est, quod accidens sit sine subiecto» (In Sent. IV q.6).

[247] Quodl. 4 q.30.

[248] Ibid., q.31.

[249] In Sent. IV q.4.

[250] De captitivate babylonica (Ed. Weimar VI 508).

[251] Cf. oc., 1394.

[252] In Sent. IV d.1 q.3.

[253] Cf. L. Cristiani, o.c., 3601.

[254] L. Cristiani, o.c., 3601-3602.

[255] De Eucharistia Tractatus maior (ed. Loserth) 139.

[256]Serm. 24, en Sermones I (ed. Loserth) 169.

[257] Cf. B. Neunheuser, o.c., 103.

[258] Cf. B. Neunheuser, o.c., 105-106.

[259] D 1151-1153.

[260] D 1199.

[261] Mansi, XXXVII 634. Tampoco Martín V en la bula Inter cunctas las califica a todas de heréticas, sino que dice que algunas son «heréticas, otras erróneas, otras temerarias o sediciosas y otras ofensivas a los píos oídos» (D 1251). No se especifica, pues, la nota que corresponde al accidens sine subiecto, si bien merece una de las censuras mencionadas.

Jansen, en el estudio sobre el tema, dice que la segunda proposición de Wiclef es errónea y que sería herética en la medida en que implicara la nega­ción de la transustanciación (cf. F. Jansen, o.c., 141).

De hecho, en cl cuestionario que presenta la bula a los seguidores de Wi­clef y Hus, los números 16 y 17 (D 1256-1257), que son los que hablan de la Eucaristía, hacen referencia a que en la Eucaristía después de la consagración no quedan el pan y el vino material bajo el signo de pan y vino, sino el cuerpo y la sangre de Cristo y, junto con ellos, Cristo entero en cada hostia y en cada parte de ella. No se les pregunta para nada a los seguidores de Wi­clef sobre el accidens sine subiecto. Esto quiere decir que no tiene el mismo valor que la doctrina de la conversión sustancial y la presencia de Cristo en­tero en cada especie. De hecho, el magisterio posterior, mientras destaca estas verdades, nunca alude al accidens sine subiecto.

[262] D 1199.

[263] E. Mangenot, o.c.., 1324.

[264] Compárese con el texto de Santo Tomás: «nam virtute praedictorum verborum panis convertitur in corpus Christi, et vinum in sanguinem, ita ta­men quod totus Christus continetur sub speciebus panis, quae remanent sine subiecto, et totus Christus continetur sub speciebus vini; et sub qualibet parte hostiae consecratae, vini consecrati, separatione facta, est totus Christus» (De ecclesiae sacramentis. St. Thomae: Opera omnia 36 [Stuttgart 1980] 636).

[265] D 1321.

[266] F. Clark, Eucharistic sacrifice and the Reformation (Chulmleigh 21981); L. Cristiani, Le deviazioni dottrinali sull‘Eucaristia in seno al protes­tantesimo, en A. Piolanti, Eucaristia. Il mistero..., 533-553; E. Bizer, Stu­dien zur Geschichte des Abendmahlsstreits im 16 Jahrhundert (Gütersloh 1940); Y. T. Brilioth, Eucharistic faith and practice, evangelical and catholic (London 1930); L. Godefroy, L‘Eucharistie d‘après le concile de Trente: DTC 5,1326-1356; H. Grass, Die Abendmablslebre bei Luther und Calvin (Gütersloh 21954); A. Michel, Ubiquisme: DTC 15,2034-2048; T. Sartory, Die Eucharistie im Verständnis der Konfessionen (Recklinghausen 1961); J. Dedieu, La dogmatique eucharisti que chez les Reformés, en M. Brillant, Eucharistie (Paris 1934) 207-220; L. Cristiani, Luther tel qu‘il fut (Paris 1955); ID., Calvin tel qu‘il fut (Paris 1955); E. Iserloh, Die Eucharistie in der Darstellung des J. Eck (München 1950); J. Tylenda, A Study of the eucharistic Theology of J. Calvin (Roma 1964); A. Zigrossi, L‘Eucaristia nel magistero della Chiesa, en A. Piolanti, Eucaristia. Il mistero 195-200; J. Pollet, Zuinglianisme, Eucharistie: DTC 15/1, 2825-3842.

[267] De captivitate babylonica (ed. Weimar VI 504).

[268] Ibid. (ed. Weimar VI 508).

[269] Ibid.

[270] Ibid. (ed. Weimar VI 509).

[271] Ibid.

[272] Ibid. (ed. Weimar VI 509-510).

[273] Ibid. (ed. Weimar VI 511-512).

[274] Lutero escribe el Sermón sobre el sacramento del cuerpo y la sangre de Cristo contra los fanáticos (1526); Que la palabra de Cristo: «Esto es mi cuerpo» se mantenga sobre los fanáticos (1527); Confesión sobre la carne de Cristo (1528). Se tuvo un coloquio en Marburgo (1529), pero sin resultado alguno.

[275] Cf. L. Godefroy, o.c., 1352.

[276] Art.6 de la p. 3.a (ed. Weimar L 242).

[277] Ibid. (ed. Weimar L 243).

[278] Cf. Le deviazioni... 540.

[279] Amica exegesis: Opera omnia (ed. Schuler y Schulthess, Zürich 1828ss) III 553.



[280] Petit traité: Opera omnia (ed. G. Baum, E. Cunitz, E. Reuss, Bruns­vigae 1863) 5,438.

[281] Institution de la religion chrétienne IV 17,7.8.9.24: Opera omnia 4,983 ss.

[282] Ibid., IV 17,20: Opera omnia 4,1004 ss.

[283] Ibid., IV 17,19: Opera omnia 4,1002.

[284] Ibid., IV 7,32: Opera omnia 4,1028.

[285] J. De Baciocchi, L‘Eucharistie (Tournai 1961) 89.

[286] B. Neunheuser, o.c., 109ss; L. Godefroy, L‘Eucharistie d‘après le concile de Trente: DTC 5,1326-1356; A. Verhamme, Genesis de transsubstan­tiatione in concilio tridentino: Col. Brug. 35 (1935) 140-149; H. Jedin Mys­terium Fidei. El primer debate sobre la Eucaristia, en Historía del concilio de Trento III (Pamplona 1975) 59-85; Id., Mysterium Fidei: El decreto sobre la Eucaristía de la sesión XIII en, ibid., 403-435; A. Zigrossi, L‘Eucaristia nel magistero della Chiesa, en A. Piolanti, Eucaristia. Il mistero... 200-209; A. Michel, Les décrets du concile de Trente (Paris 1938); S. Pallavicino, Storia del concilio di Trento (Roma 1946); J. Hefele-A. Leclercq, Histoire des conciles (Paris 1907ss); A. Duval, Le concile de Trente et le culte eucharistj­que, en Studia eucharistica (Anversa 1946) 379-414; J. M. Rovira Belloso, La doctrina de Trento sobre la Eucaristía (Barcelona 1975); J. Wohlmuth, Real präsenz und Transsubstantiation im Konzil von Trient. Canones 1-4 der Session XIII (Bern-Frankfurt 1975); K. Rahner, La presencia de Cristo en el sacramento de la cena del Señor, en Escritos de teologia IV (Madrid 1964) 367-396; E. Schillebeeckx, La presencia de Cristo en la Eucaristía (Madrid 21970) 27ss; G. Ghysens, Présence réelle eucharistique dans les définitions de l‘Église catholique: Irénikon 32 (1959) 420-435; E. Gutwenger, Das Ge­heimnis der Gegenwart Christi in der Eucharistie: Zeit. Kath. Theol. 88 (1966) 185-197; ID., Substanz und Akzidens in der Eucharistielehre: Zeit. Kath. Theol. 83 (1961) 257-306; J. F. McCue, The doctine of transsubstantiation from Berengar through the council of Trent, en Lutherans and Catholics in dialogue III (New York-Washington 1967) 89-124.



[287] CT V 896ss.

[288] CT V 1008.

[289] Así lo observa G. Ghysens (cf. o.c.). Los dos puntos de discusión fueron sobre todo la comunión bajo las dos especies y la necesidad de la confesión antes de la comunión.

[290] L. Godefroy, o.c., 1327.

[291] La disparidad viene también a propósito de si Jn 6 tiene o no carácter eucarístico. Aunque la mayoría defendía el sentido eucarístico, no se con siguió nunca la unanimidad. A ello contribuía la opinión que Cayetano había mantenido en contra, así como el temor de que, si se aceptaba el sentido eucarístico, se argumentara que el uso de las dos especies para los laicos es de derecho divino.

[292] CT V 1007ss.

[293] Cf. H. Jedin, o.c., 82.

[294] CT VI/1 124.

[295] CT VI/1 139.

[296] Cf. H. Jedin, o.c., 84.

[297] CT VII/1 111-114.

[298] Cf. H. Jedin, o.c., 411.

[299] Cf. H. Jedin, o.c., 411.

[300] «Monuit tamen esse admitendum qua forma iste articulus damnetur, quia licet in cap. Firmiter de ipsa transsubstantiatione fiat mentio, tamen illa non videtur pertinere ad fidem, ut pari modo dicitur de natura angelorum... Haereticum autem eum esse credit, qui asserit panem non converti in corpus Christi» (VII/1 125). Como se ve, según la opinión de M, Cano, es hereje el que niega la conversión sustancial, no el que niega el término de transustan­ciación. Por ello no acertamos a comprender cómo se puede decir que hasta el decreto del concilio de Trento la consustanciación era una cuestión abierta, como dice Gesteira (cf. o.c., 507).

[301] CT VII/1 143ss.

[302] Cf. L. Godefroy, oc., 1332.

[303] Cf. H. Jedin, o.c., 412.

[304] VII/1 151.

[305] Cf. L. Godefroy, oc., 1334.

[306] Ibid., 1336.

[307] Cf. H., Jedin, o.c., 425.

[308] Ibid.

[309] Conc. Trid., ses. 13. Prooemium (D 1635).

[310] Ibid., can.1 (D 1651).

[311] Ibid, cap.1 (D 1637).

[312] Ibid.

[313] Ibid., cap.1 (D 1636).

[314] Ibid., can.3 (D 1653).

[315] Ibid., can.4 (D 1654).

[316] Ibid., cap. 3 (D 1639-1640).

[317] Ibid. cap.2 (D 1652).

[318] Ibid. cap.4 (D 1642).

[319] Ahora se puede ver el alcance de la intervención de Melchor Cano.

[320] Ibid., can.6 (D 1656).

[321] Ibid., cap.5 (D 1643).

[322] Ibid., can.11 (D 1661).

[323] Ibid., cap.7 (D 1647).

[324] Cf. B. Neunheuser, oc., 122.

[325] Ibid. cap.2 (D 1638).

[326] Cf. J. A. Sayes, La presencia real de Cristo en la Eucaristía (BAC, Madrid 1976) 171-176.

[327] K. Rahner, La presencia de Cristo en el sacramento...

[328] E. Schillebeeckx, La presencia de Cristo en la Eucaristía 27ss.

[329] L. Godefroy, o.c., 1349. Lo mismo dice Ghysens (o.c., 427).

[330] Sobre la escuela de Salamanca véase el excelente trabajo de J. Aljibe Yeti, La presencia real de Cristo en la Eucaristía en Vitoria y Báñez: Bur­gense 21(1980) 41-107.

[331] Entre las teorías postridentinas podemos señalar la de Berlamino, Suárez y Descartes. Belarmino se presenta como defensor de una teoría según la cual Dios destruye la sustancia del pan y en su lugar aporta la sustancia del cuerpo de Cristo. Este no es producido de nuevo, puesto que ya existe; se trata, más bien, de una acción que, sin movimiento local, aporta el cuerpo de Cristo, que antes existía sólo en el cielo, situándolo bajo las especies por medio de una cierta unión que excluye la inherencia propia de los accidentes. Esta posición es ortodoxa, pero concede demasiado a la imaginación espa­cial, si la comparamos con la doctrina de Santo Tomás, el cual ya rechazó en su tiempo algo parecido.

La teoría de Belarmino, en cuanto habla no de producir, sino de aducir el cuerpo de Cristo, aportándolo al lugar que ocupaba previamente la sustancia de pan aniquilada, ha sido conocida como teoría de la aducción (cf. Belarmino, De sacramento Eucharistiae III 18).

Suárez defiende la teoría que se ha venido en llamar teoría de la repro­ducción. Entiende la transustanciación en virtud de una doble acción de Cristo. Una primera acción afecta a la sustancia de su cuerpo, no en el sen­tido de que lo cree (pues ya existe), sino en el sentido de conservarlo. Asi­mismo, la segunda acción afecta a la sustancia de pan no para aniquilarla directamente, sino para conceder a los accidentes que existan por sí mismos. Esta doble acción (conservación de la sustancia del cuerpo de Cristo y conce­sión a los accidentes de propia subsistencia) es simultánea, y por ello la sus­tancia del cuerpo de Cristo se relaciona con los accidentes de pan y vino como fruto de esta doble acción (cf. Comentario a la Suma III disp.50).

Como dice De Baciocchi, Suárez no ha escapado al fisicismo sino para caer en el verbalismo (cf. oc., 92). Es difícil concebir unos accidentes que subsistan en sí mismos y parece superflua la acción tendiente a conservar la sustancia del cuerpo de Cristo.

Con Descartes entramos en una problemática nueva, dada su concepción de la sustancia. Sabido es que, para Descartes, la extensión constituye la sus­tancia de los cuerpos. La sustancia, por lo tanto, es inseparable de los acci­dentes y, por consiguiente, se pone en cuestión la tesis tridentina: ¿cómo se puede hablar de transustanciación, si en la Eucaristía permanece la extensión? Por ello, Descartes entiende la transustanciación de otro modo: Así como en la asimilación de los alimentos las partículas digeridas son informadas por el alma, así en la Eucaristía las partículas de pan y vino, permaneciendo las mismas, son como informadas, de modo milagroso, por el alma de Cristo (cf. Lettres au Père Mesland [Ed. Adam Tannery] IV 162-175.345-348).

Como vemos, la teoría de Descartes viene a ser una especie de impana­ción. Será seguida, sin embargo, por los PP. Desgabets y Maignan.

Apuntemos, finalmente, la teoría de Bayma, que fue censurada por el Santo Oficio (D 3121-3124), y la de Rosmini, asimismo censurada (D 3230-3232).

[332] Una bibliografía sobre toda la problemática del siglo xx puede en­contrarse en J. A. Sayés, Presencia real de Cristo y transustanciación. La teo­logía eucarística ante la física y la filosofía modernas (Burgos 1974); Id., La presencia real de Cristo en la Eucaristía (Madrid 1976).

[333] Como representante de la concepción metafísica del hilemorfismo: M. de Munnynck, L‘hilémosfisme dans la pensée contemporaine: Div. Thom. 6 (1928) 154-176; B. Krempel, Widerstreitet die Elektronenlehre dem Hylemorphismus?: Div. Thom. 13 (1935) 219-223. Como representantes de la otra perspectiva puede verse: A. Mitterer, Einführung in die Philosophie (Bressanone 1929); Id., Wandel des Weltbildes von Thomas auf heute, 2 Bän­der: I, Das Ringen der alten Stoff-Form-Metaphysik mit der heutigen Stoff-Physik (Innsbruck 1935); II, Wesensartwandel und Artensystem der physika­lischen Korverwelt (Bressanone 1936); Id., Profanwissenschaft als Hilfswis­senschaft der Theologie: Zeit. Kath. Theol. 60 (1936) 241-244; Id., Thomasi­sche und neuthomistische Wissenschaftlehre: Theol. Prakt. Quart. 89 (1936) 319-324; H. Meyer, Die Wissenschaftslehre des Thomas von Aquin (Fulda 1934).

[334] F. Selvaggi, Il concetto di sostanza nel dogma eucaristico in rela­zione alla fisica moderna: Greg. 30 (1949) 43.

[335] Estos son los escritos de la polémica: F. , Selvaggi, Il concetto di sos­tanza (ya citado); Realtà fisica e sostanza sensibile nella dottrina eucaristica: Greg. 37 (1956) 16-33; Ancora intorno ai concetti di «sostanza sensibile» e «realtà fisica»: Greg. 38 (1957) 503-514. Por parte de C. Colombo: Teologia, filosofia e fisica della dottrina della transustanziazione: Scuol. Cat. 83 (1955) 9-124; Ancora sulla dottrina della transustanziazione e la fisica moderna:Scuol. Cat. 84 (1956) 263-288; Bilancio provvisorio di una discussione eucaris­tica: Scuol. Cat. 88 (1960) 23-55.

La polémica tuvo matices diversos. Mientras que Colombo defendía que el concepto dogmático de sustancia tiene un alcance metafísico, Selvaggi man­tenía que los conceptos dogmáticos de sustancia y accidente tienen un valor indeterminado y vago. En el campo filosófico, la diferencia era también clara: para Colombo, se puede y debe distinguir una respectiva autonomía de lo metafísico y lo físico. En cambio, Selvaggi dice que tal distinción sólo se puede hacer en abstracto; en la realidad concreta, física y metafísica están mutuamente implicadas. Por ello defiende un sentido de física de alcance on­tológico; cuando habla de cambio físico, no lo entiende en el sentido de la fí­sica experimental.

La intención de Selvaggi, por lo tanto, es clara. No quiere decir que la transustanciación sea experimentable; habla de física en un sentido ontoló­gico. Ahora bien, al identificar ese nivel con los protones, etc., el cambio ten­dría que ser experimentable. Salvamos, pues, su intención, pero no podemos aceptar el tenor literal de su conocida conclusión.

[336] F. Unterkircher, Zu einigen Problemen der Eucharistielehre (Inns­bruck 1938); L. Baudiment, Notre Seigneur, n’est-il present que’une fois dans l’hostie?: Rey. Apol. 65 (1937) 546-561; A. Maltha, Cosmología circa transsubstantiationem: Ang. 16 (1939) 305-334; J. T. Clark, Physics, Philo­sophy, Transsubstantiation. Theol. Stud. 12 (1951) 24-51; A. Piolanti, Il mistero eucaristico (Firenze 1955) 174 n.2; A. Due, Las especies eucarísticas y las teorías físicas modernas: Pens. 13 (1957) 347-352; J. Colomina Torner, ¿Puede la filosofía de la naturaleza escolástica explicar la transustanciación eucarística?: Rev. Esp. Teol. 18 (1958) 167-186; W. Büchel, Quantenphysik und naturphilosophischer Substanzbegriff: Schol. 33 (1958) 161-185; J. Filo-Grassi, De sanctissima Eucharistia (Roma 61957) 207-216.

[337] J. Ternus, «Dogmatische Physik» in der Lehre vom Altarsakrament: Stim. d. Zeit. 132 (1937) 220-230; Ch. Journet, La Messe, Présence du sacrifice de la croix (Bruges 1957) 183-250; J. Fellermeier, Das Dogma der Transsubstantiation und die Krise des Substanzbegriffes der modernen Natur­wissenschaft: Neu. Ord. 3 (1949) 167; J. Coppens, Mysterium Fidei: Eph. Théol. Lov. 33 (1957) 483-506; H. Bouëssé, La présence du Christ dans l‘Eucharistie: Rey. Thom. 56 (1956) 620-640; M. Cuervo, La transustancia­ción según Santo Tomás y las nuevas teorías físicas: Cien. Tom. 84 (1957) 283-344. R. Masi tuvo una teoría intermedia (cf. J. A. Sayés, La presencia real 17ss).

[338] Cf. J. A. Sayés, La presencia real... 21ss.

[339] Cf.p.176ss.

[340] E. Hugon, La sainte eucharistie (Paris 1924) 167.

[341] Cf. J. A. Sayés, Presencia real y transustanciación... 102-106.

[342] A. Piolanti, con el título Simbolismo e ubiquismo eucaristico secondo la «nuova teologia», en Il mistero eucaristico (Firenze 1955) 251-264, aporta grandes párrafos del opúsculo con el fin de mostrar él mismo que no adultera el pensamiento del anónimo. Los párrafos citados se encuentran en la lengua original y son abundantes, suficientes para captar el pensamiento del autor.

En relación al autor del anónimo véase también R. Garrigou-Lagrange, La nouvelle théologie où va-t-elle?: Ang. 23 (1946) 139-141.

[343] F. Leenhardt, Ceci est mon corps. Explication de ces paroles de Jésus-Christ (Paris-Neuchâtel 1955); ID., La présence eucharistique: Irénikon 33 (1960) 146-172.

[344] J. De Baciocchi, Les sacrements, actes libres su Seigneur: Nouv. Rey. Théol. 73 (1951) 681-706; Id., Le mystère eucharistique dans les perspec­tives de la Bible: Nouv. Rev. Théol. 77 (1955) 561-580; Id., Présence eucharistique et transsubstantiation: Irénikon 32 (1959) 139-164.

[345] B. Welte, Zum Vortrag von A. Winkihofer. Zum Referat von L. Schefficzyk, en M. Schamaus, Aktuelle Fragen zur Eucharistie (München 1960) 184-195; J. Möller, De transsubstantiatie: Ned. Kath. Stem. 56 (1960) 2-14; Id., Existentiaal en kategoriaal denken: Ned. Kath. Stern. 56 (1960) 166-171; P. Schoonenberg, De tegenwoordigheid van God: Verbum 26 (1959) 23-27; Id., De tegenwoordigheid van Christus: Verbum 26 (1959) 148-157; Id., Eucharistische tegenwoordigheid: Verbum 26 (1959) 194-205; Id., Een terugblik: ruimtelijke, persoonljke en eucharistische tegenwoordig­heid: Verbum 26 (1959) 314-327; Id., Eucharistische tegenwoordigheid: De Heraut 95 (1964) 333-336; Id., Tegenwoordigheid: Verbum 31 (1964) 395-415; ID., Nogmaals: Eucharistische tegenwoordigheid: De Heraut 96 (1965) 48-50; Id., ¿Hasta qué punto está históricamente determinada la doctrina de la transustanciación?: Conc. 3 (1967) 2,86-100; L. Smits, Vragen rondom de Eucharistie (Roermond-Maaseik, 1965); Ch. Davis, Penetrando en el sentido de la presencia real, en AA.VV., Las cuestiones urgentes de la teología actual (Madrid 1970) 223-251; E. Schilebeeckx, La presencia de Cristo...; Id., Transustanziazione, transfinalizazione, transignificazione: Riv. Past. Lit. 4 (1966) 227-248.

[346] Para un detallado estudio véanse nuestras obras citadas en nt.331.

[347] Cf. J. A. Sayés, Presencia real y transustanciación 160ss.

[348] cf. J. A. Sayés, La presencia real... 9Oss.

[349] E. Schillerbeeckx, La presencia real... 175-176.

[350] A. Gerken, Theologie der Eucharistie (München 1973).

[351] F. X. Durrwell, L‘Eucharistie, présence du Christ (Paris 1971); Id., Eucaristía, sacramento pascual (Salamanca 1982). cf. también G. Martelet, Résurrection, Eucharistie et Génèse de l‘homme (Paris 1972).

[352] AAS 42 (1950) 570-571.

[353] Ibid., 566.

[354] AAS 48(1956) 711-725.

[355] AAS 57 (1965) 383.

[356] Ibid., 588.

[357] Ibid., 755.

[358] Ibid., 757.

[359] Ibid., 758.

[360] Ibid., 764.

[361] Ibid., 765.

[362] Ibid., 766.

[363] Ibid., 766.

[364] AAS 60 (1968) 433-445.

[365] Cf. J. A. Sayés, La presencia real... 191ss.

[366] Sobre el alcance magisterial del Credo véase C. Pozo, El Credo del Pueblo de Dios. Comentario teológico por C. Poco (BAC, Madrid 1968).

[367] AAS 60 (1968) 442.

[368] Ibid., 442.

[369] Ibid., 442-443.



[370] Conc. Trid., Ses.14 cap.4 (D 1642).

[371] Cf. P. L. Carle, Consubstantiel et transsubstantiation (Bordeaux 1974).

[372] N.d.R.: esto explica que la mayoría de las denominaciones cristianas hijas de la “reforma” de Lutero hayan abandonado más o menos prontamente la doctrina de la presencia real: la filosofía que abrazaron no era realista

[373] Varios son los autores cuya doctrina hace pensar en el platonismo. I. de Montcheuil nos dice que el ser de las cosas materiales es ser signo de realidades espirituales, olvidando la autonomía de las cosas, por la que unas se distinguen de las otras. Leenhardt, al concebir el ser de la materia como signo de la realidad religiosa, conduce a una concepción extrínseca del ser. La misma desvalorización de la naturaleza humana de Cristo por parte de I. De Montcheuil, Schoonenberg y Smits nos hace preguntarnos por la consistencia de una filosofía que no concede valor ontológico a la materia (cf. J. A. Sayés, La presencia real... 269).

[374] Hablamos de mediación de las especies. Desde el punto de vista dog­mático, no hay inconveniente alguno en sostener que las especies de pan y vino participan el propio ser y la propia subsistencia creaturales del cuerpo y sangre de Cristo para ser signo real y verdadera mediación de lo que ahora hacen presente y significan: la realidad del cuerpo y de la sangre de Cristo.

La doctrina del accidens sine subiecto no pertenece a la fe de la Iglesia (re­cordemos lo dicho a propósito de Constanza, la desaparición de lo relativo al accidens sine subiecto en el concilio de Florencia, la ausencia de este tema en Trento y en todo el Magisterio posterior). Es una teoría propia de una deter­minada escuela teológica que, aparte de tener serios inconvenientes metafí­sicos (cf. J. A. Sayés, La presencia real... 267-268), diluye la verdadera media­ción sacramental de las especies de pan y vino, al hacerlas signo de una reali­dad a ellas ajena y extraña.

Aun diciendo por nuestra parte que las especies eucarísticas pueden parti­cipar del ser y subsistencia propias del cuerpo y sangre de Cristo, se com­prende que tales especies no aportan al cuerpo de Cristo ningún nuevo ser por la sencilla razón de que las especies son pura apariencia de ser. Son, más bien, las especies las que reciben un nuevo ser al participar el ser o subsisten­cia propios del cuerpo creado de Cristo, y si las especies pertenecen al campo de la física, no pueden afectar a una realidad metafísica como es la sustancia del cuerpo de Cristo, de la que más bien reciben el ser, convirtiéndose en au­téntica mediación de la misma. No podemos decir que el cuerpo de Cristo se hace pan, pues de éste no quedan más que las especies; toma ciertamente la forma de pan. Ahí está la fe de la Iglesia, que dice que las especies de pan «contienen» la realidad del cuerpo de Cristo o, como dice la Declaración de la Comisión cardenalicia del Catecismo holandés, «contienen y designan» (cf. AAS 60 689). No debemos escandalizarnos de que tome la forma de pan el cuerpo de Cristo, cuando el mismo Verbo en persona no sólo tomó la forma exterior de hombre, sino que se hizo realmente hombre. La sacramen­talidad eucarística prolonga, dentro de su peculiaridad, la sacramentalidad propia de la encarnación.

[375] AAS 39 (1947) 528.

[376] Const. Sacrosanctum Concilium 7.

[377]AAS 57 (1965) 762-763.

[378] E. Schilebeeckx, La presencia real... 171-172.

[379] Ibid.

[380] Enc. Mysterium idei: AAS 57 (1965) 764.

[381] L. Cattaneo, L‘adorazione eucaristica, en A. Piolanti, Eucaristia. Il mistero 941-956. A. X. Monteiro, Presencia real permanente y adoración eucarística, en Eucaristia y vida cristiana. IV Semana de Teología Espiritual. Toledo 1978 (Madrid 1979) 121-138; L. Ciappi, La Eucaristía, centro de la vida y de la actividad cristiana, en ibid., 247-261; F. Callaey, Origene e svi­lupo della festa del «corpus Domini», en A. Piolanti, o.c., 907-933; O. Gregorio, Visite al Ss. Sacramento, en A. Piolanti, oc., 987-1005; P. Browe, Textus antiqui de festo Corporis Christi (Münster 1934); J. Galot, Théologie de la présence eucharistique: Nouv. Rev. Théol. (1963) 19-39; A. Duval, Le concile de Trente et le culte eucharistique: Studia eucharistica (Anversa 1946) 379-413; E. Bertaud-G. VassaliI-E. G. Núñez-R. Fortin, Dévotion eucha­ristique (art. Eucharistie), en Dict. Spir. Asc. Myst. (Paris 1931) 1621-1648.

[382] Conc. Trid., Ses.XIII, can.4 (D 1654).

[383] Ibid., cap.5 (D 1643).

[384] J. Galot, Eucharistie vivante (Bruges 21963) 296-297.

[385] Orígenes, Sobre el Exodo Hom.13,3: PG 12,391.

[386] Novaciano, De spectaculis: CSEL III p.8.

[387] Cf. San Basilio, Epist.93: PG 32,483-486.

[388] Cirilo de Alejandría, Epist. ad Calosyrium. PG 76,1075.

[389] Instr. Eucharisticum mysterium 3: AAS 59 (1967) 542.

[390] Enc. Mysterium fidei: AS 57(1965) 771.

[391] Ibid. 772.

[392] Ibid.

[393] San Agustín, Enarr. in Ps. 98,9: PL 3 7,1264.

[394] Credo del Pueblo de Dios n.26: AAS 60 (1968) 443.

[395] Juan Pablo II, Carta a los obispos sobre el misterio y el culto de la Eucaristía n.3: AAS 72 (1980) 118.

[396] Ibid., 119.

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